viernes, 1 de enero de 2010

Cuando venga la diligencia de Dodge City

Aguardo y aguardo y aguardo y nunca viene la diligencia de Dodge City, como si tardara un siglo, como si tardara una eternidad.
No quiero imaginarme lo que debo parecer tanto tiempo hace que estoy aquí abandonado esperando que venga la diligencia de Dodge City pues si algo se hace rogar en este paisaje agónico es precisamente que no viene nunca la diligencia de Dodge City; aquella loma silenciosa no eleva sus penachos de tierra y polvo desde que no llega la diligencia de Dodge City y es como si ese paisaje agrio e inofensivo se hubiese transformado en la medida de la ausencia en otro paisaje más agrio e inofensivo pues ya no hay pieles rojas silenciosos en un acecho dilatado, medido para desvalijar la diligencia; no hay trabajo para Dick Boyle y el Sheriff dormirá la mona en una comisaría de calabozos desiertos con el sombrero sobre la frente y los pies sobre el escritorio donde la lámpara se ha apagado y la noche avanza como un animal reptando un tiempo extraño y haciendo que todo desaparezca y se rearme y que los días sean una sucesión de soles achicharrados sobre cactus gigantescos y entonces quién querrá venir en la diligencia de Dodge City pero sin embargo basta que Amos llegue gritando desde el pescante para que broten los parroquianos del Bar y ladre el perro amarillo que luego se fue a vivir a la casa del juez y que íbamos a visitar los domingos vestidos con nuestras mejores galas y que un día se murió; basta que grite Amos para que se interrumpan las partidas y John Oakhurst enderece el naipe de tahur que algún día clavará en un árbol que será su tumba y el asesino desinteresado Bill Harrigan enfundará sus pistolas y el mundo recobrará otra fisonomía pues habrá venido la diligencia de Dodge City con sus cartas y sus baúles con géneros que vienen de Nueva York atravesando desiertos en vagones tirados por locomotoras estrepitosas y anchas chimeneas que delante llevan un gigantesco farol como ojo de cíclope locomotoras que no pueden ganarle a los caballos de los bandidos que siempre corren a los costados del tren para asaltarlo y golpear al foguista bandidos que rompen las torres de agua y asesinan a los pasajeros que vienen del este para vivir en Dodge City o para tomar la diligencia y llegar hasta “La posada azul” y caminar por el pueblo seguidos por el perro amarillo nada nada existe ningún clamor ninguna interrupción desde que no llega la diligencia de Dodge City y no me explico qué ha pasado con el mundo, yo que puedo sentirlo todo adivinarlo todo; me parece que fue ayer cuando terminó la guerra y bandas de negros rodaban con clarines abollados que habían servido en las batallas y otros negros tañían viejos pianofortes y otros negros cantaban sus spirituals parece que fue ayer que todos en una carrera loca se lanzaron al acopio de las tierras libres o a sumergirse hasta las pantorrillas en riachos cristalinos tamizando el agua para encontrar oro parece que fue ayer pero también parece que fue anteayer tan eterno se hace todo desde que no viene la diligencia de Dodge City “una sonrisa iluminó los ojos del moribundo Kentuch” recuerdo esa noche en que alguien contaba historias sobre los inviernos del Yukón mientras Red Gulch tañía una guitarra mustia y desafinada y el fuego del salón iluminaba en llamas desde el interior de rejas de hierro un paisaje distorsionado de botellas en los estantes y de sillas y mesas en sombras recuerdo el sabor de un whisky infame destilado en el desván con un alambique recuerdo esas veladas y cada vez las recuerdo más pues cada vez se me borran más y trato de atraparlas pero es como si no fuera yo desde que vino la última diligencia de Dodge City hace una semana o diez días o diez años o un siglo hace una eternidad y por más que espero aquí solo nadie se compadece allá en Dodge City nadie nos recuerda o si nos recuerdan nadie sentirá ganas de venir o –pensarán- en que todos han muerto y somos un coro de fantasmas desarraigados y solos; cómo extraño la diligencia que no viene de Dodge City, la extraño tanto que ya no pienso en otra cosa y sé que la extraño porque ya no existe el camino y su colina que levantaba penachos de tierra y polvo cuando pasaba la diligencia sino que allí hay una mole infame que llaman “autopista” y ya no hay diligencias y ya no debe haber ni siquiera Dodge City y ya no hay perros amarillos que viven en casa del juez y sólo quedo yo al borde de la autopista, sólo quedo yo que sueño desde este último vestigio del antiguo cementerio, sólo quedo yo desde este agujero bordeado de árboles piadosos, sólo quedo yo recordando, sólo quedo yo esperando que venga la diligencia de Dodge City.
1986

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