viernes, 27 de junio de 2014

Michael Foucault


Nacido en Poitiers el 15 de octubre de 1926 y fallecido en París el 25 de junio de 1984, Michael Foucault fue uno de los intelectuales más agudos y originales del siglo XX.
            Graduado como psicólogo y filósofo, fue docente de la Universidad de Clermont- Ferrand y del College de France. Su pensamiento, junto con Pierre Bourdieu; Gilles Deleuze; Ewin Goffman o Howard Becker, forma parte de una corriente crítica de las ciencias sociales y de sus postulados. Historia de la locura (1961);  Las palabras y las cosas (1966); Arqueología del saber (1969); Vigilar y Castigar (1975); Microfísica del poder (1977), así como los volúmenes que recopilan sus conferencias, son hitos de un pensamiento envolvente, luego de cuyo contacto no es posible concebir el dominio de la ciencia social ni a la cultura del mismo modo.
            Genealogía del saber   
En 1959 la obra de Goffman Internados, ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales focaliza en el examen de la vida cotidiana de las instituciones totales antes que en los grandes conceptos de la psiquiatría; en esa época, el historiador francés Phillippe Aries publica El niño y la vida familiar en el antiguo régimen que postula que el concepto de infancia es una construcción socio histórica, no una realidad en sí misma: de este modo, es problematizado aquello de lo cual no se dudaba antes: Bourdieu cuestiona fuertemente el concepto de objetividad (El sentido práctico) y Foucault establece el que habría de ser su método: la genealogía, la arqueología, el pensar a los fenómenos no desde cómo aparecen dados sino remontarse desde el presente a los factores que los originan y desarrollan.
Extensa y vuelta a distintas preocupaciones a lo largo del tiempo, su obra aborda distintas cuestiones en el marco de un pensamiento que las problematiza. Las razones de la existencia de las instituciones no están en sus propósitos declarados sino en los documentos que testimonian su vida cotidiana. Es buceando en esos registros como deben ser pensadas: La Cárcel; la Policía; el Hospital, conceptos que parecen eternos, son creaciones determinadas por ciertos procesos vinculados, como en el segundo caso, al desarrollo del capitalismo, cuando fue preciso crear una fuerza de vigilancia para el cuidado de las mercancías en los puertos ante el creciente desarrollo capitalista.
El poder
Uno de sus análisis más vigentes y apasionantes es el del poder. Lo aborda desde distintos ángulos, a lo largo de la historia y en relación al saber.
Toma por ejemplo, las Lettres du cachet, instrumentos de la monarquía absoluta francesa utilizados para encerrar a personas por tiempo indeterminado. Estaban firmadas por el Rey, que casi nunca se interiorizaba de lo concerniente a aquellos cuyo confinamiento disponía, lo hacían por él aquellos sujetos influyentes a quienes los interesados acudían, y nunca era evaluado el “progreso” ulterior del sujeto sometido a castigo: así, el poder absoluto era también un poder discrecional, informal, discontinuo, accidentado, fluctuante.
Pensemos en la práctica del derecho, por ejemplo, que se supone sometida a las normas, las reglas y a la igualdad, pero que siempre aparece, precisamente, como algo discrecional, informal, discontinuo, fluctuante y, agregaríamos, influenciable.
El iluminismo postula un poder central administrado, ejercido, bajo la forma de prohibiciones, de controles, de reparto de derechos y obligaciones. Sin embargo el poder, postula Foucault, no se forma en la negación sino en la afirmación y no es sólo descendente (de abajo hacia arriba) sino que circula, construye personas, produce verdad.
El poder así, es dominación.
El día a día en las instituciones
Unamos esto por ejemplo a Goffman, o ejemplifiquemos con una película como Atrapado sin salida (Milos Forrman, 1975, sobre el libro Alguien voló sobre el nido del Cucú, de Ken Kassey): el poder institucional constituye a las personas internadas en entidades médicas y así las trata: las controla, las reprime, y, llegado el momento, las aniquila. Pero hay un mundo posible de vínculos entre ellas y de eso se trata la película (y la novela).
Las instituciones en las que vivimos también crean subjetividad: construyen al influyente, al favorito; al importante; al marginal. Esas identidades resultan no de una constitución o de una naturaleza inherente a las personas sino de cómo son vistas en una estructura de poder que circula y las nombra o inviste de atributos (la positividad de un poder que no se define y ejerce sólo en la prohibición sino que construye sujetos a los que nombra de una manera determinada), y eso lo hace como si se tratase de un proceso natural, como si obedeciera a un modo inexorable y no condicionado por aquel a quien inviste de esas características, sino como si fuese propio de esa persona, de su “naturaleza”. El mecanismo de dominación hará que la disidencia sea castigada, que quien no obedece al sentido dominante sea escarnecido. Como postula Goffman, se trata de procesos  no visibles desde adentro de las instituciones.
Son extensos los desarrollos de estas manifestaciones del poder, por ejemplo en la escuela, en la fábrica. No obstante, estas acciones de disciplinamiento parecen cambiar en la posmodernidad, donde se asiste a una crisis del poder instituyente: la escuela, máxime en tiempos de crisis, no necesariamente forma en la disciplina ni la transmite en una sociedad cada vez más violenta, con normas cada vez más débiles.
 De este modo, mientras el iluminismo postula que el derecho es un instrumento de reparto igualitario, que la razón es lo que lo garantiza sin importar que el sujeto sea poderoso o no, y que en los tribunales todos son tratados iguales, y los tribunales enarbolan estas banderas, tenemos que el derecho es un instrumento de dominación donde se tiene a las palabras del dispositivo legal como si fuesen verdad. Una verdad que produce determinados efectos.
El poder es estratégico, sostiene Foucault, establece, favorece, prohíbe puede asignar un valor a las personas o quitárselo según convenga a las operaciones de aquellos que pueden imprimirle un sentido,  y no sólo lograr que nadie cuestione esas operaciones sino que sean vividas como un atributo natural.
De este modo, el poder no es frontal, no es descendente, no es explícito ni manifiesto: es una red invisible de sentido que constituye y asegura la dominación, que hace que derechos, razón y legitimidad, no tengan ninguna importancia. El poder, así, es reticular; microfísico; capilar y se manifiesta en cosas mínimas, como cuando alguien baja la voz por temor a que alguien lo escuche y ese secreto llegue a oídos de otro alguien, a veces no se sabe de quién.
La jaula de hierro
El universo de Foucault es absolutamente único: une el rigor, la agudeza, la originalidad a la libertad. Es como si el discurso del ensayo se adueñara del académico y se internara en algo siempre nuevo que termina por impregnarlo todo, proponiendo una interpretación última que sólo el lector puede darle y que se hace más y más rica en cada lectura. Es, desde este punto de vista, subyugante, incitante: nos hace verlo todo de otra manera. 
Desde otro punto de vista asume a la conformación social como un resultado, algo siempre condicionado por factores que no es posible modificar desde el ser individual, y que este ser individual no parece contar demasiado como elemento de esta concepción.
Como afirmó Viktor Frankl, de un modo o de otro somos dueños de situarnos, a nivel individual, de una manera o de otra ante lo que nos toca vivir.
Quizás sea esta dimensión individual la que debamos rescatar ante una obra tan poderosa: la oportunidad de decirnos a nosotros mismos que somos una decisión y no el simple resultado de las fuerzas que actúan sobre nosotros, y sentir que podemos sobrevivir y ser nosotros mismos aun dentro de la jaula de hierro de la visión foucaultiana.














Eduardo Balestena

ebalestena@yahoo.com.ar

domingo, 15 de junio de 2014

A cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial


El 28 de julio de 1914 Austria declaró la guerra a Serbia, iniciando el primer gran conflicto masivo y tecnológico que incidió en el curso de la historia de la humanidad y alteró el mapa mundial.

Vamos a evocarlo desde el que fue uno de sus documentos más genuinos y representativos: la novela Sin novedad en el frente (1929) de Erich Maria Remarque (1898-1970).

Una cronología fatal

El 21 de mayo de 2013 el historiador Dominique Venner se suicidó en el altar principal de Notre Dame. Lo hizo como protesta ante “los peligros que se alzan para mi patria francesa y europea”. Era un activista y pensador nacionalista de derecha, con una vasta producción entre la que se encuentra el brillante trabajo Nueve asesinatos claves: terror y crímenes políticos en el siglo XX (Atlántida, 1988). Ensaya allí una visión de la historia como resultante de factores azarosos. Dedica su primer capítulo al asesinato de Piotr Stolypin, ministro del zar Nicolás II y el segundo al atentado contra el Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austrohúngaro, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, ambos muy conectados: de haber vivido Stolypin, de extracción moderada, hubiese incidido en tratar de evitar la movilización de Rusia que terminó por forzar a Austria a declarar la guerra a Serbia, aliada de Rusia, país que intentaba avanzar sobre el poderío del imperio austrohúngaro y llevar a cabo una política expansionista.

Son nacionalistas Serbios (Serbia, como Rusia, es un escenario muy complejo y convulsionado en ese momento) quienes asesinan al archiduque y a su esposa Sofía en un golpe en cuyas alternativas interviene en gran medida el azar. El 7 de julio Rusia, aliada de Serbia, lleva a cabo la primera movilización de tropas. Poincaré, presidente de Francia, en una actitud ambigua, alienta las intenciones belicistas de Rusia. El 23 de julio Austria dirige un ultimátum a Serbia, cuyos términos en principio serían aceptados, hasta que Rusia alienta a Serbia a endurecer su posición y el 30 de julio ordena una movilización general, cuya respuesta forzosa es la movilización de tropas austríacas. Los hechos se encadenan en un juego de malentendidos que hacen fracasar a todas las iniciativas moderadas, hasta que el 28 de julio Austria declara la guerra a Serbia. Inglaterra, a su vez, hace lo propio el 4 de agosto con Alemania, aliada de Austria, al ver amenazada a Bélgica.

La lógica de las alianzas, los intereses expansionistas, y las razones tácticas primó sobre las posibilidades de lograr la paz, y lo hizo sin medir las consecuencias que podía llegar a desencadenar un conflicto de semejante magnitud: “En todas las capitales, en los momentos de los Concejos decisivos, los hombres políticos, generalmente mediocres, cedieron ante los técnicos especialistas”, dice Venner (pág. 53). Así, la Primera Guerra Mundial fue el primer gran conflicto tecnológico donde las razones del mismo aparato bélico primaron sobre el interés humano y la paz.

“Una generación destruida por la guerra”

“Este libro no pretende ser ni una acusación ni una confesión. Sólo intenta informar sobre una generación destruida por la guerra. Totalmente destruida, aunque se salvase de las granadas”, postula Remarque en el epígrafe de la obra.

Lo primero que surge de confrontar un texto y otro -el de Venner y el de Remarque- es el del divorcio absoluto entre dos planos: el de los hechos históricos y las decisiones y la experiencia real, objetiva y subjetiva: el narrador personaje es un soldado. Junto con sus compañeros de curso se ha alistado bajo la influencia del profesor Kantorek y un fervor belicista para el cual quien no se alistara era visto como un cobarde, y como tal, blanco de la repulsa del profesor.

Pero ese discurso, el de los valores inculcados, sólo resiste hasta la primera explosión, el primer ataque o la primera visión de un cadáver: circunstancias que revelan que esos valores en realidad eran falsos y se resquebrajan ante uno: la camaradería, la amistad. La novela es una suerte de crónica de esa amistad y poco a poco se va destruyendo, con cada baja, hasta que no queda nada por vivir: el mundo conocido no existe; tampoco el futuro.

La narración se articula en dos grandes ejes: el objetivismo descarnado y el lirismo. Por momentos es un retrato, por momentos son sensaciones auditivas, olfativas: “Nuevos silbidos. Rápidamente me encojo; escudriño con las manos donde resguardarme, toco algo a mi izquierda. Me aprieto contra esto que cede. Gimo; se abre la tierra; truena en mis oídos el aire en presión; me arrastro bajo esto que cede, lo pongo sobre mí…Es madera, es tela; me tapa, sirve para taparme; me resguarda pobremente para los cascos de metralla que vuelan hacia abajo. Abro los ojos. Mis dedos agarran una manga, un brazo…Mi mano sigue palpando astillas de madera. Me doy cuenta ahora de que estamos en el cementerio” (Sin novedad en el frente, Edit, Dédalo. Buenos Aires, 1965, pág. 50). El fuego de artillería abierto sobre un cementerio significa “una segunda muerte” para quienes, enterrados allí, sirven de protección a los vivos.

En otros es poesía pura: “Para nadie es la tierra tanto como para el soldado. Si el soldado se abraza a ella largo tiempo, fuertemente; si hinca en la tierra hondamente su cara, sus miembros, transido del pánico que inspira el fuego, entonces la tierra es su único amigo, es su hermano, es su madre. El soldado encierra sus gritos y su miedo en el corazón de aquel silencio, en aquel recinto acogedor. La tierra abraza al soldado y lo devuelve luego para que viva y avance otros diez segundos. Y vuelve a recogerlo, a veces para siempre” (pág. 42).

Las referencias de tiempo y lugar son secundarias: inferimos que el narrador se encuentra en Francia; el tiempo también aparece desde lo subjetivo antes que desde la clara referencia de fechas: nada de eso importa demasiado: “todas las guerras son la guerra, a secas” (señala Marco Denevi enVariación del perro).

La experiencia del extrañamiento

“Ya no somos juventud…De nuestra vida. Teníamos dieciocho años, empezábamos a amar el mundo, la vida…y la primera granada que explotó dio en medio de nuestro corazón. Estamos al margen de toda actividad, de toda aspiración, del progreso. No, ya no creemos en eso. Sólo creemos en la guerra” (pág. 63). No hay nada para quienes aún no comenzaron a vivir y ya han experimentado un horror del cual es imposible volver, uno que reduce toda dimensión humana al puro instinto. Lo mismo sucede durante un permiso en el cual vuelve a su casa. No puede compartir ese horror porque es indecible y todo ese mundo le resulta ajeno: “Respiro con calma y me digo ´estás en tu casa, estás en tu casa´. Pero no puedo alejar de mí cierta inquietud. Aún no puedo acomodarme a todo” (pág.109).

“No habla de su madre, de sus hermanos; nada dice, seguramente ya dejó todo eso tras sí. Ahora está solo, con su vida pequeñita de diecinueve años, llorando porque tiene que dejarla” (pág.27): la extensa secuencia de la muerte de Kemmerich, un compañero de curso, frágil y esmirriado, es un símbolo en sí misma de la despiadada sinrazón de la guerra.

Apenas publicada en 1929 la novela prevaleció por su enorme fuerza, por su sensibilidad, por su lucidez descarnada y más tarde le valdría el exilio a Erich María Remarque, escritor refinado, poeta, ex soldado, y sería quemada en el holocausto de libros del nazismo, ese que hoy recuerda un monumento sencillo y subterráneo frente a la biblioteca de Berlín.

Es la totalidad y la intimidad de la guerra: la totalidad porque expresa su sinsentido, el mismo que con otras palabras plantea Venner ; sus sensaciones y esas muertes pequeñas, inútiles, insignificantes para la maquinaria insaciable; y también íntima por esos momentos sustraídos al horror: el asar un ganso en un cobertizo, el procurarse algo para después compartirlo, el apoyarse en alguien cuya presencia siempre será momentánea.

El postulado de Remarque logró constituir un enorme documento, genuino, incontrovertible, humilde y a la vez ambicioso en su intención de dejar constancia de esa guerra ciega, mecánica y devastadora que le tocó vivir.