lunes, 4 de enero de 2010

Mundos conocidos, mundos desconocidos




a Juan Luís Fernández Acevedo (1924-1994) que siempre se preguntaba sobre los sies de la historia

Hace años, la serie “Relaciones” (Connections), (1976) de James Burke, proponía, creativamente, y con un gran sentido del humor, una visión de la alternativa de cambio.
La historia, más que nada en la relación entre los descubrimientos y los hechos históricos, es la consecuencia de una trama tejida por distintos sucesos, que, combinados o sumados, dan por resultado el mundo que conocemos. Un invento unido a otro, implica que se produzca una maquinaria, y junto a una coyuntura económica y política, que ello tenga un impacto en el mundo social y en la cultura.
Así, bastaría que no se hubiese producido un descubrimiento, cadena de otros, que, por ínfimo que pareciera, habría hecho que la historia y la vida, fueran otra cosa.
Henry James se plantea una perspectiva semejante en un relato (La alegre esquina), en el que un arquitecto regresa a Nueva York y de pronto se enfrenta con ese otro que pudo haber sido de continuar viviendo allí, en lugar de haberlo hecho en Londres. Todos hemos dejado de ser algo para ser otra cosa.
También la historia, que nos parece lineal, no es más que una combinación de estos factores, terribles y azarosos.
Ejemplo de ello son tres sucesos que, de no haberse producido, habrían significado un curso muy diferente para el siglo veinte: Uno es el asesinato de Piotr Stolypin, Primer Ministro del Zar Nicolás segundo; el otro el del archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austro-Húngaro, y el último, la conspiración para matar a Hitler de Klauss Von Stauffemberg.
Crímenes políticos
Es el historiador y escritor Dominique Venner quien, en su libro “Terror y Crímenes políticos en el siglo XX” (Atlántida, 1988), plantea este hipótesis digna de James Burke, al enumerar 9 asesinatos claves en el siglo XX. Los dos primeros son precisamente el de Stolypin y el Archiduque Francisco Fernando.
Un asesinato anuncia la caída de los zares
Tal es el epígrafe del primer capítulo, dedicado al asesinato, en Kiev, el 14 de septiembre de 1911, de Piotr Stolypin.
En el clima de violencia que sucedió a los movimientos de 1905, la figura de Stolypin tuvo una enorme gravitación. Tras el levantamiento de 1905, y los disturbios de 1906, hubo una gran actividad terrorista, con alrededor de 855 atentados en 1906.
Veterano y enérgico funcionario que había hecho carrera en provincia, Stolypin pudo ensayar una reforma agraria que convirtió a los campesinos en pequeños propietarios. Esos avances, que naufragaron luego con la revolución bolchevique, no fueron aceptados ni por los revolucionarios ni por el sector ultra conservador. También actuó sumariamente con actos de bandidaje que habían tenido lugar bajo el pretexto de la revolución.
Stolypin había sufrido varios atentados, en uno de ellos, en el que había tomado parte un prisionero liberado por un alto funcionario de la Okrana, la policía que debía garantizar la seguridad del ministro, habían muerto 32 personas. Paralelamente, surgió en el entorno del zar, hombre inseguro y débil, un grupo influyente de burócratas autoritarios, que odiaban al primer ministro.
Mordko Guerchevitch Bogrov era el hijo descarriado de un poderoso y rico abogado. Pasaba sus vacaciones en la Riviera francesa, y era muy aficionado al juego. Poco agraciado físicamente, se había contagiado de fervor revolucionario, pero era objeto de burla por muchos de sus compañeros activistas. Convertirse en informante de la policía, a la vez que se infiltraba entre los revolucionarios y los delataba, le sirvió para más de una venganza personal. Su golpe maestro había sido vincularse a Julia Merjeivskaia, implicada en el intento de asesinato al zar en Sebastopol, y robarle cartas personales que la incriminaban, que luego entregó a la policía.
Para blanquearse, se hizo arrestar varias veces.
Enterado de la visita de Stolypin a Kiev, concibió un plan para asesinarlo, pensando que ello lo elevaría ante sus compañeros revolucionarios. Dijo al jefe de la Okrana estar enterado de que se planeaba asesinar del zar en Kiev, inventando un supuesto agresor, para desviar la atención de la policía. El Jefe de Policía había dejado a Stolypin sin custodia ni vehículo. El Ministro así, caminó solo por Kiev y debió viajar en taxi. El atentado sería en el teatro donde iba a representarse la Ópera “El Zar Saltán” de Rimsky Korsacov. La idea de Bogrov era entrar, aduciendo que sólo así podría individualizar a los supuestos agresores, ir hacia donde estaba el Ministro y asesinarlo.
Nadie notó la pistola que abultaba su bolsillo. Buscó con sus prismáticos al primer ministro, y lo encontró en la platea, debajo del palco del zar. En el entreacto se dirigió hacia allí y simplemente desenfundó el arma y disparó. Stolypin una vez había hecho frente a un agresor, irguiéndose en su gran estatura, intimándolo a que disparara. El asesino había bajado el arma. Pero esta vez no fue así, y el recibió dos disparos, el primero llenó la blanca pechera de su levita de sangre, y el segundo lo arrojó hacia atrás. Agonizó durante cuatro días, y el zar casi no es interesó por su estado de salud. La emperatriz, que lo odiaba por haber alejado a Rasputín de San Petesburgo, diría luego a su sucesor que no hay que llorar por quienes ya no están, ni honrar excesivamente su memoria.
Lo cierto es que Stolypin, quien había de algún modo contenido los sentimientos de antisemitismo, que había favorecido al campesinado y resuelto, en 1909 una crisis con Bosnia, semejante a la que desencadenaría en 1914 la Primera Guerra Mundial, era una influencia sólida, moderada y persuasiva, y de haber vivido, muy posiblemente los sucesos de julio de 1914, habrían seguido un curso muy distinto, el campesinado habría logrado mejoras, y probablemente Rusia no hubiera intervenido en la guerra.
Luego de él, una casta burocrática y autoritaria, sin clara visión de los riesgos, embarcaría a Rusia en la Primera Guerra Mundial, tan íntimamente vinculada a la revolución bolchevique.
El fin de la Belle epoque
El verano de 1914 fue el crepúsculo de un mundo. El 28 de junio, el asesinato del Archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austro-Húngaro, y de su esposa Sofía, tuvo consecuencias inimaginables para los oscuros terroristas servios que lo llevaron a cabo, para las autoridades que los organizaron, y para los rusos que alentaron toda hostilidad contra Austria-Hungría.
El soberano del Imperio Austro Húngaro, Francisco José, de 84 años en 1914, era el sobreviviente de una cadena de tragedias: había sufrido el asesinato de su esposa Sissy, por un anarquista en 1898, el de su hermano Maximiliano en México, a raíz del cual su cuñada Carlota había enloquecido. La locura también había alcanzado a su sobrino, Ludwig II de Baviera; y había perdido a su cuñada Carlota en un incendio.
Su sobrino, Francisco Fernando, de 51 años en 1914, era un liberal y estadista a la manera de Stolypin, y tenía la intención, una vez llegado al trono, de crear una moderna confederación con los países eslavos. Era el único con la lucidez y habilidad necesarias para canalizar el malestar y la violencia por cuestiones étnicas que hostigaban y amenazaban permanentemente al imperio.
Los nacionalistas serbios, que habían asesinado, en 1903, al Rey Alejandro I Obrenovich y la reina Draga, arrojándolos por las ventanas del palacio y destripándolos a punta de sable, por su actitud tibia hacia Austria-Hungría, veían en Francisco Fernando al enemigo.
El organizador del atentado fue el coronel Dimitrievich, que había tomado parte también en el golpe de 1903. El nuevo Rey, Pedro I, sostenía una organización terrorista, La Mano Negra (Tarna Rouka).
Serbia había permanecido bajo el dominio de Turquía, para convertirse luego en un estado balcánico independiente, como Rumania, Albania o Montenegro; estados que habían entablado sangrientas luchas entre sí. Muchos de los antiguos territorios de Serbia permanecían en poder de Austria-Hungría, y los ultra nacionalistas buscaban restaurar la Gran Serbia del siglo XIV. Rusia alentaba estas pretensiones. Desde la época de la lucha contra los turcos, cultivaban la tradición del asesinato redentor.
Desde principios de 1914, Dimitrievich quería matar al archiduque, y la ocasión se presentó con las maniobras en las que debería participar, como inspector del Ejército, en la provincia de Bosnia-Herzegovina, que incluía una visita a la capital, Sarajevo. Hubo una advertencia que el imperio desatendió, pero el archiduque no habría cambiado por ella su itinerario.
Los ejecutores eran un grupo de jóvenes, liderados por Gavrilo Pirincip, que no tenían veinte años. Eran reclutados de familias campesinas en dificultades, y la falta de expectativas los había sumergido en una ideología fanática, que, inspirada en Bakunin, se proponía la destrucción, total, e implacable. El 28 de mayo se habían trasladado desde Belgrado (Serbia) a Sarajevo (Bosnia).
Ya Princip se había encontrado en la calle con el archiduque y su esposa, que, sin custodia alguna, hacían compras y eran saludados por la gente. Lo sorpresivo de la situación lo inhibió para actuar, pero le sirvió para observar a sus víctimas.
El 28 de junio, la caravana de seis automóviles se puso en marcha. La gente les arrojaba flores y los vivaba, era el día final de la visita. Los atacantes se habían ubicado escalonadamente, a lo largo del camino. Las tropas no entrarían a la ciudad por no tener uniforme de gala. El archiduque, por otra parte, odiaba las custodias
A las 10,15, el cortejo pasó por delante del primero de los conjurados. Un gendarme que estaba detrás lo hizo desistir. El segundo, flaqueó al ver a la esposa del archiduque. No quería matar a una mujer. El cortejo siguió y pasó delante de Cabrinovitch, otro de los conjurados, que le arrojó una granada. El chofer del auto del archiduque la vio y aceleró bruscamente. El archiduque, que había sufrido varios atentados, la desvió en el aire y la granada estalló bajo el auto que venía detrás, y produjo varios heridos graves. El cortejo se detuvo.
El archiduque dio órdenes de administrar primeros auxilios, y siguieron camino hasta el hotel de la ciudad, donde se pronunciaron los discursos. Fue allí que Francisco Fernando, en lugar de dirigirse directamente al banquete, quiso ir al hospital a visitar a los heridos. El itinerario se modificó para eludir las calles estrechas del centro, y los automóviles salieron rápidamente por el muelle Appel, para pasar de nuevo frente a los conjurados, que nuevamente se paralizaron. Uno de los choferes, sin embargo, dobló conforme el itinerario original, en lugar de seguir, y el automóvil del archiduque dobló detrás de él. El General Potiorek, comandante de las topas, grito, desde otro automóvil, que volvieran y lo siguieran. Los autos debieron detenerse y dar marcha atrás. Quiso la casualidad que Princip estuviera allí en el curso de esta maniobra. Se acercó al auto del archiduque y disparó dos veces a quemarropa. Francisco Fernando dijo a su esposa -Soferl, Soferl, no mueras, vive por mis hijos – luego se volvió hacia su ayudante de campo y dijo –no es nada- y murió.
El fin de un mundo
Todas las circunstancias que se produjeron en el mes siguiente, lo hicieron de la peor manera. El lugar de aprovechar el rechazo general del atentado y plantear un ultimátum a Serbia, Austria dejó pasar casi un mes. Francia veía con agrado la posibilidad de castigar a Austria y aliarse a Serbia y Rusia. Rusia quería expandirse a costa de Austria y apoyaba a Serbia, y Alemania, aislada políticamente, quedaría más sola de no apoyar a Austria.
Desaparecido Stolypin, Rusia se había convertido en una nación belicista, bajo la influencia de Nicolás Nicolaievitch, tío del zar y cabeza de las tropas. Las influencias moderadas, en Austria y Francia, no pudieron prevalecer. Poincaré era partidario de un conflicto localizado y breve, sin una clara idea de una estrategia para llevarlo a cabo. Tan así es que al iniciarse las hostilidades, se pensaba que terminarían en diciembre.
Servia siempre pensó que la protección de Rusia haría que Austria-Hungría no la atacase. El detonante de las hostilidades fue la gran movilización ordenada por Rusia, dejada luego sin efecto por el zar, pero que igual se llevó a cabo porque no se obedeció esta orden. Ello fue considerado un acto de guerra por Alemania, que, encerrada entre Francia y Rusia, para maximizar su poder ofensivo, debía a sui vez proceder a una movilización antes de que fuera demasiado tarde. Movilizar y desmovilizar un ejército tomaba entre 15 y 25 días. Una vez dada una orden, la inercia de la maquinaria bélica impedía una rápida vuelta atrás.
Es decir, que el concepto de burocracia, aplicado a las guerras, prevaleció, con sus razones “técnicas”, por sobre los intereses políticos, y la racionalidad que el mundo no tuvo por carecer de estadistas a la altura de las circunstancias, como Francisco Fernando o Stolypin.
El encadenamiento fatal de circunstancias fue generándose escalonadamente, día por día, desde el 23 de julio hasta el primero de agosto.
La Primera Guerra Mundial fue una de las causas más importantes que produjeron la Revolución Bolchevique, porque pueblo y ejército ya no podían seguir soportando la guerra.
La Alemania vencida a su vez, fue el escenario de aparición del nazismo, que produjo la Segunda Guerra Mundial, y, yendo un paso más lejos, podemos preguntarnos qué habría sucedido de tener éxito el atentado del 20 de julio de 1944, y los sublevados hubieran podido ganar el poder, y negociar condiciones diferentes que hubiesen tenido por resultado, eventualmente, que Rusia hubiese tenido un papel diferente en los países del Este en la posguerra.
Qué distinto habría sido el curso del siglo veinte de haberse producido estos sies de la historia, de no haber sido asesinado Stolypin, ni el Archiduque, y de haber triunfado la sublevación de un artista e intelectual devenido en militar, contra Hitler
La Visión de una alternativa de cambio
Todo esto nos deja varias reflexiones: La historia no es una fatalidad sino una relación causal en cuyo análisis podemos intervenir, entrando a esa relación causal desde distintas perspectivas, ya que los hechos son una serie que suscita a la vez, nuevas series.
Otra reflexión es que, como en los Estados Mayores, la vida institucional está hecha por personas muy seguras de que las cosas son como ellos creen, y que imponen su visión a otros, sin detenerse a analizar los resultados de sus acciones, ni los medios, y sin una visión clara de a dónde pueden llevar estas acciones una vez desencadenadas. Ellos dirigen, no arriesgan, ni tampoco piensan, y todos los demás, soportamos, nos perjudicamos y esperamos. La violencia, por su parte, siempre termina resultando funcional a quienes detentan el poder.
Otra es que el mundo que conocemos es la contracara de algo que no conocemos, de poderes, de factores, de acontecimientos, siempre entre bambalinas, de mecanismos, de series de cambios, de alternativas. Un vasto universo del cual nos es dado contemplar una parte que no está construida por la fatalidad, sino por los errores, la estrechez de miras, y el desdén por los resultados.
Quedémonos con eso, con la posibilidad de conocer y con la necesidad de aceptar que hay mundos desconocidos, que nada es como parece, que todo puede ser de otra manera y que si es de ésta, se debe a hombres como el zar, Poincaré, Dimitrievicth o Princip, que en otras latitudes tienen otros nombres y se vinculan a otras circunstancias.

Eduardo Balestena

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