domingo, 3 de enero de 2010

Sardinas blancas



La operación sardinas blancas sí que renovó nuestra fe en la justicia. Fue hace muchos años, pero los detalles aún se encuentran grabados en mi mente. Hasta entonces pensábamos que más allá de hurtos de líneas telefónicas, o de gas natural, en la cruzada, en pos de un mundo más justo, sólo nos estaban deparadas las migajas. Pero esta era una causa gorda.
Las causas así empiezan con la visita, generalmente, de un par de sujetos gordos con anteojos oscuros, de esos con un plástico arriba. Ésta no fue la excepción. Bajaron de un Renault fuego negro, con vidrios negros y antenas y llevaban un negro portafolios.
Pidieron hablar con el juez y la secretaria para luego darnos al resto una explicación somera, vaga e imperiosa de las circunstancias. En resumen, estábamos ante algo como la conexión argentina con el cartel de Medellín. Abrieron el portafolios y extrajeron su tesoro: hojas de escuchas telefónicas diciendo cosas como “hola negro, tenemos la papa”, “la papa”, “sí, la papa, ¿tá?” “ta” ni más ni menos que el inciático balbuceo de un trato sucio, evidente, al que se pretendía ocultar bajo hojarasca. La secretaria propuso caratular el expediente como “Unidad Secreta anti drogas, narcóticos, drogodependencia y narcotráfico de Chascomús s/ Averiguación tenencia de papas”, ya que eran al parecer el vehículo del ilícito de marras, o más bien, en ciernes, o las dos cosas de marras y en ciernes, pero le dijeron que aún no era delito tener papas, ni siquiera vinculándolas con drogas, aunque quien sabe, en la próxima reforma al código penal, quizás pudiera corregirse esta omisión; de hecho, el gobierno estaba trabajando en eso y en elevar las penas.
Hubo que hacer las ordenes de allanamiento y los exhortos para acá y para allá y la extradición y esto y lo otro. Luego vinieron los allanamientos, el auto de detención y las indagatorias. Tenían de todo: papel glasé, harina, bicarbonato y un montón de latas de sardinas. Estaba todo eso y las escuchas: la conclusión era obvia: buscaban poner la droga en las latas de sardinas y como aún no la habían recibido, por eso todavía no estaba allí. No es mucho más que un piolín y una carátula lo que se necesita para una preventiva. El tema es tener la convicción. Si se tiene la convicción, lo demás es relleno. La nuestra no es una misión para gente blanda. Todo estaba claro, lo decían las escuchas. Por supuesto que se secuestraron muchas más cosas: herramientas, una urna funeraria con cenizas, útiles escolares, cajones de tornillos y una lata de arroz; la gente esconde cosas en las latas de arroz y hay que tener un aguantadero bajo control cuando se lo allana, y bueno, si querían el arroz, que se lo pidieran al juez. La secretaría perdió su apariencia humana –si es que alguna vez la tuvo- para parecerse ya a un almacén, ya a un desarme de autos usados. Lo cierto es que los cacos no supieron responder a la pregunta fundamental ¿para que tenían tantas latas de sardinas?
Los policías, esos Virgilios que conocían palmo a palmo el infierno en que quedamos nosotros y que habían prometido guiarnos en nuestro tenebroso tránsito por él, ya no estaban. Habían vuelto a Buenos Aires en avión o en el auto de vidrios negros y antenas para dar la conferencia de prensa. Todos los días iba un rato a verlo comer al juez y aunque termináramos siendo al cabo del día, como dice Arlt, “un cacho de carne cansada y entristecida”, nos sostenía la satisfacción del deber cumplido.
Aparecieron los abogados que ya disparaban con las primeras nulidades y pedían cambios de calificación, pero igual pusimos proa a la prisión preventiva, había que dictarla corrigiendo continuamente la deriva para mantener el rumbo de la investigación. Las escuchas, verdadero guión, que se desdoblaba para que cada uno pudiera reconocer su parte, eran vistas por los imputados y si bien mucho no se entendía (habían dejado de ser lo que eran cuando salieron del portafolios negro para convertirse en pálidas fotocopias pegadizas), había que apoyarse en el contexto, construido por cosas que si bien parecían incongruentes, habían germinado en este golpe.
Mientras tanto, el juez, entrevistado por los medios, era Stewart Granger en “Scaramouche”, dando estocadas aquí y allá, colgándose de la altísima araña y asestando golpes a la feroz organización de la cual, pasado el tamiz que sólo el tiempo puede dar, quedarían dos o tres desgraciados de los cuales alguno iba a ser absuelto por la Cámara, reprochándonos, a nosotros que tanto trabajamos, habernos comido una notificación o algún otro tecnicismo.
Fueron semanas de muchísima y febril actividad: había que hacer firmar la excarcelación de fulano, pero el juez estaba atendiendo a CCTV. Volvía luego, pero estaba con Nuevediario, más tarde, con Pérez Carreras o Héctor Coire. Luego almorzaba y no se podía ir y luego, estaba con un diputado, con el que se había ido a un acto donde se servía un lunch.
Gracias a la causa de las sardinas blancas salimos del anonimato, aparecimos en los diarios y noticieros y todo el mundo supo lo que hacíamos y de lo que éramos capaces. Claro que muchos no estaban de acuerdo, pero ya lo dice el refrán “ladran Sancho, señal de que cabalgamos”.
Lástima que nuestra convicción no se vio recompensada y la Cámara de La Plata los sobreseyó, pero al menos por ese cuarto de hora, se sintió que las calles podían ser de nuevo un sitio seguro.
Como frutilla de semejante torta, para hacernos morder el polvo, o quizás de pura envidia, nos hicieron devolverles, previa vista al fiscal, una por una, todas las latas de sardinas.

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