martes, 5 de enero de 2010

Nuevos intermediarios culturales


Tanto el libro de Ana Wortman La construcción imaginaria de la desigualdad social (CLACSO, 2007) y el de Carlos Elbert, con el grupo de investigación Taller Criminológico (Sol Déboli, Juan Rey, Santiago Nager y Sebastián Alejandro Rey), Inseguridad, víctimas y victimarios (B de F, 2007) reflexionan (de manera lúcida e implacable) sobre el papel de los medios de comunicación, particularmente televisivos, en la construcción de aquello percibido como real en el conjunto de la sociedad, y en los sentimientos y actitudes que tales fenómenos producen.
Lugares de discurso
El libro de Ana Wortman responde a la teoría sociológica, y analiza la configuración del medio televisivo y su papel como productor de discurso para el imaginario público, particularmente de las clases medias, en especial en la crisis de diciembre de 2001.
El de Carlos Elbert y el Taller Criminológico aborda la posmodernidad en la cultura, y estudia los casos Blumberg y Cromañón desde los discursos sociales que dieron cuenta de ellos, las normas, movilizaciones, resultados que produjeron y el aspecto jurídico penal.
Existen muchas coincidencias entre ambos textos, producidos desde lugares teóricos diferentes: la polarización social, el agotamiento de las instituciones como modos de dar cuenta de los fenómenos, particularmente violentos, y el papel de quienes Ana Wortman llama, siguiendo a Pierre Bourdieu, nuevos intermediarios culturales.
La nueva sociedad argentina
Los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001, dice Ana Wortman, plantearon la realidad inaprensible de un país que se deshacía más rápidamente que los discursos que pudieran dar cuenta de ese proceso.
El modelo, ya planteado en 1975 en la Argentina, con el primer ajuste que implicaba el retroceso del estado de bienestar, fue consolidado durante la dictadura militar, que dejaría además una impronta cultural, que germina hoy en los discursos de tolerancia cero, y en la ausencia de alternativas a un proceso hegemónico. Durante la transición democrática (1983-1989) esta desigualdad se consolidó (Wortman, 2007, pág. 25), y los ingresos bajos cayeron un 25%, los medios un 17% y los altos crecieron un 21 % (en el mundo, la fortuna sumada de las 225 familias más ricas, es equivalente a lo que posee el 47 % más pobre). Tanto la hiperinflación, como otros factores, produjeron una sociedad distinta, que fue polarizándose más al consolidarse la estabilidad en un marco de retroceso del Estado, donde fueron privatizados sus servicios esenciales, lo que produjo además la pérdida de fuentes de trabajo, en el tránsito a una sociedad de servicios (Loïc Wäcquant Parias urbanos. Marginalidad en la ciudad a comienzos del milenio. Manantial, 2007).
Esta conformación produjo nuevas franjas de expulsados y estableció un proceso de desigualdad y movilidad social descendente, que abarca tanto la fijación al empleo como el acceso a los bienes simbólicos. El problema con los bienes simbólicos parece residir en gran medida en la falta de conciencia de que se carece e ellos.
Entre mayo de 2001 y mayo de 2002, la pobreza subió en un 30%, y la indigencia se duplicó. A la precarización laboral, sucedió a lo que Wortman llama un efecto desaliento, que consolidó no ya el estado de precarización laboral, sino el de falta de empleo. Ello, como señala Wacquant, instala el problema a futuro, pero sólo hay discursos muy limitados en los medios, acerca de las dimensiones reales de esta nueva estructura.
Consumo e indigencia constituyen los extremos de esta conformación creada por el capitalismo avanzado como motor absoluto, que impactó mayormente en los niños y jóvenes. En el mayor momento de la crisis de 2001-2002, la población de estas franjas sumó 8.600.000 personas, de esa suma, 4,4 millones corresponden a indigentes, así “en apenas seis meses, la pobreza infantil y juvenil sumó 1,6 millones de chicos, es decir casi un 23%, a razón de 266 mil por mes” (pág.35). Sin embargo, ese proceso coincidió con un mayor consumo televisivo que en las décadas anteriores (Cap.III TV y crisis social. Mirando televisión mientras el país se derrumba)
Las cifras, tomadas de una extensa investigación de campo de ese período, sin embargo, bastan para plantear una realidad tan desalentadora como poco visible. Posmodernidad y exclusión se atraviesan, produciendo público que toma como reales las representaciones que los intermediarios hacen de la realidad, porque ésta es inabordable, no hay discursos que se hagan cargo de ella, o porque no puede se aceptada.
Los nuevos intermediarios culturales
Carlos Elbert (como Bauman en la sociología) habla de una realidad fluida, líquida, como contraposición a lo sólido y estable. No vivimos ya en un mundo ni estable ni sólido, ni sujeto a leyes que podamos prever, entender o controlar, no obstante, subsistimos en una ilusión de que es posible, de algún modo, gobernar este fluir, pero que ese propósito se encuentra momentáneamente frustrado por la falta de las medidas adecuadas.
Estaríamos así en un estadio posterior al de la sociedad disciplinaria. Aquello que Foucault llamó “la red institucional de secuestro” (La verdad y las formas jurídicas, quinta conferencia), en cuyas instancias el sujeto era construido conforme las necesidades del mundo de la producción, ha quedado atrás, y es aceptable el retroceso de las garantías, la apelación a la violencia, y la aceptación de que la falta de tales garantías equivale a la eficiencia de los medios. Ya no hace falta formar y disciplinar a los sujetos sino suprimir a los expulsados, mientras subsiste la visión de que existe un orden al cual esos sujetos podrían adherirse si quisieran (Elbert, 2007).
Este modo de construir una realidad imaginariamente (en el puro sentido de hacerlo por las imágenes, por la elección de que cosas se muestran, y por vivir el mundo irreal de esas imágenes), y construirla por discursos, socialmente instalados, se vincula con dos circunstancias: un empobrecimiento cultural que hace que aquellos a quienes Ana Wortman llama nuevos intermediarios culturales se conviertan en portavoces legítimos entre el público y los fenómenos sociales, y el hecho de que ello ayuda a construir la imagen de una sociedad más y más insegura, que apela a una idea de orden que se representa como posible. Ellos se vuelven no sólo reguladores del acceso a lo real, sino también en guías, y opinan sobre fragmentos de una realidad desinvestida de historia.
El miedo es un proyecto político, dice Elbert.
Ambos trabajos abordan la producción de distintos periodistas. En el mayor momento de la crisis los intermediarios culturales estudiados por Wortman se ocuparon en sus programas del llamado corralito financiero, a la par que promovieron la idea de que las opciones posibles dentro del sistema político eran abiertamente inefectivas (“que se vayan todos”), con lo cual, fue relegada, ante este reclamo de la clase media, la realidad de un verdadero proceso de expulsión social. En este discurso bivalente, se proclaman los derechos democráticos mientras se descree de la democracia, al negarla como posibilidad de acción efectiva.
Que distinto al puro ideal de la polis, sin el cual la vida no era posible: Sócrates no rechaza su sentencia aunque sea injusta porque es imposible vivir fuera de los valores de la polis, tampoco se vale de medios falaces para enfrentar a sus acusadores. Pero nosotros sí podemos aspirar a valores que no provengan del sistema democrático sino de una representación del orden, decir nosotros y los otros, ver con recelo lo diferente, e identificar caos y pobreza.
De este modo, mientras se constituye una sociedad polarizada y excluyente, son instaladas otras representaciones de lo social, donde estos fenómenos no sólo no son percibidos, sino que además se inscriben dentro de un relato en el cual los intermediarios culturales se encuentran legitimados –a falta de otras herramientas- para referirse a lo social, y acuñar una suerte de discurso de verdad. Lo hacen desde saberes y herramientas heterogéneos, y legitiman sus afirmaciones en algunos casos con estadísticas (el clásico Que es eso llamado ciencia, de Alan Chalmers, evidencia la relatividad de la pura observación, ese espejismo de objetividad, doblemente peligroso porque es planteado en un contexto donde parece irrefutable, y en realidad lo es, pero dentro de otro contexto mayor donde adquiere su real significado), o apelaciones al sentido común.
Los lugares comunes
Ana Wortman plantea (Cap. IV) que existen formas cristalizadas de concebir lo real, y tratar de sostener una identidad, una idea del mundo, un atributo de clase. Elbert se refiere a ello de una manera algo más cruda. Este sistema de representaciones sufrió la erosión de la crisis económica, que marcó el colapso de estas visiones, sustituyéndolas por un horizonte incierto, donde no aparecen referencias claras de valores a los que atenerse.
Los intermediarios culturales, el discurso público, y la necesidad de reorganizar el caos de una sociedad donde, en 2001, se quebró el horizonte del consumo sostenible, la expectativa en lo político, y se hizo sobre presente la violencia urbana (que como señala Elbert, no es mayor que las violencias que no se ven, ni son registradas por los medios), significaron también la crisis de las prenociones que existían sobre el mundo.
Los lugares comunes son proposiciones aceptadas, enunciados, y se vinculan con propuestas, que la mayor parte de las veces implican conformismo, falta de expectativa por el cambio, y necesidad de imponer el orden con reglas claras e imperativas, enunciadas a partir de términos redundantes (topoi, common place, pattern) (Wortman, 2007, pag.164).
De este modo, marcan tanto una relación con lo nuevo, como un valor del otro como portavoz. Wortman trabaja sobre el enunciado “La argentina es un país rico que se empobreció” (pág.165), lo que plantea el problema de determinar qué es ahora, y cómo llegó a ser lo que es, en un presente donde irrumpe la visión de cosas “que antes no se veían”, como los piquetes o los cartoneros, que rompen violentamente con la imagen de un país rico, o implican la falsa idea de que no lo es por la gestión deficiente de los gobernantes.
Pero más allá de los enunciados por los medios, muchas veces en forma entimemática (el argumentador parte de una premisa, no necesariamente verdadera, y apela al público, que asiente una conclusión que el animador no dijo: “si pesificamos los ingresos de los asalariados se devaluan”, pág.112), existen otros think tanks sociales: “no trabajan porque no quieren”, “si les ofrecés trabajo no lo aceptan”, “delinquen porque quieren”, “hay que matarlos a todos”, que conforman un discurso imperativo, de afirmaciones y no de interrogaciones, donde no hay espacio para el otro, y que instalan lo que Wortman llama expectativas al corto plazo. En estos lugares comunes, como en la apelación a la patria, la profunda desinformación y despolitización de una sociedad cuyas representaciones no pueden superar el corto plazo (Wortman, 2007, pág. 170) parece estar la verdadera herencia cultural de la dictadura, esa conformación donde los individuos son islas: ¿que somos hoy más que islas bañadas por un mar de imágenes e información que circula, no permanece y nos arrastra?
Como diría Elbert, este lenguaje está destinado a un espectador incluido, sin un gran margen de elección cultural, y que siente que vive en el riesgo en que lo colocan los otros, los que no merecen vivir (Hacia una nueva política Criminal, pero ¿Cuál?, Encuentro de Profesores de Derecho Penal, Tucumán, 2005).
No es posible pensar la violencia cotidiana sin asumir que vivimos la sociedad del riesgo, una sociedad polarizada, y un horizonte de expulsión social instalado a futuro.
Si lo hacemos, estaremos teniendo una representación del mundo, que será diferente del mundo.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

No hay comentarios:

Publicar un comentario