sábado, 24 de octubre de 2015

Otra vuelta de tuerca: la literatura como centro


Henry James publicó la que acaso sea la más famosa de sus obras en 1898. La exhaustiva edición crítica de Deborah Esch y Jonathan Warren (The turn of the screw, Norton Critical Edition, 1999; New York- London) detalla tanto las posibles fuentes de la nouvelle como los textos que dan cuenta de cómo fue recibida y estudios críticos posteriores que han buscado interpretarla. De todo ello surge que nunca habrá una última palabra ante esta obra maestra de la ambigüedad.
Lo fantástico puro
Lo central de la historia está dado por  la narración de una institutriz que llega a una gran casa en Essex a hacerse cargo de dos niños (Flora y Miles). Ha sido contratada por el desaprensivo tío de los huérfanos, con la condición de que nunca lo moleste, para guiar su educación y, a poco de hacerse cargo de esa tarea,  advierte la presencia de dos fantasmas: el de la anterior institutriz (Miss Jessel)  y el del valet del dueño de la casa (Quint). Concluye que el propósito de ambas presencias es el de apropiarse de Flora y Miles.
La esencia del texto es la vacilación; ésta radica en que no hay nada que permita sostener o negar que los fantasmas existan; la protagonista esté loca o los niños sean una suerte de demonios. La obra discurre en esta ambigüedad y al hacerlo cumple el propósito de aludir a algo que nunca revela. Según Tzvetan Todorov (The fantastic, ob. Cit., pág. 193), la vacilación es esencial a lo fantástico ya que los elementos que el texto ofrece proveen una explicación que nos resulta plausible y a la vez insuficiente y, permanente e indirectamente, alude a aquello que no explica. En ello reside el verdadero interés y los hilos invisibles que mueven a los personajes.
Un texto centrado en sí mismo
Han sido numerosas las versiones fílmicas de la historia y al abrirla a la imagen la han tergiversado, convirtiéndola en el relato de fantasmas que está muy lejos de ser, ya que la duda sobre la existencia de los espectros (y no su aparición explícita) es lo esencial de una obra apoyada, ella misma, en la incertidumbre sobre sus origen. Éste pasa por un elemento secundario, el lector puede no reparar mucho en él, pero resulta central.
En efecto: en un grupo de amigos reunido en una casa de campo inglesa alguien relata la historia de una aparición que surge ante una madre y su hijo. Douglas, el anfitrión agrega que si dos apariciones surgieran ante dos niños se estaría dando una vuelta de tuerca a esa historia. Más tarde, sembrada ya la intriga, refiere tener en su poder un manuscrito escrito por una institutriz que ha hecho transcribir. El texto da luego un salto en el tiempo y sitúa a dicho manuscrito –después de la muerte de Douglas- en poder de uno de los invitados –el propio narrador inicial- , quien a su vez lo transcribió.
Este hecho, que solemos olvidar una vez comenzada la lectura, es un primer marco o, (como señala Eduardo Jordá en su análisis, La vuelta de tuerca, “Fronterad”, revista digital) una caja china de una serie (la primera es el primer narrador desconocido; la segunda Douglas y la tercera la institutriz). Así, surge la primera duda: es real la institutriz que habrá de ofrecernos la narración, o se trata de una versión o una revisión de la historia escrita por Douglas o por el primer narrador.
De este modo, se nos pide creer en algo cuya autenticidad ignoramos. Leemos pensando en la centralidad de los hechos pero la centralidad es la del propio texto, uno que oculta las claves que permitan interpretarlo de una sola manera; un texto al cual la propia historia sirve.
Un narrador fantasma
La duda sobre el diario encubre otra: la duda sobre la institutriz. Personaje central, voz de la narración, carece sin embargo de nombre, ninguna persona la llama de ningún modo, no parece tener a nadie, no es objeto de ningún afecto, no recibe ni escribe cartas y las referencias a su vida anterior son vagas y sólo permiten establecer su origen humilde como hija de un predicador. De algún modo, su presencia también es fantasmal: en una de las apariciones de Miss Jessel, su predecesora (ob. Cit. cap. XV, pag. 57) le parece estar viéndose a sí misma.
La institutriz “fantasma” establece la narración y transcribe diálogos con sus interlocutores: Mrs. Grose, el ama de llaves (una mujer sencilla y analfabeta), y los niños (inocentes al principio, talentosos siempre y diabólicos en un punto del relato). Asistimos a lo que ve, interpreta o provoca, todo ello en un proceso doble enunciado en: 1) el tiempo cronológico –el relato comienza en el verano y termina en pleno invierno, meses más tarde- que corre paralelamente a la densidad que adquiere el relato en un crescendo en el cual a mayor tensión  se corresponde un clima más severo y hostil; 2) la tensión creciente del “yo narrador”, que primeramente ve a la casa en toda su belleza y luego la convierte en una especie de cárcel. Un yo tan vulnerable como exaltado que, al par que narrar los hechos externos que ve se narra a sí mismo, en sus crispadas sensaciones, en sus reacciones y en el permanente insomnio es algo que por momentos parece una novela psicológica.
En busca de las fuentes
Las claves de lectura surgen en gran medida de fuentes que vinculan al texto con discursos de la época, como el de los estudios sobre la histeria, de Freud y las asociaciones científicas, con sus enumeraciones de casos de histeria, nombre que recibían ciertos trastornos de personalidad. Sabemos –porque James lo señaló- que la anécdota inicial fue provista por el Arzobispo Benson: la mención de dos niños a los que se aparecían los fantasmas de los criados de la casa. Sin embargo no es la única fuente posible. Si damos otra vuelta de tuerca, podemos asumirla como la explicación oficial, provista por el autor que puede encubrir a otra, como lo propone el trabajo de Oscar Cargill (“The turn of the Screw and Alice James”, pás. 138). De este modo, hay dos historias: una basada en la propia hermana del autor (Alice James) y The case of Miss Lucy R.”, de Sigmund Freud, que describe el caso de una institutriz que sufre determinados trastornos. De este modo la ambigüedad llega hasta las propias fuentes. Cargill propone que esta primera historia constituye el verdadero eje y no los fantasmas, pero que éstos terminaron por apropiarse de esta historia. Nada permite sin embargo confirmar la hipótesis sino darle un grado de probabilidad, ciertamente importante, que no hace más que confirmar la ambigüedad.
Un enigma no revelado
Todos éstos, terminaron por convertirse en elementos que utilizó el escritor para concebir una obra que contara algo sin contarlo: en efecto, se apropia del mecanismo de intriga como si el texto estuviera en función de revelar un enigma, sin embargo, a medida que avanza instala una mayor incertidumbre y mientras conduce hacia un necesario desenlace no nos revela nada. Nada sucede más que las interpretaciones de la institutriz, aunque no sabemos si tienen un viso de realidad o no. Es decir que se trata de una pura producción de discurso, con un mínimo de hechos, casi nunca fiables.
La muerte de Miles cierra el mundo narrado. Produce un cierre pero no una explicación, y lo hace porque es el único modo posible del texto de lograr un desenlace que no revele ni resuelva nada y haga que el misterio perdure.
No sabemos si, finalmente, Quint se apropió del niño o su muerte obedece a alguna otra causa. No es necesario que lo sepamos porque el texto sigue sus propias reglas y no  las de la realidad. El texto usa de la historia, como usa del misterio y de la locura, con un solo propósito, el de desarrollarse a sí mismo. No son los fantasmas, no es el amor fallido (de la institutriz por el amo; de Douglas por ella o de ella por Miles), no es lo sobrenatural sino la propia escritura, una que pueda utilizar todas esas categorías para reivindicar su propio poder de invención sin agotarse en ninguna de ellas.
En eso reside la maestría de Otra vuelta de tuerca: podemos girar y girar, una y otra vez sin encontrar una explicación y volveremos al texto con la esperanza de encontrarla  algún día, pero sabiendo que su misterio será siempre inagotable, que siempre podremos dar otra vuelta que nos conducirá nada más ni nada menos que a nuevas preguntas sin respuesta.
 
 


Eduardo Balestena

Las muchas huellas de un enigma

Vivian Maier nació en Nueva York en 1926 y murió en Chicago en 2009. Hoy, es famosa, pero su vida transcurrió en un anonimato que nunca se propuso romper.
Durante más de cuarenta años trabajó como niñera, dejando en aquellos a quienes cuidaba y en sus familias experiencias contradictorias que hablan de un costado de amor y otro oscuro, de mal trato. En interminables caminatas por sitios muchas veces sórdidos esos niños eran testigos –y protagonistas- de su infatigable empeño por registrarlo todo con su cámara Rolleiflex que nunca abandonaba. Con la misma curiosidad retrataba el amor; la piedad; el horror; la sorpresa y esa organización de las cosas que sólo un fotógrafo consumado puede percibir y transmitir; una que nos muestra que todo puede ser otra cosa y armarse en una belleza que la mirada común no advierte pero que está allí, esperando ser descubierta.
Sólo reveló muy pocos rollos de película con las cien mil escenas que registró a lo largo de una vida que seguramente no se propuso consagrar al arte: nunca difundió su trabajo y su existencia transcurrió en la soledad más absoluta. Ella se abrió a la visión de un mundo que nunca mostró a los demás: o estaba muy segura del valor de su obra y supo que alguien, alguna vez la descubriría, ocupada como estaba en registrarlo todo; o simplemente no le preocupó. Puede que su imperativo haya sido sólo ese: estar allí y captar lo que la vida ofrecía a una sensibilidad capaz de plasmar el costado más impactante y expresivo, tanto de la belleza como de la fealdad, tanto de la inocencia como de la crueldad más absoluta.
Cómo se formó. Qué sentía al tomar esas fotos. Qué fuerza la llevaba a cumplir con esa misión invisible de registrar aquello que nadie vería: son todas preguntas sin respuesta. No dejó escritos, no dejó cartas a nadie, nadie parece haberla esperado ni amado nunca. Sin embargo le sobrevivió –casi azarosamente- una obra que nadie que no fuera ella hubiera podido llevar adelante porque requería esa entrega, ese rescate de lo anónimo y esa mirada al mismo tiempo asombrada, precisa y solitaria, incapaz de sorprenderse demasiado ante nada.
Si sus fotos urbanas, tomadas con la cámara a la altura de la mitad del cuerpo en ese límite donde casi se invade el ámbito de lo mostrado, que hacen que las figuras aparezcan enfáticas, prácticamente invadiendo el cuadro con esa historia secreta de la cual la imagen muestra sólo algo que su lente –su mirada- percibe con sorpresa y al mismo tiempo ternura y asombro, lo más inquietante está en sus autorretratos.
En ellos aparece reflejada en la taza de un auto, en una bandeja de metal que difumina su rostro, en vidrieras donde su silueta  es  un reflejo que se une y a la vez se separa del resto de la escena, o en espejos que multiplican una imagen y con ella un enigma, o en sombras que se cuelan en la precisa organización de una imagen que se arma sola, a partir de su simple mirada. Es como si ella se encontrara unida y a la vez separada de las cosas: no termina de estar adentro de nada. Siempre hay una soledad y una distancia. Un paso leve y sin embargo gigantesco que la une a todo y que la separa –irremediablemente- de todo. El mundo es un lugar que ella es capaz de registrar pero en el cual no termina de estar. No termina de unirse, siempre queda afuera, siempre es esa sombra que se cuela desde un borde que contiene a esa mirada que todo lo ve, precisamente la que organiza la visión donde las cosas aparecen y ella surge, tímidamente, en un costado.
Ser lo que no se ve
Su vida es un interrogante, muy poco es lo que se sabe de ella. Llegó a Nueva York y trabajó primero como operaria, pero luego buscó otra tarea, una que le permitiera andar por las calles y a la vez reivindicar el ámbito de un cuarto que asumía como inexpugnable. Nadie entraba en esas habitaciones que cerraba con un candado y en las cuales guardaba pilas de diarios y papeles, como buscando testimoniar y preservar algo que era en sí mismo un secreto: su propia y solitaria vida y aquello que era su finalidad más íntima y a la vez pública: captarlo todo, salvarlo de un anonimato y destinarlo a otro.
A la inversa de los demás, no quiso mostrar nada sino ser algo que sólo se originaba y finalizaba en ella, produciendo una obra que terminó en esos depósitos de cosas donde van a parar las vidas anónimas pero que, por una extraña, providencial casualidad, fue también la plataforma desde la cual su arte fue lanzado a un mundo que lo desconocía.
Si unas vidas muestran más de lo que son la suya estaba consagrada a algo que ella no necesitaba mostrar porque su propósito se agotaba en la sola y absorbente empresa de llevarlo a cabo. El arte y la vida a veces comparten un mismo cuerpo que se consagra a ese arte y que termina por relegar a la vida, una dedicada a ese arte y no a las metas de cualquier vida.
Hoy su obra está en los museos, en el mercado del arte, es objeto de un litigio entre su descubridor y remotos familiares, pero ella vivió absolutamente sola y murió en la pobreza más grande de la cual sólo fue rescatada por algunos de aquellos niños a los que una vez “cuidó”.
Quizás eso sea un indicador de que el arte más desinteresado y más absoluto tiene más poder que la propia vida, que puede absorberla, valerse de ella y cumplir su propia, egoísta –y a la vez generosa- finalidad.



Eduardo Balestena

martes, 15 de septiembre de 2015

Crónicas de un lector, narrativa argentina contemporánea. Espacios entre la memoria y la crítica, de Sebastián Jorgi



Editado por el Instituto Literario y Cultural Hispánico y publicado por Prosa Amerian con un completo prólogo de Bertha Bilbao Richter Crónicas de un lector, de Sebastian Jorgi, es un conjunto de trabajos que abordan un amplio arco de narradores y obras.
Lo hace proponiéndose dar cuenta de “la extraordinaria explosión narrativa en el último cuarto del siglo, sobre todo a partir de 1980/82” (pág. 15) y estableciendo los modelos de narración que –desde el siglo XIX y la primera mitad del XX- sirven de base a las temáticas contemporáneas. Luego aborda el panorama de narraciones relevantes de la década del 80 y las “Narrativas de transición de los 60 y los 90”, con un apartado que dedica a la mujer, a partir del surgimiento de un grupo de escritoras, para iniciar un extenso recorrido por un largo número de narradores.
Un lector y una propuesta de lectura
            “En general, los escritores suelen vivir en un continuo presente –el de sus enunciaciones- un ahora que consume sus existencias y que les impide ver el antes y el después; muy pocos advierten la herencia de la tradición en que se insertan ni vislumbran la influencia que tendrán sus obras en las nuevas generaciones” señala el prólogo (pág. 5).
            Varios son los aspectos que resultan de este postulado: el lector que escribe las crónicas las hace formar parte de sus propios recorridos, los del periodismo literario que une la tertulia, la experiencia personal, la fascinación por una lectura permanente que a la vez que abrir a lo nuevo lo enlaza con lo anterior. Es un lector, es decir, está despojado de toda superioridad y de todo preconcepto y sólo se propone ir al encuentro de los libros, de todo lo que tienen para revelar. Es una relación de horizontalidad (el lector) y no de superioridad (el crítico).
Nos propone que no hay una literatura de la soledad. Cada obra conecta con una tendencia, otras obras o se diferencia de ellas. Nada es aisladamente. Todo brota y discurre, todo llega a otras orillas y es alcanzado por alguna corriente. La literatura circula, afirmando o borrando sus filiaciones.
            Se trata de un punto de vista –como señala el prólogo- coloquial al que sin embargo, en la permanente referencia bibliográfica, nada se le escapa. De este modo, al par que se diferencia de la crítica “científica”, de sus cánones, de sus discursos, instaura una actitud de descubrimiento a partir de recorridos: la cita de gran parte de los autores está jalonada de referencias a presentaciones de libros,  diálogos con escritores, y finalmente a sus trabajos. Una espontaneidad a la que el enorme bagaje de lecturas hace, sin embargo, aguda y rigurosa.
            La dimensión del presente reside en que todo está sucediendo, todo está vivo y ha dejado algo que nos resulta válido.
            La literatura en sí
            Explícita o implícitamente, la intención es hacer una referencia a autores y obras que no han tenido, o que han perdido, un lugar destacado en el espacio público y crítico. Así, “Su intención subyacente, es entonces, ´poner las cosas en su lugar´” (Prólogo, pág.5).
            De este modo, el criterio de lectura está en los valores de las obras y en lo que los autores tienen para decir, lo que hace absolutamente cuestionables las circunstancias por las cuales obras y autores ocupan o no un lugar de privilegio en las preferencias tanto del aparato editorial como de la crítica especializada, fiel a sus propios mecanismos de consagración y a sus propios y antojadizos cánones. No existe un canon a respetar en Crónicas de un lector; no existen espacios de poder que deban ser divinizados y defendidos, ni se trata de justificar la notoriedad y “trascendencia” de determinadas obras: se nos depara (nada más ni nada menos) un viaje a través de ellas, uno que nos permita apreciar que el éxito, la consagración o la difusión no son en sí mismos valores literarios, como tampoco el fracaso lo es. Éxito o fracaso: con respecto a qué, por parte de quiénes. Debemos preguntarnos si puede una obra  fracasar siendo verdaderamente artística, ya que el arte es lo que, de un modo o de otro, perdura.
            El recorrido que surge a partir de esta premisa es inmenso –comienza con la valoración de obras importantes –formal y temáticamente- de la década del 80, como Manuel de Historia de Marco Denevi, y permite apreciar a numerosos narradores a partir del esquema que proponen sus capítulos como (para citar a algunos): “Los cuentistas argentinos: famas y contraolvidos”: Humberto Costantini; Lubrano Zas; Juan José Manauta, entre otros; “La dimensión latinoamericana de boom: Maria Granata; Enrique David Borthiry; Héctor Tizón” o “Visitantes, caballos, llanuras y aparecidos: los cuentistas argentinos: Jorge Calvetti: Federico Peltzer; Rodolfo Modern, entre otros.
             Crónicas de un lector es un relevamiento de la literatura argentina del último cuarto del siglo XX pero es además una actitud, la de experimentar a la literatura como algo permanentemente en movimiento, un proceso que debe ser vivido y gozado desde el placer de la lectura y desde aquello en que una obra es algo único, revelador y espiritualmente duradero. Una verdadera obra, una vez llegada, estará siempre con nosotros, formará parte de nuestra sensibilidad y de nuestra vida y allí es donde reside lo perdurable.



 

Eduardo Balestena


viernes, 10 de julio de 2015

Werner Herzog, el eterno viaje


La publicación de los textos del cineasta  Werner Herzog (Münich, 1942) Conquista de lo inútil – Diario de filmación de  Fitzcarraldo (2008) y  Caminar sobre la nieve (2015), ambos traducidos por Ariel Magnus (Editorial Entropía) nos instalan en el centro de una conciencia y a la vez de una percepción, dadas en propósitos inamovibles: en un caso filmar en la selva durante tres años, en el otro emprender una peregrinación inexplicable.
“Un canto a las empresas delirantes”
Así se refería aquel programa de mano del Cine Arte Auditorium donde por primera ví Fitzcarraldo cuyo diario de filmación no se refiere a las alternativas del rodaje tanto como a las de una subjetividad llevada por un propósito tan delirante como el del personaje de la película, que pretendía construir un teatro de Ópera en medio de la selva.
Relevada la escritura del propósito de dejar constancia de sucesos en sí mismos, el lector aguarda una crónica en algo que, al menos externamente, lo parece, que da cuenta de hechos concretos y mínimos que discurren no como aventuras sino como parte de un universo alucinado, y que forman parte de una cotidianeidad asombrosa e inexplicable. No obstante, en lugar de aquello que cualquier crónica mostraría la escritura interna al lector  en un camino accidentado que no parece tener fin ni propósito, y en esa renuncia a las convenciones esperables de un diario de filmación se convierte, sin más, en una hechizante (y hechizada) obra literaria que se apropia del relato de aventuras para internarse en algo mucho más inextricable e inclasificable, que permanentemente nos revela el poder de una determinación capaz de soportarlo todo.
“Con la descabellada furia de un perro que ha hincado los dientes en la pierna de un ciervo ya muerto y sacude y tironea al venado caído de modo que el cazador abandona la tarea de calmarlo, se prendió de mí una visión, la imagen de un gran barco de vapor sobre una montaña…y encima una naturaleza que aniquila por igual a los quejosos y a los fuertes, la voz de Caruso que hace enmudecer todo dolor…” (Prólogo, pág. 11).
Furia, una imagen que posee, una visión que se apodera de un hombre que no intenta explicar las cosas sino sólo seguir adelante en pos de esa visión: si de algo es testimonio su Conquista de lo inútil es de un propósito capar de alinear y movilizar a todas las fuerzas disponibles –y las que no lo están- para ser llevado a cabo. Más allá, todo discurre como una sucesión de imágenes vistas por quien escribe como un discurrir ajeno (todos los mundos terminan siéndole ajenos, en ninguno acaba de estar completamente).
Por fuera y por encima de las cosas
No hay quejas, no hay lamentos ni dudas cuando el proyecto peligra por falta de financiación. No hay un pensamiento ni una secuencia lineal de hechos; el texto nunca informa, no brinda una explicación causal como “debo dirigirme a tal lado a hablar con tal persona para continuar”; las referencias a la película son aisladas, como dibujos a lápiz. Sólo las referencias de lugares y fechas permiten un esquema espacial y temporal que constituyen una simple referencia. Todo lo demás es inexplicable, ajeno, extraño, lo mismo el set donde Kubrick filma El resplandor como la mansión de Coppola: todo es igualmente ajeno y ante ello Herzog está solo, solo con su determinación, tan poderosa e inabarcable como esa selva en la que se producen destellos de hermosura, en esos momentos sí se conecta con el instante: “…me protegí del son con el paraguas de Maureen…un golpe de viento me lo arranco de la mano y flotó sobre el agua, el mango apuntando hacia arriba. La imagen me causó tal impresión que enseguida agregue una escena al guión” (pág.64).
“Por un momento se apoderó de mi la sensación de que mi trabajo, mi visión, me destruirían, y por un segundo me permití una mirada sobre mí mismo que de otra forma no consentiría jamás: por instinto, por principio, por un impulso de supervivencia, una mirada nacida de una curiosidad más bien material: si mi visión no me había destruido ya. Me tranquilizó saber que aún respiraba” (pág.59/60). Vida y visión son una y misma cosa. No es que si respira se encuentra vivo sino que si respira la visión no ha fracasado y sigue allí, no importan las dudas, la sensación marasmo e imposibilidad, es esa visión la dadora de vida y no a la inversa.
 El milagro secreto
“A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde Paris y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía ser…el cine alemán aún no podía prescindir de ella…Agarré una campera, una brújula y un bolso de mano…Tomé el camino más recto a Paris, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie. Además, quería estar a solas conmigo” (Caminar sobre la nieve, pás. 7).
Lotte Eisner (1896-1983), famosa crítica cuya obra había orientado y legitimado a una nueva generación de cineastas tuvo una vida en si misma novelística: huyendo del nazismo vivió en Francia, fue hecha prisionera en un campo de concentración del cual huyo para terminar radicándose en París, donde tuvo una actuación muy destacada, escribiendo en medios como Cahiert du cinemaLa Revue du Cinéma.
“Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No, no va morir porque no está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña” (pág.10). La deliberación propia es la única posible: no tiene una relación de causa a efecto con aquello que desea lograr, resulta inútil, pero es un acto de entrega puesto por delante de todo lo demás y vale no por posibilidad de éxito sino por la determinación que lo convierte en un bisonte o en una montaña.
A partir de allí es un minucioso registro de peripecias. Se refieren a la supervivencia cotidiana, al cansancio, al frio, muestran escenas mínimas, ocultas a la mirada común y llevan al cineasta a una vida absolutamente despojada e instintiva: le duelen los tendones, tiene sed, pierde la brújula.
La deliberación es independiente de todo, obedece a algo inexplicable, importa una ruptura con la razón y significa darle una jerarquía: vale más que todo y es lo más genuino, lo único que se puede ofrecer a un mundo sin razón para hacer valer una sola y universal razón, una íntima: Lotte Eisner no podía morir porque a veces las motivaciones del arte valen más que las de la vida.
Ese es el mensaje de una peregrinación sufriente, obcecada que dio por resultado un milagro secreto: lograr un reencuentro doblemente vívido y significativo porque fue producido por un gran sacrificio que quizás haya hecho que Lotte Eisner siguiera viviendo.
La traducción
El de Ariel Magnus (traductor de ambos textos) sobre Conquista de lo inútil es uno de los mejores y más esclarecedores artículos. Plantea la traducción como algo destinado a plasmar una experiencia íntima y literaria antes que la pura literalidad de una escritura urgente. También por las alternativas que hicieron que Herzog, siempre ausente en largos viajes que lo llevaron desde documentales por todo el mundo a la puesta de Parsifal, no llegara a supervisar esos textos que ahora vemos en toda la magnitud de esa necesidad y urgencia con la que fueron concebidos.
El mundo de Herzog parece quedar siempre más allá, discurrir muy lejos y también muy adentro.  

  
    

Eduardo Balestena


viernes, 3 de julio de 2015

Bajo el mundo

Junio fue el mes de la finalización de la Guerra de las Malvinas.
Entre el 11 y el 17 de ese mes, en 1982 Rodolfo Fogwill se encerró en su departamento, que abandonaba sólo un par de veces al día para ir al de su madre, en el mismo edificio y, antes de que se conocieran los relatos  de los sobrevivientes escribió Los pichiciegos (el cese de las hostilidades se produjo el 14 de junio, es decir, en pleno proceso de gestación).
Se trata de una novela a la que él mismo definió como un experimento ficcional y que implicó varias operaciones literarias: una fue la de establecer una alegoría con apariencia de realismo; otra la de romper los discursos imperantes: triunfalistas, reivindicadores y aquellos minoritariamente opuestos a la “gesta”, al momento de su escritura; y la de unir ciertos elementos propios con la tradición picaresca de la guerra, en la que se subvierten los valores del relato “épico” y adquieren relevancia las acciones más egoístas y pragmáticas (el excelente ensayo crítico Un lugar bajo el mundo: Los Pichiciegos, de Rodolfo E.Fogwill, Julio Schcvartzman, en  “Microcrítica: Lecturas Argentinas, Bs.As., Biblos, 1996, pág, 133-146 analiza exhaustivamente el universo semántico y simbólico de esta obra).
La historia
En plena guerra hay un grupo que cava un hoyo (la pichicera) en el que “vive” ,verbo que podríamos tomar como “sobrevive”, en el sentido de ganar un momento más a la muerte; lapso en el cual se renuncia a los atributos y valores humanos para adoptar otros: en este desplazamiento en el cual vivir es sólo sobrevivir podemos encontrar uno de los primeros corrimientos del lenguaje: una cosa es el discurso de la autoridad y otra muy diferente el de estos desertores que establecen otra autoridad, ya que en el lugar gobiernan los “Reyes Magos”,  y también se establecen otros “valores.”
El título alude al animal conocido como peludo; mulita; o pichi, que es ciego, vive bajo tierra y su habilidad de escape consiste en cavar. El término admite una amplitud semántica con la que el autor trabaja: ser un pichi, vivir sin ver, rehuir la luz, la guerra como cosa para chicos (recordemos la película titulada, precisamente Los chicos de la guerra, de Kamín, de 1984).
En la pichicera el turco y los otros reyes establecen un orden de jerarquías, comercian con los ingleses y aceptan un estado de cosas donde es válido entregar compañeros al enemigo a cambio de elementos que necesitan y que escasean, orientar los bombardeos ingleses(colocando unas extrañas cajitas con capas de colores que orientan a los misiles y que les son entregadas por los ingleses) hacia los marinos argentinos, con quienes se encuentran enfrentados, en un sistema de “vida” centrado en sí mismo y no en un ideal humano imposible en ese escenario. Otra posibilidad de lectura es que ese mundo siempre estuvo muerto, ya que lo experimentado diariamente no puede ser llamado vida, o que todo se trata de una metáfora que incluye a los desaparecidos.
No hay una localización precisa. Tampoco es preciso el número de pichis ni sus orígenes, en un ámbito que asimismo no resulta explícito, que sólo se encuentra esbozado, con lo cual sus límites son difusos.
Un realismo aparente
Leída sin una referencia a su época de gestación y a la luz de los testimonios posteriores la novela puede ser tomada como un relato testimonial: tan precisas son las referencias al escenario bélico y sus personajes y a las cosas que sucedieron durante el conflicto.
Ello hace a la verosimilitud del “experimento ficcional” de Fogwill. No obstante, lo primero que el lector descubre es que el relato se presenta como una enumeración de acciones mínimas de supervivencia; lo segundo es que no hay acciones bélicas propiamente dichas. Sólo hay ataques de una tecnología de la guerra sobre soldados indefensos.
            En lo real o más allá de lo real
            “Sólo el televisor siempre prendido era el único contacto con la guerra” declaró Fogwill. El detalle en la descripción de los aviones Sea Harrier y de los misiles ingleses instala una vacilación en el lector: o el autor tiene un conocimiento acabado de la tecnología bélica o dota a esta tecnología de una independencia semejante a la de los personajes.
            Tanto los aviones Sea Harrier como los misiles no parecen objetos sino entidades fantásticas que cobran distintas formas, describen rumbos impredecibles y cuyo tamaño parece cambiar. Por su parte los misiles se orientan a sí mismos en el aire, desafiando las leyes de la gravedad, se vuelven sobre su curso como si analizaran hacia dónde dirigirse, estallan arrojando torrentes de gelatina incendiaria y cintas metálicas con bolillas que giran y amputan miembros, pero sólo impactan en las filas de soldados que van a rendirse, cuyas filas deshacen volando a ras de tierra: “Y entonces vieron que el cohete se enderezaba y apuntaba hacia el cerro moviendo la trompita, como si lo estuviera olfateando” (Los Pichiciegos, Fogwill; Edit. Interzona, Bs.As. 2012, pág. 47).
La guerra es un proceso autónomo que una vez desatado todo lo absorbe: vidas, ética, posibilidad, esperanza.
Otras presencias fantásticas la de las monjas francesas secuestradas y asesinadas por el aparato represor de la dictadura, cuyas voces resuenan en la noche y “La gran atracción”: una especie de luminosidad que se convertía en humo y adoptaba la forma de un arco iris.
La picaresca de guerra
El saber de los pichis  es el de las acciones más elementales dentro de la pichicera, todo lo que está más allá es algo que hay que adivinar, un tejido de dichos y suposiciones donde nada es comprobable ni parece cierto.
En la pichicera todos los discursos y saberes, todo lo que tiene que ver con la guerra se convierte, como indica Beatriz Sarlo, (No olvidar la guerra, Punto de vista, nro 49, 1994)  en un mercado negro, en lo que puede funcionar como una metáfora mayor sobre las transacciones turbias hechas sobre la necesidad, motivadas por acciones de gobiernos.
Al hacerlo, al convertir la guerra en un mercado negro de cosas, donde la vida no importa, donde no existe la solidaridad, la literatura entra en un terreno donde, como señala Schvartzman, la picaresca (sacar partido como sea) se convierte en algo ajeno a los “valores”  del heroísmo que sostienen quienes hacen la guerra. Cita el anónimo “Cielito de blandengue retirado”, de 1821 o 23, :”No me vengan con embrollos/de patria ni de montonera” (Schcvartzman, 1996).
Bajo el mundo
Vivir bajo el mundo, bajo el silencio, vivir su propio drama (o no poder) es lo que han debido hacer quienes sobrevivieron a una guerra silenciada, ignorada, negada, apenas finalizó. Los que pudieron salvarse entonces, los que no sucumbieron al alto número de suicidios, también han vivido debajo del mundo, como los pichis,  pero a diferencia de esa otra metáfora, los ciegos eran quienes estaban sobre el mundo.
Una dictadura elige declarar una guerra de la cual no puede ni siquiera imaginar las consecuencias, la herida abierta por generaciones: el fervor triunfalista, el propósito de continuar en el poder también son otro orden de ceguera, el peor, el más absoluto y abarcador.
No hay un solo discurso que pueda dar cuenta de una guerra porque la guerra es indecible. Sólo puede aludirse a ella, en este caso en una propuesta literaria innovadora que a más de tres décadas sigue motivando la reflexión.





    
Eduardo Balestena




lunes, 23 de marzo de 2015

El gatopardo (Giuseppe Tomasi y Fabrizio Corbera: alteridad y nostalgia, motores de una escritura única)



“Estaba haciendo el balance de pérdidas y ganancias de su vida, trataba de extraer de la inmensa montaña de cenizas del pasivo las diminutas briznas de oro de los momentos felices” (Giuseppe Tomasi de Lampedusa, El Gatopardo, parte VII, pág.  252,  Edit. Altaya, Bs.As., 1996)


Retrato de un personaje tanto como de una época Il gattopardo es también un logro estilístico: una prosa sutil, nostálgica, humorística y al mismo tiempo aguda e irónica es también el testimonio de preferencias, de modos de sentir y reconstruir no sólo un pasado histórico sino también un mundo de significados y permite entrever los procesos que el texto puso en marcha en su creador.
El filme Manoscritto del principe (2000) de Roberto Andó (Palermo, 1959), con un Michel Bouquet muy parecido físicamente al escritor, recrea la época de la vida de Giuseppe Tomasi en que escribió (hacia 1955/ 56) la que fue una de las novelas italianas más importantes del siglo. Hay numerosas diferencias estilísticas entre los cuadernos originales, y las dos revisiones, transcriptas a máquina por Francesco Orlando (discípulo y amigo del escritor), producto de aquellos diálogos evocados en Manoscritto del principe. Con fuertes críticas por parte de Francesco Orlando, la película sirve para darnos una idea de aquel proceso creador.
En su prefacio a la edición en español (Altaya, 1996, Barcelona) Gioacchino Lanza Tomasi se remonta a los orígenes de aquel texto: una reunión de escritores en San Pellegrino, en 1954 incentivó  en Giuseppe Tomasi su propia actividad creadora, que no cesó en los treinta meses que aún viviría. De este modo, la soledad germinó en una actividad literaria cotidiana.
Ello nos dice que la historia de su bisabuelo pugnaba por ser desarrollada. Las discordancias entre la primera versión manuscrita (1955-1956), la mecanografiada en seis partes por Orlando y corregida por el autor (1956) y una nueva copia autógrafa dividida en ocho partes, de 1957  no son sustanciales –dice Lanza Tomasi- pero el número y el carácter y resultan indicativos de lo minucioso del trabajo de corrección. Lampedusa era un perfeccionista: de lo que podemos inferir que sus ideas, sus recuerdos y sus recursos se encontraban muy definidos y que también lo estaban los trazos finos de una prosa ya de por sí muy elaborada y que permitía apreciar su versación crítica, la precisión de su discurso y la organización de sus imágenes. 
  Elio Vittorini fue el lector de Mondadori que leyó la copia mecanografiada, y aunque reconoció el talento literario del escritor no recomendó la publicación pero sí que la editorial lo tuviese en cuenta. No obstante, en lugar de una respuesta dilatoria, le fue devuelto el manuscrito con una negativa.
“Los 18 meses transcurridos entre el envío del texto a Elena Croce y su publicación en la colección L Contemporanei, de la editorial Feltrinelli tampoco habrían resultado excesivos si la muerte no hubiera llevado tanta prisa”, señala Lanza Tomasi (ed. Altaya, pág. 12).
Lo cierto es que, rechazada por Mondadori, el autor murió en 1957 –hondamente amargado- sin ver su novela publicada. La película de Visconti terminó de consagrar a una obra ya muy reconocida.


Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina y el rissorgimiento
El escritor ubicó el relato en los sucesos violentos producidos en el proceso de la unidad italiana que culminó en el reinado de Vittorio Emanuele II, y los cambios sociales producidos en el contexto de esa lucha.
El príncipe es el personaje central (el narrador opera a partir de él, y lo muestra desde adentro) en el proceso en que una nueva clase burguesa, representada por Calógero Sedára, emerge junto a una nueva dirigencia política, encarnada por su sobrino Tancredi, quien se casa con Angelica, hija de Calógero Sedára. Los personajes del Padre Pirrone (siempre blando y voluble) y de Ciccio Tumeo (lúcido, crítico e independiente), enmarcan la reflexión del príncipe.
Visconti vio inicialmente con recelo la imposición de los productores de Burt Lancaster (Brooklyn, 1913-1994) para el papel central. Lo asociaba con historias de vaqueros. Consciente de que se trataba de uno de los personajes de su vida, Burt Lancaster compuso de una manera única a un príncipe, refinado y nostálgico. Claudia Cardinale y Alain Delon fueron Angelica Sedára y Tancredi, la frívola y vulgar nueva generación. Romolo Valli (quien intervino en Muerte en Venecia como gerente del hotel) representó al Padre Pirrone, y Paolo Stopa, a Calógero Sedára, un personaje torpe e inescrupuloso, que amasó una enorme fortuna mientras la estirpe de la casa de Salina vivía ya su decadencia.
El filme de Andó muestra a un escritor, igual que el príncipe, solitario y distante, a quien toca vivir una época que quizás pueda ser comprendida pero que no puede ser aceptada, que es de algún modo el producto de una aristocracia también frívola y vacía. Lampedusa vaga, en el filme, por un Palermo desconocido, por lugares degradados, igual que el príncipe, se adentra en un futuro incierto.
¿Podrá su estirpe sobrevivir degradándose junto con una época que él pretende dejar?

Prosa e imágenes
En un primer momento, Lampedusa pensó en narrar 24 horas en la vida de su bisabuelo, empezando por el día del desembarco de Garibaldi en Marsala. Progresivamente, se impuso la idea de narrar a partir de varios momentos en la vida del príncipe.
            De este modo, los capítulos (que el escritor denomina partes) son: I Mayo de 1860 (el desembarco en Marsala); II agosto de 1860 (viaje a Donnafugata); III octubre de 1860; IV Noviembre 1860; V Febrero de 1861 (el baile); VI Noviembre de 1862; VII Julio de 1883 (la muerte del príncipe); VIII Mayo de 1910 (el fin de todo).
            La película tomó algunos de ellos, y no abarcó uno de los mejores (la muerte del Príncipe).
            Ante una obra de un gran refinamiento formal, Visconti optó por poner fragmentos del narrador en boca del príncipe y eliminar el recurso de la voz over o de la voz en off (según se trate del habla del personaje o de un narrador), confiando lo demás a la imagen. La prosa es así objetivizada, y los estados interiores, descansan en la composición actoral. Ello resalta la creación viscontiana, liberándola de su dependencia respecto al texto.
            La novela es recurrente en algunas cosas que no se ven reflejadas en el filme: la gran estatura del príncipe, suerte de monumento de una estirpe extinguida; su afición a la astronomía, capaz de vincularlo a un mundo que por una parte es desconocido y por otra regular y matemático. Esa condición invariable de lo celeste, se contrapone al mundo humano, mezquino, cambiante y, como los lugares que visitaba el escritor, humillados. Otras presencias novelísticas están dadas por el sol,  el calor, y el viento inclementes de Sicilia, y Bendicò, el perro alano del príncipe, que hurga en los jardines en el primer capítulo, y que, ya siendo una pieza embalsamada atacada por las polillas, es arrojado a un montón de basura en la escena final de la novela.
Su estatura alude además a un punto de vista, de algún modo vinculado a Fabrizio y sus telescopios: Sólo él puede ver la fatalidad de ciertas cosas (no obstante, el narrador se encargará de revelar que ello no es así, con lo cual pone en duda una “certeza” de aquellas en las que descansa el texto). Unos personajes, como Tancredi y Calógero, se benefician de ellas, cuya mezquindad no conciben, y  otros, como el Padre Pirrone, o la gente de su propia clase, no alcanzan a percibirlas.

Un registro múltiple
“´Nunc et in hora mortis mostrae. Amen´.
El rezo cotidiano del Rosario había concluido. Durante media hora la serena voz del Príncipe había evocado los Misterios del Dolor: durante media hora otras voces, entremezcladas, habían tejido un rumor ondulante en el que ciertas palabras inusuales: amor, virginidad, muerte, resaltaban como flores de oro…Ahora que la voz había callado, todo volvía al orden…” (Parte I, pág. 25).
El narrador nos introduce en el mundo narrado a partir de un elemento (la voz) y un momento del día (el rezo vespertino del rosario), para pasar luego –tal como Mujica Láinez en La casa-  a algunos objetos: tapizados, el cielo raso donde las acciones humanas se reflejan. Nos introduce en un clima y un universo en el cual los objetos son presencias que conforman una atmósfera que sólo puede ser plasmada por la alusión a esos objetos, personajes, ámbitos y climas.
Lampedusa no reconstruye solamente un momento histórico sino un clima moral, sensaciones, formas de concebir tanto lo público (los acontecimientos) como lo privado (la familia, la nobleza): todo trabaja en un texto construido por la vida cotidiana; los objetos; la tradición y lo nuevo. Ello le confiere una espontaneidad que lo singulariza y la vez, imperceptiblemente, se trata de un imperceptible declive: transcurso y declive se encuentran asociados:
En medio de la convulsión que siguió al desembarco en Marsala el 11 de mayo, el Príncipe y su familia pueden sin embargo partir a sus vacaciones en Donnafugata:

“El viaje, que duró tres días, fue espantoso. Los caminos, los famosos caminos de Sicilia…sólo eran huellas imprecisas…se había despertado al rayar el alba y, entre el sudor y el hedor, no había podido dejar de comparar aquel asqueroso viaje con su propia vida, que primero había discurrido en llanuras risueñas, luego había escalado abruptas montañas y se había escurrido por gargantas amenazadoras, para desembocar finalmente en un paisaje ondulado e interminable, monótono y desierto como la desesperación. Despertarse con ese tipo de fantasías era lo peor que podía sucederle a un hombre de mediana edad; y aunque don Fabrizio estuviese seguro de que la actividad diurna  acabaría disipándolas, no por eso el sufrimiento que le provocaban era menos intenso, porque sabía por experiencia que dejaban un sedimento de pena en el fondo del alma, cuya lenta acumulación acabaría siendo la verdadera causa de su muerte” (parte II, pág. 72).

Uno de los tropos más importantes de la novela es el de la decadencia. Enunciado de varias maneras, superpuestas, recurrentes, preside la idea del transcurso: el tiempo inmutable: el de la condición social, los valores que han regido durante generaciones y que constituyen un modo de ver las cosas tiene sin embargo un quiebre: el transcurso conduce imperceptiblemente, a la decadencia, el vacío, la tristeza y la muerte.
Este es el primer pasaje en que este leimotiv aparece planteado.
La fortaleza de una posición social, la autoridad del príncipe van cediendo a un nuevo estado de cosas del cual Tancredi, su sobrino, y Don Calogero forman parte y sin que exista una razón clara ni visible, el Príncipe (con mayúscula en el texto, tal como lo corrigió Lampedusa) va cediendo, primero bajo la forma de la predilección hacia Tancredi, a quien reconoce como innoble, frívolo e interesado pero que sabe ubicarse ante los nuevos acontecimientos, y luego ante Don Calogero, a quien recomienda para el nuevo parlamento de la Italia unificada: la decadencia bien entendida parece comenzar por su propia casa.

Las estrellas es otro de los elementos: en ellas no hay decadencia, obedecen a otro orden del cual forma parte la nada y la muerte, que dan cita desde el cielo (la cita desde el cielo es otra imagen recurrente):

“El cielo estaba despejado, las nubes  que habían asomado al atardecer  se habían ido  quien sabe adónde, hacia pueblos menos culpables para los que la cólera divina había  decretado otras condenas no tan severas. Las estrellas se veían turbias y sus rayos atravesaban  con dificultad la mortaja del aire caliente.
El alma de Don Fabrizio se lanzó hacia ellas, las intangibles, las inalcanzables, las que dan alegría sin pretender nada a cambio, las que no hacen trueque; como muchas otras veces, imaginó  que pronto estaría en aquellas heladas extensiones, puro intelecto provisto de una libreta de cálculos; cálculos dificilísimos, pero siempre exactos. ´Son las únicas puras, las únicas personas de bien –pensó valiéndose como siempre de fórmulas mundanas- ¿Quién se preocupa por  la dote de las Pléyades, la carrera política de Sirio, los secretos de alcoba de Vega?´. El día había sido malo; lo advertía ahora no sólo por la presión en la boca del estómago, sino porque también se lo decían las estrellas: en lugar de verlas ordenadas según sus formas habituales, cada vez que alzaba la vista descubría el mismo diagrama…el esquema burlón de un rostro triangular que su alma proyectaba en las constelaciones siempre que se sentía perturbada…” (parte II, pág. 94/95).

Sicilia es presentada desde la apatía y el calor, insoportable, calcinante y un cielo bajo el cual nada parece crecer. Hay un pecado original de Sicilia, esa América de la antigüedad, conquistada por muchos y que ha mutado en una invencible apatía. Ese mismo calor perturba la visión de las estrellas. No aparecen nítidas pero igualmente atraen con su regularidad, su sujeción al cálculo y la cualidad de todo aquello situado más allá de toda contingencia humana.

“A través de una callejuela  transversal divisó el cielo del levante, que se extendía por encima del mar. Allí estaba Venus, envuelta en su turbante de vapores otoñales. Siempre fiel, siempre esperando a Don Fabrizio en sus salidas matutinas: en Donnafugata, antes de la caza; ahora, después del baile.
Don Fabrizio suspiró Cuándo se decidiría a concederle una cita menos fugaz, lejos de la tontería y de la sangre, allá en sus dominios donde reina para siempre la certeza? (parte VI, pág. 240)   
  
Don Onofrio, el administrador y más que nada don Ciccio Tumeo (el organista de la Iglesia de Donnafugata y compañero de cacería de Don Fabrizio encarnan a valores que perduran: la honradez uno, la fidelidad al Rey de Nápoles –que con sus becas le permitió estudiar el otro- y como tales están al margen de un nuevo orden representado por Calogero Sedára, un orden que se constituye, avanza, se ramifica, gana influencia por sobre todo linaje.
Don Calogero está casado con Doña Bastiana, una mujer muy bella a la que mantiene oculta porque “es una especie de animal: no sabe leer, no sabe escribir, no conoce el reloj, casi no sabe hablar…es hija de uno de vuestros aparceros de Runci, se llamaba Peppe Giunta y era tan sucio y tan salvaje que  todos lo llamaban ´Peppe Mmerda´ con perdón de la palabra Excelencia…Dos años después de que Don Calogero se fugara con Bastiana lo encontraron muerto en el sendero…con doce tiros…el hombre se estaba poniendo molesto y exigente.” (parte III, pág.128).
Ese era el nuevo linaje, de allí provenía Angelica, la prometida del advenedizo Tancredi:

“¡Eso, Excelencia, es indecente! Un sobrino, casi un hijo suyo, no debería casarse con la hija de quienes son sus enemigos, de quienes le han puesto mil zancadillas. Tratar de seducirla, como pensaba yo, era un acto de conquista; esto, en cambio, es una rendición incondicional. ¡Es el fin de los Falconeri, y también de los Salina!” (parte III, pág. 130).

El cambio de orden naturaliza las prerrogativas feudales que la nobleza había tenido hasta entonces y que, bajo otra forma, pasaban a la nueva clase burguesa, inescrupulosa y oportunista.
  
Don Calogero, devenido en alcalde de Donnafugata, se convirtió también en el mayor terrateniente, con casi tantas tierras como el Príncipe.
En el largo pasaje de la cacería con don Ciccio Tumeo éste, a una pregunta del Príncipe, le confiesa haber votado por el no en el plebiscito por la unificación. Los “No” habían sido ocultados por el alcalde: el acto de nacimiento de ese nuevo orden estaba viciado, silenciaba a voluntades que no le importaban y esa importancia estaba dada por el yerno de “Peppe Mmerda”, ese era el nuevo orden que el Príncipe veía con recelo pero al cual favorecía.

 “…a esos sentimientos venía a añadirse una especie de admiración hacia la persona, y en el fondo, en el fondo mismo, de su altiva conciencia una voz se preguntaba si acaso don Ciccio no se habría comportado con más hidalguía que el Príncipe de Salina; y los Sedára, aquellos Sedára, desde el más pequeño, que violentaba la aritmética en Donnafugata, hasta los más grandes, que estaban en Palermo, en Turín, no habrían cometido, quizá, el delito de estrangular esas conciencias? “ (parte III, pág. 124).

Los chacales y las hienas
El caballero Aimone Chevalley di Monterzuolo llega enviado por el gobierno a ofrecerle al Príncipe el cargo de Senador del Reino, como siciliano ilustre. Pero el Príncipe no lo acepta. Sicilia, invadida, vejada por los recaudadores bizantinos, los emires berberiscos, los virreyes españoles era una tierra condenada, despojada y exhausta. El ofrecimiento dice, es bienintencionado, pero llega tarde y propone para el cargo a Calogero Sedára.

“Chevalley pensaba: ´Esta situación no durará mucho; con nuestra administración, nueva ágil, moderna, todo cambiará´. El Príncipe se sentía abatido: ´Todo esto –pensaba- no debería durar; sin embargo durará, durará siempre; el ´siempre´ humano…; luego será distinto, pero peor. Nosotros hemos sido los Gatopardos, los Leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, Gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra” (parte III, pág. 191).

Fatalista y contradictoria, su concepción favorece a los chacales y a las hienas que al mismo tiempo no acepta, pero en la certeza de que no podrán llevar adelante ningún cambio, que esa concepción de lo público divorciada de toda posibilidad de cambio sólo significa que el provecho será de esa clase que busca enriquecerse en lo privado a costa de lo público.
Al hacerlo, concibe a toda posibilidad de cambio igual que concibe a su clase: como algo condenado, sin posibilidades.

El cortejo de la muerte
Si bien la película suprime la muerte del príncipe trata de una forma mucho más detenida la escena del baile. En la novela, no tiene una función definida más que presentar a Angelica y mostrarla en su nuevo medio social. En cambio en la película, que trabaja mucho más el escenario de los ambientes (en lugar de la geografía siciliana) la escena del baile dura 45 de los 177 minutos de la versión italiana.
Toda esa sensación de instancia final de un progresivo declive, esa especie de saco que ha ido vaciándose, poco a poco hasta que no queda nada en su interior, que preside el brusco cambio físico del Príncipe, que –en la parte VII- no se reconoce al mirarse a un espejo, es expresado en la escena del baile en ese rostro rendido a una tristeza invencible, que al salir reclama a Venus (justamente a Venus) la muerte,
En la novela, al dirigirse al baile en el carruaje, un sacerdote visita a un moribundo, y el príncipe se arrodilla. En la película, esa escena está luego del baile, antes del final, y Visconti la une a la del final del capítulo de la novela, cuando en el amanecer, ante la vista de Venus, el príncipe suspira preguntándose cuándo le dará una cita menos efímera. Venus, símbolo de sensualidad, es asociada con la muerte.
El narrador, al comienzo del capítulo de la muerte del príncipe, dice: “Era una sensación que Don Fabrizio conocía desde siempre. Hacía decenios que sentía como el fluido vital, la facultad de seguir viviendo, iban retirándose, lenta pero continuamente de él, como se agolpan y van pasando uno tras otros, sin prisa y sin pausa, los granitos por el estrecho orificio de un reloj de Arena”. (El Gatopardo, parte VII, pág.243).
Tal afirmación parecería inspirar la concepción de Visconti de la escena del baile, donde Fabrizio siente la enorme soledad, la juventud perdida, la declinación de su clase, y un largo y triste ocaso.
En la película, cuando el príncipe se refugia en la biblioteca a donde llegan a buscarlo (mientras observa una copia del cuadro La muerte del justo, de Greuze) Angelica y Tancredi, hay una suerte de seducción entre el príncipe y Angelica, bajo la mirada de Tancredi, a quien, conciente de que debe a su tío ese casamiento ventajoso, opta por fingir que no percibe tal situación.
El Príncipe baila con Angelica un vals, y en cada vuelta recupera su juventud, una recuperación, como todo, ilusoria. Es la fugacidad de las cosas, que permanecen un momento más antes de marcharse, y es un mundo lo que desaparece ante el surgimiento de algo donde siente que no hay lugar para él.
La imagen lo capta en la mirada de Tancredi que ve a un hombre agobiado.
En la novela, en cambio, el registro pasa por las sensaciones del príncipe en el baile.
De algún modo es la presencia de Fabrizio lo que alimenta escenas de ambas, la novela y la película, como las imágenes diferentes de una infinita nostalgia.

Un tiempo que se cierra
Las últimas partes (“VII, julio de 1883”, muerte del príncipe y “VIII, mayo de 1910”, el fin de todo) constituyen un punto de quiebre en la novela: ambos avanzan en el mundo y la acción narrados rompiendo el eje de progresividad y las acciones inmediatas y reconocibles.
Al hacerlo produce dos efectos:
1) presentar un mundo estático, clausurado donde nada es nuevo y todo es consecuencia de desenlaces anteriores cuyas circunstancias a veces el lector ignora. El narrador brinda pocos indicadores, restringe los hechos a cuestiones centrales, mínimas en número, pero significativas.
Asimismo (2) produce una torsión en el eje de la novela: Concetta y sus dos hermanas -Carolina y Caterina- pasan de ser personajes laterales, auxiliares de la acción central a ser no principales sino a ocupar el lugar de un personaje principal que ha dejado un vacío.
El descenso de la estirpe estaba asociado al ascenso de Tancredi,  ya desaparecido (basta un par de frases y referencias para decirlo todo acerca del personaje, pese a que la primera parte de la novela gira en torno a él): la centralidad es la que ha desaparecido, la que se ha extinguido haciendo real la declinación final y la clausura pero no sólo del espíritu nobiliario sino de todas las ilusiones, porque viven en un mundo definitivamente muerto.
Hay dos clausuras: la de la estirpe y la de la vida.
Ambas partes (como las denomina el autor en lugar de capítulos) avanzan unos veinte años. De este modo, de la acción que va sucediendo se pasa a lo que sucedió.

En la Parte VII la acción pasada y la presente coexisten: el hecho principal que es la muerte del Príncipe absorbe a los secundarios: aquello que sucedió en ese lapso de algo más de veinte años de los cuales el lector no es testigo.
En la Parte VIII, unos 27 años más tarde el puro presente de la narración ya resulta secundario porque ese presente discurre en referencia al pasado y ambos, pasado y presente, se encuentran clausurados de manera definitiva.
El objetivismo también sufre una torsión: antes se narraba involucrando a los objetos:
”Cerrado por tres tapias y un flanco de la casa, la reclusión le prestaba un aire de cementerio al que contribuían los montículos paralelos situados entre los canalitos” (Parte I, Mayo, 1860).

Ahora, en cambio, el plano se multiplica en el visual del lector y el significativo del narrador. El narrador presenta objetos que el lector no conoce –la Villa de 1910 se superpone a la de 1860 pero parecen ser dos lugares totalmente diferentes: una parece estar retirada, en medio del campo, la otra a pocos minutos de Palermo.
En los objetos se produce una apariencia que luego rompe al confesarle al lector el verdadero significado de esos objetos potenciando el efecto de clausura de ese mundo narrado:

 “En las paredes, retratos, acuarelas, imágenes sagradas; todo muy limpio y ordenado…El visitante ingenuo  quizás hubiese sonreído a la vista de aquel cuarto: con tanta claridad revelaba el carácter afable y meticuloso de una vieja solterona.
Para el que sabía entender, para Concetta, era un infierno de recuerdos momificados” (pag. 265).

No sólo es algo pasado sino algo momificado.
El pasado vertebra, da sentido y refugio; es nuestra vida, nuestra historia, nuestra explicación y nuestro bagaje de tiempo vivido. Nos devuelve imágenes, nos interpela. Pero aquí no sólo está lejos en el tiempo sino momificado y la vida se convierte en el diario vacío de no tener un presente –cuyo acontecer se debe en gran parte a un pasado- sino tampoco a ese pasado que no es significativo, no está vivo ni se agita ni late  sino que se encuentra definitivamente inmóvil.
  
“Las cuatro cajas pintadas de verde contenían docenas de  camisas y camisones, de batas, fundas de almohada, sabanas cuidadosamente separadas en ´buenas´ y ´corrientes`: el ajuar de Concetta confeccionado  en vano hacía cincuenta años; aquellos candados  jamás se abrían por temor a los demonios molestos que pudieran salir de las cajas, de modo que la omnipresente humedad palermitana iba impregnando las telas, que amarilleaban y se deshacían hasta volverse definitivamente inútiles. Los retratos correspondían a personas muertas por las que ya no sentía  afecto alguno; las fotografías, a amigos que mientras vivieron la habían herido lo bastante  como para que no pudiera olvidarlos después de muertos…” (pág.265).

Clausura de una posibilidad, clausura de un pasado, fin de una creencia en la cual los personajes se refugian: la capilla con sus reliquias dudosas examinada por el clero, la lenta pendiente concluye con el fin de toda ilusión, de toda explicación y de toda esperanza.

La concepción del capítulo anterior (La muerte del príncipe) es muy diferente: si en el ultimo la acción sigue como obedeciendo a una inercia y dando cuenta de un cerrado fervor religioso sin otros hechos significativos que los que aluden, como claves de interpretación, a un pasado lejano, cerrado, en el de la muerte del Príncipe es literariamente muy distinto.
Al par que se trabajan varios simbolismos: la figura de la joven mujer; el mar; el silencio; el Viático; el fragor de la vida que lo abandona; el viaje en tren; tiene lugar aquello a lo que la acción conducía. Luego de eso, sólo resta la subsistencia.
Asimismo se produce la división entre dos instancias del personaje: la que siente y narra y el cuerpo que es percibido indirectamente, como algo sobre lo cual ya se carece de control y que resulta ajeno. Esta experiencia de extrañamiento marca fuertemente el capítulo pero es enunciada ya avanzado el texto:

“Don Fabrizio se miró en el espejo del armario: le resultó más fácil reconocer a su ropa que su aspecto…Por qué a todos nos pasa lo mismo: morimos con una máscara sobre el rostro…” (pag. 247).       
  
Hay un orden de cosas que está más allá de ese cuerpo vasto y poderoso tantas veces descripto en los capítulos anteriores.
Pero ya ahora, las sensaciones no vienen del cuerpo sino que lo perciben como algo disociado.

“Al parecer, tenía la barbilla apoyada contra el pecho, porque fue el cura quien tuvo que arrodillarse para meterle la Forma entre los labios” (pag. 251)

“El Príncipe agradecía la charla, e intentaba, sin mayor resultado, apretarle también él la mano. La agradecía pero no la escuchaba” (pag. 252)

Don Fabrizio había emprendido el viaje a Nápoles para consultar a un médico, junto con su hija Concetta y su nieto Fabrizieto y contra el consejo del médico decide regresar en tren a Palermo. En el terrible calor del verano el viaje –final- se convierte en una pesadilla:

“…había tenido que pasarse treinta y seis horas encerrado en una caja al rojo vivo, ahogado por el humo de los túneles que se repetían como sueños febriles, enceguecido por el sol en los tramos a campo abierto…el tren atravesaba paisajes maléficos, puertos malditos, palúdicas llanuras sumidas en el sopor…” (pág.245)

La imagen de la muerte es la de una mujer entrevista en la estación de tren. Se abre paso hasta él, a buscarlo, porque “el tren debía estar por partir” (pág.254).

Dos imágenes se cruzan: vienen del capítulo anterior, el del Baile (VI, noviembre de 1862): el retiro de la voluntad de vivir y la imagen del Viático: camino al baile el Príncipe desciende del carruaje al advertir que un sacerdote se encamina a la casa de un moribundo. Esta vez el tintineo de la campanilla está dirigido a él:

 “Y calló, acechando el tintineo del viatico. Aquel baile en casa de los Ponteleone: Angelica había sido una flor fragante entre sus brazos. No tardó mucho en escucharlo…El sonido alegre y argentino trepaba por las escaleras, irrumpía en el pasillo y se agudizó al abrirse la puerta” (pág. 251).

El cortejo de la muerte ha concluido.

La imagen del fragor de la vida que lo abandona, recurrente en novela, también estalla y, lo mismo que las sensaciones corporales, es capaz de silenciar los ruidos en ese fragor:

“…ahora se trataba de otra cosa, algo muy distinto…sentía como  la vida se escapaba de él en grandes oleadas presurosas, con un fragor espiritual comparable a la catarata del Rin. Era el mediodía de un lunes de finales de Julio, y el mar de Palermo, compacto, oleoso, inerte, se extendía ante él…El silencio era total” (pág. 244/245).

El mar adquiere la imagen de algo suspendido, brillante, silencioso, irreal, símbolo, en esa irrealidad, de algo diferente. Deslumbra ante el brillo del sol del mediodía y surge como una presencia:

“Hizo que abriesen las persianas, pero el metálico mar reflejaba una luz enceguecedora…” (pag.248)
   
El príncipe no parece morir, sino retirarse del mundo y encontrarse con una imagen de la muerte que es la de la joven mujer que antes había llamado su atención.
La ensimismada soledad, la misma de Giuseppe Tomasi, lo envuelve, le depara el balance de su vida: Pop, el perro pointer que al momento de su agonía lo buscaba bajo los arbustos y poltronas de la Villa, los regresos a Donnafugata –una versión ficcional de la Santa Margherita Bellice del escritor- , la charla con Ciccio Tumeo, la entrega de la medalla de la Sorbona, por la exactitud de sus cálculos sobre el cometa Huxley, la seda de ciertas corbatas y luego ya algunas alegrías, “pepitas mezcladas con tierra”.

“De pronto en el grupo se abrió paso una joven dama: esbelta, con un vestido de viaje marrón de amplia tournure, y un sombrerito de paja cuyo velo moteado no alcanzaba a ocultar la gracia irresistible del rostro…Era ella, la criatura que siempre había deseado; venía a llevárselo; era extraño que siendo tan joven hubiera decidido entregarse a él; el tren estaba por partir. Cuando su rostro estuvo frente al suyo, levantó el velo y así, pudorosa, pero dispuesta a ser poseída, le pareció más bella aun que cuantas veces le había entrevisto en los espacios estelares. El fragor del mar cesó por completo” (El Gatopardo, parte VII, pág. 254).

El texto es un mundo donde entran todas las cosas, aun las que no están y el mundo que reconstruye no es simplemente un pasado sino lo que de ese pasado conforma un presente. Presente y pasado no son ni lineales ni demasiado diferentes: parecen unidos por un mismo exilio interior y una continuidad que lejos de convertir a ese mundo que desaparece en un paraíso añorado lo retrata en la crudeza de sus jerarquías, unas que se rompen para dejar su paso a algo más vago, oscuro e impreciso.
 ¿Es posible fraguar para las necesidades literarias una prosa de tantas capas, que sigue tan estrechamente las vicisitudes de una conciencia y de un modo de sentir? O por el contrario, ¿es esa intensidad, es esa alteridad entre el exilio de Giuseppe Tomasi y el de Fabrizio Corbera la que construye esa escritura al mismo tiempo capaz de tanta belleza y de tanta tensión?
La verdadera historia parece posible de escribir sólo una vez.
La vida que se escapa, momento a momento, el mundo que cambia, la necesidad de una certeza donde sólo importe la belleza y la exactitud, son las mismas en la novela que en la vida; una vida demasiado breve para quien pudo concebir y realizar una gran novela que parecía aguardarlo desde el fondo del tiempo, desde aquel bisabuelo, eterno espejo en el cual mirarse y esas circunstancias forman parte de la obra.

Finalmente se trata de eso, de pepitas de oro en el fondo de una montaña de ceniza.