domingo, 31 de enero de 2010

Los rostros de la muerte, los juegos de la locura


Marco Denevi: Identidad y arte puro.-

“pero qué precio debo pagar por ello...Escribir ‘Los rostros de la muerte’, escribir ‘los juegos de la locura’ y después enloquecer y morir”.
Marco Denevi, “Carta a Gianfranco”


No parece fácil definir la simple complejidad del mundo Deneviano.
¿Es una indagación o el uso de una indagación? ¿Es la palabra herramienta o la palabra fin? ¿Es el cuerpo que hacen el mito personal y la escritura o es el uso del mito personal para la escritura? ¿Es la sencillez coloquial o la densidad de una metáfora organizada?
¿Es un pensamiento o la literatura que se vale de un pensamiento?
¿Cuál sería el ideal: que la literatura hiciese invisible ese lazo presentándose como una reflexión sobre la soledad o que la literatura fuese esa reflexión?
¿Son “ciertas” las percepciones literarias o son un uso literario de los grandes temas?
Y, yendo más allá, ¿importan estas preguntas o la literatura deneviana es su propio fin?


Escritura como realidad
No toda escritura contiene una reflexión tan aparentemente simple y tan compleja sobre sí misma.
La aparente sencillez no la hace de por sí abordable. No es fácil la aproximación ya que uno de los puntos más difíciles es traducir y poner en límites temáticos una impresión. Quizá sea éste el mejor modo de la escritura de enmascararse, de borrar su percepción como escritura y trasladarla a aspectos destinados a nunca satisfacer la pregunta acerca de ella, detenida en sus motivos, en sus imágenes, y en los recursos del narrador. La escritura retiene al lector en lo que cuenta antes que en la pregunta acerca de sí misma como escritura.
En este sentido hay parciales cuestiones sobre personajes, discurso, escenarios pero de por sí, no pueden responder por la propia operación escrituraria.
Es una obra que varía sus visiones y que abarca tan diferentes miradas – mundos que se cierran sobre su intimidad, otros que se abren a un orden de realidad que toca lo maravilloso, otros que falsifican...-, que ello precisamente la borra más como escritura: la transparencia de instalarnos en lo mostrado desde una invisible orfebrería cuyo mejor efecto, como el diablo, es convencernos de que no existe o mejor, de que no reparemos en ella y que en esta operación encubre que ella es en realidad el mundo narrado.
La escritura como orbe que todo lo contiene, como operación que irradia algo que es su propio centro, un centro que desde esa irradiación, remite a lo “central”, escritura que si bien busca la plenitud en sí misma, está destinada a nunca satisfacerse. En este proceso de construir lo que nos construye, el contenido es el continente y, como en la música, no es posible discernir la forma del fondo.


Un orden paradójico.
La concepción del personaje no ayuda a despejar estas incógnitas porque en su planteo de “tipos puros” no trabaja sus matices en tanto personajes sino dentro de las relaciones del lenguaje, en un mundo donde el entorno es permanentemente significado desde aquello que no aparece como enunciación del propio personaje.
Personaje que funciona en un mundo, mundo que funciona y se despliega en un personaje, ¿qué es primero?.
La soledad no parece funcionar sin un mundo que la refleje porque la soledad es ese mundo que permanentemente vuelve.
El mundo es una lectura del mundo. Pero la percepción está formada en registros donde lo registrado se fragmenta e independiza. Su sentido, su movimiento, son distanciados de la unidad de la que forman parte y valen por sí mismos y valen por la relación que el modo de percibir del personaje tiene con ellos. Así, la poeta de Carta a Gianfranco sabe que amanece

“porque las cosas han empezado a adelgazar y a estirarse como gatos hambrientos. Desde la calle me viene un ruido de automóviles que huyen en todas direcciones”

No oye el tránsito sino autos que escapan: se toma un hecho externo –el desplazamiento de autos en la calle- y se le adjudica otro significado. De este modo hay otra lectura posible de las cosas, animadas desde una percepción que viene a reforzar la idea de que todo se aleja o transcurre en órbitas inaccesibles, hacia lugares vedados y que la libertad forma parte de estos espacios que nunca son vistos y hacia los cuales parten muchas veces, cosas y personajes. En el mismo sentido, las cosas también se animan en la percepción del personaje: sus propias percepciones son un mecanismo de la soledad donde hasta una forma inerte puede ser un gato hambriento.
Los objetos llevan a cabo, ejecutan un orden simbólico del cual son portadores. Los objetos ponen distancia con los personajes situados fuera de su orden simbólico o reafirman sus cualidades de encerrados o condenados. Los objetos recortan, subrayan, son testigos.
El mundo de los objetos abre a otros mundos. Importan códigos de acceso que no se encuentran dentro del patrimonio de los personajes. Remiten a ese dominio simbólico pero a la vez refuerzan el universo cerrado porque funcionan como el orden de una escritura capaz de reparar sin detenerse en ellos.
Mudos, se encuentran más allá o bien, son las marcas del encierro. La descripción del palacete en “Redención de la mujer caníbal” o de la casa en “Asesinos de los días de fiesta” y la habitación de Leónides, o el departamento de la poeta en Carta a Gianfranco.
En un caso es la alusión, el mundo del cual el objeto es portador, es el movimiento, es el objeto que, igual que la estatua de porcelana china en “The remains of the day”, hace el guiño al lector y en el otro, el objeto estático, el que no es portador de significados, el que se encuentra hecho para la utilidad, pero una utilidad que ya no brinda. Mientras unos son el código vedado otros son aquella acción que ya no se ejecuta.

“El interior del palacete la atarantó. En ese momento no vio nada, nada en particular, y sin embargo lo vio todo. Quiero decir que de un solo golpe de vista y de una primera inhalación supo que había llegado a un sitio donde estaba toda la riqueza, toda la riqueza y todo el lujo que el tiempo puede acumular en una casa”

Los objetos son un cambio de visión y una nueva perspectiva, la apertura de un mundo que nunca terminará por abrirse del todo, la idea de una posesión que nunca se consumará pero ellos no abren un mundo sino que lo cierran. Ellos son herramientas de la historia que trabajan ese orden paradojal de cerrar abriendo, quizá porque la sensación de universo cerrado venga de esa propia imposibilidad de acceso libre a los códigos de los cuales los objetos son portadores.
La descripción de los animales embalsamados en “Asesinos de los días de fiesta” es un punto donde los objetos se borran como objetos en el mismo acto de presentarlos como tales

“sobre todo ese follaje se acaba de posar, hace siempre un minuto, una bandada de pájaros...Se diría que apenas uno haga un ademán brusco, los pájaros echarán a volar... Y uno, para que no huyan, espontáneamente permanece quieto, inmóvil. Tan inmóvil como ese temeroso colibrí que no termina de posarse en una rama” .

Son seres eternamente vivos, portadores de una magia que es el borrar los efectos externos de la muerte. Una vez que la muerte se apropie de ellos dejarán de ser portadores de la magia para ser objetos, doblemente inertes porque habrán sufrido dos muertes acumuladas en un solo efecto que crea el narrador.
Ellos aparecen vistos desde dos miradas: la de aquel movimiento captado fantásticamente, que subraya la irrealidad de la inmóvil mansión, y los puros objetos que ya no asustan una vez que los hermanos dotaron a la casa de otro movimiento, instancia en la cual realmente se detienen para morir y la cualidad que da o quita la vida es significante, es la mirada de quien los descubre y que en un momento dado ya no descubre un orden anterior del cual ellos vienen sino que les imprime su propio orden, aquel capaz de hacer que los días de fiesta sean días de duelo.

“-Venga Cáceres. Venga conmigo. Dejemos al señor Santibáñez que se las arregle con esos bicharracos-”


De igual manera se presenta al cadáver embalsamado de Esmée Roth, primero en una atmósfera mágica y luego en la apropiación de la magia por los hermanos:

“Porque no es un desván. Es una capilla, el camarín de una santa [...]
Un mismo escalofrío, una corriente eléctrica nos atravesaba a los seis y nos paralizaba la voluntad. De golpe nos sentíamos asomados al más allá [...]
Es muy hermosa. Tiene un brazo extendido a lo largo del cuerpo y el otro doblado con la mano negligentemente caída sobre el seno, la melena, retinta y espesa, bien acomodada alrededor del rostro; las cejas son anchas y nítidas, como dibujadas, y los labios gruesos y sonrosados, el cutis lechoso le brilla como una opalina; en las manos sobresalen las venas azules y las largas uñas manicuradas parecen las escamas de un pez”

Luego de enunciado el propósito de los hermanos de convertirse en los herederos de Claudio Aquiles Lalanne, así ven a Esmée:

“A todo se acostumbra uno. Tres meses han transcurrido desde que descubrimos el camarín de la santa y ya el halo religioso que envolvía a Esmée Roth se ha esfumado. Es la consecuencia de todo lo inalterable. Quien imaginó el Paraíso como una repetición de alabanzas al Señor no sabía lo que decía. Ahora comprendemos la indiferencia solemne y la confianzuda serenidad con que actúan los sacerdotes
Nosotros andamos por la capilla como Pedro por su casa. Nos sentamos junto a Esmée, la estudiamos de arriba abajo, la tocamos, la medimos. Es que estamos preparando cuidadosamente la fabulosa sustitución de personalidades que ideó Patricio”

Primero el lenguaje busca captar la experiencia de lo maravilloso y luego utiliza un tono de burla al aludir a las rutinas de lo sagrado, la mirada del encantamiento ha caducado ante los planes egoístas de los hermanos.

Los objetos vienen de una historia anterior, son testigos de la remisión al origen de la cual los lectores no somos testigos. Han estado allí, mudamente, viendo lo que nosotros no podremos ver:

”Entraron en un cuarto a oscuras y con olor a gato, Mercedes alzó un postigo, la luz de la tarde iluminó crudamente una salita amueblada con un gusto detestable. Y lo primero que vio la señorita Leónides fue una muñeca holandesa que con la boca abierta, con los ojos abiertos, con los brazos abiertos, clamaba a gritos por que la librasen del horrible sofá donde la habían sentado y la devolviesen junto a sus hermanas, a una repisa, a un muerto dormitorio clausurado”

La muñeca, que es una parte de la historia de Cecilia, que guarda las huellas de una inocencia y que pugna por volver, que en ese grito casi audible para el lector, pide a Leónides regresar a aquella repisa de un cuarto deshabitado a restaurar algo que el lector no sabe qué es.
También funciona así la descripción del pequeño café en la novela del mismo título. En cambio, en el Capítulo XI los objetos de nuevo plantean la remisión al origen, la intromisión de quien detenta un código ajeno a ese mundo, entrañable y extinguido:

“-La gran flauta, qué lujo!
Llamaba lujo a los restos que yo había logrado salvar hacía ya muchos años, del naufragio de mi familia.
-Y cuántos libros!
Se colocó los lentes y empezó a husmear en la biblioteca”



El cerco de la soledad está bordado de cosas. Cada una contiene el gesto de la observación que a su vez contiene un sentido que se les adjudica: es del narrador y es del lector. Los objetos son dados en un sentido de la realidad que ellos moldean no tanto por sí mismos sino por el discurso que los hace visibles en este universo visual.
“Aquí no hay calefacción. Luego de cinco días de lluvia mi cuarto ha empezado a derretirse y chorrear como una vea de sebo. Las paredes se han vuelto esponjosas y como miga de pan, los muebles están blandos y del techo caen lentos goterones”

Los objetos que excluyen portan un código ajeno, los objetos propios, las huellas de la exclusión: todos los objetos marcan esta exclusión, los propios, los ajenos. No hay ámbitos de refugio, no hay un sentido estático del espacio. Hasta lo inerte está trabajando en el texto y ese trabajo del texto es, en última instancia, un nuevo paso hacia la soledad.


La apropiación de la vaguedad
Lo real tiene varios planos: la realidad de los personajes, la externa, las ideas sobre la realidad, los materiales con los cuales la mirada sobre ella se construye, sus mecanismos...
Hay una articulación entre las rígidas estructuras de los personajes y el mecanismo de los hechos. Las cosas parecen suceder por leyes que las personas no gobiernan. Leyes no enunciadas pero que una suerte de conocimiento puede descifrar. Leyes y actitudes ante ellas que se plantean con afirmaciones tan tajantes como indemostrables:

“Y aunque hoy no se dé cuenta, tarde o temprano tendrá que saberlo, de modo que es mejor que lo sepa cuanto antes” .

Hay una regla de conducta. Viene de una supuesta objetividad que sin embargo sólo parece descubierta por quien enuncia la regla. El poder de “enunciación moral” de alguien, un narrador que supone detentar una visión infalible de las cosas.
Dentro de estos enunciados juega la distancia que existe entre el personaje y la realidad exterior a la cual nunca puede acceder completamente, ya que la esencia es la soledad.
La realidad exterior de algún modo se personifica: hay un orden de lo que es correcto, del cual se distancian los personajes. Ellos están en falta. No hay una concepción de la realidad exterior como de un ámbito de tolerancia, encuentro y apertura, sino todo lo contrario.
Esta mecánica se invierte en algunos relatos donde la regla de la “corrección moral” es enunciada por los propios personajes y su misión consiste en instalar en el mundo externo esa mirada de descubrimiento y redimirse: “Redención de la mujer caníbal” “Redención de Yayá”. Con ello se distancian de una realidad moralmente opresiva, y abren un espacio nuevo.
“Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos” es en algún sentido paradigmático en lo que se refiere a un mundo sin salida.
La magia existe mientras no pueda verla. Si se coloca los anteojos, la magia podrá desvanecerse o corroborarse. Pero ella está condenada a no ver y a no conservar la magia. Está condenada a la soledad.
La percepción se origina en esa condena.
Si la condena es transgredida se asiste a un mundo indiscernible.
Si se la acepta, no hay amor porque no hay otro posible.
En ambos casos se abre una ambigüedad acerca de ese otro, el personaje sólo sentido en el tacto, el que propone la cita a la cual no acude –¿o sí acude y no es visto?
Corresponde a un mundo de percepciones reales borradas por la trasgresión o irreales creadas por el deseo.
En todo caso, la zona del deseo es ciega. Sólo se ven formas en la ansiedad ante la inminencia ya del éxito de la trasgresión, ya de su fracaso, fracaso que llevará a reforzar la condena.
Las percepciones dadas en este modo de percibir, obligan al personaje a mantener un lugar que no es un lugar elegido, que es un lugar asumido, en una asunción que es un mandato, el de alguien en posición de hacer un reproche. Alguien omnisciente cuyo poder de enunciación constituye una instancia moral que obliga a cada uno a mantener un lugar que marca la corrección pero que no garantiza la felicidad sino sólo el lugar de la sumisión.
La dinámica del deseo busca burlar un límite físico y ser otra cosa y así, abre un espacio donde la relación fondo-figura se establece entre el propio deseo que es figura y que no produce percepciones fiables, y el fondo de las limitaciones que establecen un límite seguro pero que se cierran al deseo.
Nunca los personajes denevianos son espontáneos, están gobernados por razones “morales”, represiones y aun si se lanzan a explorar una “naturaleza” desconocida, no lo hacen espontáneamente sino cumpliendo un cometido.
No parece existir una instancia en la cual la percepción del tacto y la percepción real de la vista –en este mundo visual- correspondan a un mismo objeto y que ese objeto no sea tal sino un sujeto, un otro, o al menos, una realidad donde hacer jugar un yo, pero no un yo reprimido sino un yo interconectado.
Podemos pensarlo además como una metáfora de la escritura que, a la manera de los anteojos de Luisilda, configura aquello que vemos, organiza un mundo y al hacerlo deja otro mundo y que de algún modo, la verdadera escritura es asomarse a la calle sin esos anteojos en busca de un registro propio, de tensar y buscar, de apropiarse de la vaguedad de la mejor manera posible y al hacerlo, asumir el riesgo.


Una ciudad desconocida.
Hemos visto que la identidad de los personajes está dada por una postulación de texto, que los enmascara, los presenta de un modo, los disfraza, los sitúa en una representación teatral, los hace llevar a cabo un cometido.
La “reprimida” Leónides Arrufat, en Ceremonia Secreta, de quien en rigor nada sabemos, lo cual confirma la imposibilidad de remisión a un origen, que mencionara Cristina Piña, está por abrirse y consagrarse a la propuesta del azar:

“exhausta, desmembrada, con todas sus fuerzas consumidas por la larga representación delante de las dos viejas bribonas (sobre todo por aquella escena final, cuando le pareció que con un bastón de hierro quebraba y quebraba infinitas formas de barro), la señorita Leónides se desplomó sobre su angosta camita y, sin ánimo ni para pestañear, miraba con ojos de laca un rosetón del cielo raso”

En este proceso de exploración, de cambio, de afectación de una identidad a un cometido que ella aún ignora, proceso que se desencadena a partir del azar, vemos que luego de una metamorfosis y una representación, se instaura una conciencia. Esta conciencia no es generada por Leónides sino por la metamorfosis de Leónides –luego de disfrazarse y representar un papel cuya naturaleza ignora-. En el ulterior desarrollo del capítulo, en una nouvelle donde los capítulos no tienen número, es decir, que se asiste a un proceso de desarrollo y a la vez de “confusión”, es esta conciencia la que percibe una realidad pero en sus notas más exteriores. En efecto, la larga secuencia que sucede a esta meditación de Leónides en su angosto catre –el autor se permite usar un diminutivo, es decir, transgrede de algún modo la textura de una prosa para acentuar ese carácter de estrechez-, es un registro esencialmente subjetivo del espacio, marcado por una ansiedad marcada a la vez por esa metamorfosis.
Este proceso la saca del espacio y del tiempo:

“la señorita Leónides cruza en tranvía una ciudad desconocida. ¿Qué hora es? No lo sabe. Nadie lo sabe. Quizá sean las once de la noche, quizá las cuatro de la madrugada. La impaciencia la carcome. Mira por la ventanilla y no reconoce nada de lo que ve. El tranvía llega a una esquina que copia, con varios trastos viejos, la esquina de Sarmiento y Suipacha. La Señorita Leónides desciende. Ahora corre por un largo zaguán abandonado. Desde lejos distingue la mole de la iglesia. Y enfrente, la casona. Y en la puerta, Cecilia. Cecilia está acurrucada en el umbral de la puerta como una mendiga. Tiene brazos y piernas anudados como un abrazo consigo misma. Mira hacia Rivadavia. Mira el vasto sur donde, hace horas, se internó Guirlanda Santos. Es muy tarde, la ciudad se ha ido a dormir, pero Cecilia sigue esperando. Guirlanda Santos le prometió volver. Y ella la espera. La Señorita Leónides no puede más. Se siente tremenda de amor. Grita:
-Cecilia! [...]
Guirlanda, Anabelí y Leónides contemplan pensativamente ese rostro leudado, esa cara como un pan que ha caído en el agua y se ha hinchado sin perder, no obstante, su forma.
Repentinamente las tres han comprendido”

La percepción es una marca del orden. Los objetos son reales dentro de un orden de la subjetividad –con todo lo relativo que puede resultar hablar de subjetividad en el paradigma posmoderno- y de los propios objetos. Roto este orden, por la irrupción del azar que sin embargo depara el hallazgo de un contenido a la vez nuevo y profundo de la subjetividad, el espacio estalla y las cosas responden a ese estallido y no a su orden propio. Es una ciudad nueva, oscura, diferente, que marca en esas diferencias, esa consagración al azar, a un cometido. No obstante, el estallido trae la constitución de otro orden en el cual “las tres han comprendido”.
Parece al menos interesante, registrar este hecho: que una nouvelle que no retrata estados psicológicos, se valga de ellos literariamente para plantear el sentido ceremonial que tiene la irrupción del azar, para crear el efecto deseado: que todo es una vasta ceremonia en la cual nunca sabremos quien es el relojero, si Dios o nosotros. Pero aun el azar es una herramienta del mundo deneviano para un ejercicio del lenguaje.

Los recuerdos recortados.
El relato “Variación del Perro” –del cual deseo hacer sólo una somera referencia, ya que posee numerosas cuestiones que podrían pensarse- constituye una experiencia inusual desde varios puntos de vista. Por empezar, lleva una escritura de la corriente de la conciencia no hacia el campo introspectivo sino hacia la historia, se instala en la cosmovisión medieval y desde allí desgrana un relato que no cuenta nada, donde se enuncia un sentido de la guerra, del conocimiento, de los símbolos, pero más que nada, se ejerce una modalidad de escritura.
En esa atmósfera alegórica, donde, en el contexto de la historia, la experiencia individual se relativiza y al mismo tiempo se universaliza, porque una guerra es todas las guerras, se rescatan, paradójicamente, sensaciones auditivas, olfativas, visuales y todas obedecen a ese orden sensorial: el de una guerra medieval y se originan en un perro que aúlla en la calle.
Así, el tiempo, igual que el conocimiento, son un juego de fragmentos, como

“los recuerdos, los recuerdos, los recuerdos recortados”

Historia y conciencia tienen resonancias similares y no hay un conocimiento fiable salvo aquel del perro, que no sabe distinguir el ruido del trueno con el de la guerra pero que sí sabe distinguir la presencia de la muerte.



Los rostros de la muerte, los juegos de la locura.

“A veces se me figura que Dios me trazó este destino. Dios no ha querido que me distrajera de la poesía. Y entonces creo que si es así, es porque mi poesía vale tanto como la de Baudelaire o la de Pavese. Pero qué precio debo pagar por ello. Escribir ‘Los rostros de la muerte’, escribir ‘Los juegos de la locura’ y después enloquecer y morir” .

¿Es esta una idea verdadera de la literatura, o el uso en un relato de una idea de la literatura, dentro de la necesidad de esa idea en la propia dinámica del relato, en su propuesta de lectura, en la índole de su personaje?
La primera lectura es una pregunta. Un texto que se abre con una interrogación acerca de su propia naturaleza, pregunta que depara muchas otras cuestiones.
La escritura aparece como una operación central y absorbente, nombrada a la sazón como Dios que es adjudicarle una naturaleza de trascendencia sí, pero más que nada una naturaleza suprarreal, indiscernible, que contiene a las demás experiencias y que desde ese poder las designa, sólo que el poder de designación no es designable en sí mismo, más que llamándole Dios. Todo lo exige sin garantizar nada a cambio, en una apuesta al estilo Enoch Soames. Un ciego imperativo que niega la cordura o que es algo diferente a la cordura, una asunción que es una renuncia y una asunción que es sólo la propia escritura, ya que lo que se encuentra más allá de ella tampoco pertenece a un terreno de valores seguros –el mundillo literario como espacios de poder que no tienen que ver con la propia literatura: esta propuesta desde los falsos valores, institucionalizar la literatura, es lo más falaz de todo porque parte de la imaginaria detentación de algo verdadero, como también se plantea en “Misterios de la Creación Literaria”, cuento en el cual quien verdaderamente desea explicar el misterio es negado como portador de una gran pregunta por parte de quienes se encuentran allí precisamente para discernir ese misterio.
Pero la literatura en sí, tampoco es un valor seguro. Siempre cabrá la duda: sobre su calidad, sobre que valga la pena el sacrificio, sobre el remoto futuro de Enoch Soames.
Podemos pensar estas cuestiones desde dos posibilidades:
1. Tras el motivo enunciado está el hecho de la escritura como configurante de un universo simbólico dado a partir de ella. Es a partir de este propio mecanismo de significar donde la escritura se ontologiza, convirtiéndose en un fin, situación que viene a presuponer un mundo de carencias dado en aras de esa escritura –con lo que ello entraña de renuncia a lo nuevo, a la posibilidad-, así como una idea de escritor sacerdote, escritor oficiante, escritor que plantea no un modo de mudar hacia lo nuevo sino combinaciones que sólo tienen por finalidad su escritura. Se asume un lugar de sumisión o más que de sumisión, de entrega, de desplazamiento pero también de seguridad, en el pensar en un destino de martirio que explica aquello que resulta inaccesible.
Los personajes denevianos suelen moverse en esta renuncia-asunción que sólo conduce a un mundo nuevo en contadas ocasiones.
2. El configurar la vida desde la escritura y la escritura desde la vida. Vida y escritura son un proceso. Los hechos –bajo la forma de motivos- forman parte de ese proceso donde no puede discernirse –como en el fondo y la figura- una forma que predomine, sino formas que se alternan. El proceso requiere de sus dos momentos para significar los mismos hechos. La sola narración y la sola vivencia no aparecen como instancias independientes. Es un circuito donde los sentidos necesitan atravesar la enunciación, pero no la de los propios hechos sino la de la escritura. Hay un cuerpo y se escribe en el cuerpo, se forma cuerpo con la escritura y esto es lo que viene a decirnos la frase:

“escribir los rostros de la muerte, los juegos de la locura y después enloquecer y morir”.

Podemos pensar además, que lo formal y lo que se cuenta, son también fondo y figura.
Es una segunda idea de cuerpo con la escritura: el hecho de esta dinámica donde el discurso se tensa. Juego formal, metáfora organizada, historia, son interpenetrantes y esta idea cierra con la de asumir la operación escritural como finalidad de sí misma, es decir, como un juego de arte puro.
¿Cómo resulta el proceso de identidad de un escritor: es identidad con la experiencia o con el lenguaje?
Decir, sentir, pensar, instancias del proceso que es la identidad. Un sistema recorrido por el registro, la enunciación del registro y el nuevo registro desde la enunciación.
Los hechos de la vida, nombrados, significados, son hechos de la escritura constitutiva del registro de la vida. La vida es un proceso de designación que a su vez construye un nuevo registro de la vida, en lo que termina siendo un espiral.
El poder de la escritura –ya que primero se escribe sobre la locura y la muerte para luego enloquecer y morir- ¿es profético o la escritura impone hacer real aquello que ha captado? y, más lejos, ¿el orden de la realidad es posterior al de la escritura o bien ¿la escritura es una construcción cuyos materiales son aquellos con mayor interés formal, interés que suele estar ligado a los grandes temas, como la soledad?.
Creo que así, parafraseando a “Variación del Perro” :

“...así como el perro se ha detenido donde el caballero pasa de largo, así también el caballero se haya detenido donde los Papas y Emperadores pasen de largo, y siempre dentro de este raciocinio, el caballero pensaría que quizá los Papas y Emperadores de detengan donde Dios pase de largo” –pág.137-

Del mismo modo, la escritura es un orden donde los lectores pasan de largo, porque no conocen los motivos, los procesos que deben adivinar pero ante los cuales, quizá el autor mismo pasó de largo sin poder llegar hasta donde la escritura no pasó de largo porque la escritura es una operación que se alimenta de los escritores y que no reconoce los límites que sí reconocen autor y lector, y así nunca podremos adivinar. Así terminamos experimentando el problema de la imposibilidad de acceder al conocimiento, porque el conocimiento pasa de largo ante lo conocido, ante las impresiones e imprecisiones de lo conocido y aun ante las posibilidades de conocerlo, pasa de largo ante aquello que contiene todas las posibilidades y que tiene el inmenso poder de suscitar todas nuestras lecturas.
Nunca podremos indagar estas preguntas, el conocimiento es, quizá por suerte, limitado y, como ya lo dijera Juan Carlos Pellanda, Marco Denevi, en muchos aspectos, seguirà siendo ese desconocido.

Dic.2000

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