martes, 22 de marzo de 2011

Fabian Iriarte y su texto sobre Ocurre al otro lado de la noche

Presentación de la novela Ocurre al otro lado de la noche (Buenos Aires: Corregidor, 2010) de Eduardo Balestena.

Esta es la segunda edición (en otro sello editorial) de una novela publicada hace ya más de dos décadas, en 1987. El asunto central es el triángulo amoroso –no tradicional, como sucede en el ciclo de sonetos de Shakespeare-- establecido entre tres figuras llamadas por el narrador Él, Ella y Michael. Lo que el texto tenía de “irritante” para los lectores “burgueses” en esos años quizás hoy ya no lo es—o más bien, tenemos la esperanza de que ya no lo sea en la misma medida. Mucho ha sucedido en Argentina desde entonces (felizmente, pues han pasado veintitrés años) en materia de avances legales y sociales así como en la mayor visibilidad y la integración de la homosexualidad y otras identidades de género: el “código secreto” (p. 18 y passim) con que se comunican y reconocen los dos amigos que pasean por la calle es ahora vox populi. Creo que, a pesar de la nostalgia que sienten algunos por esos tiempos en que la homosexualidad era vivida como una aventura secreta y excitante por lo peligrosa, se encuentra mejor en una comunidad más inteligente, menos ignorante y menos discriminadora.
En una nota prefatoria, el autor declara que, al escribir esta novela, tenía en claro que deseaba escribir algo “no por la historia sino como pura experiencia del lenguaje” (p. 10). Prueba de que entendió bien la función del texto: pasados los años, y acompañados de los cambios sociales, si hay algo que sostiene la novela no es la “anécdota” del triángulo que combina el amor heterosexual con el amor homosexual, sino la atención minuciosa a la estructura verbal, al entramado lingüístico del texto.
En consecuencia, la parte estrictamente novelística (en el sentido de la trama argumental) se halla casi totalmente disuelta. Hay muy pocas acciones que llevan el relato hacia adelante. Más bien, se trata para el narrador de volver con insistencia a escenas y momentos fundamentales que condensan los temas, motivos o imágenes esenciales para el trío de personajes: la mañana en que Él despierta al lado de Michael y prepara mate, el día en que decidió responder el aviso de las revistas, entre otros. Con esta insistencia narrativa, las escenas, objetos e imágenes son analizados desde perspectivas diferentes y evaluados según criterios diferentes, ya sea por dos personajes cada vez o incluso por el mismo personaje en distintos momentos de la narración. Un método recurrente del narrador es la comparación de situaciones similares entre Él y Ella y entre Él y Michael.
Por lo observado anteriormente, resulta más interesante (en lugar de analizar el argumento y sus peripecias) examinar qué recursos retóricos usó el autor para darle al lenguaje un lugar preeminente. Sin pretender agotar la enumeración de funciones que cumple, propongo a continuación detenernos en algunas formas en que la estructura verbal llama la atención sobre sí misma, sea por medio de las distintas maneras que el grupo de Formalistas Rusos llamó “extrañamiento”, sea por medio de un uso intensificado de ese rasgo inherente al discurso que Julia Kristeva llamó “intertextualidad”.
Respecto de la intertextualidad, el caso más evidente del juego o diálogo entre éste y textos previos es el de los epígrafes, dos en el umbral de la novela misma y uno al frente de cada uno de los tres capítulos. En el primer caso, la cita de Céline se revela como la fuente, modificada, del título de la novela: en vez de la “vida” en su totalidad, Balestena ha preferido concentrarse en una sinécdoque: la parte de la vida que es la “noche”, porque “lo más interesante pasa siempre en la sombra”. La cita de Flaubert, por su parte, es una advertencia al lector sobre la experiencia de la lectura que está a punto de tener y aviso de sus consecuencias. Muestra la actitud desafiante del novelista (“seamos feroces”) y su objetivo: épater le bourgeois. La heterogeneidad de las fuentes de las citas (Dostoievsky y Mishima para Él; el filósofo M. F. Sciacca para Ella; Mika Waltari para Michael) para cada sección que representa a cada personaje también es significativa: a pesar de su relación triangular, cada uno habita su propio mundo, con sus propias reglas y códigos.
La narración de cada sección no es efectuada exclusivamente por el personaje a que corresponde el pronombre al frente de cada sección o capítulo. Las voces se cruzan constantemente. No se interrumpen, pero forman una cadena lingüística que hay que seguir con atención para darse cuenta de las transiciones en las que una voz (o el decurso del pensamiento de un personaje) da paso a otra.
Las metáforas y comparaciones abundan, en una enramada de imágenes que aparecen y desaparecen, como en una fuga o una sinfonía: la vida como un juego de cartas (p. 14 y passim), la vida como serie de cuotas (p. 13), la vida como rompecabezas (p. 17). La expresión que he notado como la más frecuente en mi lectura de esta novela es “como si”: una filosofía de “Als Ob” atraviesa la experiencia de la “vida” de estos personajes, pero también la del narrador. No basta con la relación seca de los acontecimientos: todo tiene su imagen contraparte, su elemento de comparación. Como si la vida, tal cual se la experimenta, no bastara. Se busca siempre ese “otro lado” para verla y, quizás hasta para “re-vivirla”.
A pesar de que el narrador se esfuerza por presentar la historia con todos los recursos tradicionales del “realismo” (por ejemplo, reconocemos perfectamente la ciudad de Mar del Plata), su ausencia de ubicación temporal definida y, sobre todo, la falta de nombres personales de los protagonistas le da cierto aire a fábula. Es el primero, y quizás determinante, de los métodos de extrañamiento que encontramos. El reemplazo de los nombres por los dos pronombres personales, masculino y femenino, nacido acaso como una señal para indicar la naturaleza “privada” de esta historia (como señalando que lo que importa es la fábula, no la curiosidad por saber a quién le sucedió, porque esto es literatura, no información literal), establece una distancia que “extraña” a los dos personajes que conforman la pareja heterosexual. Están a medio camino entre el personaje literario específico e irrepetible y la alegoría de la típica pareja heterosexual. Las descripciones y narraciones del casamiento son ejemplos del estatuto inestable de estos dos personajes. ¿Quién el Él? ¿Quién es Ella? Por otra parte, la especificidad de detalles en otras zonas de la novela los hace diferentes, únicos, y por lo tanto única también se vuelve su experiencia.
Esta inestabilidad se abre por completo en el pasaje de extrañamiento más intenso de la novela: cuando el narrador (máscara del autor empírico) detiene la narración y confiesa su perplejidad ante las tareas de continuar desarrollando la historia y manejar el destino inmediato de sus personajes (pp. 73-75): “Yo también soy prisionero de la realidad de ellos, casi como ellos que son los personajes. Su felicidad ahora depende de mí”. Una cita de Arlt, que el narrador hace suya, confirma esta perplejidad, que el lector—por carácter transitivo—finalmente también siente como propia. Este pasaje recuerda uno similar de la novela The French Lieutenant’s Woman, de John Fowles, ejemplo supremo de la ficción postmodernista: el capítulo 13, en que el narrador se pregunta por la identidad y la consistencia de su personaje protagónico femenino, Sarah Woodruff, y por la función que él mismo cumple en la construcción de relatos y el manejo de personajes. La duda ontológica, radical, se ha vuelto carne en el escritor contemporáneo.
La respuesta a esta duda—pero se trata de una respuesta que plantea paradójicamente más perplejidad y más preguntas, si no más confusión— parece estar en la parte última de la primera sección, “Él”. Allí el narrador abandona hasta cierto punto la narración en sí (más bien, vuelve a contar escenas ya contadas, pero desde otras perspectivas) para interpolar una descripción de varias composiciones musicales—aludidas previamente en el decurso del texto—como si su estructura aportara claves para el desciframiento del significado de la historia. De este modo, la sonata Los Adioses de Beethoven se vuelve clave del motivo del “mundo del espíritu” que tanto preocupa a Él; y los cinco movimientos de la Sinfonía Fantástica de Berlioz se vuelve clave de la estructura sinfónica de la novela que estamos leyendo, con sus “ideas fijas” (sus motivos repetidos, sus imágenes, como la revista gay comprada en secreto en el kiosko, las cartas, la traición, el cuerpo), su estructura tripartita como la de la novela, las melodías iniciales que retornan al final, el juego de elementos tímbricos y sonoros como los de las tres voces que escuchamos, las variaciones y la sensación de caos, entre otros. El lector atento recordará que el objetivo declarado de Balestena es precisamente explorar (y a la vez hacer explotar) los recursos del lenguaje. Este contrapunto entre música y estructura narrativa deja a las claras que esto es lo central del libro, más allá de la anécdota.
Si Oscar Hermes Villordo, uno de los jueces del jurado que otorgó a esta novela el primer premio en el Concurso Del Castillo Editores en 1987), advertía cierta marca proustiana en el texto, quizás estaba pensando en algunos momentos de “extrañamiento” exacerbado en el texto: por ejemplo, cuando la fiesta de casamiento se transforma en una especie de carnaval (como en la novela-río de Proust lo es la famosa escena de la Ópera convertida en un rincón de las profundidades del mar) o en la escena onírica e irónica de la marcha al suplicio. Pero es en la obsesión por la recuperación de la memoria del pasado, que atraviesa el texto de comienzo a final, donde encontramos la huella de esa preocupación que sigue viva en el novelista contemporáneo: la relación entre el tiempo y la memoria, y los modos posibles (los modos tanto previstos como los imprevistos por el lenguaje) para reconstruir esa relación o, por lo menos, intentar dar cuenta de ella en una estructura verbal que resulte tan precisa y translúcida como también apretada y misteriosa.

Fabián O. Iriarte


viernes, 18 de marzo de 2011

Arqueología de un texto



Al volver al texto de Ocurre al otro lado de la noche pensé en la relatividad del concepto de “madurez escritural”, o en sus alcances. Puede que la escritura haya madurado como significado, interiormente, y surja ya madura pero con intuiciones vinculadas a ese modo de sentir primordial frente a un texto. Con el tiempo, se agrega oficio a partir de hábitos y una necesidad de producción, a la vez que se mantienen los estímulos originarios que hicieron que la escritura surgiera como proceso. Otra cosa que pensé es que hay dos clases de novelas: las que un escritor elige escribir y las que se le imponen. Dicho así surge la propia relatividad de la categorización, ya que hay obras inclasificables desde ese criterio (como Pedro Páramo, de Juan Rulfo). No obstante, en otros casos es muy válida: Por ejemplo, seguramente Marco Denevi eligió escribir Ceremonia Secreta o los cuentos de Hierba del cielo, o Variación del perro del modo en que lo hizo. Este último lo escribió por encargo de Alberto Manguel, en un día: ¿hay diferencia entre una obra hecha por encargo y otra profundamente meditada? ¿El espacio de libertad está en el origen de la escritura o es la propia escritura? Tampoco tengo dudas de que novelas como Memorias de Adriano, Viaje al fin de la noche o El juguete rabioso, se impusieron a Marguerite Yourcenar, Lois Ferdinand Cèline o Roberto Arlt y las escribieron a pesar de ellos y con lo mejor de ellos. Esas novelas se abrieron paso a través de sus vidas para instalarse en ellas. Quizás así se pueda explicar como alguien como Cèline, un antisemita, colaboracionista de los nazis, hubiera podido escribir una novela como Viaje al fin de la noche. Fue de esta obra de donde tomé el título, del epígrafe que dice “Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario, de ahí su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginación. Se trata de una novela, nada más que una historia ficticia. Littré, que nunca se engaña, lo dice. Y además todos pueden hacer lo mismo. Basta con cerrar los ojos. Ocurre al otro lado de la vida” Es curioso que hable de un viaje enteramente imaginario cuando escribe una novela autobiográfica, y lo que ocurre al otro lado de la vida sucede o en la muerte o en algo que está más allá de la vida conocida, algo que nos diga que la vida puede ser peor de lo que conocemos. Lo que Ocurre al otro lado de la noche es algo que sucede en el día o bien, en una noche más profunda. A diferencia de las otras dos, es una novela que elegí escribir de este modo: con tres capítulos a los que corresponderían tres técnicas narrativas diferentes: el discurso indirecto libre, un personaje en primera persona y un narrador por detrás.

I. Para hacer la arqueología del texto debería remontarme a una tarde de 1983 en que el escritor y crítico Helén Ferro entrevistaba a Oscar Hermes Villordo, de quien acababa de ser publicada la novela La brasa en la mano Era la época de la dictadura. Villordo dijo entonces que la obra trataba de “las amistades apasionadas”. Cuando la leí descubrí dos cosas: Que era de la mejor prosa que había leído, y que “las amistades apasionadas” eran en realidad el mundillo gay de un Buenos Aires intemporal. Era algo nuevo: la mejor prosa al servicio de un tema prohibido y los dos términos parecían potenciarse mutuamente. No hay temas ocultos o menores para una buena prosa. No hay nada que ella no pueda narrar sin dejar de ser la mejor prosa. El serlo es lo que ilumina al asunto narrado y lo hace ser digno de la literatura. Los asuntos novelísticos presentan un desgaste. El concepto de buena prosa no implica una ruptura. La ruptura está en la función de la buena prosa, desplazada de lo no tradicional, que busca algo más para narrar. El efecto será mayor con algo “prohibido”. Había hecho dos años de taller literario con Federico Peltzer y desde entonces me pareció central el concepto de una buena prosa. Sin una buena prosa no hay nada y una buena prosa puede dar cuenta de todo. Obras como Redención de la mujer caníbal, o Hierba del cielo, de Denevi, son ejemplos de eso: la palabra vale por sí misma, puede abrir mundos. La palabra es en si misma una experiencia, una de las más poderosas de la literatura y cuando el lenguaje debe ser objeto de un trabajo, es para deconstruir es buena prosa y convertirla en otros discursos.

II. Otro de los textos fundantes fue La motocicleta (1962) de Henry Pieyre de Mandiargues (1909-1992), prototipo de la novela lírica. Narra el viaje entre Haguenau y Heidelberg de Rèbbeca Nul, quien va al encentro de su amante, Daniel Lionhart, en su motocicleta Harley Davidson. Ese viaje es una recapitulación sobre todos los viajes y la historia involucrada en ellos. El presente del movimiento se funde en el recuerdo como el sueño en la vigilia y la metáfora trabaja permanentemente en ese itinerario. No es una novela de personajes. Ellos son una fuerza que necesita la narración, un pretexto para la metáfora: “…había abierto de par en par el gas en cuanto hubo vuelto la esquina del pilar blanco en que se apoyaba la valla. Había retumbado el trueno de costumbre, y se encontró proyectada hacia delante sobre el asfalto sombreado por los pinos. Con un pequeño movimiento del pie, mientras con la mano reducía…la admisión y luego la volvía a abrir del todo, puso la segunda, e instantáneamente (parecía) la aguja del contador había rebasado la cifra 80. Entonces la motorista había puesto la tercera, y luego había cortado el gas, porque a más de ciento diez kilómetros por hora estaba llegando a las primeras casas de Haguenau. A menos que se hubiera tapado las orejas con cera, Raymond tenía que haber oído algo, se había dicho al alejarse del pabellón, mientras a su espalda los pinos superpuestos por la velocidad se acercaban en el espejo retrovisor como los muros de agua del mar Rojo tras el pueblo de Israel. Habiéndose desembarazado del imaginario faraón que, si hubiera querido perseguirla, habría sido tragado por la oscura ola” (Biblioteca breve de Bolsillo, Alianza Eitorial, 1963, pág. 17) La difusa idea de Raymond se equipara al imaginario faraón que de tratar de perseguirla se toparía con el mar de pinos cerrándole el paso. Sólo que la imagen de los pinos como un mar que se cierra viene de la pura velocidad y la de Raymond de la quietud. “Entonces pensó que estaba soñando, dentro de su sueño, y olvidándose de que no podía moverse se volvió hacia la pared. Al principio se maravilló de haber recobrado el dominio de su cuerpo, pero se encontraba entre las sábanas, bajo un pesado edredón y no sobre el felpudo sofá de la librería…¿Estaba soñando? Se dijo que había soñado, pero que ya no soñaba. ¿Y cuándo había dejado de soñar? (pág. 80)


Así también: “…tiene un aroma lejano a perfume y otro, más próximo, a sudor, pero es un sudor destilado suavemente, de a poco y que se mezcla con ese sedimento de olores que va dejando el día a lo largo de las horas en una piel que así, parece un jeroglífico, como uno de esos palimpsestos borrados y escritos de nuevo; el mensaje es intraducible y aun así se lo traduce, es un acertijo y no sabemos qué significa, por eso el cuerpo es un símbolo que nunca se agota, ni aun después de destruido…duerme ahora, respira un aire denso y arterial que, como las calles de la noche, se hunde en la penumbra y me acerco…” (Ocurre al otro lado de la noche, “Ella”, pág. 98, Corregidor, Bs.As., 2010) Se entra y se sale del sueño y en la vigilia se recupera algo que está en ese sueño, inaccesible. En ese último viaje ha habido símbolos de muerte: un auto cuya cola tiene forma de ataúd, una fantasmal estación de servicio; luego aparece un camión de cerveza con una esfinge de Baco y esa aparición se reitera hasta la escena final en la cual Rèbecca, que intenta eludir al camión que ha cambiado de carril, se desliza en una mancha de aceite: “El muro verde parece precipitarse a casi ciento treinta kilómetros por hora, y el Baco coronado de espinas llena por completo el campo visual de Rèbecca. ‘El universo es dionisiaco, piensa con profunda persuasión, mientras miles de puñales se precipitan sobre ella y le parece que sólo le producen una única herida, por la que su amante se expande en ella. Un rostro desmesuradamente sonriente va a engullirla (y la contempla con infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites), un rostro humano o sobrehumano, el último y tal vez el auténtico rostro del universo” (pág. 187) El rostro final es el único y verdadero rostro del universo, condensa y cierra una historia. Aquello que es llevado al infinito se convierte en su opuesto: “infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites”.

Del mismo modo: “Han de ser las dos de la tarde…El timbre no vuelve a sonar. Michel levanta las persianas. La luz lo enceguece un momento, como si la vida que había quedado sin transcurso se hubiera amontonado ante su ventana para caer de golpe…pero es temprano. Para lo que sea es temprano. Es temprano para todo. Abre la ventana de par en par y ruidos profanos invaden su santuario. Es temprano…pero hay que apurarse igual porque la vida consiste precisamente en eso, en una emboscada en que de pronto es temprano y cuando uno se detiene a descansar, cuando uno simplemente se descuida, ya es demasiado tarde…” (Ocurre…”Michael”, pág. 123) La marca es, al principio, meramente temporal: las dos de la tarde. A partir de ahí comienza una variación sobre el primer tema (es temprano), primero por lo temprano de la hora, luego por lo temprano en todo, pues aún se pueden hacer muchas cosas, hasta que “hay que apurarse” introduce el segundo tema: que en cualquier momento puede ser demasiado tarde. Es un modo de asumir ese sentido de los opuestos. Personajes sin nombre, uno, con un nombre que no lo es, que es un apelativo y de ese personaje, del cual se puede atisbar una designación a la manera de nombre, es mostrado por un narrador que no lo descifra.

III. Son los capítulos de Ella y de Michael los más poeticos. La función de lo poético en la prosa recorre toda la obra de Luís Alberto Ballester, un escritor que había nacido en 1929, a quien conocimos por sus programas en Radio Municipal. “Aletea la ropa solitaria con el viento/es el paraíso invernal de mi cuerpo/que danza en los días que aún son míos” (de Brilla la cercana luz Torres Agüero, 1992) Ballester fue un gran erudito cuyo lenguaje oral quizás superara al escrito. Hay muchas de sus metáforas en la novela. La ciudad, lo alto, los mensajes cifrados, el exilio: estos tropos la atraviesan. “Salimos del bar. Ahora el viento soplaba del oeste, del inmovilizado mar de la pampa. Caminamos bajo la recova de Leandro N. Alem, doblamos en una perdida calle. Y todo empezó a hablarnos. Se levantaban de pronto paredes, quebradas por cicatrices, hundidas a trechos en pequeños hoyos habitados por la magia. El color lo habían formado las repetidas lluvias, el lento girar del sol sobre su superficie, el roce del tiempo, también la pisada leve de los insectos y el crecimiento del musgo; pero algo como la memoria de la vida de los hombres surgía de ese muro, estaba tejido pos sus dolores y alegrías, por el amor que lucha contra la muerte. Y también, más adelante, escuchamos el caer del agua pura y embriagadora. Todo nos hablaba; se abría a mitad de cuadra una ventana, de ondeantes cortinados, plena de un idioma silencioso pero sutilmente expresivo. Y esa ventana, y el muro y el agua que compasivamente nos otorgaba la merced de entreabrir su misterio” (Luís Alberto Ballester “Oscuridad resplandeciente”, de Las oscuras hazañas. Ediciones Buenos Aires Secreto, 1973) Así: “La noche transcurre de a poco, como un misterio, enervada en las calles, cobijada en los interiores. Va primero consolidándose a sí misma en ese aire descreído que respira y bajo el cual vagan sus seres, distintos a los de la mañana y de la tarde. El mundo de la noche es entonces vedado y melancólico y otra cosa reina en él. Luego la noche de a poco va diluyéndose y lo otro se insinúa, lo diurno se pone en marcha de a poco, con su aire que parece nuevo donde late una inminencia. Entonces la cara prosaica se perfila y se instaura y las calles ya se vuelven un hervidero” (Ocurre…”Michael”, pág. 115)



En Techos de Buenos Aires Ballester reedita uno de sus leimotivs: la ciudad despunta una magia y un idioma que expresa en sus edificaciones, que enlazan las zonas de la tierra y lo alto:






"En los techos, las jaulas rompen todos sus barrotes y enloquecen. La libertad los recorre...Gestos impensados se recortan en los atardeceres. De golpe, una mujer eleva un brazo y el cielo lo aprieta, tan azul como el dios Rama o Paul Eluard. Lo humano es más abiertamente humano, se manifiesta con más intensidad: algunos viejos dormidos, dorados por el sol, tal vez tratando de escapar de la muerte, o esperando ser cazados por un ángel; sobre sus cabezas penden a veces pequeñas jaulas sin puertas, donde la luz pasea" ( Techos de Buenos Aires. Torres Agüero, editor, 1985)





Lo alto es el espacio de la libertad: no es que una mujer recorta su brazo contra el cielo, sino es que el cielo lo aprieta azul como un dios: lo otro se humaniza.








"...la ciudad da la sensación de un inmenso cuerpo, desteñido y solitario; las calles son venas y las paredes, son palabras y diálogos dichos por la gente que se han cristalizado, que se han fijado en las fachadas de las casas, es como si hubiera allí palabras esculpidas, es tan evidente que sólo haría falta detenerse a leerlas pero si nos detenemos, ante eso tan evidente, comprenderemos que las señales, a pesar de lo visible, están ocultas bajo un alfabeto extraño, bajo signos que no entendemos y debemos continuar, sabiendo que existe el mensaje pero sin poder leerlo...las plazas son como ojos...uno tiene la sensación de que, igual que la vista, nos conectan con algo que está más allá, que eternamente evocan y lo pienso ahora que caminamos entre pinos que se alzan hacia un cielo de incipiente complejidad..." (Ocurre "Ella", pág. 103)

Hay un mudo idioma que es evidente pero que al mismo tiempo se pierde y un ámbito sagrado que es la noche, cargada de llamados y símbolos. La luz la hace profana. Las cosas están animadas, tienen una vida propia. Son esa vida y a la vez un símbolo. Ese animismo fue tomado por Ballester de Guillermo Enrique Hudson, escritor al que admiraba. Ocurre al otro lado de la noche sigue siendo una novela del lenguaje puro, en el momento de descubrir que se podía tener un manejo de ese elemento nuevo del lenguaje, manejarlo estéticamente y a la vez ser llevado por él.

Eduardo Balestena

viernes, 11 de marzo de 2011

Susana Frangi y su texto sobre Ocurre al Otro lado de la noche


Estimado Eduardo:

Lamento no poder estar presente en una ocasión tan significativa como es la re-edición de tu primera novela. La he leído con curiosidad y entusiasmo y mi primera sensación fue la de estar ante una promesa de revelación. La noche asociada a lo mágico, a lo desconocido, a lo impenetrable y secreto; incontables noches cobijan en los rincones de nuestra mente, anhelos y temores, espacios donde dormitan sucesos que temen a la luz del día. ¿Dónde queda realmente esa noche pregonada? "Escrituras de luz embisten la sombra, más prodigiosas que meteoros" escribe Borges y el resultado es un relato que nos permitirá una multiplicidad de lecturas.
Escrita a tres años de haberse recuperado la democracia, "Ocurre al otro lado de la noche" revela la agonía de una cultura que sembró la noche en el corazón y en la mente de nuestra sociedad. Y no podemos dejar de ver en el relato la expresión en el drama amoroso del impacto y persistencia de la represión y la oscuridad dictatorial. En tal sentido, esta novela descubriría una aspiración profunda a emerger desde lo íntimo hacia una superficie de libertad y legitimación.
Como el arte es una experiencia abierta a lo infinito y los problemas no desaparecen sino que mutan, hoy, a 25 años de su publicación, esa noche ha cambiado su lugar y seguramente estos tres personajes hoy definirían sus destinos de modo diferente. Familiarizados con los avances de la Genética y con las últimas modificaciones de la legislación argentina, Michael ya no ostentaría un nombre tan remoto y podría llamarse simplemente Miguel. El protagonista (El) se atrevería a salir del anonimato y expondría sus deseos con menos culpa y Ella, tolerante y comprensiva desde la seguridad de ser el "amor legítimo", sabría que el mundo de apariencias puede trastabillar ante una nueva posibilidad de libre elección. “Ocurre al otro lado de la noche” emerge de una época donde los silencios, las traiciones y la clandestinidad fueron herramientas útiles para sobrevivir y en tal sentido, podemos interpretar que el drama de estos tres personajes es la prehistoria de la subjetividad actual. La lucha entre lo permitido y lo prohibido, el placer y la culpa, lo privado y lo público, lo clandestino y lo socialmente aceptable, es el eje del relato y desde el miedo y la represión los personajes reclaman su derecho a ser felices. Como escribía Borges "es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles", en un insospechado reclamo para hacer de la noche clandestina un día pleno de luz. En oposición a los discursos únicos propios de la dictadura, la misma historia es observada desde tres ángulos diferentes; las miradas de El. Ella y Michael señalan la recuperación de la pluralidad, afirman aquello de que “no hay historia sino solamente historiadores”. Al igual que el relato japonés de Rashomón que Kurosawa llevó al cine en 1950 (donde distintos personajes opinan sobre un mismo suceso configurando diferentes versiones del mismo) o el Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, la posibilidad de multiplicar las miradas muestra a la historia como un prisma infinito.
Sin duda, un aspecto interesante en la construcción del relato, es la progresiva inserción de referencias musicales como horizonte metafórico de los episodios. Se sugiere que amar a Michael es una experiencia semejante a un concierto de Mozart (“una especie de saltar por la vida”….”dejando una huella profunda y brillante como un relámpago, una huella casi absoluta pero cuyo absoluto reside precisamente en su brevedad”); la vida con Ella en cambio es una Partita de Bach (“todo en su lugar, como una música en la que cada cosa tiene la expresión justa”). De algún modo la referencia a Mozart está ligada a la subversión y rebeldía de la Revolución Francesa y la mención de Bach a la majestuosa severidad de cánones crecidos en jerarquías sociales fijas. Pero más allá de estas referencias comparativas que organizan el sentido de los sucesos, la música persiste como horizonte ideal, escondida y adivinada en ese lirismo narrativo que nos involucra en un juego de tensiones oscilantes. Acercándonos al desenlace, se refuerza el vínculo con la música esbozando casi una sonorización virtual, aprovechando la cadencia poética que siempre incluye una dimensión musical no explícita. Podríamos recordar que Oscar Wilde decía que la música permite imaginar una historia a aquellos que no tienen ninguna, y en tal sentido es la dimensión musical la que también, después de la decretada amnesia dictatorial, repone poéticamente un esbozo de historia y porvenir.
Uno de los momentos más logrados del relato se alcanza con el paralelismo entre la Sinfonía Fantástica, de Berlioz y el acrecentamiento y paroxismo de la culpa en el protagonista. Comienza el primer movimiento con un relato casi quieto, donde a El le queda “nada más que la modesta posibilidad de la evocación y del abandono, el repetirse de los mismos momentos una vez y otra hasta que su recuerdo sea distorsionado, hasta que el sonido de sus pensamientos desafine y sea tan pálido que sus recuerdos se vuelvan irreconocibles”. Pero ronda la idea de la traición que ya asoma “la música de sus letras, la cadencia de la entonación en las frases”. En el baile del segundo movimiento, el artista de Berlioz se reencuentra con su amada. Familiares, amigos, compañeros de trabajo de tu personaje anónimo se mezclan en el baile desordenado y multitudinario de la vida cotidiana. Y allí se destaca elegante y hermosa la figura de Michael, desafiando al mundo desde la clandestinidad con su cuota de locura y traición. El tercer movimiento es bucólico; dos pastores tocan melodías en las flautas mientras pace el ganado. “El amor – propone la novela - es aventurarse…Un tembladeral delicado, espacioso, uno avanza y se hunde…revive, se hunde de nuevo…y todas las veces renace.” Durante el cuarto movimiento el artista de Berlioz sueña que asesinó a su amada y que es condenado a muerte. Tu personaje imagina que ha asesinado a Michael y a su propia esposa y es condenado a muerte frente a toda la sociedad. La traición ha sido descubierta y es ferozmente castigada. Finalmente en el quinto movimiento espíritus horribles lo rodean para su funeral y la amada reaparece grotesca y vulgar en medio de una orgía satánica. El protagonista de la novela traslada el aquelarre a la pesada e insoportable rutina cotidiana, en la que han quedado tan sólo despojos y culpa. Quienes lo rodean inician una imaginaria danza orgiástica y fantasmagórica a su alrededor, carcomiendo su conciencia con el recuerdo de la traición.
“Ocurre al otro lado de la noche” ha dejado de ser “una pura experiencia de lenguaje”, se ha expandido desde lo íntimo y nos reencuentra con el afuera que nos determina. Cuando te pregunté qué había al otro lado de esa noche me contestaste que simplemente el día. Y entonces se iluminó la metáfora. Probablemente nació de un sólo anhelo, como los versos del poeta " Dónde está mi voz lejana, aquella que habla como mi alma", en un período de oscuridad en el amanecer público, y hoy esta reedición nos reencuentra con el auténtico origen de nuestras luces.
Susana Frangi, pianista, maestra preparadora, directora de orquesta

Una sociedad de opuestos


-El espacio emergente-
El mapa social argentino parece marcado por oposiciones.
Por un lado, los recursos informáticos prometen un acceso ilimitado a un saber que sigue la conformación de la imagen: algo que fluye permanentemente sin detenerse ni profundizar en nada. Por otro, asistimos a un declive del poder instituyente del ámbito educativo.
En una sociedad signada por los procesos de fragmentación, ruptura de ejes de sentido comunes y una fuerte movilidad descendente, en una dinámica de exclusión y polarización, aparecen claramente dos fenómenos contrapuestos: la segregación espacial de una minoría –countries y barrios privados- y el uso del espacio público como ámbito de protesta –los piquetes-, en un fuerte proceso de crisis de la representación.[1]
Ambos fenómenos significan el abandono de un sistema de significados común para el conjunto de una sociedad que aparece estratificada en capas, sin otro vínculo posible que la calle, escenario de la indiferencia o la violencia.

Ejes y espacios
Distintos trabajos dan cuenta primero de la dinámica de la exclusión social ya sea en lo habitacional como en la formulación de distintos modos de percibir lo social[2], que implican sistemas de sentido distintos[3], modos de significar y de tener a las cosas por objetivas.
De este modo, categorías como la exclusión social[4] son indicadores de una dinámica que no encuentra resistencia desde los hábitos de consumo, produce franjas poblacionales que están por fuera de toda acción institucional, y que esta categoría tiende a ser naturalizada, convirtiéndose en algo invisible en el paisaje urbano.
De este modo, se cuestiona o percibe menos, que la exclusión no es una categoría inherente a lo social sino el producto de políticas, del flujo del sistema económico; ni que ello implica que el excluido se socializa, por decirlo así, en la “intemperie”, que en el ámbito de la calle adquiere códigos posibles dentro de otra lógica, y que se encuentra destinado a vivir la vida como una experiencia no social, sino inherente al ámbito de los pares.
De este modo, hay franjas poblacionales que viven sin instituciones, “en banda”, a la deriva, sin escuelas productoras de ciudadanía, sin un Estado protector. Es el “declive de las instituciones en tiempos de fragmentación”[5]
Este declive está más allá de las poblaciones carecientes: si en ellas la institución educativa no puede formar subjetividades ni racionalidad, tampoco eso parece posible en la otra parte de la pirámide, donde impera la lógica individualista, desvinculada de todo lo otro y cuyo proyecto es ella misma.
En la paradoja de la globalización, mientras los bienes simbólicos les son negados a muchos circulan en la aldea global, donde sin embargo impera una lógica individualista.

Modos de ciudadanía
Es llamativo que dos formas opuestas de territorialización y organización hayan ido desarrollándose casi paralelamente, como si fueran cara y contracara del proceso de retiro del estado y de instauración de la lógica excluyente del neoliberalismo. Señalan Maristella Svampa y Sebastián Pereyra a propósito del fenómeno piquetero:

“Como hemos dicho, el inicio del proceso de descolectivización estuvo marcado por un repliegue en el lenguaje privado y un llamado a la subjetividad pura, en el cual se fundían un cúmulo de sentimientos negativos, como la culpa, la impotencia y el desarraigo; todos ellos vividos a contramano del clima de euforia neoliberal que atravesaba otros sectores de la sociedad argentina” (Svampa, Maristella; Pereyra, Sebastián: “Parte III Mundo Popular y transformaciones del peronismo”, de Entre la ruta y el barrio: La experiencia de las organizaciones piqueteros Edit. Biblos, Bs.As., 2009, 3ra. Edición, pág. 53)

El fragmento no podría ser más claro: la sociedad, en la dinámica neoliberal, carece de un sentido colectivo y se repliega en subjetividades: en un caso, la euforia de los que ganaron, que están más allá del resto y que no pueden compartir sus mismos sentidos, por otro, la construcción de una subjetividad nueva en un sujeto desinvestido: el desocupado.
La ciudadanía patrimonialista y la no ciudadanía.

Los que ganaron
La película Una semana solos (Celina Murga, 2009) evidencia el “estilo de vida puertas adentro” de los countries: un ámbito total, testimonio de un mundo privatizado, marcado por una valla (adentro-afuera) que es un sistema de sentido signado por la capacidad de consumo y por la disposición de los otros.
Uno de los elementos que señala Maristella Svampa en su exhaustivo estudio Los que ganaron: la vida en los countries y barrios privados (Edit. Biblos, Sociedad, segunda edición 2008) residen en la capacidad de negociación que desarrollan los countries para presionar a distintos municipios por mejores condiciones tributarias. Otro está dado por la formación de un proletariado de servicios, anónimo y flexibilizado, que pasa por la “creación de fuentes de trabajo”, objeto de un permanente control, que impone a los pueblos vecinos y a sus habitantes, proveedores de los “puestos de trabajo”, un modo de vida que gira alrededor del country[6].
Otra cuestión, claramente marcada en la película de Celina Murga, es la de las reglas, la “legalidad puertas adentro”. El countries es un espacio extremadamente reglado, en normas destinadas a ser desobedecidas, en parte porque quienes se encuentran encargados de hacerlas cumplir, son empleados de quienes la inflingen.
Pero, en lo que hace al aspecto que más interesa recalcar en contrapartida al fenómeno piquetero, es en el concepto de la “ciudadanía patrimonialista”:

“ ‘Frente al mundo privatizado’ se pregunta Amándola (2000: 44) , ¿cuál es uno de los riesgos? El riesgo es que el Estado comienza a retirarse y se transforma en el Estado para los otros. El Estado no es para todos. Algunos se autorregulan, y para los demás está el Estado. En efecto, el proceso de privatización que se opera en todas las dimensiones de la vida social genera una serie de consecuencias mayores que ponen de relieve la reconfiguración de las relaciones entre lo público y lo privado…En primer lugar, es necesario reconocer que los nuevos modos de habitar se expanden y van articulándose en nuevas estructuras reticulares, que tienden a concertar aquellas funciones que antes garantizaba el Estado” (“Las nuevas relaciones entre lo público y lo privado; los costos de la ciudadanía patrimonialista”, en “De la ‘Comunicad Organizada’ a la ciudadanía patrimonialista”, Cap.5, pág. 188, Los que ganaron…)

El retiro del Estado no sólo implica exclusión sino también (o quizás más que nada) privatización, en este caso produciendo mundos autónomos que reproducen las funciones del Estado pero no el sentido de ciudadanía.
Si en el Estado inclusivo la ciudadanía, como vestigio del sistema de pertenencia de la polis, era una cualidad inherente al ciudadano, en el mundo privatizado la ciudadanía se encuentra configurada por una riqueza tal que sus atributos están dados por la posibilidad de segregación espacial –crearse un mundo diferente para ser habitado con los iguales- y por el disponer de los demás a partir de una situación de dominio dada por esa riqueza y el concepto de “ciudadanía” que entraña.

Entre la ruta y el barrio
El fenómeno piquetero, como muchos movimientos sociales, es complejo y resulta de varios elementos.
Sus vertientes son las puebladas de provincias del norte, en busca de la solución de conflictos, y los reclamos de desocupados en el conurbano.
De este modo, se inscriben en una ruptura de la cultura del trabajo: los primeros cortes de ruta, en Cutral-Co y Plaza Huincul son ante la pérdida de puestos de trabajo de trabajadores petroleros, algunos pertenecientes a una tradición de operarios de ese rubro: generaciones socializadas en el marco de la estabilidad y del empleo.
Marcan, a su vez, una ruptura con el sistema de representación formal y de lucha sindical, al resultar un testimonio de la pérdida de operatividad del aparato sindical para hacer frente a los nuevos reclamos.
De este modo, los trabajadores enfrentaron la realidad de la flexibilización laboral con una única arma: exponer su cuerpo en las rutas. Acuñó un término hecho en esa exposición e indicativo de la movilización: piquetero. No ya desocupado, un término que denota la pasividad. Protesta en la que participaron familias enteras, lo que en algunas oportunidades frenó a la represión y que en otras la hizo más encarnizada
Sin embargo, este “éxito” hizo a la formalización y fragmentación del movimiento, ya que, para hacerle frente, el gobierno dispuso la entrega de montos en concepto de planes sociales. De este modo, la opción consistió en el sentido principista de seguir la lucha por la obtención de puestos de trabajo, o insertarse en la lógica de una acción estatal paliativa.
Antes de abrir un espacio nuevo que reformulara al aparato clientelar peronista hubo un período en que se hizo evidente la necesidad de una nueva estrategia.

“Así, los años de oro del menemismo muestran a los barrios recluidos en la cuestión más reivindicativa, abandonados por los sindicatos y con la estructura punteril peronista en plena expansión, sin mayores competencias a la vista. No fueron pocos los militantes sociales y políticos que recordarían el período como una suerte de lenta travesía por el desierto, en medio de un espacio social que mostraba a una población ya pobre, pero cada vez más pauperizada…” (Maristella Svampa, Sebastián Pereyra Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras, “Parte II El eje territorial del movimiento piquetero, el surgimiento de las oranizaciones a) las primeras movilizaciones en el conurbano bonaerense, pág. 38, Edit. Biblos, 2008)


Es evidente que uno de los primeros significados de la emergencia de este fenómeno fue la incapacidad de resistencia de las estructuras tradicionales ante el establecimiento del nuevo modelo neoliberal. La tácita aceptación, el silencio. La lucha emergió, en el sentido más literal, de la calle.
Queda por establecer si a la larga habrá una cooptación de este movimiento, capaz de procesarlo como uno más de los obstáculos al capitalismo salvaje, o si se impondrá como estrategia de resistencia en lo que tiene de genuino.
Algo es cierto, la sola ruptura de la cultura del trabajo –al pretender ser atenuados mediante la entrega de sumas sin contraprestación laboral- el Estado inclusivo, la posibilidad de acceso a bienes (materiales, culturales, simbólicos) son parte de un mundo que sólo existe en el plano moral y en el histórico.
La única esperanza es, como dice Saskia Sassën, que nada es eterno, que todo lo que se establece termina por desaparecer.





[1] Whortman, Ana Nuevos intermediarios culturales Colección becas de investigación. FLACSO, 2007
[2] Políticas Sociales y Estrategias habitacionales, Grillo, Lacarrieu, Raggio, Espacio Editorial, 1996.
[3] Bouirdieu, Pierre El sentido práctico, siglo XXI, 2007
[4] Villarreal, Juan La exclusión social, Grupo editorial Norma, 1996
[5] Duschatzky, Silvia, Corea Cristina Chicos en Banda. Los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones. Colección Tramas sociales. Paidós, 4ta. Edición, 2997
[6] Recuerda al artículo que años atrás, en la década menemista, escribió Noé Jitrik en Página 12, acerca de un pueblo donde había un castillo, de propiedad de Hugo Anzorregui. La vida del pueblo, como en el feudalismo, giraba alrededor de las necesidades del castillo.

jueves, 3 de marzo de 2011

En busca del tiempo perdido
















“Y de pronto se me ha aparecido el recuerdo. Ese sabor era el del trocito de magdalena que el domingo por la mañana, mi tía me ofrecía después de haberlo mojado en su infusión de té...cuando no subsiste nada de un pasado antiguo: después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solos, más débiles pero más vivaces, el olor y el sabor siguen durante mucho tiempo, como espíritus, recordando, esperando, sobre la ruina de todo el resto, soportando sin doblegarse, sobre su gotita casi impalpable, el inmenso edificio del recuerdo..”
Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”.








Lo primero que oí sobre juzgados fueron los cuentos de mí Papá sobre el Juzgado de Paz de la calle Belgrano donde él habla entrado a trabajar en 1945.
Eran personajes e historias como mitológicos. Conocidos esos compañeros a quienes él evocaba, no parecían tener con la evocación, mas que un lazo tenue e imaginario.
En esa época mi papá no podía festejar su cumpleaños, que caía el mismo día de la muerte de Eva Perón. El ordenanza iba a los actos a controlar que todos fueran llevando el luto, aunque le concedía que festejase en su casa, con la ventana cerrada. Mi mamá tuvo que afiliarse al partido para trabajar de mucama un verano.
Luego trabajó en los Juzgados civiles, en la Villa Paz donde funcionaron desde 1955 hasta 1970: allí conocí a su jefe, en 1959, un escribano con nombre de pájaro a quien en mis cuatro años llamé por el apodo que le daba mi papá.
Había despachos en los baños, expedientes en las bañaderas y un juez con un despacho en una Sala China -nadie podía decirme que años después seria mi suegro-. En 1962 pasó al Tribunal de Menores donde yo iba siendo chico. Impresionaba la gente desfilando en la casa vieja con goteras. Un hombre mató a su esposa una tarde, en el patio, de tres tiros.
Fui practicante en los tribunales de provincia -un Juzgado Civil- hasta que entré al Federal en 1974, cuando se abrió. En ese entonces pensaba que había sido una suerte porque pese a haber hecho el curso en la escuela de capacitación: en provincia nombraban a cualquiera.
Igual que la colonización de Australia, parecía que en la nave de los condenados habían embarcado a ex presidiarios para darles una oportunidad más. La mujer fatal de la secretaria penal tenía en el pecho un prendedor que decía “beer”. La otra que tiene, le preguntó alguien.
El día que fui a anotarme había un oficial primero que vestido con un sobretodo negro escribía en una mesita. En la pared había una alfombra enrrollada.
Los oficiales primeros eran como dinosaurios a punto de entrar al museo pero que no se deciden a dar ese último paso. Con un corpus de muletillas, mañas y métodos de averiguación, como por ejemplo decirle a un cartero imputado de violación de correspondencia que de las cartas quemadas podía leerse el contenido -había sólo una cosa más absurda que decir eso: creérselo-.
­El Juzgado tenía algo pueblerino que fue desapareciendo, pero por debajo, las reglas siempre fueron las mismas.
Eran tiempos de la “lucha contra la subversión”, los porros de marihuana y los ravioles.
Luego vino la dictadura militar con sus hábeas corpus sistemáticamente desestimados mientras jueces y funcionarios iban a Europa y Miami o conseguían entradas para el Mundial en el recién inaugurado estadio.
En Mar del plata se obligó -en un tiempo exiguo y perentorio- a obtener la ciudadanía por ejemplo a los viejos músicos de la banda y de la sinfónica –no importaba la música que hacían, sino la nacionalidad que debían elegir-. A los chilenos obligados a nacionalizarse les decían en el consulado que eran traidores a la patria y que cuando ganaran la guerra -que era inminente- los pondrían prisioneros en el estadio-.
El mundo se dividía en patriotas y subversivos.
Habla infinidad de formularios de orden de allanamiento que sólo se usaban de borrador para escribir en el reverso.
En 1983 vino la llamada democracia: todo se multiplicaba pero sobre la misma estructura y usando los mismos criterios por parte de los mismos jueces y había que cuidarse de los mismos militares que estaban pero en otros cargos.
­Ese año tuve que ascender a notificador para no truncar mi carrera pero apenas ascendí -tras cinco negativas fundadas- la Cámara cambió su criterio de la carrera judicial y todos siguieron ascendiendo.
Por suerte dios es argentino y volví al Juzgado.
De la notificación puedo decir que me hizo conocer a los litigantes cara a cara; me demostró que si se sale de un circuito es difícil volver por más que no hayamos deseado salir. Se quemo mi auto notificando, me mordió un perro, me caí de la moto y me aficioné a la bicicleta.
Cuando volví a la secretaría penal -en 1986- sin embargo sentí que nunca me había ido. Seguía cumpliéndose sin embargo la multiplicación de causas. A las nuevas, se sumaban las de los años 70, en pre archivo en pilas que juntaban pulgas y arañas. Una vez se tomaron exámenes de aspirantes -era necesario mantener las apariencias- y se presentaron cientos de personas: era el relevamiento de una sociedad diferente, subempleada, destinada a ser absorbida, a que sus discursos debieran amoldarse.
De un poco antes de esa época eran las causas de los derechos humanos. Nadie sabia muy bien qué hacer con ellas. Se les daba trámite, por supuesto, citando y citando a testigos. Coincidían con aquellos viejos hábeas corpus archivados diez años antes luego de librar dos o tres oficios. Los testigos, en los delitos de significación social y moral, son los únicos a quienes realmente se les pregunta. No para saber la verdad sino para construir con partes de esa verdad, otra más aceptable.
El resto es historia.
El juzgado era, en aquellos días, como una película de Almodóvar: secretarías funcionando en el mismo lugar, personajes como Gloria Swanson en “El ocaso de una Estrella” en medio de historias de desaparecidos, robos de línea telefónica y tenedores de porros.
Nunca llegaba tarde, no faltaba: acabada mi carrera ya no pedía licencia por examen. Pero en abril de 1987 coincidieron la presentación -en la Feria del Libro- de mi primera novela, que había ganado un concurso, con la cremación de los restos de mi madre. Necesitaba un día más de los dos previstos mensualmente por motivos particulares. Entonces me fue negado el de la cremación aduciendo el Juez que podía volver al trabajo luego de la “diligencia”. Le contesté que puesto que madre hay una sola cremación de madre y presentación de libro difícilmente volvieran a coincidir -sin saber entonces que publicar sería mas difícil que tener dos madres-.
Las personas que han tenido la fortuna de sufrir menos y que por ciertos azares, adquieren una dosis de poder, tienen ante la vida y el sufrimiento de los demás una actitud de insensibilidad y soberbia que parece salir de ese mismo poder, como si todo fuese eterno -y casi lo es para ellos porque no han sufrido- y les perteneciese. Ese día, luego de una experiencia imposible de poner en palabras, sólo vagué por la ciudad como un extraño y, menos de ciertas frases antiguas, ruidos e imágenes de ese día, perdí la conciencia de todo lo demás.
Nadie se pregunta por todo lo que nos queda por ejemplo en esa presión de los turnos y los detenidos. Pero basta que algo escape de la letra de un reglamento para que la puerta que se abre para unos se cierre para otros.
Por más detallada, la crónica de aquellos años siempre seria incompleta.
Pero faltaba lo peor.

Los Ángeles al desnudo
De pronto llega el momento en que, inesperadamente, algo nos coloca en la trastienda, en ese espacio donde se revelan los secretos y desde donde, de un modo u otro, ya no se puede volver.
Las cosas nunca serán iguales.
En 1994 dejé la primera instancia y entré a un cuerpo colegiado, donde en 1997, descubrí que faltaba dinero secuestrado en expedientes. Primero fue uno, luego otro y luego otro. Por más que buscaba en los efectos de otras causas, el dinero no aparecía.
Era dinero que no debería haber estado allí. Su custodia correspondía al secretario, pero pese a todo, pese a que los otros tenían acceso al material, fui suspendido.
Sucedió un jueves.
Fue una sensación imposible de poner en palabras, lo que se debe sentir en un naufragio, o por ejemplo, en otra escala, lo que pudo sentir Dreyfus cuando lo acusaban de traicionar al ejército en el que había servido toda su vida.
Una red de amistades y fidelidades empezó a funcionar, una red de carreras con personas interesadas en cargos, que no podían verse responsabilizadas por nada al precio de perder esos cargos. Todos tenían algún vínculo.
Aquel jueves, cuando me lo dijeron, al par que no entendía la utilidad de una suspensión preventiva dictada para recolectar una prueba que ya existía, tuve una visión que me perseguirá siempre.
Sentí que me habían colocado en un mecanismo, inmutable, lento, frío y rechinante.
Era no lo que se suponía que había hecho –la sensación kafkiana de que nos constituyan responsables de un hecho inexistente-, sino lo que me hacían. Sentí que esa situación duraría años, que no importaría lo que dijese, que nada podría conmover a ese mecanismo que además, ignoraba la historia.
Se abrió un sumario y se nombro a un instructor.
Era un camarista –ahora retirado- que había sido abogado de sindicatos. Todos le temían.
Fue famoso. No porque hubiera escrito o publicado libros, sino por las cosas que decía a las empleadas, por el dinero que gastaba, por cómo actuaba como juez y por la galería de proezas que se adjudicaba en la más antigua actividad existente entre el hombre y la mujer .
Rápidamente, muchos de aquellos con los que había trabajado por años, se excusaron y las corridas fueron tantas que todos optaron por la sana actitud de no hacer nada para ver qué sucedía.
Muchos de mis viejos compañeros, me llamaban.

Las cosas que pasaron son tantas, tan extensas, tan variadas, tan perturbadoras, tan sin regreso, nos han invadido de un modo tal y sucedieron durante tanto tiempo, que no pueden ser resumidas.
Sí puedo rescatar algunas sensaciones, mientras pienso en un tapiz del siglo XVI que vimos en la Granja Real de San Ildefonso y cuyo título era “El triunfo del tiempo y la verdad”, una variación del tema medieval de la verdad, que a la larga, triunfa.
Primero fue despertarse, día tras día, en medio de ese mar sin fondo, flotando a la deriva. El encargarme de las cosas de la casa, atender a mis hijos –que tenían cinco y dos años-, responder sus preguntas, luego de haber trabajado siempre, todas las mañanas, desde 1974.
Recuerdo esos otros padres a la salida de la Escuela, yendo a buscar a sus hijos, saliendo de sus trabajos, recuerdo a los vecinos, los compañeros, verme en esas horas de forzosa inactividad y me recuerdo haciendo presentaciones y presentaciones, con tantos argumentos que me tranquilizaba el leer las cosas puestas así. Recuerdo el presentarlas, una tras otra y el transcurrir de los meses sin que fueran atendidas. Y recuerdo el pánico al teléfono y su contestador, a la novedad, al siguiente día...
El día antes de la suspensión me llaman para pedirme un currículum. Es por un premio que recibiré. Días antes de una junta médica, un año después, recibiré otro. Cúanto los hubiera disfrutado de estar en otra situación.
Sesenta días se puede estar suspendido, pero yo lo estuve siete meses y durante tres, sin sueldo, sin que mis presentaciones fuesen escuchadas y sin que nada avanzara, después, las cosas comenzaron a virar –una medida disciplinaria facultativa, más poderosa que el derecho al trabajo, el acceso a la salud, el cuidado de los niños...-. Empezaron a virar, pero, a no engañarse, siempre que las cosas cambian es por la extraña ecuación mental de alguien que no es malo, sino que es el mal. Alguian a quien todos respetan que es como decir que le temen. Temor y respeto son lo mismo. Hacen las veces de la virtud y del amor y se confunden con ellas.

También recuerdo cuando me enviaban de nuevo a aquel lugar, a pedido de sus autoridades –las sorpresas irrumpían en los momentos más inesperados, dando a las cosas el carácter de una eterna acechanza-, y el informe de mi terapeuta sobre el daño que acarrearía semejante cambio y más que nada ¿Cómo podría olvidar la junta médica a la que tuve que ir?.
En esa época trabajaba en la biblioteca.
No fue tanto las dos materias que perdí en esas semanas en que tuve que viajar a Buenos Aires, tres veces en un mes, en plena época de exámenes : fue conocer ese lugar.


Es un edificio de arquitectura fascista, con grandes y descoloridos murales cantando al progreso.
Es como aquellos hospitales construidos en el furor de algún gran programa de bienestar luego olvidado, y, más lejanamente, que al Estado en realidad, nunca le había interesado ese bienestar al que sólo rememoran esos antiguos símbolos. Ahora, de aquel proyecto, sobrevive un descascarado recuerdo: enormes pasillos, atestados y lentos ascensores crujientes con puertas herméticas y baños con las ventanas rotas.
En el enorme hall late un mundillo que me es completamente ajeno: litigantes, abogados, gente que trabaja allí pero yo no trabajo allí, me han sacado de la biblioteca que, luego de trece años de Prosecretario, es mi parcela de desarraigo y me encuentro ajeno. Es horario de trabajo, pero yo estoy allí, compareciendo ante unos médicos.
Me viene a la memoria cuando de Oñati me invitaron a un workshop sobre migración y la ponencia que hice –confiando que en los meses que faltaban, algo se resolvería, algo que, pese a los meses transcurridos, no se resolvió, y yo no pude ir-, en medio de esa marea, como para encontrar una raíz donde asirme.
Que sensaciones contrapuestas, que mientras del País Vasco, donde mi historia realmente comenzó, me invitaran precisamente a un workshop sobre migración y que, al par que podía hacer mi ponencia, era un descastado y aquel que debería encontrarse en mi lugar era promovido a juez....pero eso ya sucedió y ya se perdió en alguno de aquellos abismos del bosque wagneriano donde aún se libra una batalla silenciosa que dura cuatro años de indefinición, mientras un tratado consagra el derecho a un pronunciamiento judicial rápido....
En esa atmósfera sacada de Brasil, la película de Terry Killian, encuentro finalmente el lugar.
Se trata del más lejano de los pasillos, en uno de los últimos y menos concurridos de los pisos. Hay una inquietante calma a comparación del escenario bullente que late más abajo. Como adormiladas, varias personas parecen rezar en unos banquitos de madera y alguien está sentado en un sillón de dentista que, insólitamente, aparece como plantado en medio del pasillo.
Pensaba que lo había visto todo pero no, me doy cuenta de que ese escanio es lo más bajo, que en el poder judicial no debe haber nada más subterráneo –pese a estar en un piso más alto que el resto, y que esta contradicción de un abismo en el punto más alto, lo hace todo aun más fantástico- que este escenario surrealista que es una parte de mi propia pesadilla, aquella de la que no puedo despertar a fuerza de argumentos ni a fuerza de sufrimientos ni a fuerza de tiempo que pasa y pasa.
Tres idas en insomnes trenes y ansiosos colectivos, mañanas y tardes de vagar en el edificio surrealista desde cuyas entrañas emergen fantasmales empleados.

Ellos eran como debe haber sido el politburó, o los miembros del comité de actividades anti norteamericanas que en las viejas películas, repiten obstinadamente a gritos las mismas preguntas sin oír las mismas respuestas, con aquel poder de señalar a una persona que perdería su trabajo, o sus privilegios, o como yo, su tranquilidad.
Si hubiéramos hablado distintos idiomas, la diferencia no hubiera sido mayor. Habituados a “pacientes” –qué oscuras razones constituirían a unos en pacientes y a otros en examinadores- que no podían volver a trabajar, no comprendían que yo estuviese trabajando ni las razones por las que no podía regresar al tribunal.
Les cuento, no me escuchan; les presento papeles, no los reciben; les hablo de mi médico, uno de ellos se ríe; les digo que soy piloto, que estuve ocho meses sin volar, me ignoran. A la larga determinarán que puedo volver pero impugnaré el dictamen de estos “agentes de la salud”.
Una mujer de ojos inflamados llora emocionada porque le han prorrogado la licencia por depresión.
Aquel limbo donde vagaban penitentes, fue un inesperado potro de tortura que era también ciego, porque mientras se consagraba la impunidad me obligaban a ver las manchas de Roschach, a contar mi vida, a dibujar un árbol, una casa y una figura y a construir una historia (qué fácil hubiera sido sencillamente investigar).
Y también recuerdo que las citaciones, invariablemente, sobrevenían en época de exámenes o de proyectos o de viajes. Luego de años de impasse, volvieron a la carga los nuevos fiscales que, ellos sí, comenzaban a investigar para otros lados.
Trabajaba en un seminario sobre Marco Denevi, armaba mi ponencia y de pronto me volvían a citar, en medio del seminario que coordinaba, a una nueva declaración y deberían resolver justo el día de nuestra partida, sólo que ninguna notificación llegó y debimos vivir así el viaje, las navidades, el fin de año, con una incertidumbre que sólo se aclaró después –las citaciones sólo son urgente cuando nos convocan para esa galería de diligencias serias y únicas, como por ejemplo responder al delito de enviar una nota al Procurador general, y son lentas, lentísimas, a la hora de notificarnos algo bueno-.
El juzgado era el mismo y era otro. Aquella escalera, las paredes grises, los lugares por los que anduve años y años y que ahora me recibían con desdeñosa indiferencia, poblados de nuevas caras. Rostros conocidos y rostros nuevos que, democráticamente, me trataban como a un preso. Mi historia, mis tardes, mis mañanas y mis turnos, ya estaban olvidados.
Pienso en Dreyfus purgando –sólo por ser dedicado, hablar idiomas, y además ser judío- las culpas de Esterhazy, que fue absuelto, pese a que el alto mando del Ejército sabía la verdad; en Picquart, que descubrió a Esterhazy y a quien se arrestó y se le ordenó callar, en Esterhazy, finalmente suicidándose, en Emìle Zola, condenado por injurias por desenmascarar al Ejército.
Pienso en Nixon acusando a Alger His, que perdió su carrera y su trabajo en el Departamento de Estado, que fue encarcelado durante cinco años, entre 1950 y 1955 –en la caza de brujas que dio lugar al Maccarthysmo-, para acabar el propio Nixon, veinticinco años más tarde, renunciando a la presidencia por espionaje. O al fiscal que “investigó” a Preston Tucker – a quien absolvieron pero cuya corporación fue acabada- y que en 1973 fue el primer magistrado preso por fraude bursátil.
Siempre el triunfo de la verdad, pero antes, una vida destruida.
Así también, la verdad, lenta y tenuemente, alcanzó a mis perseguidores, aquel que llegó a juez, aquel fiscal cuestionado por su actuación en la época de la dictadura...aunque no tuvieron que pagar un precio tan alto como el mío.


­Era después del peronismo, la dictadura y la democracia, esa otra nueva cara, un modelo diferente del Judicial en la sociedad caníbal –que curioso, Zola llamó caníbales a quienes lo condenaron por injurias: qué poco cambian las cosas en apenas cien años- y como los que antes habían tenido un porro o habían tocado en la sinfónica o eran chilenos, yo me había convertido en una víctima más.
Desde antes sí, pero más que nada desde entonces, se hizo carne en mí algo que hemos charlado con Elías Neuman: que en esa mesa infernal del edificio del castigo, lo más sincero son los presos.
Ahora trabajo en la Oficina de Jurisprudencia de la Cámara Federal –un nuevo espacio ganado desde la negación y la nada-: desde el lugar de la informática, de la circulación del conocimiento y de la elaboración, he podido completar un sentido, abrir un campo de intereses nuevo, y pensar, que no es fácil pensar en estos contextos. Lo demás, está en estas páginas.

Recuerdo aquel día en que el oficial primero me anotó en su mesita. Entiendo que estaba en el lugar equivocado, pero ya es tarde: igual que el poema, no nos ha unido el amor sino el espanto.
Quiero recordar a dos compañeros: Mercedes Pando -1955.1982- y Alberto Sordelli -1960.1998- .
Yo pude, ellos no.
El sistema estuvo impreso en sus vidas y en sus muertes.
Recordarlos y decirles silenciosamente que un mundo de rocío es un mundo de rocío, pero quizás, quizás...

Todo esto, sin embargo no fue nada ante lo que vendría después.