Una líneaEl 6 y 9 de agosto se recuerda, año a año, el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, y de fin de la Segunda Guerra Mundial en el pacífico, con la rendición incondicional ante los aliados, el 15 de agosto. Dos discursos se establecen ante este holocausto, el primero, que lo asume desde el horror, como la recordada película Hiroshima mon amour (1959) de Alain Resnais, y otro que afirma que esas muertes de civiles acortaron la guerra y ahorraron muchas otras muertes más.
La novela Justicia de un hombre solo (1978), de Akira Yoshimura (Tokio, 1927), ensayista y novelista que vivió la guerra en su adolescencia, nos sumerge en un orden de ideas diferente. Como en Hiroshima mon amour, hay, trabajada en todas sus posibilidades, una relación entre la historia individual y la colectiva.
Hombres y circunstancias La historia comienza con el viaje de Takuya, el personaje central, en un tren repleto, durante los meses siguientes a la rendición de Japón a los aliados, a ver a Shirasaka, un antiguo camarada de armas, en Hakata, donde ambos habían servido durante la guerra. Shirasaka había enviado una tarjeta postal a Takuya, quien decide hacer el largo viaje desde su aldea natal, ya que intuye la intención de comunicarle algo por medio de esa postal. Shirasaka no había sido amigo suyo en los días de la academia militar ni en los de la guerra, era un hombre que no inspiraba simpatías por haber vivido en Estados Unidos.
En un paisaje de calles con grietas causadas por el calor de las bombas incendiarias, y una fantasmal ciudad de escombros, silenciosa y calcinada por el sol, en cuyas calles el silencio sólo es alterado por alguna chapa al caer, Takura llega hasta el antiguo edificio del Comando Oeste, donde había prestado servicios como oficial de inteligencia antiaérea, meses atrás, siguiendo las evoluciones de los bombarderos B-29 en el espacio aéreo japonés por sus rutas de entrada y salida, para alertar a las defensas.
Shirasaka, a quien le cuesta reconocer por su aspecto occidental, había querido advertirle sobre las investigaciones de las autoridades de ocupación acerca de crímenes de guerra. Pese al secreto, habían descubierto las ejecuciones de tripulantes de B-29 caídos. El jefe del comando, quien las había ordenado, descargaba la responsabilidad sobre los oficiales jóvenes, ejecutores de aquellas órdenes, entre ellos, Takuya, quien había dado muerte a un aviador norteamericano. Shirasaka, arriesgándose al hacerlo, le da cartillas de identidad falsas, le aconseja huir y con lágrimas en los ojos le pide que no se suicide.
Un corte en la vidaEn este punto es donde quizás debamos encontrar el verdadero tema de la novela, más allá de la historia que narra: en la lucha del hombre por imponerse ante la adversidad, en el imperativo por seguir, por sobrevivir en un mundo que ha perdido el sentido. Seguir, en la soledad más absoluta, íntima e insuperable.
Takuya, de orígenes muy humildes, había pertenecido con orgullo al Ejército imperial, y costeado su carrera universitaria como vendedor de periódicos. Ahora, su jefe era quien traicionaba aquella fe, aquella consigna de “Muerte, vida, preparado tanto para una como para la otra”, que escribía en caracteres cuando le pedían un autógrafo, al negar haber dado las órdenes. El sentido del honor y de la jerarquía desaparecían en el instante más crítico.
Comienza en ese momento una huida, desesperada, instintiva, la de un hombre acorralado y extraño en su propio país. En esa huída van produciéndose las recapitulaciones que constituyen a la novela como narración. Los viajes en pequeños trenes atestados, cuya combinación demanda esperas de horas, son a la vez de un símbolo del Japón vencido, un contraste con la naturaleza y los cerezos en flor. Takuya ve los piojos que se asoman e internan en el cabello de una niña, debe aguardar horas un ferry y caminar sigilosamente en la noche. Regresa a su casa sabiendo que de allí en más una línea ha sido trazada en su vida, que ahora será un fugitivo, que el mundo conocido ya no existe. Quema, en el fuego de la cocina las fotos de su álbum escolar y las del ejército. Estaba preparado para enfrentar la batalla final y dar su vida por aquel mundo que ahora lo ha dejado atrás y lo niega.
Un mar de fuegoEn la detallada cronología de aquellos últimos días, Takuya, quien pensaba que el Japón a la larga ganaría, pero que él no viviría para verlo, y que asiste a la devastación de los ataques aéreos al salir del refugio subterráneo del Centro de Operaciones Tácticas, sintió el aire quemante. Enormes torres giratorias de fuego se extendían hacia el cielo, y truenos que vomitaban llamas se prolongaban en un mar que abarcaba hasta donde daba la vista. Recuerda el seis de agosto haber sentido un ruido extraño, como la rasgadura de un enorme papel, y la onda expansiva que luego sabría que provenía desde Hiroshima, a doscientos kilómetros, y días después, una incursión semejante, en Nagasaki, un blanco de alternativa, porque había nubes en el blanco principal. Había seguido la formación de los dos B-29 el 9 de agosto, con el horrible presentimiento.
En esos días, tuvo lugar una de las ejecuciones de prisioneros, por las cuales clamaba el pueblo, cuyas casas de madera, en ciudades y aldeas, eran incendiadas noche a noche y muertos sus familiares. Qué eran 18 hombres ante cuarenta mil muertos en una sola incursión, pensaba. Un teniente del Departamento Contable, quien más tarde sería ahorcado, se había ofrecido como voluntario para participar de las ejecuciones, porque tras un bombardeo había ido hasta la casa de su madre. Quedaban restos de la vivienda y él esperó a que ella regresara desde el refugio, pero, entre los restos de las tablas del piso, había visto algo brillante, “era un diente en un agujero que debía ser una boca, comprendió que era el cadáver de su madre”.
El recuerdo de aquellos prisioneros, que volvían de sus misiones escuchando jazz y mirando fotos pornográficas luego de haber asesinado a decenas de miles de inocentes, le impide concebir que él mismo haya cometido un crimen, matando a uno de ellos con su espada.
Les impresiona el tamaño de los prisioneros y la indiferencia, ya que emprendían la matanza como quien hace un deporte. Eran cuerpos hechos en ricas dietas, tan diferentes a aquellas a que estaban acostumbrados en Japón. Mientras el pueblo sufre hambre, los prisioneros son alimentados con preciosas raciones, piensa.
La ejecución en la que toma parte se produce luego del anuncio de la rendición, mientras se quemaban documentos, para que los prisioneros no revelaran lo que había sucedido a los otros. A Takuya se le había ordenado participar, pero él lo había hecho con gusto, eligiendo a aquel prisionero que había narrado que volvían de las misiones escuchando jazz.
Lejos está en ese momento, de suponer que sus angustias recién empiezan.
El dominio moralLa huída, que reduce la vida a la supervivencia más elemental, no es lo peor en sí misma, sino el asistir a esa legalidad del dominio donde incluso antiguos camaradas de armas no se encuentran dispuestos a ayudarlo, y aquel tío, un coronel con importantes funciones, de pronto de ha convertido en un anciano insignificante, ha borrado de su casa las huellas de haber pertenecido al ejército. Los lugares, vistos primero como posibilidades, van transformándose en trampas. En Kabe, ve un espectáculo que le resulta lascivo: una alta y bella japonesa, de buena familia, de la mano de un soldado norteamericano.
Lateralmente, la novela plantea estos mecanismos de conformidad donde las personas ya no están unidas por lazos solidarios, no se ayudan, no recuerdan, han cambiado convirtiéndose en sombras de lo que eran y sólo intentan ubicarse mejor en un escenario nuevo, uno donde la destrucción no es solamente física. Con el tiempo, el hambre va quedando atrás, junto con el odio y nadie parece recordar los bombardeos. Todos se doblegan a las autoridades de ocupación, a los soldados prepotentes, que pueden propinar castigos y comprarlo todo, y no hay incorrección alguna en aquellas cosas de las cuales la prensa no se ocupa. Angustia y lucidez lo han mantenido un paso adelante de sus perseguidores, y la falta de temor a la muerte que sentía en el ejército se ha convertido en un terror permanente más que a la muerte, a la humillación al convertirse en fugitivo.
Más tarde sabrá de las técnicas con que las autoridades de ocupación iban capturando a los fugitivos, de los distintos rumbos que las mismas cosas irían tomando en diferentes momentos políticos, y de lugares que, a la larga, cambiaban en un mundo cada vez más distinto al conocido. En medio de las ruinas se levanta, intacto, en Himeji, un castillo blanco que toma el color del cielo y que da una sensación de placidez y estabilidad.
Lo más extraño parece ser el final, que contiene a la vez los extremos de la afirmación y la negación.
No hay lugares a dónde ir, no hay nadie a quien encontrar, no hay un sueño por el que esforzarse, no parece haber nada más que la propia vida. Pero sin embargo la marcha no se detiene, la marcha sigue, seguirá siempre. No sabemos buscando qué. No sabemos si hemos de encontrar ese sentido final de algo que siempre debe seguir.
La novela se convierte en el despliegue de un modo absoluto de control social: la ruptura de los lazos de solidaridad, la instauración del miedo y la conformidad hacia un estado de cosas, por más injusto que sea, en el cual un hombre es reducido a la instintividad más absoluta, una que no reconoce a la ley como herramienta de indagación de la verdad. En suma, un control capaz de destituir a la verdad como centro y de imponer como tal al propio control.
Una cosa parece cierta: las razones de la vida, como las de la guerra, son ingobernables, no obedecen a un orden individual, y nos sometemos a ellas que son un proceso de lucha y a la vez de aprendizaje. Sin embargo sí podemos elegir la actitud a seguir ante esas circunstancias.
“Muertes que permiten ahorrar vidas”: qué extraña e incomprensible parece la matemática de la guerra. Cómo si fuese posible la salvación por medio del sacrificio de otro. En ese caso ya no es salvación, como tampoco lo fue para Takuya el haber ejecutado a un prisionero. La crueldad parece unida, irremediablemente, a la inutilidad.
La muerte como el término de un cálculo, indescifrable para los que tienen que morir, la guerra como la irrupción del estado más puro del mal, su desborde, uno que arrastra a todas las razones, una vorágine indetenible de bosques de fuego.
Lo peor es que nada aprenden de ellas quienes hacen las guerras.
Pero quizás haya una enseñanza: no la de pensar en las razones de los que las hacen, porque no son atendibles, ni lógicas, ni racionales, sino simplemente en el hecho de pensar en qué cosas de la guerra podemos encontrar en la paz o que cosas de la paz son las que se desbordan en la guerra. La crueldad de la guerra no es casual ni gratuita. Estaba implícita, estaba desde antes y estalla.
En la paz podemos traicionar o ser traicionados. En la paz podemos sacrificar al otro o ayudarlo. En la paz podemos renunciar a un propósito deseable o asumirlo y, más que nada, en la paz debemos seguir y seguir siempre sin saber si encontraremos, al final de todo, algo que haya merecido todo eso que tuvimos que caminar.
La incertidumbre parece ser ese designio que nos marca no renunciar nunca pese a no poder asegurarnos nada.
Quizás asumir eso sea el sentido de la vida y si es así, habremos aprendido algo de Takuya, y de tantos como él, y todo lo que tuvieron que sufrir, no habrá sido en vano.
Eduardo Balestena
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