viernes, 1 de enero de 2010

Yo, Claudio





La posibilidad de acceder a la miniserie Yo, Claudio (BBC, 1976) en dvd permite volver a apreciar muchos aspectos de esa inolvidable puesta, con guión de Jack Pulman (Londres, 1925-1979), dirigida por Herbert Wise (Viena, 1924), además de hacernos releer, una y otra vez, la saga de Robert Graves (Londres, 1895-1985).
Su concepción teatral establece un lenguaje marcado por el detalle, la palabra, el movimiento y la pura síntesis de los elementos narrativos.
También hace que nos parezca que esos actores no hubieran existido hasta ese entonces, y que se hubieran perdido después. No obstante, todos ellos tenían, a ese momento, una extensa carrera en el teatro y siguieron teniéndola después. Sin embargo, es difícil pensar que hubieran podido llegar a la cima a la que llegaron en esa adaptación de Jack Pulman –con diseños de Tim Harvey- de las novelas de Robert Graves (Yo Claudio, y Claudio El Dios y Su Esposa Mesalina).
La página web de la BBC permite acceder a un resumen capítulo por capítulo, a un análisis de la adaptación, a veces bastante crítico, a las fuentes históricas en los hechos centrales, y referencias de los personajes verdaderos, pero, a diferencia de lo que sucede con la de Los de arriba y los de abajo (Upstairs, downstairs) no hay una historia de la gestación de la obra ni acerca de cómo fue hecha.
Semántica pura
En la versión en dvd, en el idioma original, se hace evidente, por empezar, el impacto de la palabra hablada. Matices, inflexiones, claridad, introducen a los personajes de un modo muy diferente: las palabras de Claudio (en la bella y sutil voz de Derek Jacobi, Leytonstone, Londres, 1938) son a la vez las del narrador, y puestas en esa función adquieren densidad y musicalidad tanto como las de Livia, su abuela (Siân Phillips, Bettws, Gales, 1934), se vuelven el siniestro hado que, alzándose sobre los personajes, maneja su destino.
La novela se hace habla, los largos capítulos se convierten en desplazamientos en una escena, siempre central, y en diálogos, siempre concisos, en los cuales el modo de decir es tan importante como lo que es dicho.
Son varias las libertades que se toma Jack Pulman -en el despliegue de este mundo enajenado por el poder pero que se vive a sí mismo como normal- respecto al texto central de las novelas (de las cuales la primera es la más asombrosa y nuclear) pero esas libertades están en función de los núcleos de la obra, a la vez que introducen la ironía y un velado humor negro, absolutamente distintos al discurso literario, que permanentemente se abre en las digresiones de Claudio, quien como narrador personaje concibe a la obra en los vaivenes de un habla contra la cual la propia escritura parece sublevarse, haciéndose, por largos capítulos, prolija y detallista.
Paradójicamente, el protagonista es, junto con Germánico, su hermano, (David Robb, Londres, 1947) y Póstumo Agripa (John Castle, Croydon, Surrey, 1940), aquel del cual se omiten más cosas (Los episodios de la actuación y las muertes de estos últimos son mucho más terribles y extensos en la novela).
Sin exteriores, sin despliegues, sin ninguna espectacularidad, la obra es un prodigio de reconstrucción en cada detalle: espacios reducidos donde todos los objetos se destacan, en una cámara capaz de reparar en ellos, uno a uno, y desplazarse siempre con un sentido preciso y buscando los ángulos en que mostrar cuerpos y rostros. Yo Claudio tiene el lenguaje de la concentración y del detenimiento.
El tiempo en los cuerpos
Los cuerpos, que en la novela son descriptos –puntualmente- con la función de plantear a personajes históricos en su dimensión humana (o inhumana), darles un carácter y reflejar el transcurso, en la miniserie se convierten en un elemento dramático, igual que acciones y palabras. Son reveladores en este sentido, además del propio Claudio, los personajes de Tiberio (George Baker, Varna, Bulgaria, 1931) y Livia que, junto con Antonia (Margaret Tyzack, Londres, 1931) son quienes tienen una intervención más extensa: de algún modo es la propia maldad la que va esculpiendo sus cuerpos y voces.
El joven Tiberio que dialoga con su hermano Druso, padre de Claudio (Ian Ogilvy, Woking, Surrey, 1943), termina siendo ese alto anciano agobiado, de rostro duro, voz penetrante y desagradable, y una piel ulcerada por la enfermedad. Sorprende que la fotografía del George Baker verdadero (de 45 años al momento del rodaje) lo muestre fino y elegante. Esa Livia que es central en cada espacio donde se encuentra, capaz de llenarlo con su voz y su presencia, se convierte al final en una anciana decrépita, empequeñecida y aterrorizada por el futuro castigo infernal de sus crímenes. Olvidamos que al momento de la filmación Siân Phillips sólo tenía 42 años: su voz y su cuerpo son los de esa Livia que muere y que en ese momento inspira tanta tristeza como antes inspiraba odio.
El tiempo está en el lenguaje de los cuerpos, les ha inscripto su paso, les ha marcado sus crímenes, ha cambiado a los personajes de poderosos a temerosos y vulnerables y en esa progresión nos hace dejar de ver a los actores, ya que es ese transcurso el que construye a los personajes.
Macro (John Rhys-Davis, Salisbury, Wiltshire, 1944), imponente y desalmado jefe de la guardia pretoriana, que –irónicamente- encarnó al enano Gimli en El Señor de los Anillos, como la mayoría de los personajes de fuerte presencia física, es efímero: en la novela es muerto y en la miniserie simplemente desaparece. Los cuerpos fuertes de quienes aspiran al poder y no lo logran, o de quienes simplemente no lo desean pero son sacrificados por quien piensa que sí, son un río que fluye, pasa y sigue su curso. De ese modo, Stuart Wilson (Guilford, Surrey, 1946), el especulador Julius Baufort en La Edad de la Inocencia, sobre el final, es Silio, amante de Mesalina, esposa de Claudio.
El bien, la belleza y la paz son tan volátiles como los cuerpos sin poder. Sólo los que lo tienen sienten que pueden perdurar, y en algunos casos (Livia, Augusto y Tiberio) perduran. La excepción es Claudio: no tiene belleza ni poder y por eso está fuera del tejido de aquello que tiene significado para los personajes que sí lo tienen y aspiran a conservarlo, o no lo tienen y aspiran a adquirirlo. Pero el poder es también falaz: una vez que Livia logra su cometido de hacer que su hijo Tiberio suceda a Augusto (Brian Blessed, Mexborough, Yorkshire, 1937), pierde paulatinamente ese poder y se encamina hacia el final donde sin él, sólo se enfrenta al terror.
Pasajes
Hay aspectos esenciales que la miniserie no puede recoger, no obstante, hay otros que, con un estilo tan imaginativo como eficaz, sí puede recoger: El largo capítulo que retrata a Tiberio joven, es resuelto en la miniserie como un diálogo con su hermano Druso: ambos se arrojan un pesado balón de cuero en un entrenamiento en el gimnasio y entablan un diálogo que toma la mayoría de los elementos del capítulo de la novela. Hablan de Livia, de la oscuridad que habita en Tiberio, y que fuera de la influencia de Vipsania –su esposa, a la que ama y de la cual es obligado a divorciarse- el recuerdo de su padre, y su hermano Druso, su vida se perdería, como efectivamente lo hará, en esas tinieblas.
Otros pasajes son reducidos a una escena o un diálogo: poco antes de morir, Livia cuenta a Claudio cómo asesinó a los miembros de la familia de Augusto que estaban en la línea de sucesión, y al propio Augusto: “fue mi trabajo más difícil”, le dice. En cambio en la novela se introduce otro elemento: el padre de Livia había muerto a causa de Augusto, y ella, sin el menor remordimiento, a lo largo de sus 52 años de matrimonio, había asesinado a su descendencia y a él mismo.
Lollia, una mujer noble, se suicida ante sus amigos pues no puede vivir con el recuerdo del ultraje que le infligió Tiberio: en la novela son dos líneas, pero en la miniserie es una larga escena con diálogos que no están en la versión literaria.
Hay muchas otras cuestiones similares y sería muy extenso enumerarlas. Basta señalar que estas omisiones producen algunos vacíos en una serie de capítulos que hubiera debido ser, aun a riesgo de perder concisión, bastante más extensa.
Una de las escenas de antología es la de la muerte de Augusto. Renuente a comer nada que no hubiera sido tocado por sus manos, se alimenta sólo de higos recogidos por él mismo pero que habían sido envenenados por Livia en la planta.
La cámara toma un primer plano del rostro de Augusto, mientras se escucha la voz de Livia. Los ojos de él tratan de seguir el eco de esa voz, pero van cerrándose y lentamente la vida comienza a abandonarlo, mientras la voz de ella prosigue en tono de reproche. Le habla y en un momento, mientras sigue haciéndolo, sus manos cierran los ojos de él. Hay una divergencia entre esa voz y esa conciencia, atenta no a lo que dice la voz, sino a lo que en realidad sucede: una vez más, una definitiva y última vez, Livia lo ha sometido, ha evidenciado que él en realidad nunca había tenido ningún poder. Sólo ese rostro y sólo esa voz pueden hacer perceptible una constelación de cosas.
“Es tiempo de irse, Claudio, el barquero está esperando”
Nos atrae de Yo Claudio, además de su estética, que es propia, intransferible, dependiente y a la vez liberada de las novelas, el hecho de que ese mundo despiadado sea, después de todo reconocible. De algún modo lo sentimos como aquello que vivimos cotidianamente, pero llevado a su paroxismo.
Claudio es ultrajado, una vez y otra, pierde a Camila, con quien iba a casarse, muerta misteriosamente el día de la boda (un episodio terrible que la miniserie omite), también a su padre, a su hermano Germánico, a su amigo Póstumo, hasta a su pareja, la prostituta Calpurnia; es obligado a casarse con una asesina, hija de otra asesina, amiga de Livia; es engañado por su esposa Mesalina, traicionado por su secretario Palas, amigo de la infancia, y finalmente asesinado por su última esposa, Agripinila.
Todo lo que ama muere y no encuentra amor en nada de lo que vive. No hay nada en su vida salvo sus escritos: el mundo de Cartago y la civilización etrusca, el ideal republicano, y la lúcida conciencia de un mundo terrible al cual no opone la lucha sino la resignación.
La novela termina con las palabras: “No escribas más, Tiberio Claudio, dios de los britanos, no escribas más” (Claudio el Dios y su esposa Mesalina, Alianza Editorial, 1994, pág.536). Con una enorme belleza, la miniserie concluye con la máscara de la sibila que había profetizado su reinado y que le dice cuando muere “Cierra tus ojos, es sólo un breve paso al bote, un pequeño empujón para cruzar el río…-Y luego- - Y luego, te prometo, soñarás una historia totalmente diferente. Buen viaje, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico, Dios de los britanos y otrora emperador del mundo romano. Buen viaje-“.
Él supo que Agripinila le daba hongos envenenados y los aceptó. La muerte fue la única paz, la pérdida final de una vida destinada a obtener lo que no deseaba y a perder todo lo demás.





Eduardo Balestena


1 comentario:

  1. En primer lugar, felicidades por la reseña. Esta obra, que permanece un poco olvidada en el estante imaginario que debería contener todos los títulos sobre novela histórica, merece especial atención, sobre todo para los amantes de la antigua Roma y sus historias. El autor reconstruye una época romana sumamente interesante, los inicios del imperio desde el punto de vista de Claudio, un emperador nombrado por casualidad y contra la voluntad del propio interesado. La narración es densa, sí, pero casa perfectamente con los acontecimientos narrados. La óptica es más bien palaciega, las guerras y sucesos externos al palacio imperial se relatan de pasada. Lo importante aquí es la vida de Claudio y su ascenso al poder sobreviviendo a un tiempo cargado de incertidumbre en el cual la ambición o los celos podían ser causa de muerte. Una obra como digo imprescindible para los amantes de Roma. Salu2 y buenas lecturas.

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