sábado, 2 de enero de 2010

"Sólo por un meditado y lúcido amor, despertará el dios que duerme en nosotros."

"A la noche los techos fosforecen en los ojos de los gatos. Una puerta abierta los ilumina de manera efímera. En un segundo la puerta se cierra y queda sólo la luz que cae de las estrellas”
(Luís Alberto Ballester, Techos de Buenos Aires, Torres Agüero editor, 1988, pág.12)

Luís Alberto Ballester había nacido en 1929.
Obtuvo importantes distinciones, con su cuento La noche alucinante (1962), y su libro Crónica de la Revelación (1963), ganador del premio Horacio Quiroga, con un jurado compuesto por Jorge Luís Borges, Estela Canto, Manuel Mujica Láinez, Augusto Mario Delfino y José Luís Lanuza; y el premio Latinoamericano de cuentos, organizado por el Estado de Puebla, México, cuyo jurado estaba formado por Juan Rulfo, Juan José Arreola y Edmundo Valadés. Numerosos libros suyos fueron ulteriormente publicados, y reeditados, como: Las oscuras hazañas (1973), El cielo de los solitarios (1980), La quieta Luz del Jardín (1982), Revelación de Buenos Aires (1985) En el Reino (1987), Archipiélago soledad viva (1987)Techos de Buenos Aires (reedición, 1988), Días Naturalmente mágicos (1991), El Paisaje de la Memoria (1992), Brilla la cercana luz (1992), El hueco del azar (1994),. Quizás Techos de Buenos Ares, y Revelación de Buenos Aires, hayan sido sus mejores textos
Durante décadas trabajó en Radio Municipal de Buenos Aires (donde lo conocí), y en aquella señal de LS 1 hacía sus programas Literatura Argentina (con Jeromita Linares, de Carlos Guastavino, por Eduardo Falú y la Camerana Bariloche, como motivo musical), y Literatura fantástica argentina, que difundieron la obra de autores vernáculos. En La Trama del libro, comentaba distintos textos, como Filosofías de la india, y escribió artículos, como el dedicado a la literatura sumeria y la epopeya de Gilgamesh.
A partir de estos programas, desde 1980, pudimos entablar una amistad que duró muchos años. Escritor de una humildad, inteligencia, y erudición poco frecuentes, fue amigo de Antonio Porquia (autor del famoso libro Voces), con quien se aventuraban en el ejercicio del pensar puro, y de Conrado Nalé Roxlo (que le enseñara una vez los originales de El grillo). Nalé Roxlo había sido compañero inseparable de Roberto Arlt en su juventud, y le refería las anécdotas del autor de Los siete locos, uno de los que Ballester más admiró.
Fue un escritor profundamente esteticista, pero más que nada un místico, que buscaba pensar, con lo más lírico de la escritura como herramienta, aquello que es portador de símbolos, e iluminar por la creación, los vínculos del hombre con el todo. Era dueño de un lenguaje oral que muchas veces superó a su escritura. Admirador de Edgar Allan Poe y, de Guillermo Enrique Hudson, se entregó absolutamente a la escritura. También compiló antologías (como Poesía de un tiempo indigente, Plus Ultra, 1981, junto con Rogelio Bazán y Carlos Velazco) siempre con el propósito de rescatar la creación de muchos poetas.
Un Dios que duerme en nosotros
Bajo la ciudad visible, aquella donde imperan la sumisión y las rutinas, hay otra llena de símbolos, que requiere el detenimiento y la observación, pero que brinda, a quien sabe ver, la presencia de otra dimensión de lo real: “La inmovilidad de la piedra ha sido vencida por el hombre al esculpir las cariátides que se enlazan a los techos. Los ojos y las caras están vueltos hacia el cielo, y su color es el de la lluvia o el sol; la luminosidad de las tardes las torna porosas, dibuja cacerías, conos de sombras” (Techos de Buenos Aires, pág.13, Torres Agüero, 1988). Hay una zona del hombre, la más sublime, capaz de redimir a la piedra de su inmovilidad. Al hacerlo cristaliza una cualidad del espíritu que a la vez que tiene los ojos vueltos hacia el cielo, toma el color variable del sol y las lluvias (la piedra traspasada por los elementos). Lo efímero y lo permanente se vinculan igual que las cariátides que se enlazan con los techos. El valor del momento, de los gestos mínimos, reside en que son portadores de una zona de nosotros que hospeda a algo interior que surge y se revela, “el dios que duerme en nosotros” y que emerge por un “meditado y lúcido amor”, escribió.
La ciudad es un lenguaje de metáforas y misterios, a los que nos es permitido acceder parcialmente, y revelar un estado espiritual propio, que adquiere sentido en esa contemplación. El hombre se enlaza con el todo, así como el gesto puede quedar plasmado en la piedra.
De este modo, la arquitectura es un texto que dice a cada momento algo poderoso e intraducible: Las estaciones abandonadas, por ejemplo, que aún contienen la idea de lejanía, las bohardillas, los miradores, ciertas plazas, algunas esquinas, los llamadores y los campanarios, algunas jaulas del zoológico, “cuyos techos, (…son…) esa parte justamente que quiere liberarse y dejar entrar la inmensidad del cielo” (Techos de Buenos Aires, pág. 61).
La ciudad es un escenario y en ella, como mensajeros, vagan los exiliados. Los seres solitarios, aquellos capaces de leer los mensajes de las cosas, vienen de otra patria de la que han sido expulsados, buscan retornar a ella, y se encuentran en lugares como la Avenida 9 de Julio, “esa réplica del Río de la Plata, ancha y casi líquida” (Las oscuras hazañas, pág.8). “Iris, la mensajera de los dioses…así es, dijo…El silencio estaba poblado de signos, de puertas que se entreabrían con sonido de niebla, de una brisa tan brillante como derramada sobre espejos…Me acordé del mensaje de la mujer; vive, sé libre” (ob. cit, pág.10)
Las oscuras hazañas
De este modo, los seres, salvo en los instantes reveladores, en que pueden alcanzar una unión con el todo, o leer sus signos, están obligados a vivir, en la gran ciudad, una existencia extraña, que no les pertenece (“Tal vez el problema residiría en perpetuar esos instantes plenos, hacer que el yo auténtico ocupe el sitio de un yo falsamente ficticio, impuesto por los demás, por el contorno” me escribió en su primera carta), y al hacerlo cumplen una epopeya muda y solitaria, todos los días y todas las noches sobreviven a ese encuentro. Pero algo los redime de esta condición de exilio: los gestos mínimos, testimonios de esa existencia y ese mudo combate, y lo alto: “De golpe, una mujer eleva un brazo y el cielo lo aprieta, tan azul como el dios Rama o Paul Eluard” (Techos de Buenos Aires, pág. 12). No es que el brazo elevado se recorta contra el cielo, sino que el cielo lo atrapa. El gesto del cielo es tan activo como el de alzar el brazo, pero nadie que no tenga al cielo por símbolo, puede contemplar la escena de ese modo y así, el mínimo gesto se inscribe en otro dinamismo invisible, vasto, pero capaz de reparar en un simple brazo para asirlo y sumarlo al todo. Ballester se sumerge en recorridos, cuenta las historias de casas, plazas, estatuas y veletas de Buenos Aires, como la de caballito: “que se erguía en Rivadavia y Emilio Mitre, sobre el techo de una pulpería que hospedaba a los viajeros antes de que penetraran en la pampa; su forma ideal debía ser la de un caballo que en vez de tierra, hendiera el campo de las alturas” (Revelación de Buenos Aires, Torres Agüero editor, 1985, pág.12).
Todo se anima, las ventanas, por ejemplo, contienen gestos de antiguos moradores, y pensamos en alguien que, empujando los postigos día a día, y noche a noche, por la misma altura, dejó grabada la impronta de sus manos en la madera o en su pintura. Sus manos ya no están, pero grabaron aquel gesto cotidiano, mínimo, imperceptible, y a la vez obvio para quien pueda leerlo.
En las alturas es donde el espíritu al fin se expande, buscando “esa maravillosa libertad” (Techos…pág.13).
Soledad, caminatas nocturnas, revelación, misterio, dicha, epifanía, efímero, portavoz, enviado, son algunas de las palabras que enhebran este mundo, por un lado ominoso, y por otro, cargado de mensajes y encantamiento.
De este modo, su escritura es un acto de revelación constante. Es vasta, pero no se agota en ser su propio arte. Así, si bien se constituye como un instrumento único, no es un fin en sí misma, y en este sentido, la propia no tiene una jerarquía mayor que la de otros escritores, en los cuáles es posible encontrar esas revelaciones buscadas. Leer es, de este modo, igual de importante que escribir, o contemplar.
Otro exilio
Luís Alberto Ballester, que debió sobrellevar un hecho trágico que quizás nunca haya podido superar, aunque muy conciente de su valor como escritor, siempre rechazó el hacer de la literatura una “carrera”. Rehuyó el mundillo literario, los cenáculos, la búsqueda de notoriedad, y todo cuanto juzgó superficial, pero siempre se prodigó a sus amigos. Ese mundillo, ávidamente transitado por quienes terminan institucionalizando a la mediocridad y marginando a la verdadera literatura no podía ser nunca su meta.
Luego de que me enviara El hueco del azar, su último libro (la novela La infancia del héroe, aceptada por una agencia literaria europea, no llegó a ser publicada), y de vernos en Miramar, donde solía veranear con sus hijas, no tuve más noticias de él, y fueron inútiles los intentos de obtener alguna; ignore la posibilidad de la muerte todo lo que pude, hasta que supe de ella por Antonio Requeni, gran poeta, periodista del diario La Prensa, y miembro de la Academia Argentina de Letras. No hubo avisos ni mención alguna, señaló.
El escritor que recorrió Buenos Aires en busca de sus sitios enigmáticos, no mereció una línea, y eso también, como su literatura, es un símbolo.
“El injusto país del olvido”, como dice Antonio Requeni, sin saberlo, se empobrece por el solo hecho de olvidar, y por el de reverenciar lo que es olvidable.
La lectura del mundo como un vasto jeroglífico, es acaso una de las mejores lecturas posibles, aunque se encuentre reñida con un mundo tan veloz y superficial, tan frío e indiferente, y al mismo tiempo capaz de contener aquellas otras claves que los exiliados nunca debemos dejar de reconocer.
Nuestra vida es acaso como la de los techos, abiertos a lo alto, sujetos a las inclemencias, vinculados al suelo, y que en la noche, bajo la luz de las estrellas, brillan por un momento, en una fracción cuando se abre una puerta, para ser absorbidos por la oscuridad cuando la puerta (la vida, nuestro ciclo, esa quieta luz que nos visita un instante) se cierra. En lo ínfimo, en el breve momento, se revela una presencia, y sabemos que siempre estará allí, como los libros dedicados y atesorados que terminan por ser, con los recuerdos entrañables, lo que queda de una profunda amistad.
Como uno de los epígrafes de La quieta luz del jardín podemos leer:
“El hombre sólo vive un día. ¿Qué es el hombre, que no es? El hombre no es más que la sombra de un sueño. Pero cuando Zeus le concede la gloria sagrada, una brillante luz, un rayo de alegría ilumina su vida” (Pítica octava, Píndaro)
La conciencia del escritor es a la vez una revelación, la de que vive para captar el fugaz momento en el que la brillante luz nos alumbra, y da sentido a nuestra vida y a nuestra escritura, que son lo mismo.
La luz brillará, efímera pero incesante, en lo que hemos dejado, y lo hará por la entrega con que hayamos arrancado nuestras palabras al silencio.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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