viernes, 1 de enero de 2010

Huellas: El cielo gira, de Mercedes Álvarez


La cineasta española Mercedes Álvarez emprende, en El cielo gira, un regreso a Aldealseñor, el pueblo de Soria donde ella fue la última persona en nacer, en 1966.
Su intento de retratar a los últimos catorce habitantes, y extraerles cuatro palabras, es también una lectura del tiempo, de lo que se desvanece, y a la vez deja algo que parece cerrado en sí mismo, pero que es en realidad un mensaje.
El tiempo se lleva vidas y devuelve huellas, algunas palabras, recuerdos, y un hondo silencio que, como el cielo, gira en las estaciones: el “otoño donde las cosas aparecen”, el “invierno en los ojos”, la “primavera, leve y grave”.
Igual que las pisadas de los dinosaurios, huellas que enuncian, en la cantera donde solían jugar cuando “éramos niños y no sabíamos nada”, el abismo de eras, oscuras e inconmensurables, las vidas de los catorce habitantes atestiguan un pasado, una realidad que ya no existe, pero a la cual ellos siguen unidos (entonces, de algún modo, lo que no existe, existe mientras haya un testimonio que permita a alguien seguir unido a ello). Su presente, así, es hondo y denso, hecho de una sabiduría imposible de descifrar del todo, y de un designio: “con el ganado he vivido, y con el ganado habré de morir”, el sentirse ir hacia la nada, pero juntos, y decir: “al día siguiente que tu mueras, moriré yo”.
Estar unidos a lo que ya no es, se convierte en un poder y una libertad: todo lo exterior se vuelve tan fugaz como ajeno y estéril. Ellos no necesitan pertenecer a nada, y así, quienes llegan, fugazmente, al pueblo a pegar carteles de distintos candidatos, casi son seres tan incomprensibles y remotos como los dinosaurios.
He ahí la sabiduría de los habitantes.
Las cuatro palabras son pensamientos y evocaciones girando en sí mismas, lejos del mundo que empieza más allá de la colina que la cineasta vio al nacer, y que era para ella el mundo.
La belleza, sin embargo, siempre subsiste, aun cuando la quietud y el tiempo se hayan robado las voces. Cuando los catorce habitantes ya no estén, el progresivo silencio aludirá a ellos utilizando otro lenguaje: sus gestos grabados en paredes y ventanas, los rincones olvidados, y los senderos.
El pintor Pello Azketa plasma el lugar como un legado: la visión desaparece de sus ojos aquejados por la enfermedad, como la vida del pueblo desaparece en el tiempo. Nuestros ojos siguen viendo pero no perciben el transcurso más que cuando algo se extingue.
Algo se extingue y de pronto la cascada del tiempo irrumpe y nos arrastra y nos muestra lo evidente.
Las ciudades sumergidas
El arado de Eliseo desenterró una vez una piedra con la inscripción “La fortuna entre a la casa de Marco Fabio”. Luego de cada invierno, siempre surgían esas rocas, y las casas emergían en las excavaciones, tapadas por su hondo, inescrutable silencio, mientras cada seis horas, en el cielo, las estelas de los aviones señalaban rumbos hacia otras ciudades “quizás destinadas a ser enterradas”.
Todo lo que parece duradero en verdad ya está bajo un abismo invisible.
Lo secreto y lo íntimo, aquello que las palabras no han podido decir aún, está enterrado como lo estuvo la roca de la casa de Marco Fabio.
Los habitantes simplemente brillan un momento, que es una huella más de la escritura del tiempo en la página de piedra y de cielo, y todo se conecta: en la corta extensión del pueblo, hay acumuladas huellas de distintas eras, y cada una es una última página, sucedida por otra.
En la metáfora de lo que se detiene y a la vez transcurre, nuestras memorias permanecerán secretas hasta después de algún difuso invierno en el que podrán aflorar como el vestigio de eso, hoy tan real.

La muerte del olmo
Viejas fotos en blanco y negro de la aldea se superponen con las escenas de hoy. Una de ellas muestra gente en la plaza donde un habitante juega solitariamente a derribar una pieza cilíndrica, arrojándole trozos de metal. El sonido breve del metal al caer, viaja hacia atrás y resuena en esas imágenes en blanco y negro: ya la multitud estaba predestinada a desvanecerse.
Una de las fotos muestra un gran olmo, y bajo su copa, a mucha gente reunida. Otra, el árbol enfermo al ser desmontado.
“El crepúsculo de un olmo es lento, puede tardar años” dice la voz de Mercedes Álvarez, y ocurre desde dentro, desde los anillos más jóvenes, los primeros en secarse y dejar pasar la luz, abriendo paso al cielo, “los años se apretaban y regresaban, hasta sacar ojos y oídos al exterior”, porque “la muerte de un olmo no es una muerte, sino un regreso, bien organizado, con ajustes pacientes y meticulosos, contra el tiempo”.
Extrañas formas aparecen en una madera que se ha vuelto como piedra. Rostros velados y grutas misteriosas que resultan de haber sacado ojos y oídos: es que ya no hay nada para ver, o es que está todo por ver: huellas y entrañas, repetidos soles y aun los cuerpos que estaban enterrados bajo el árbol.
El incomprensible futuro
La siguiente página aflora en el ojo cerrado del día. Desconocidos han venido a trabajar en el palacio abandonado, cuyos dueños ya se habían marchado hacía décadas, y sólo habían sido vistos por los que, hacía mucho, ya no vivían en la aldea. Harán un gran hotel para gente rica, vedado a los habitantes. A lo lejos, maquinarias pesadas excavan y son instalados molinos de viento. Grandes torres y hélices blancas bordan el horizonte, a la vista del corral.
El paisaje muta, o es el tiempo que muta a través del paisaje, y utiliza a esos hombres extraños, ajenos al lugar, que lo modifican desde la indiferencia.
El tiempo es la oscura noche o la búsqueda de la luz.
Vivir es comenzar a diluirse en el tiempo, pero a la vez, es también el viaje hacia la luz.
El tiempo, ladrón de voces, parece huir, pero sólo regresa. Nos muestra las mismas escenas, aquello que quisiéramos volver a atrapar.
El tiempo, soberano de atardeceres perdidos, de barrios perdidos, y de palabras, saca él mismo al exterior sus ojos y oídos, como el olmo, y nosotros, vemos de nuevo desfilar las escenas atrapadas en las ventanillas que asoman al pasado, a la espera de que un arado, como el de Eliseo, desentierre nuestro íntimo mensaje.

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

No hay comentarios:

Publicar un comentario