lunes, 28 de junio de 2010

Verónica Sukaczer: el viaje de descubrimiento


Verónica Sukaczer es escritora y periodista. Nunca salgas desconectado, El inventor de puertas, Hay que ser animal, Nunca confíes en una computadora, Vuelta al Mundo y Periodismo, son sus libros para chicos. Mal de familia es su libro para adultos. Agrega muchos otros trabajos.
Entre dos mundos: mi vida como hipoacúsica plantea no sólo una dialéctica de la resistencia sino una idea de la verdad, de lo real, del papel de la inteligencia y de la escritura como modos de autodescubrimiento, y una lucidez extrema puesta como estrategia de adaptación, pero también de hallazgo.
Nunca reconocer un límite parece ser algo inherente a una condición humana que nos exige ir siempre más allá de algo.







ENTRE DOS MUNDOS: MI VIDA COMO HIPOACÚSICA
Sukaczer Verónica
Periodista. Escritora
Verosuk68@yahoo.com.ar

Quién soy
Para hablar sobre mí no puedo sólo decir que soy escritora, o periodista, o madre.
Para hablar sobre mí tengo que decir que logré todo eso teniendo una discapacidad.
Y eso es lo que me define. Soy quien soy porque soy hipoacúsica (1). Mi ser se formó
alrededor de la falta de audición.
Esta soy yo: una mujer joven, madre de dos niños, periodista, escritora, lectora,
hipoacúsica.
Detalle de la hipoacusia
Cuando dos hipoacúsicos nos encontramos, deberíamos mostrarnos las
audiometrías para conocernos. “¡Qué buenos graves que mantenés!”. “Y a vos te
felicito por tu resto auditivo”. Entre los agudos de uno y los graves de otro, quizás
logremos hacer un “normoyente”.
Es importante contar cómo uno escucha y qué escucha, para que el otro entienda
frente a quién está. Yo tengo (¿poseo, padezco, sufro?) una hipoacusia bilateral
severa a profunda, postlingüística y progresiva. Es decir que escucho de poco a nada,
y que comencé a perder la audición alrededor de los seis años, cuando ya había
adquirido el lenguaje. Continué perdiendo audición desde entonces, hasta que un día
supongo que ya no la encontraré.
Utilizo un audífono intracanal en el oído izquierdo, con el que puedo escuchar
muchos ruidos a mi alrededor y mantener conversaciones casi sin inconvenientes. Con
dificultad escucho voces más lejanas, y puedo sobrevivir en un ambiente ruidoso y en
reuniones grupales. De todos modos, el audífono me sirve siempre y cuando pueda
ver las bocas de quienes me hablan. Mi audición está formada por un cincuenta por
ciento de sonidos, y otro cincuenta por cierto de lectura labial.
Sin audífono escucho ruidos graves, y casi nada de voces. Esto último es relativo,
ya que a veces no sé si escucho de verdad, o si se tratan de voces fantasmas (2).
Sobre este tema, hace poco sucedió algo que me llamó la atención. Mi hijo mayor, de
7 años, se acercó a hacerme una pregunta, y yo se la contesté. Una amiga que estaba
a mi lado quiso saber por qué mi hijo no hablaba. Allí me di cuenta de que mi hijo sólo
había hecho mímica con los labios -le fascina que le lea los labios- y sin embargo yo
había creído escucharlo.
Debo decir, por otra parte, que nunca me encuentro en situación de silencio total,
ya que soy la feliz poseedora de un sinfín de acúfenos (3) permanentes.
Lo más parecido al silencio que hay para mí, es la oscuridad.
Como la afección que me provoca hipoacusia está situada en el oído interno,
relacionado con la interpretación del lenguaje, me sucede que puedo escuchar que
alguien habla, sé perfectamente que estoy escuchando una voz y puedo discriminar
cuándo comienza y termina una palabra, pero no logro comprender qué se está
diciendo. También puedo confundirme y entender mal, dando lugar a increíbles
malentendidos.
Al ser mi pérdida de audición progresiva, mi habla no sufrió ninguna alteración. A
veces puedo perder el control del volumen y hablar alto –porque no me escucho- pero
salvo por ese inconveniente –que he aprendido que a los otros les incomoda- no
puedo quejarme de mi voz. No me sirve para cantar, es cierto, pero era desafinada ya
antes de ser hipoacúsica.

La mirada de los otros
Es verdad que no escucho bien, pero es en la mirada de los otros donde me
convierto en discapacitada. Son los otros los que dictaminan que soy distinta. A lo
largo de mis treinta y siete años me han tratado de muchas maneras diferentes en
relación a mi hipoacusia, y todo ello me fue formando y llevándome a ser quien soy.
Desde compañeros de primaria que me gritaban “¡sorda!” a mis espaldas, captando
algo que yo no quería asumir; hasta el trato que recibo hoy en día, mucho tiene que
ver con mi propia aceptación, es verdad. Pero sigue habiendo otro tanto de prejuicio y
de ignorancia.
Los médicos siempre me vieron como una enfermedad a curar. Nunca me he
encontrado con un profesional que me dijera que era hipoacúsica, ¿y qué?, y luego
me enseñara a sobrevivir en la jungla oyente. Todos, sin ninguna distinción, intentaron
que yo escuchara más. Siempre mejores audífonos, remedios nuevos. Me tenían que
curar. Hoy en día intentan venderme sin éxito los milagros del implante coclear.
Mientras yo acepte que esto es lo que escucho, y que más no me puedo esforzar,
ellos considerarán que han fracasado.
De alguna manera la sociedad refleja esta idea. Yo soy un problema ambulante.
Una mujer con algo que anda mal. Una mujer incompleta.
Históricamente, los sordos fueron siempre tratados como imbéciles. En tiempos en
que no se les daba la oportunidad de recibir educación, ni siquiera eran considerados
personas plenas y con derechos. Si viviésemos en ese entonces, yo sería considerada
“dura de oído”, “medio sorda”. Una tonta, por supuesto. Lela, lenta, retardada.
La experiencia me enseñó que parte de ese legado de discriminación, de prejuicio,
llegó hasta nuestros días. Hay gente, y no sé si serán mayoría, pero si que son
muchos, que piensa que una persona que no escucha bien es idiota.
La valiosa lección que deduje de esto fue que para ser considerada una persona
interesante e inteligente, para ser aceptada y tratada como los demás, debía ocultar
que era hipoacúsica. Mi ambiente era el de los normoyentes. No conocía a nadie
hipoacúsico como yo. Para sobrevivir, entonces, debía ser como ellos.
Esto provocó que yo viviera en un exilio permanente. No era como ellos, los
normoyentes, pero tampoco me sentía identificada con las necesidades de la
comunidad sorda. No me siento sorda.
Vivo entre dos mundos, en un punto medio en el que tengo que hacer un equilibrio
constante, y no logro pertenecer a ninguno.

Educación y ocultamiento
A los seis años comencé con estudios audiológicos y seguimiento médico. En ese
entonces, estoy hablando de hace 30 años, el consejo que mis padres recibieron de
los profesionales fue: tratarme como si fuera “normal”, para que el tiempo que
escuchara (no sabían si iba a quedarme sorda, ya que mi audición empeoraba con el
tiempo) lo viviera y disfrutara lo más plenamente posible. Para que recordara en el
futuro lo que era escuchar. Mis padres tomaron el consejo al pie de la letra, y en mi
familia nunca se habló abiertamente de mi hipoacusia.
Es que yo no parecía hipoacúsica. Fue mi culpa, claro está.
Pasé la escuela primaria sin ningún inconveniente. Era siempre la mejor alumna, la
abanderada. No usaba audífono ni lo necesitaba todavía. Escuchaba la televisión.
Estudiaba guitarra, iba a un taller de arte y comenzaba a pelearme con el inglés. Me
aburría soberanamente en clases de lectura labial. Tenía amigas.
Fue al comenzar el colegio secundario que empezaron los problemas. Pero algo iba
a continuar igual: de eso, yo no hablaba.
Mi experiencia está basada en la mentira.
Mi primer aprendizaje
Para contar cómo logré acceder a estudios superiores y recibirme de periodista,
tengo que comenzar por contar algo que me sucedió cuando tenía 12 años.
Comenzaba el secundario en la Escuela Normal Nº 4, y una de las materias era
Historia de Grecia y Roma. Mi pasión, entonces, era la mitología griega, y me
interesaba participar de las clases. La profesora era una mujer mayor, con poco caudal
de voz, o con pocas ganas de esforzarse. Llegaba al aula, y comenzaba a dar la
lección paseándose por entre los pupitres.
Yo todavía no usaba audífono, y mi hipoacusia era moderada. Por supuesto que a
la profesora no la escuchaba. Un día, venciendo la timidez típica de cualquier
adolescente, me acerqué a ella y le pedí, sin dar explicaciones, si por favor podía
hablar un poco más alto. Recuerdo que ella me miró sin entender y luego le gritó a la
preceptora que acababa de entrar al aula: “¡encima que no nos prestan atención,
ahora esperan que gritemos!”. Sin más, regresé a mi lugar y me dediqué a “hacer
como” que escuchaba, algo que he hecho toda mi vida y en lo que parece que soy
muy buena.
Al rato la profesora me llamó. Me preguntó si me pasaba algo, si no escuchaba
bien. Se lo confirmé. Entonces me pidió que acercara una silla, y me sentó a su lado,
frente a mis cuarenta compañeras. Me morí de vergüenza. A los pocos minutos le dije
que “había solucionado mi problema”, como si mágicamente hubiera encontrado la
cura para la hipoacusia, y regresé a mi pupitre. Ella nunca volvió a preguntarme nada
ni a interesarse por mí. Yo estudié historia greco-romana directamente de los libros.
Supongo que aprendí mucho más.
Esa anécdota me enseñó:
1) Que los profesores no entendían, ni estaban capacitados para tratar conmigo.
Yo les resultaba una molestia.
2) Que mostrar mi hipoacusia significaba ser tratada y observada de manera
diferente y, por lo tanto, pasar vergüenza. Crearse un estigma.
3) Que las personas que hasta el momento me habían hablado como se habla a
cualquiera, al saber sobre mi problema comenzaban a hablarme modulando
exageradamente, levantando el tono de voz y mirándome fijo, para descubrir si
yo entendía, utilizando además un léxico sencillo. Si hubiese aceptado esa
situación, mi lenguaje hoy en día sería tan pobre como el de un adolescente
adicto a los juegos electrónicos.
No lo volví a hacer. No volví a pedir ayuda. Y, sobre todo, no volví a decir que era
hipoacúsica. Con los años mi hipoacusia fue avanzando y cuando comencé la
facultad, ya era severa a profunda.
Como en el secundario, nunca le dije a un profesor que no escuchaba bien. Y frente
a cualquier pregunta relacionada, mis respuestas siempre fueron rápidas y seguras:
estaba resfriada, tenía otitis, pensaba en otra cosa, no prestaba atención.
Lo explica Erving Goffman en su libro “Estigma”(4): “Un sordo puede configurar
intencionalmente su conducta para dar a los otros la impresión de ser una persona
soñadora, distraída, indiferente, que se aburre fácilmente, o incluso alguien que se
siente deprimido, o que ronca, y que, por lo tanto, no puede responder a preguntas
formuladas en voz baja, puesto que está, evidentemente, dormida”.
Tuve a mi favor el hecho de padecer la única discapacidad sensorial invisible: la
gente no “ve” que uno no escucha.
¿Y si lo hubiera dicho?
Hoy en día muchos se horrorizan cuando cuento sobre la mentira que mantuve a lo
largo de tantos años. Se lamentan por la carga que tuve que llevar.
Las cosas han cambiado. Ahora se habla y se sabe mucho más sobre la
discapacidad, se está comenzando a aceptar que una persona con discapacidad
forme parte del grupo de amigos, de trabajo, de estudios. Cuando yo era pequeña ni
siquiera conocía a personas con discapacidad. Tampoco las veía en la calle. Ver un
bastón blanco o una silla de ruedas era toda una novedad.
Pero... ¿y si lo hubiera dicho? ¿Hubiera sido más fácil mi vida? ¿Sería quien soy
ahora? No puedo responder esas preguntas, pero supongo que mi vida hubiera sido
similar a la de una niña que conozco, a quien llamaré Caro, que tiene 7 años, es
hipoacúsica severa a profunda, como lo soy yo ahora, y está integrada en un colegio
normal.
Hace poco fui a esa escuela a leerles un cuento a los chicos. Todos nos sentamos
en ronda en el piso. La maestra no le indicó a Caro que se sentara cerca mío ni se
preocupó porque tuviera una copia del cuento, aunque todavía lea con dificultad.
Comencé a leer mirando cada tanto a Caro de reojo. Ella estaba en su mundo. Como
es una niña tranquila, aunque sumamente inteligente, no dejaba su lugar en la ronda y
se mantenía en silencio. Pero con toda seguridad, no escuchaba mi narración.
Esa es la manera en que Caro atraviesa su educación. En el aula la acompaña una
maestra integradora que la ayuda a comprender qué debe hacer en cada momento, y
nunca se le exige demasiado. Su buena conducta ayuda a que pase desapercibida.
Como no molesta, y su maestra particular responde a sus necesidades, la escuela
sólo espera de ella que cumpla con los mínimos requisitos para poder ir pasando de
grado.
Tal vez eso me hubiera sucedido a mí, si en el secundario hubiera hecho pública mi
falta de audición. No recibiría más estímulo del necesario. No me presentarían
desafíos. Esperarían de mí que aprobara las materias con los mínimos conocimientos,
y que no molestara demasiado. Luego se me ofrecería estudiar algún oficio o se me
buscaría un empleo sencillo. Y si a mi alrededor nadie me hubiera estimulado a ir
siempre un poco más allá, ¿lo hubiera podido hacer yo sola?
Estudios terciarios y aceptación
Si yo hubiera dicho –y aceptado- que era hipoacúsica, casi sorda, ¿alguien me
hubiera apoyado para que fuera periodista? ¿Para que estudiara una carrera basada
íntegramente en aquello en que justamente está mi falla, en la comunicación?
Cuando terminé el secundario, estaba segura de lo que quería ser: escritora. Pero
no hay ningún sitio en el que se enseñe a escribir, y quería estudiar una carrera.
Deseaba ser profesora de letras. Pero sabía que, por ley, no podría ejercer por ser
hipoacúsica y, por otro lado, yo misma dudaba de mi capacidad para enfrentar una
clase sin escuchar bien. Otras carreras que me interesaban quedaron a un lado por el
mismo motivo: medicina, servicio social, abogacía. ¿Cómo podría ser médica sin
escuchar a través de un estetoscopio, asistente social sin entender las palabras de un
niño con problemas, abogada si podía confundir lo que me decía mi cliente? Entre lo
que me interesaba y podía estudiar (letras, historia, antropología, etc), todo era para el
mismo fin: investigar y publicar. Escribir. Eso me llevó al periodismo. Durante los
últimos años del secundario había concurrido a un taller de periodismo, y me había
gustado. Claro que nunca me imaginé haciendo periodismo diario, estando en la calle
para cubrir la noticia del día, porque no era lo que me interesaba; sino investigando en
bibliotecas, entrevistando con tiempo y tranquilidad. Eso lo podía hacer con la audición
que tenía.
Cuando terminé el secundario estaba bastante agotada de los estudios. No de
estudiar, que siempre me resultó medianamente fácil, sino del esfuerzo que me
resultaba entender y escucharlo todo, teniendo en cuenta que la educación en nuestro
país es cien por ciento oralista: el profesor habla, los alumnos escuchan. Sin embargo,
se espera de mí, como de la mayoría de las personas con discapacidad, que nos
autosuperemos y demostremos grandeza, aceptación, paciencia y, finalmente, éxito en
aquello que emprendemos.
Se esperaba de mí que estudiara, me insertara en un grupo social, realizara
actividades extracurriculares, y las terapias o tratamientos indicados por los médicos.
Se esperaba, en fin, que demostrara que ser hipoacúsica no era en absoluto terrible y
que podría vivir con aquello, siendo además feliz y adaptada. Ese es el esfuerzo que
me agota más que ningún otro.
Por eso, al terminar el secundario, no quería seguir autosuperándome. Quería
estudiar con tranquilidad algo que me gustara, y estar lo más cómoda posible en ese
entorno. Algo que no me demandara demasiado esfuerzo. Tengo que decir que hice
una elección acertada. Al ser mi carrera cien por ciento humanística, todo lo que se
decía en el aula lo encontraba en los libros. Estudiar así me resultaba sencillo porque,
a decir verdad, a la mayoría de los profesores directamente no los escuchaba. Por sus
voces, por la distancia, porque caminaban, porque tenían bigotes que les tapaban las
bocas, o voces agudas, o porque sí los escuchaba pero no podía prestar atención
durante el tiempo necesario y, por ende, me distraía.
Para continuar mis estudios, entonces, necesité buscar un lugar con una estructura
similar a la del secundario, y elegí la Escuela Superior de Periodismo del Instituto
Grafotécnico. Horario de 8 a 12 de la mañana, de lunes a viernes. Las materias,
anuales, se cursaban siempre en el mismo aula y con los mismos compañeros. Era
como continuar el secundario, orientación periodismo.
Además me anoté en Letras en la Universidad de Buenos Aires, pero la UBA me
pareció un monstruo contra el que no podía –ni quería- luchar.
Me asustaron su desorganización, los espacios enormes, el ruido permanente, la
falta de señalización, la marea humana, los horarios, el hecho de tener que estudiar
cada materia en un lugar diferente, y tener que ir programando mi carrera.
En el año 1997 volví a anotarme en la UBA, en la carrera de Edición. Hablé con
quien entonces estaba a cargo y le conté, sin grandes detalles ni exageración, mi
problema y mis miedos. Mi preocupación también giraba en torno a los idiomas, ya
que el hecho de no entender (y no, no escuchar) el lenguaje, me ha impedido aprender
idiomas a pesar de mis intentos. Me recibieron con amabilidad y luego me lanzaron a
la arena. La primera clase a la que acudí se dictaba en un salón hiperpoblado, en el
que el setenta por ciento del alumnado fumaba. La niebla me impedía ver los labios de
un profesor barbudo (a quien no se le había informado sobre mí) que, de todos modos,
se encontraba demasiado lejos y caminaba entre los bancos. No escuché una palabra
de lo que dijo. Comenzada la clase y con la excusa de que hacía pocas semanas me
había enterado de que estaba esperando un hijo, y ese ambiente repleto de nicotina
no era el indicado para llevar adelante un embarazo, me levanté y me fui. Nunca
regresé.
Durante mi carrera terciaria adquirí una cantidad de destrezas para sobrevivir. En
primer lugar, y lo más importante, debía hacerme de un gran amigo/a (alguien a quien
sí le contaba que era hipoacúsica) que me prestara sus apuntes. También que me
escribiera los dictados. Por ejemplo: las preguntas durante un examen.
Además: convertirme en una estudiante activa, participativa, que todo lo pregunta y
repregunta, que pone en duda, que pide confirmaciones de datos o bibliografía
especial para estudiar. Esto ofrece un doble resultado: por un lado ayuda a entender
lo que está explicando el profesor. Por el otro, a los profesores les agradan los
alumnos interesados y se predisponen a favor de ellos.
Hasta aquí he hablado siempre de mi deficiencia auditiva, pero también tengo que
hablar de un don: puedo escribir. Me comunico y expreso sin problemas por escrito, y
logro que mis escritos seduzcan, sorprendan, sensibilicen, entretengan, informen a mis
lectores, según me lo proponga. En una carrera centrada en el periodismo escrito, este
don me sirvió para sobresalir. No importaba que fuera hipoacúsica, porque podía
escribir.
Fue alrededor de mi cumpleaños veintitrés que pude empezar a hablar, a contar. A
pronunciar la palabra hipoacusia. No sé cuáles fueron exactamente las circunstancias
que produjeron este cambio. Supongo que fue el producto de todo lo que había vivido,
el comienzo de la madurez. Sí recuerdo dos cosas en particular: estaba en terapia con
un profesional que tenía un hijo con sordera, y por primera vez me sentía
comprendida. Él me recomendó la lectura del libro “Estigma”, de Erving Goffman, que
me ayudó más que muchas personas.
Empezar a hablar me quitó un peso de encima, eso es evidente. Sin embargo no
sucedió de un día al otro, y hasta el día de hoy considero que mostrar mi problema no
siempre es la opción acertada. Elegía con mucho cuidado a quién podía decírselo y a
quién no. Debo decir que salvo un par de experiencias negativas, siempre encontré
aceptación. Pero esta aceptación venía acompañada de una declaración de principios:
“no lo parecés”. Me aceptaban porque no parecía hipoacúsica, porque yo hacía todo el
esfuerzo para entender al otro y no pedía trato especial, porque no hablaba como
hipoacúsica, porque no permitía que nadie pensara que era distinta.
Hoy creo que me he pasado al otro extremo, y esto también es parte del juego. No
es que se lo cuente a todo el mundo, pero casi. Hace poco escribí una carta para un
diario argentino, relacionada con la hipoacusia. Se publicó. Ahora ya está, ahora ya lo
saben todos.
Pero ha sido un largo camino. Un larguísimo aprendizaje. Y si ahora a veces hasta
solicito cierto trato especial, y hago uso y abuso de mi certificado de discapacidad, y
me pongo en primera fila para escuchar y puedo pedir más de dos veces seguidas que
me repitan, es porque por fin sé quién soy. Y lo que puedo hacer. Y aprendí a reírme.
Y sé que soy distinta. Pero qué bueno que es que lo sea.

Trabajo, pasado y presente
Terminé la carrera de periodismo en diciembre de 1990, y en marzo del siguiente
año comencé a colaborar en el Suplemento Infantil del diario La Nación. No tenía
contactos, conseguí el trabajo pidiendo una entrevista y mostrando mis escritos. Fui
colaborada de La Nación por seis años. Por esa época también escribí para otras
revistas.
Nunca, sin embargo, logré formar parte del staff permanente de esos medios.
Cuando se producía una vacante me llegaba el rumor de que “los jefes sabían de lo
mío”. Y le daban el puesto a otro periodista.
Tuve otros trabajos, y los conseguí presentando diferentes escritos. Escribiendo se
me abren las puertas. En persona, no siempre sucede lo mismo.
Cuando publiqué mi primer libro de cuentos en la editorial Alfaguara, y además me
casé y al poco tiempo me inicié en la maternidad, decidí que me dedicaría a la
literatura y a mi familia. Que estaba cansada de seguir pagando derecho de piso en
los medios. Desde entonces publiqué seis libros, cuentos en antologías y sigo
escribiendo.
Sin embargo, para qué mentir... me hubiera gustado seguir siendo periodista. Pero
he tenido que elegir qué batallas quiero pelear.
Elogio de la tecnología
Existe una realidad: las personas con discapacidad que accedemos a estudios
superiores lo hacemos porque tenemos la suerte de contar con ciertos requisitos:
inteligencia, independencia, estrategias de supervivencia, grupos de apoyo (familiar,
profesional, de amigos), una gran fortaleza mental, necesidad de desafíos, de ir
siempre un poco más allá, acceso a la medicina, tratamientos, tecnología y recursos
necesarios.
Yo misma soy un producto de la más alta tecnología, y a ella le debo gran parte de
lo que he logrado. Utilizo los mejores y últimos audífonos digitales. Me comunico por
teléfonos con control de volumen (sí, aún hablo por teléfono), y puedo atender las
llamadas, el timbre de la puerta, el llanto nocturno de mis hijos, gracias a aparatos que
traducen sonidos en luces. Poseo un teléfono celular desde el que envío y recibo
mensajes de texto. Cuando quiero escuchar la televisión o música, lo hago con
auriculares inalámbricos, y acabo de adquirir una TV con subtítulos electrónicos. Tuve
mi primera computadora en el año ´93, y al poco tiempo ya me comunicaba a clubes
virtuales (precursores de Internet), en donde se produjo uno de los milagros
tecnológicos de mi vida: como el club contaba con doce líneas, es decir, con la
posibilidad de que doce personas se comunicaran y chatearan a la vez, por primera
vez “escuché” a todos y cada uno, en una conversación grupal. Allí, a través de una
pantalla, de la palabra escrita, conocí también a mi esposo, normoyente, valga la
aclaración.
La lista no se termina. La tecnología actual es en gran parte la responsable de
mejorar mi calidad de vida, de acercarme al mundo, de permitirme una vida social. Tal
vez un día los adelantos tecnológicos terminen por reemplazar mi falta de audición, y
entonces llegará el momento de volver a definirme. Si alguna vez escucho bien,
¿quién seré? ¿Cómo me relacionaré con el mundo el día que ya no sea hipoacúsica?
Se dice que la experiencia de tener una discapacidad y aceptarla, superarla, vivir
con ella, nos hace más observadores, más inteligentes, más rápidos, que ejercita
nuestros cerebros mejor que cualquier gimnasia. Tal vez me ha hecho mejor
profesional y, tal vez, mejor persona. De alguna manera, he aprendido a encontrar lo
positivo en cada situación y en mi déficit. Esto no es ningún logro, ni merezco
felicitaciones, ni soy ejemplo de nada. Es simplemente un método de supervivencia.
Preferiría no ser hipoacúsica, por supuesto, pero sobre esto parece que no importa mi
opinión.
:
1. Entiendo por hipoacusia la pérdida parcial de la audición (con posibilidad de que exista un resto
auditivo capaz de ser estimulado), y por sordera la falta total de ella.
2. En la obra “Veo una voz, viaje al mundo de los sordos” de Oliver Sacks, Anagrama 2003,
primera edición española, se dice: “El que se oigan (es decir, se imaginen) «voces fantasmas
cuando se leen los labios es muy característico de los sordos postlingüísticos, para los que el
habla (y el «diálogo interno») ha sido antes una experiencia auditiva”.
3. Los acúfenos consisten en la percepción de ruidos en los oidos. Comunmente se denominan
zumbidos. En mi caso son agudos y permanentes, en una amplia variedad de tonos. Escucho
“campanitas”, “grillos”, “moscas”, etc.
4. Erving Goffman, “Estigma”, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1993 quinta reimpresión en
castellano. Página 114.

viernes, 11 de junio de 2010

Una especial captación del mundo




Balestena, Eduardo Raúl: Ocurre al otro lado de la noche. Bs As. Del Castillo editores, 1987 (reedición, Corregidor, Bs.As. 2010)


(Suplemento de Cultura del diario La Capital, 27 de diciembre de 1987)

Con esta novela, Balestena inserta su creación en una vasta red intertextual conformada por una prestigiosa tradición literaria: la de la novela lírica y la de las técnicas perspectivísticas de presentación del mundo interior de los personajes. Si hay un género variable, mutante y transgresor de sus propias convenciones es la novela. Allá por la década del imperio –fugaz aunque parisino- del objtivismo francés o “nouveau roman”, cuyos cultores eran a la vez escritores, teóricos de su propia literatura y a menudo cineastas, uno de sus popes, Michel Butor, llamó a la novela “vasto cajón de sastre”, aludiendo a que daba lugar a todo.
Intento así ubicar a Balestena como autor. En la serie literaria conformada por los jóvenes narradores actuales de la Argentina, aparece como un lector profundo y selectivo, lo cual se traduce en su manejo escritural del texto; en la tradición del género que cultiva, prefiere sin duda la novela menos épica, el relato de introspección y personaje en que tan pródiga ha sido la novelística francesa. Si leemos como paratextos los epígrafes con que Balestena encuadra su obra, los nombres elegidos pueden guiar la lectura: Flaubert y Céline. Las citas revelan las preferencias del autor y su poética:Flaubert, pero en su novela menos realista, Salambó , concebida como transgresión y escándalo y Céline, maestro de lo que “ocurre al otro lado”…de la vida, de la noche, de lo establecido, de la realidad.
Lo que podría considerarse estrictamente novelístico es la breve introducción del comienzo del relato –dos páginas- donde se presenta el monólogo de uno de los personales, Ella, que apunta a connotar una sesión de terapia donde habla de su matrimonio. Hay luego dos breves intervenciones presentadas por el mismo narrador “desde afuera” que presentan a los otros dos miembros del triángulo amoroso: El, y Michael. El resto configura tres extensos desarrollos a cargo de cada uno de los tres personajes como sujetos de la enunciación, conformando una superposición de tres discursos que son la observación, vivencia, sentimientos y percepciones de la misma situación. La más extensa y nuclear le corresponde a El, puesto que es el eje de la relación erótica: una esposa, su marido y el amante de él, Michael. Resulta obvio consignar que lo prohibido de este vínculo lo es doblemente pues se trata de una relación homosexual. Pero lo que importa es que a través del mundo interior de El, al mismo tiempo que vive intensamente las alternativas eróticas de la situación, se ofrece un desdoblamiento constante que es una meditación sobre lo que serían las percepciones, opiniones y juicios de los otros –sus amigos, compañeros de trabajo, conocidos, parientes, en fin, la sociedad- si conocieran o pudieran transitar esa orilla de lo real, esa suerte de pasillo transversal, espacio originante de lo que “ocurre al otro lado de la noche”.
Lo que se narra en esta novela es una descripción: la percepción peculiar, hipersensible de un mundo interior y su captación de la vida. No existe la anécdota, nada “pasa” en la vida de los personajes que no sea esta triple relación, sabida solamente por el eje del triángulo que es el único en tener contacto con los otros dos. Sin embargo, tanto Ella como Michael intuyen y tratan de imaginar al otro, especialmente Ella quien siente a Michael a través de él y sospecha incluso que ambos conformen una suerte de contracara, un juego de espejos encontrados, que –con una especia de egoísmo estético- El los utiliza como apoyaturas para sustentar su especial captación del mundo, propia de sus condiciones de creador. Balestena se lanza así, no solamente a un estudio sobre el erotismo, sino sobre la posibilidad de conocimiento de la realidad. El rango marginal de este amor prohibido permite –de allí su inevitabilidad- el acceso a este modo de captar. Por eso el manejo de la escritura, la perspectiva del punto de vista en el empleo del monólogo interior indirecto –de larga y prestigiosa trayectoria novelística- inscriben a esta obra en la tradición de la “novela lírica”, cuya paradójica denominación obedece al intento de clasificar sus rasgos constitutivos.
Hay una clara conciencia por parte del autor de lo que se intenta fraguar discursivamente, será suficiente mencionar un pasaje que –como es propio de la modernidad en lo que a novela se refiere- configura un metatexto teórico donde se explicita una teoría sobre el personaje. Juego intertextual de texto dentro del texto: “Para realizar esto no sigo ninguna técnica ni ellas me interesan. Mariano, mi buen amigo, me ha aconsejado siempre el uso de un plan, pero cuando he intentado hacerlo he comprobado que, a la media hora, me aparto por completo de lo que proyecté. Lo único que sé es que el personaje se forma en el subconsciente de uno como el niño en el vientre de la mujer. Que este personaje tiene a veces intereses contrarios a los planes de la novela, que realiza actos tan estrafalarios que uno, como hombre, se asombra de contener a tales fantasmas” (p.61). Este paratexto pertenece a las confesiones de Arlt y al hacerlo suyo Balestena nos remite a la poética neorromántica que postula la parcial independencia del personaje cuya estirpe surrealista fecunda desde la poesía, al campo literario de la novela hispanoamericana en nombres tan importantes como el de Cortázar o Sábato. Balestena expande con sus propias reflexiones este texto y deja elegir al personaje si será o no felz, eludiendo, por antiestético el “happy end” y limitando la omnipotencia autoral en el manejo de su personaje criatura.
La exigencia de cooperación textual por parte del lector es, así, mucho mayor que en la novela de estructura cerrada y revela que la estética de Balestena se inscribe claramente en la ideología de la “obra abierta” que semióicos como Eco consideran como rasgo definitorio de la modernidad de una escritura.
Desplazado entonces el rol tradicional de la narración y otorgada esa libertad de elección al personaje queda el fluir de la vida; no hay desenlace en el sentido tradicional del término. Pero en el texto no hay vida, sino discurso; queda, por tanto el protagonismo del lenguaje.
En este aspecto, las dotes de Balestena como escritor son evidentes. La captación poética de la interioridad de sus personajes nos permite creer que asistimos a lo que ocurre en una conciencia y en este campo tiene un espacio de amplio desarrollo la vivencia de la ciudad. El lector marplatense se identificará con satisfacción con la escritura del autor: allí estará Mar del Plata vivida, sentida y captada en los detalles que conforman el arraigo de una sensibilidad abierta a los matices experienciales de quien presenta los imponderables constitutivos de lo peculiar e íntimo.
Elisa Calabrese

jueves, 10 de junio de 2010

Ganapanes




Los ganapanes, como las hormigas, siempre sobreviven y están allí.
No todos son iguales. Algunos pertenecen a categorías con requerimientos específicos. Sin embargo, todas las subespecies comparten rasgos en común. También, igual que las hormigas, viven de desechos, plantas y otras formas de vida.
El credo del ganapán es que los demás llenen todos los formularios, pongan todos los sellos y certifiquen todas las fotocopias, pensando que: de mucho pedir no murió nadie jamás, que una cosa está incompleta mientras no se prevean y agreguen todos sus efectos posibles; vuelva mañana y hágalo de nuevo, y si siempre fue así, que vamos a cambiar nosotros.
La neo resignación es el credo del ganapán que, imbuido de escepticismo, sólo tiene como referencia su propia vida y, ya que la vida es así, la necesidad de pasarlo lo más liviano posible.

El ganapán progre: Él no se vive a sí mismo como un ganapán. Es un intelectual que se ha psicoanalizado y ha leído (en un pasado inmemorial) y que ha hecho de todo un poco. La marea de la vida, con su flujo y reflujo, lo puso ahí, donde quedó haciendo la plancha, pero se vive a sí mismo como si él realmente fuera distinto e hiciera las cosas mejor que los burócratas. Como su trabajo le dio la seguridad que la vida no le había dado, y por eso se tuvo que psicoanalizar, se aferra al credo del ganapán como al padre nuestro, sólo que lo hace con voz tierna, condescendiente hacia lo tontos que somos que no nos habíamos dado cuenta de que había que poner ese sello, agregar la reacción de Mantoux, o el buco dental. Su mayor placer es hacerle a los demás lo que la vida le hacía a él antes de ser ganapán; además, porque como todo eso le quedó incompleto en la vida, le encanta imponérselo a los demás.

El ganapán problemático: Siempre está atravesando un problema tan grave que el trabajo pasa a un segundo plano. Su poco apego a las formas lo ha sumido en situaciones precarias, pegadas con cinta adhesiva. Pero en algo aventaja a los que tienen una vida previsible: la constante sorpresa. Apenas nos acostumbramos a una historia ya le sucede algo nuevo, distinto, sorprendente, y urgente que se enuncia luego de que aparece con los ojos rojos de no dormir y dice: “no sabés lo que me pasó”. Su vida privada es pública y además es un desafío: superar este problema para poder meterse en otro, porque su vida es, inexorablemente, un problema. Si compra un auto, es mellizo, si saca una tarjeta, se excede en el límite, si obtiene un carnet es falso. Hace y después piensa en cómo zafar de lo que hizo, porque lo hizo mal o fue imprudente. Pero siempre, a la larga zafa, por eso, es el más argentino de los ganapanes.

El ganapán por principios
Es un ganapán por afiliación, no por descarte, como los otros. No hace que trabaja, directamente no trabaja. Habla, lee el diario, critica. Él ya lo hizo todo, lo sabe todo, y puede hablar de todo, aunque nunca haya hecho nada, no sepa nada, ni nada le interese, más que hablar de todo lo que nunca hicieron otros, ni que tampoco hizo él. Sus elementos de trabajo son el diario, los cigarrillos y el café. Si algo perturba su calma, lo ahuyenta.
Una variante es el ganapán politólogo que, mientras fuma donde está prohibido, alza la voz achacándole los males del mundo a la conspiración sionista internacional.

El ganapán alegre
Él se anima a hacer lo que supone que los otros hubieran querido hacer pero no se han atrevido. Ello implica que considera que aunque lo que hace sea chocante está legitimado porque todos quisieran hacerlo y no se atreven.
De este modo, grita, juega al truco, escucha los partidos y cocina en el anafe destinado a calentar el agua.
Se burla de todos los otros porque los considera tristes. Él derrama alegría, la proclama a los gritos y como nadie nunca le dijo nada, le parece que todos consienten ese modo transgresor.
Todos asumen que tiene alguien que lo protege y que por eso puede hacer todo lo que hace, y nadie le dice nada, lo que él interpreta como una aprobación que si bien no necesitaba, sí le viene muy bien.

Contra los ganapanes no hay vacunas, antídotos ni estrategias definidas. Están ahí y permanecerán. Viejos como el mundo, sólo nos quedan dos cosas: la huida y la resignación.

viernes, 4 de junio de 2010

Ocurre al Otro lado de la Noche





La editorial Corregidor reedita la novela Ocurre al otro lado de la noche de Eduardo Balestena



Nota del autor
Esta novela fue escrita hacia septiembre/ octubre de 1986, es decir, sólo un par de años después del advenimiento de la democracia, y obtuvo el primer premio en un concurso nacional en cuyo jurado estaba Oscar Hermes Villordo.
Fue mi primer libro.
El texto no ha sufrido mayores correcciones. Opté por respetar el estilo de entonces, y la ubicación temporal de la narración. Marco Denevi pensaba que debería haberse titulado Al otro lado de la noche. En otros aspectos seguí sus consejos. Para Villordo la narración tenía una fuerte impronta proustiana. Cuando la escribí sólo tenía en claro que deseaba un distinto narrador para cada personaje.
Mi Tía Ada, un ser entrañable, había vivido en el lugar donde yo vivía al escribir la novela. En ese entonces era notificador en los juzgados federales, el trabajo me resultaba detestable, y había debido sobrellevar circunstancias familiares muy adversas (la mejor madre rápidamente sucedida por la peor madrastra). Vivir ahí fue, a partir de 1984, una experiencia de libertad.
Luego de haber hecho dos años de taller literario con Federico Peltzer (a quien siempre consideré mi maestro) en la Facultad de Humanidades, que me significaron comenzar a escribir sistemáticamente, pude hacer de la experiencia de la escritura algo que no tuviera absolutamente nada que ver con todo aquello con lo que debía lidiar en mi vida.
El texto inspirador fue la novela La motocicleta, de Andrè Pieyre de Mandiargues, que me deparó el hallazgo del lenguaje lírico como modo de narrar un amor clandestino, y decidí dar una vuelta de tuerca y hacer del amor narrado uno aun más clandestino que el de La Motocicleta.
Otras influencias fueron las de la literatura de Luís Alberto Ballester; de él provienen imágenes como lo profano, lo ascencional, lo efímero, lo abarcador, o la idea revelación, jeroglífico, lo enigmático, el poema de Basho…; y el relato Variación del perro, de Marco Denevi, que tomé como modelo de estilo en la puntuación.
Me sorprendí de que Henry Billard, un investigador de la Sorbona, y los estudiantes Mieszko A. Kardyni y Pawel Rogozinski, de Szczecin, Polonia, la hubieran incluido en sus trabajos.
En diciembre de ese mismo año -1986- me casé y ya no viví más en aquel refugio al que llegaba en la noche y donde, luego de encender el fuego de la salamandra, escribía en mi máquina Remington sobre una mesa blanca un texto que seguía los pulsos de la música que escuchaba.
Fueron entonces para mí un ámbito y una escritura de descubrimiento.
Aquella guarida, el barrio como lo conocí, aquel mundo y aquella escritura ya no existen.
Finalmente, además de a Ballester, a cuya amistad, erudición y actitud ante la literatura rindo este mínimo homenaje, no puedo dejar de recordar ahora a Natalio Kisnerman, sin cuya amistad la vida nunca volvió a ser la misma; a él le hubiera gustado mucho volver a leer esta novela hoy.

Mar del Plata, junio de 2010






A Silvina Fernández Acevedo
Porque está de este lado de la noche


“Esta novela, 1º, irritará a los burgueses, es decir, a todo el mundo; 2º, dejará nerviosas, asqueadas, a las personas sensibles; 3º, fastidiará a los (psicólogos) ; 4º, parecerá ininteligible a las damas; 5º, me hará pasar por (pervertido) y antropófago...Baudelaire quedará contento...Seamos feroces”
Gustave Flaubert refiriéndose a Salambó (1862).


“Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. De ahí su fuerza...Se trata de una novela, nada más que de una historia ficticia...Y además todos pueden hacer lo mismo. Basta con cerrar los ojos. Ocurre al otro lado de la vida...Por dentro todo está permitido...Decididamente, lo más interesante pasa siempre en la sombra. Nada se sabe de la verdadera historia de los hombres.”
Louis Ferdinand Céline Viaje al fin de la noche.

-No sé, lo que pasa es que lo noto tan raro...
-...
-...Raro.
-...
- Y bien ¿qué?
- ...
- No asocio, lo único que digo es que lo noto medio raro.
- El anda un poco raro.
- ...
- Sí.
- ...
- Y, no sé, si usted me interrumpe y me interrumpe...
- ...
- Y, la imagen de un terapeuta que interrumpe...
- ...
- Sí, puede ser porque anda medio raro.
- ...
- Y, si no se calla, va a tener todas las ramificaciones de la rareza de él pero no la rareza, así es que por favor...
- ...
- ...En un momento, cuando recién nos pusimos de novios lo único que pensábamos era en cuotas. Cuotas y cuotas: de todos los tamaños, de todos los colores, para todas las cosas, para el departamento, para una heladera, para el diafragma...la vida era una cuota prometedora. Creo que fue mi etapa rosa, como Picasso, je je...
- ...
- No, con Picasso no asocio nada. Luego, el casamiento se nos vino encima como una avalancha, los regalos, los preparativos de los preparativos...hasta que llegó el día en que todas las cuotas culminaban y en que todas las cuotas del porvenir empezaban, y el traspaso fue en el atrio de una iglesia, porque aunque a mí me daba lo mismo, me dio un no sé qué por él, porque había tomado la comunión y la confirmación y todo eso. Así que nos casamos por iglesia. Vimos personas que habíamos visto sólo en velatorios y casamientos anteriores, y que se habían emperifollado y trajeado con ropas estrambóticas con olor a naftalina. Las mujeres llevaban turbantes enormes o redecillas o peinados que parecían la torre de Pisa. Y los hombres, trajes celestes con corbatas marrones o trajes marrones con botas negras o corbatas enormes de anchas o enormemente angostas o chalecos color salmón. A medida que bailaban y comían y tomaban, iban despojándose de sus atuendos, y era como si fuesen más pequeños y enclenques sin ellos y a la vez, más auténticos. Yo estaba aterrorizada, me reía y me reía. Cuando alguien se acercaba para decirme “ay bonita, qué hermosa estás” y a él le decían “y vos cuídala, cuídala mucho” mirando con ojillos picarones, yo me reía abrazándolo; me reía con mi mejor cara de felicidad en cuotas, pero por dentro, los músculos se me estiraban y hubiese dicho tierra trágame.

Aquella noche él caminaba por la calle a tomar el ómnibus y de golpe se detuvo ante un kiosco. Su matrimonio entonces se le presentó claro y definido, pleno de amor y de obligaciones. Recordaba la iglesia que parecía una especie de colectivo al más allá, había que tomarlo o ir a pie. Y luego de ver aquella tapa llena de colores y aquel rostro de un cuerpo semidesnudo que le sonreía se dio cuenta de que la vida era como un juego de cartas en que por atender a una mano que viene planteada de una manera, se impide jugar otras manos, otras combinaciones extrañas y uno estará toda la vida pensando “y si hubiera jugado así o asá en lugar de jugar como lo hice”. Pero, estaba visto, la vida obligaba a hacer trampa.
El ómnibus no venía. Si ese que viene ahí no es el mío, compro la revista, se dijo. No era. Compró la revista. Trató de esconder la cara en las penumbras del kiosco y tomándola de un anaquel señaló el valor, tratando de ocultar el título. Ahora tenía que esconderla, lo cual era difícil. La metió entre los papeles de una carpeta, pero un borde sobresalía, y una revista dentro de un polietileno es algo sospechoso. La dobló, pero había algo en él que se resistía a doblar papeles, y la estiró nuevamente, alisándola. Se acercó gente a la parada y tuvo que ponerla de prepo entre unas inocentes hojas. Cuando llegó al departamento, la cara de ella le pareció salida de la tapa de la revista y su voz que narraba las vicisitudes del día pareció encubrir otras palabras y otras letras, las realmente importantes, las que armaban el rompecabezas que significaba una sola palabra: revista, revista.
Ella se fue a mirar televisión al cuarto, pero apagó el televisor y dejó una luz mortecina. Era la señal.
Mucho más tarde (ella dormía), él, extenuado, salió como una exhalación para el living desde donde desenterró la revista, que estaba en una carpeta a su vez sepultada por el diario de ese día. Se encerró en el baño. La revista era un placer pobre y un poco humillante. Pero algo oscuro, no sabía qué, lo instigaba a mirar y a mirar. Supo entonces que algo iba a suceder en su vida.


Eran cerca de las dos de la tarde cuando Michael encontró la carta. Por suerte venía de la misma ciudad. Alguien que prometía ser interesante. Se dispuso a contestarle con miedo. Buscó la Lettera para ser más prolijo. Estaba debajo de los papeles y de los discos. Terminó la carta, una mera abstracción, y cruzó al correo y entró en Piazza a tomar un cortado con palmeritas.

Sonó el despertador. Ella dormía. Subrepticiamente él se deslizó a lavarse los dientes y a ponerse la ropa de la oficina. Quedaba poco dentífrico. Había poca leche. No quedaba café. Se hacía tarde. El micro no venía. Hacía frío. El micro vino lleno. Apretujado como una vaca dentro de un camión jaula, sólo pensó en la carta prohibida.


Michael se levantó a las once menos veinte y luego de ducharse tomó jugo de naranjas rezumantes recién exprimidas. Luego leyó la revista. Siempre lo mismo. Pensó en un negocio de la Galería y en la novela de Humberto Eco. Con el cabello mojado salió al balcón. No hacía frío ni calor. Estaba bien para un pantalón de franela azul, el sweater rojo y el saco espigado gris, que además era nuevo. Esperó a que se le pasara esa ronquera que uno siempre tiene por las mañanas y comenzó a vestirse. Antes de ir a la librería tomó un cortado mientras los bancarios almorzaban. Miró para ver si pasaba alguien conocido. Pero esa era la hora de las diligencias apuradas. Se sintió solo. Pero no pudo olvidar su carta. Como si un puma del zoológico se pusiera a jugar con un animalito haciéndole creer que es su amigo y terminara por comérselo. Pero no era eso, tuvo que reconocer que deseaba gente distinta, gente aburrida pero de otro aburrimiento y por primea vez pensó que en su forma de actuar había algo de consideración para con otra persona, como si fuese capaz de algo nuevo con alguien nuevo.
La novela se había agotado.

miércoles, 2 de junio de 2010

Crónicas de un Lector, Sebastian Jorgi para el suplemento de Pregon, de Jujuy


Amores de lejos, Eduardo Balestena, Corregidor.
-"En la música se encuentran las cosas perdidas"-

Cuathemoc –desde Comala, México—le escribe a Ainhoa, que vive en Mar del Plata. Es un amor virtual que se va tejiendo a medida que avanza el acontecer, que por esta virtualidad, no deja de ser encendido, fogoso y de mutua correspondencia. Ella que transita noches frías por la 39 en Mar del Plata, le contesta, “qué sola que estoy para aferrarme a esto” se dice, entre otras cosas como “en la música se encuentran las cosas perdidas”. Y sí: Balestena despliega todas sus adhesiones musicales y ahí aparecen Manuel de Falla, Washington Castro, Schubert y alguna canción de Joaquín Sabina. Como para aderezar una novela de corte epistolar, estructurada en 11 capítulos, expandida en 252 páginas, que, además, ofrece en muchos pasajes una textura poética.Y esto hay que señalarlo : rompe con una linealidad y enmarca espasmos sociales(la época del 2001 y 2002, en que Argentina se desgarra y está en bancarrota), logrando un equilibrio entre los espacios de intimidad—cartas, catarsis de costumbres—y la inserción intertextual—las citas a principio de capítulo y las menciones de lecturas de Marco Denevi y Un pequeño café o las menciones de grandes narradores como Juan José Millás o Manuel Vincent.
Quiero decir: el soporte cultural es genuino. Eduardo Balestena es un gran lector y basta con citar el famoso libro de Michel Butor, La modificación. Novela objetiva, novela de la mirada, que si nos detenemos a pensar—luego de una segunda lectura de Amores de lejos—una coherencia en el sentido del procedimiento, de apelación a la otra o al otro, al tú, a ese segunda persona que recibe la carta. De apelación de Ainhoa, esa trabajadora social que va del Pago fácil al Banco Provincia o se detiene en la escollera sur con su moto…Pero esta asociación corre por mi cuenta, en esta novela que podríamos llamar poliédrica, donde a través de esos dos rostros en el carteo amoroso, se reflotan otras caras de una sociedad a veces corrupta, a veces cínica. Tras el tono experimental, afloran otras lecturas íntimas, acaso, visiones o mejor, miradas profundamente críticas del autor ante un mundo en crisis.
Me imagino releer esta novela “ con una música de fondo del Gato Barbieri”, a un costado un poema de Emily Dickinson, o disfrutarla en una cafetería de la costa de Mar del Plata.

martes, 1 de junio de 2010

Autorretrato de Norman Rockwell




Siempre me fascinó el autorretrato de Norman Rockwell (1894-1978), el gran pintor e ilustrador de The Saturday Evening Post, con esa, su mirada hecha de gracia y precisión, capaz de focalizar al mismo tiempo en una idea y una historia. Es la propia claridad lo que guía a esa mirada, la que, al mismo tiempo, aísla y vincula a su objeto. Lo aísla como objeto y lo vincula a una historia que cada uno debe descubrir.
Su famoso autorretrato (1960) es el acto de plasmarse a sí mismo en un acto creador. Es incisivo no el acto creador, sino el de plasmarse a sí mismo desde todos los planos posibles: desde sus maestros inspiradores, como Durero, al oficio vivido como si el dibujante fuera un guerrero. Capta una imagen idealizada de sí mismo, al tiempo que la desinviste de todo ideal para mostrarla, en el espejo, como en realidad se vive al momento de dibujar: fatigado, pero listo para reflejar ese ideal, inspirado en la realidad pero más fuerte que ella. Sus ojos, sin embargo, aquello donde todo empieza, no aparecen en el Norman que se dibuja sino en el que es dibujado con esa, su mirada invicta.
Puesto en el contexto de sus ilustraciones, el autorretrato borra esas marcas hiperrrealistas para convertirse en una especie de canto a un tiempo anhelado, soñado y perdido. Hay en él una historia: la del modo en que se sueña, se vive y la del modo en que es. Esta última imagen, la del espejo, es íntima, como si la hubiera dibujado un desdoblamiento de él y no él. Un pintor desdoblado que nos cuenta la verdad y no lo que queremos ver o lo que la otra parte nos quiere mostrar.
Norman Rockwell es su precisión, su agudeza, pero también algo más: la idea de que la vida es el acto de captar un momento eterno , hacerlo profundo en esa eternidad y decirnos con eso que todo es profundo si sabemos verlo.
Es ese instante sustraído al transcurso y fijado para siempre, investido de una mágica inmovilidad móvil. Y en esa cualidad milagrosa, por sobre esa transparencia de su mirada, nos muestra que esa mirada, pese a lo que refleje, siempre termina siendo feliz.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar