viernes, 1 de enero de 2010

Réquiem para los poetas malditos

Introitus
La realidad supera a la ficción. La diferencia de la ficción es que debe instalar el deseo de creer en ella. La realidad, en cambio, simplemente se impone, y hace que podamos contarla como si fuera una ficción.

Kyrie
La historia empieza así: alguien me había pasado el dato y fui.
Era en la calle Veinticinco de mayo, antes de llegar a Rioja. Una puerta con una chapa rezaba enigmáticamente: “extensión cultural”.
Se tocaba el timbre y por la mirilla de la puerta asomaban los ojos de alguien y la puerta se abría como la de esos bares de la época de la ley seca. En lo que era la oficina principal una escuálida pintora –sobre el fondo de sangrantes banderines de club de fútbol sacudidos por el viento: sus “pinturas”– dirigía a una discípula frases que le salían despacio, como proposiciones obscenas. Las dejaba caer gravemente, mientras espiaba por el rabillo del ojo y fingía dirigir a la discípula alguna velada depravación que la otra aceptaría como precio por alguna sabiduría caravayesca que le sería deparada en un vago futuro. Pero las frases untuosas no eran para ella sino para nosotros, para que reparáramos en todo lo especial que era aquella momia, parapetada detrás de sus cuadros rojos y negros. Eran criaturas del Bosco a punto, eso sí, de tomar vida y dispuestas a saltarnos encima y todo sazonado por una música de órgano. De pronto la cariátide alzaba la cabeza. Larguísimas crenchas negras se abrían como un telón lentamente descorrido y aparecía un dibujo negro de Goya –esa noche en que Goya había bebido y en la cual su vista, acaso por primera vez, flaqueó. Un leve rasguido del ojo indicaba que Goya acababa de dibujarlo o que el dibujo, luego de haberlo asesinado y sorbido sus energías, acababa de independizarse, presto a desparramar sobre el mundo vaya a saber qué oscura turgencia íntima, o a ventilar el rechazo del que había sido objeto por parte del autor.
En aquel momento debí haberlo adivinado.
De pronto un enorme perro negro apareció olisqueándome la bragueta y tras él, alguien con el aire de un poeta del romanticismo. La momia había regresado al interior de una de sus sanguinolentas pinturas y en el aire, como un manchón que se deshace, quedaba el color de su piel en las retinas. El color blanco amarillento de un cadáver que por algún extraño conjuro volvió a la vida pero que, acabada la dosis de aquello que lo había resucitado, debe regresar al sepulcro.


Gloria
El poeta me llevó a los interiores de aquella cueva. Apareció un hombre canoso que hablaba como si conociera el sitio a donde quería llegar cada uno y como si ya él hubiese regresado de allí. Con el tono de quien hace un favor que el otro no merece comenzó a hablar de su proyecto editorial. Ellos eran la filial de un sello español que venía a instalarse a Mar del Plata. Resumiendo: quienes publicaran con él tendrían un porvenir dorado. El poeta asentía como quien ve que por fin se realizan sus sueños, y no sólo que se realizan sino que eran la cosa más natural del mundo y él, por una especie de lentitud mental, no se había dado cuenta y contagiaba esa sensación. Al rato de estar allí, pese a ciertos ruidos, uno ya creía que era posible.
Por qué volví.
Porque el mundo me arrojó de nuevo a aquellas fieras. Raymond Chandler decía que en Hollywood los escritores eran tratados como vacas. Sé por qué dijo eso: porque no vivió aquí, donde ser tratado como una vaca es todo un honor. Y no podía ser de otro modo en un país donde una escritora famosa –por lo conocida y lo mediocre- se ufana en confesar que hizo su carrera mintiendo, haciéndose amiga de los jurados y ejerciendo el amiguismo cuando le tocaba ser jurado a ella; donde las editoriales son núcleos de amigos que se devuelven favores y donde en los concursos no se lee. Es que si la mediocridad está institucionalizada y uno no es mediocre, no hay otro camino que andar siempre al costado. Por eso no se llega a ninguna parte.
Así es que volví, porque me ofrecieron facilidades para hacer el libro, porque amaba esos cuentos, porque estaba frustrado y pronto aquella desconfianza fue cediendo; pronto comencé a bajar la guardia porque en un momento trataron a mis criaturas como a seres respetables, dignos y prometedores. Qué importaba que hubiese que pagar algo por eso si había tenido mi primer coito con una prostituta a quien también tuve que pagarle. Las mismas leyes que regían para una libido eran aplicables a la otra.
Ver el texto tipeado en la pantalla de una computadora me provocaba un éxtasis difícil de definir. Al mismo tiempo era pisar terreno firme en el mundo. No el disfraz que estaba obligado a representar habitualmente para ganarme la vida. Una alegría de la mano de una desdicha infantil que no era tal porque al fin había podido ponerla estéticamente sobre el mundo.
Yo era yo.

Recordare
Las letras iban subiendo y en aquella subida experimentaba una especie de mareo. Al fin terminaban tantas penurias. Ya no me importaba que el año anterior, quien había sido mi maestro me hubiese dejado hablando solo luego de arrojarme un papel –como si fuera una puñalada- de su fallo en un concurso, encerrado en un frío aire de petulancia, sin recordar que me conocía –yo, que nunca lo había olvidado. Ya no me importaban los concursos donde se envía lo mejor, sólo para comprobar que el premio se lo llevó alguien que no nos llega ni a los tobillos. Todo eso quedaba atrás. Quería refregarles mi libro a unos y ofrendarlo a otros.
Las letras subían entre los ademanes ampulosos de Antonio Quinteros, para quien todo era fácil, y que iba y venía haciendo arreglos, prometiéndole a esta editorial esto, a la otra aquello. Habían hecho una serie de entrevistas con Báez, el cartonero que decía ser testigo de la muerte de Alicia Muñiz. Era surrealista: cómo se encontraba con Alain Delon que venia en un auto brilloso por Luro, buscando a Monzón para ayudarlo. Intentaban vendérsela a Planeta.
Mientras, los jóvenes iban y venían, preguntaban por sus pruebas, que los dedos prestidigitadores del poeta exhumaban de la colosal memoria de la computadora y allí concentrados, miraban sus textos con un aire de gravedad que parecía venirles de aquel sentirse importantes para alguien.
Era cierto, escribían, eran poetas, eran narradores y aquel cerrado sistema de imposibilidades que es la Argentina –mediocre, cenacular, donde la cultura es un material de rezago o un artículo de clase-, por un momento quedaba allá abajo.

Rex Tremende
Sobre el sanguinolento muro de los cuadros de la pintora escapada de un cuento de Villiers de L´isle Adam conocí una tarde al albino.
En un primer momento me pareció el predicador mormón de La vuelta al mundo en ochenta días. Tan joven y ya con ese gesto de fanatismo, esa postura agobiada y lo peor: el traje de corte barato y aquella corbata con arabescos. Hay quienes piensan que es solamente ponerse traje y corbata y que con eso ya está, que de por sí eso asegurará cierta importancia y respetabilidad elegante de la cual el saco acampanado del ambo con rayas y anchas solapas era el triste remedo. Ni qué hablar de la corbata. Un hombre puede ser definido por su corbata. Atribuí la suya a un momento de distracción, de alguien que está vaya a saber dónde. Hablaba con el tono cansino de quienes no usan el lenguaje sino que pontifican a través de él y cuya voz, inevitablemente, tiene la textura untuosa de un orgasmo al que nunca se llega.
Me miró con esa amabilidad postiza de los vendedores de autos, de los mozos de un restaurante caro, de aquellos que nos desdeñan pero que por alguna inescrutable razón buscan agradarnos y ser amables y de inmediato, mientras le daba la mano –una sardina viva pero tibia y algo pegajosa- recordé una anécdota. En 1976, poco antes de recibirse, un estudiante de Psicología –Rodolfo Evangelista- al saberse perseguido fue a ver a un militar, quien le conversó amigablemente. Fumaron y tomaron café. Le explicó que no tenía nada que temer. Aliviado, pudo terminar la carrera. Inmediatamente luego de recibido, desapareció.
De pronto fue la mano de un asesino que mata no por ganas, sino porque se trata de un ejercicio necesario para otros planes que nosotros no entenderíamos.
Decía ser rabino, decía tener un Master en Saint Louis, Missouri y saber todo lo referente a simbología antigua y letras muertas.
Llegó el día de la presentación de los libros del año y se imprimieron invitaciones con la lista de los títulos. El mío figuraba en el rubro “proyectos 1991”.
Hay gente que se delata por ejemplo en los nombres que elige para sus hijos, o en las cosas que pone en la lista de casamiento, testimonios de ese costado pretencioso que habitualmente ocultan pero que delata tanto los gustos como lo que quieren para sí mismos. Poner por ejemplo vasos de whisky con borde dorado, o Jessica u Ornella a una hija, o Gastón a un hijo con apellido turco o Pehuén a otro con apellido italiano. Eso mismo hace la gente con sus libros. Cosas como:”Un árbol, un hijo y ahora esto”, o “El hortelano” o cosas aun peores. Imagínense a quienes colocan esas extravagancias pretenciosas en sus listas de casamiento, a quienes ponen esos nombres abominables a sus hijos o titulan de esa manera a sus engendros. Imaginen que están todos juntos y que encima se han vestido de fiesta e imaginen que, por añadidura, los verdaderos poetas deben convivir y encontrarse con estos atentados a la estética y sigan imaginándolos, más que juntos, apiñados en el pretencioso foyer de un teatro que parece una plaza de maniobras del ejército norteamericano, con cortinas turquesa sobre enormes ventanas y en un último esfuerzo, imaginen semejante cotolengo presidido por un albino mesiánico. Imaginen todo eso y tendrán una remota idea de lo que fue la presentación. Sólo faltaba una banda militar o unas bastoneras de las que abren el desfile antes de la carrera de Indianápolis.

Lacrimosa
Las sillas fueron ocupadas por rostros primero tensos, luego distendidos y luego fatigados, en cuyos ojos se leían las ansias de conseguir algo y ese estar viviendo un eterno mientras tanto.
Gente que escribía sin haber tenido siquiera la más remota idea de quién fue Dostoievski; que pensaba que sus cursilerías eran el hallazgo más puro, más reciente y que, como si eso fuera poco, las escupían así nomás, sin humildad ni pudor. Adolescentes que escribían un poema sobre la gestación, mujeres que hablaban del amor, la paz, las plazas y los hijos; gente usando diminutivos y en cuyas historias asomaban técnicas de narración heredadas de las series norteamericanas.
Una mujer quedó al costado como posando. Acababa de escapar de la misma historia de Villiers de L´isle Adam que la pintora. Llevaba un vestido blanquísimo con broderies y encajes. Si se la veía de lejos y en el conjunto, momentáneamente se la tomaba por la visión de algo muy antiguo materializado vaya a saber por qué. Al acercarnos con curiosidad –pues la imagen continuaba allí- advertíamos que la figura era real y que una aureola amenazaba con deshacerla pero antes de desaparecer la ilusión permanecía un instante más. Venía de un salón donde Federico Chopin ejecutaba algún nocturno, donde algún príncipe bebía té caliente en un samovar. Un salón con una mesa de diarios que hablaban de alguna reciente sublevación comunarda, o de la entrada de los prusianos en Dresde. Pero a su lado advertíamos el aire de naftalina, el paso repentino de aquel siglo y medio, y los ojos de la mujer que persistía en aquellas escenas perdidas para siempre.
La piel se había vuelto un pergamino pero aún conservaba la pose etérea, ignorante de que la decrepitud se había apropiado de ella. Daban ganas de acercarse y felicitarla por haber llegado sin desvanecerse como una lluvia de cenizas, de preguntarle qué había tomado para mantenerse así durante los últimos ciento cincuenta años. Parecía que, en un desmedido esfuerzo, hasta allí había llegado. Finalizada la presentación, acabaría el sortilegio y ella terminaría siendo un vestido en una esquina del piso y un pequeño montón de polvo. Algo la sostenía. Algo la mantenía en pie: lo mismo que nos sostenía a todos –advertí con horror-, la misma esperanza de ver publicados los escritos, y quien supiera manejarla podría manejarnos. Éramos vulnerables. Aquella mujer acababa de decírmelo, posando como si hubiera escrito la saga de los Thibault, en lugar de algún poema con atardeceres o amaneceres o el mar o la luna, y todos miraban sonrientes esperando que la gran ilusión se concretase.
Antonio miraba relamiéndose a la concurrencia. El albino comenzó a hablar presentando obras, números de la revista –que en su staff tenía el curioso nombre de Norma Mothenson, quizás con la esperanza de que nadie recordara el artístico de Marilyn Monroe- y prometedoras colecciones de libros. Hablaba con un tono grandielocuente y en la pretensión de hombre del renacimiento que todo lo domina hubo sin embargo ciertas notas huecas: un “muy lindo” como criterio para hablar de un libro de un finísimo poeta, o “una señora muy elegante que me vino a ver” por un cetáceo que había publicado un cuento erizado de cacofonías y por el cual se andaba como por sobre una vereda de lajas, todas provenientes de una demolición distinta.
Había mesas con libros y un escritorio donde parientes y amigos se abalanzaban para comprar sólo el libro de aquel a quien habían ido a ver y el de nadie más –esfuerzo que en muy pocos casos pudo ser gratificante. Y el albino seguía y seguía. Cuando finalmente lograban detenerlo un pianista rompía a tocar aires almibarados como de Burt Bacharach, hecho lo cual, el albino retomaba su peroración literaria. Buscaba quizá ver quienes sobrevivirían. Probablemente a quien lo lograra le publicarían un libro gratis.
El poeta del romanticismo desapareció, para abrir la “filial Chile”, dijeron. Lo suplantaron dos personajes de alguna película de los hermanos Marx. Uno de ellos era el sirviente de Los locos Addams, Largo, aquel que entraba diciendo: “¿llamó usted?”. Y el otro una especie de gnomo, pero no puro, sino algún pariente pobre de los gnomos.
Y si ahora todo aquello me parece el paso de Orfeo por el infierno, entonces se trataba solamente de algo necesario para que el libro llegara al mundo. Es cierto, un mundo que no lo había pedido, que tenía por él el mismo interés que por una hortaliza con fitóftora, pero no importaba.
Me habían hablado de los viajes a España. Los hacían cada año. Así que cuando Antonio me lo ofreció, como accidentalmente, al par que no me sorprendía, sentí algo que nunca voy a poder traducir. Una vibración cálida. Un vaho que viene de una región sobrenatural que está en nosotros mismos pero con la cual nunca pensamos seriamente que fuese posible conectarse. Un fragor de viaje, de sitios, de encantamiento, un rugir de motores y un demonio en todo el cuerpo y todo eso en medio del anuncio exuberante de actividades, de gente, de programas a realizar y allá sería verano y...de pronto era como volver a aquella edad dorada donde se tiene todo por delante y uno –ingenuamente- cree que le están deparadas grandes cosas o, al menos, las cosas que uno merece. Recuerdos de aquella época de antes de que deban hacerse esos pactos con la vida, esos protocolos bochornosos por los cuales, imperceptiblemente, vamos renunciando a algo continuamente y cada día nos conformamos con un poco menos, con un destino cada vez más pequeño, hasta que nos sentimos agradecidos por el mero hecho de la subsistencia. En alguna parte había quedado todo aquello y yo no lo sabía y ahora no sólo lo sabía sino que acababa de recuperar todo lo perdido.
Comencé a vivir con alas en los pies. El dinero que me pidió “para gastos de traslado allá” no me había costado tanto, solamente el viejo hábito de seguir postergando algunas cosas, mientras Lotte Lehmann y Lauritz Melchior cantaban la parte más dulce del dúo de amor.
Cierta vez tuve que hablar con el albino por cuestiones del libro. Debí pedirle “una entrevista” que me concedió para tres semanas después. Si bien me pareció desmedido, lo acepté como la ofrenda que exige una persona que se adora y que impone a los otros ese natural sacrificio a cambio de su presencia.
Llegado el día, debí aguardarlo como media hora. Largo (más tarde sabríamos de su irónico apellido: Bemposta, irónico porque terminó siendo la pareja del falso albino) salió de las entrañas del tabernáculo diciendo gravemente que el Señor Eddom –que así se llamaba o se hacía llamar- me atendería. Pronto me encontré en un pasillo que llevaba a lo que había sido una oscura habitación interna cuya única ventana daba a un pozo de aire.
Nadie salió a recibirme. Debí empujar la puerta y allí estaba, sentado detrás de un escritorio barato. La luz de una lámpara lo señalaba lujuriosamente. Me miró con un aire de voluptuosidad contenida y a la vez de distancia. Una cortina parpadeó en su rostro de muñeca de porcelana. Un telón que se descorría dejando ver una escalinata de pequeños escalones blancos. La esfinge sonreía como si estuviese por contar alguna babosidad que se tenía guardada y escuchándose a sí misma dijo: -Siempre estoy disponible cuando un autor me busca.
Pasé por alto aquella vulgaridad para adentrarme en las preguntas sobre el libro, ninguna de las cuales supo responder.
La luz, como si alternativamente lo favoreciera con una gracia que al momento resolvía quitarle, le daba un aire de altivez que se mudaba en la revelación de detalles que la luz diurna disimulaba. El pelo, por ejemplo. Era un gato muerto que alguien había dejado toda la noche en lavandina –no era lavandina sino agua oxigenada lo que producía el milagro, según supe después. Era una especie de casco, reseco e hirsuto.
La piel sugería que se había propuesto maquillarse como Gloria Swanson y cuando estaba en medio de la tarea había sido sorprendido y llevado allí, donde estaba atendiéndome. La textura de un brillo levemente apagado en el cual sus perversidades se pavoneaban. Él las encerraba siempre y ellas asomaban como detrás de un vidrio inglés.
Salió hablándome de un espantoso libro de poemas de un tal Schlaider. Decía Ssssshhhhhllaaaiiiider despacio y pegajosamente, haciendo danzar el “trapo húmedo” de su lengua que terminaba en la escalinata de pequeños escalones blancos.
Entonces sucedió algo inexplicable. Recordé lo fascinados que estaban muchos con las charlas que mantenían con él, que al parecer conocía de todo.
Sin saber por qué, le mencioné los Cantos de Castelnuovo, de Vincenzo Lancia. Sí, sí, mordió. Son tan lindos. Uno más lindo que otro. Miró al costado observándose la mano bajo la luz. También Alberto Ascari escribió una obra interesante –doblando la apuesta. Dijo que las obras de Ascari no tenían la misma calidad que las de Lancia –de autos no sabía, y de literatura tampoco y menos sabría que Ascari se había matado corriendo en Montecarlo, antes de escribir una línea y que Vincenzo Lancia habrá hecho autos muy avanzados y veloces pero no creo que haya escrito nunca.
-Y entonces, cuándo va a estar el libro-, le dije repentinamente. Con ese sentimiento de desolación que nos da al sabernos, de pronto, hablando con un loco al que tomamos por un cuerdo y de quien esperábamos algo muy importante. Lo suponíamos excéntrico, pero no loco y al darnos cuenta, pensamos que los locos somos nosotros, y lo peor: que la vital revelación nunca se producirá.
-No sé no sé- dijo ondeando su mano de muñeca con un aire de las águilas no cazan moscas.
Un resorte independiente de mí, o que en todo caso era una tardía señal de alarma, me levantó. Me di media vuelta y salí.

Dies Irae
No fue hasta que regresé a la oficina desierta que supe toda la verdad, o mejor dicho, esa parte de la verdad susceptible de ser conocida. De un día para otro se habían esfumado. El pretexto de que trasladarían las oficinas, de que iban y venían de la filial de Córdoba y de la de Chile, era una especie de abandonen el barco. Antonio dio una dirección falsa y un teléfono que sonaba y sonaba. En el piso del desierto departamento alguien encontró nuestras obras inéditas.
El pariente pobre de los gnomos me atendió. Aún quedaba una silla, donde me senté. En un rato llegaron tres o cuatro damnificados –ya no éramos escritores. El gnomo ignoraba todo de sus antiguos patrones, quienes lo habían instruido en dos o tres frases para entretener a las personas: a usted, que lo suyo marcha y a usted que se rayó el diskete y a usted que está en Buenos Aires arreglando lo del viaje y a usted, que lo suyo también marcha.
“Antes, para que nos jodieran nos teníamos que ir a Buenos Aires” dijo sabiamente uno.
Todavía faltaba la última pieza del rompecabezas.
En los cuentos suele haber algún agente que une lo sobrenatural con la realidad y trae a la acción algo que intenta explicarla, dejando a la vez la idea de que esa explicación es posible pero no fiable.
Allí suele radicar el efecto de los cuentos, en esa viruta, esa astilla clavada para siempre en medio de una vacilación que nunca se resolverá.
Esa mujer, una animadora de fiestas infantiles que dijo llamarse Pinocha (la que encontró los manuscritos en el departamento abandonado) y que, efectivamente, tenía cara de muñeco barnizado, con ojos eternamente sorprendidos y voz de toque de diana, me mostró las evidencias: las fotos del albino –que en realidad era pelirrojo-, en una playa con la pintora –que era su madre-. Documentos de Antonio Quinteros –que era su padre. No había master en Saint Louis. En cambio había muchas historias tenebrosas. Una novia que Antonio le había quitado al falso albino, que sin embargo estaba enamorado de un “poeta” y algo mucho más profundo que seguía hacia un abismo depravado que ya no me interesó.
Los tres formaban una sola entidad inescindible y turbia. Ellos habían querido encerrarlo pero acabaron utilizándolo y él se había transformado en este extraño ser que mutaba su nombre. Sin embargo algo había estallado en él la vez que intentó disparar un arma sobre sus padres, o aquellas en que debieron internarlo, o en que quiso suicidarse, pero la entidad que conformaban no podía prescindir de ninguno de ellos. Un organismo que no se toleraba pero que no podía separarse. Y eso, que había sido una familia de actores trashumantes, lo peor, había llegado a erigirse para nosotros, en la imagen de algo en lo que necesitábamos creer.


Lux aeterna
En las bocacalles, en las entradas de los edificios, me parece que estoy por encontrar a Antonio Quinteros. Entonces, en mis fantasías, lo tomo del cuello hasta asesinarlo una vez y otra, mientras el venado herido que hay en alguna parte de mi ático, sigue sangrando.
En el piso desierto había un papelito ajado. Era la dedicatoria de un aspirante a famoso poeta. Ha de haber sido además, su epitafio: “que la luz de mis poemas decisivos/ ilumine la paz profunda/ con profundo amor/ a ti, dulce ser cristalino/ de pura entrega amada dulce e ignota/ reina de mis atardeceres grises.”
Nuestra luz eterna es la nada del anonimato, que nos ilumina.


A Teo Muñoz Molina

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