viernes, 1 de enero de 2010

En el nombre del padre

El director irlandés Jim Sheridan filmó In the name of the father, (1993), sobre la novela Proved innocent, de Gerry Conlon, con guión de Terry George.
La historia narra las alternativas del juicio y encarcelamiento de varias personas, entre ellos Gerald Patrick Conlon (Daniel Day-Lewis), su padre Giusseppe (Pete Postlethwaite), Paul Hill (Gin Lynch) y Carole Richardson (Betie Edney) por un atentado terrorista, hecho del cual eran inocentes.
Jim Sheridan ha sido, además, coguionista de Some mother´s son [1](1996), dirigida a su vez, por Terry George, crónica de una huelga de hambre de prisioneros miembros del IRA, en 1981, que acabó con la muerte de los presidiarios por la intransigencia del gobierno británico.
La obra se enrola en lo testimonial, vinculado a las circunstancias económicas y políticas y a sus efectos legales y sociales.
La historia comienza como una recapitulación, a partir del relato de los hechos que documenta Gerry Conlon para su abogada Gareth Peirce (Emma Thompson) en oportunidad de preparar una apelación del caso, que hace evidente la inocencia de todos los condenados por el atentado terrorista del IRA en el Bar Guilfod, en 1974, ya que existían pruebas que la policía decidió ignorar.
Varios son los elementos que construyen este relato.
Lo no dicho del sistema penal
En la intervención del dispositivo penal que plasma la historia podemos distinguir el problema político y social de la minoría católica de Irlanda del Norte, bajo el control británico, el clima de violencia y persecución, y el propio carácter de Gerry Conlon que lo propone como víctima: su marginalidad es el primer punto de una serie de sucesos que van encadenándose.
Pero es la propia intervención penal la que establece un corte a partir del cual dichos sucesos se convierten en una especie de carrera por la desviación[2], donde esta desviación va siendo más significativa, hasta establecer un punto del cual ya no se puede volver. En realidad, la desviación es tal a partir de una idea predominante de la cual el desviado se distancia, y esta “normalidad” es normativa y de poder: es el poder el que constituye a aquello que cataloga como diferente. Al hacerlo lo sitúa a la vez dentro de las normas y fuera de su protección. El ciudadano pasa a ser el otro diferente, aquel sujeto vulnerable que puede ser sometido al no derecho que sí protege a los que están adentro; él transita, mientras pasa inadvertido, por una delgada senda, pero si el sistema lo selecciona, por factores, como en la película, azarosos, cae a un espacio donde las normas sólo legitiman a ese poder que nombra, selecciona y excluye. Igual que en la película, sólo será el azar o nuevas circunstancias los que puedan sacarlo de allí.
La captación del sistema penal despoja a la historia de cada persona de lo que le es propio, la nombra como culpable sin escucharla y la coloca en un mecanismo por completo ajeno a esa historia, pero que la cambiará para siempre.
No obstante, el sistema será insensible a ese cambio que ha producido porque obedece a alguna razón que supone más importante que la vida de aquellos a quienes somete en su línea de montaje.
La deslegitimación de un sistema que opera “exitosamente” por la ocultación de la verdad es tan inconcebible que –tal como lo postula la acusación- siempre resulta más fácil creer que el individuo está allí porque hizo algo.
Esa deslegitimación, que de ser asumida implicaría un caos, es un supuesto tácito del sistema, que parte de la base de que todos creen que es efectivo porque resultaría anárquico asumir que no lo es.
En lo visible, se cree a “policías condecorados” aunque sea evidente que la verdad es otra, porque el precio por no creerles sería peor.
Otra cosa evidente es que, en este pragmatismo punitivo, los resultados obtenidos están divorciados de toda efectividad: no se hacen cosas porque sean efectivas, y este divorcio entre acción y efectividad es algo por lo que el sistema nunca da explicaciones, “repitiéndose hasta el hartazgo, medidas cuya inutilidad está probada”[3]
Esta deslegitimación entre fines y medios, la de un dispositivo capaz de suspender garantías básicas para obtener un falso resultado, y la credibilidad de ello por parte de un sistema que sólo sigue una convicción divorciada de los hechos es lo que precisamente evidencian las palabras del alegato de Gareth Peirce al decir que un documento ocultado a la defensa y que probaba la inocencia de los condenados “desprestigia por completo al sistema legal británico”.
Un aspecto formal
De los varios elementos de la narración, como el espacial (ámbitos cerrados o ruinosos, escenarios de conflicto, que permanentemente subrayan el elemento opresivo[4]), o el del propio vacío de los personajes, que, con excepción del padre, no viven una experiencia que vaya más allá de su vida cotidiana, el elemento más significativo es el tiempo.
Hay un doble sentido del tiempo: el de lo inmediato, en el cual los personajes viven sólo la dimensión del presente. No existe en sus vidas ni un pasado ni un norte. Todo se circunscribe al escenario más inmediato.
El otro sentido del tiempo es el puramente cronológico: el del transcurso de la historia, que abarca quince años.
En ningún momento somos concientes de esa duración: la intensidad de las circunstancias la absorbe. Registramos los hechos, la violencia de escenas como aquella en la que Gerry, por la ranura de la puerta, descubre a su padre enblanquecido por el piojicida, enterándose así de que ha sido encarcelado como él; ni siquiera ve su cuerpo entero sino sólo sus ojos azorados. La propia escena se hace borrosa, su intensidad es mayor que cualquier imagen que pueda dar cuenta de ella. La escena es esa exasperación: Sheridan no necesita imágenes en ese momento: el propio y terrible descubrimiento contienen toda la violencia.
El transcurso sólo se refleja en la escena de la apelación, cuando Gareth puntualiza las penas que sufrieron y las edades: Anni Maguire (Britta Smith) permaneció 14 años, sus hijos Vincent y Patrick, permanecieron 5 y 4 años, virtualmente unos niños convertidos ahora en jóvenes, su esposo Paddy (Ronald Wilmont), 12 años, Carole Richardson (Betie Edney) tenía 17 cuando fue detenida, y al momento de la apelación, 32.
Es como si sólo en ese momento se hubiera introducido el tiempo cronológico. Todo el tiempo parece transcurrir de repente.
Es también una de las pocas oportunidades en que la acción se abre a un espacio externo: abandona los muros y pasa a un ámbito de debate, a las calles, y a la opinión pública.
El aislamiento de los personajes de todo transcurso que no fuera aquel de la rutina carcelaria y toda otra cuestión que no fuera la injusticia que vivían había absorbido todo el tiempo.
Al vivirse una injusticia tan intensa todo lo exterior se relativiza. Lo único presente es la propia injusticia y ante ella el tiempo permanece detenido porque no sucede nada más que esa injusticia que nos fija en su inmovilidad.
El horror es la medida del tiempo. El tiempo no es independiente, se encuentra sujeto a ese horror.
No hace falta un trasfondo político, ni siquiera una legislación anti terrorista para colocar a una víctima elegida y construida por debajo de la línea del derecho. Sólo hace falta que ello sea funcional a una red de intereses, que un hecho cuestione la legitimidad de una agencia penal para que ésta preserve su línea de negocios construyendo culpables.
La invención del enemigo
Podemos pensar que las luchas del IRA –hacia la cual la mirada de Sheridan también parece crítica, porque el atentado perpetrado en la cárcel al atacar a un guardián suma otra violencia estéril que sólo alimenta el círculo de violencia reactiva- y el malestar social ante el cual pretendió responder la legislación de emergencia antiterrorista, son las causas de la construcción de los “culpables” del atentado de Guilford.
No obstante, todos los estados autoritarios viven en una emergencia en la cual las garantías judiciales son asumidas como un estorbo.
Es paradójica la postulación de que la legalidad debe ser defendida con la ruptura de la legalidad.
De este modo, la idea es que el “establishment” (como dice el ujier de la corte al hacer el intermedio en la apelación) que basa su legitimidad en la legalidad, en cuya defensa operan las agencias de ese sistema de poder, admite ser defendido rompiéndola y quebrando con ella su legitimación.
En una sociedad fragmentada hay unos, y otros[5]. Unos son los incluidos, a quienes no dejan en paz los otros. Contra los otros, todo es válido.
El otro, como en la película, es extranjero,[6] extraño, asumido en un solo contexto posible: el bélico.
Una escena particularmente violenta es la alegría de los policías ante la alta condena que habían sufrido personas a las que ellos sabían inocentes: ese gesto, al par que plantea que para determinados operadores las personas no existen, son sólo como animales a ser sacrificados, lleva a pensar en el contexto en que esos operadores adquieren poder.[7]
En un derecho penal del enemigo se naturaliza el hecho de quitar el derecho penal a los sujetos seleccionados, no ciudadanos, sin siquiera, como en el caso, aportar una prueba. El relato del poder hace innecesaria toda prueba.
Se espera de las formas que simplemente convaliden esa verdad previa[8] e incuestionable.
En realidad, cada época construyó a lo que Sartre[9] llama los “malechores profesionales”, depositarios de todo el mal que aqueja a la sociedad, y que sólo sirven para consolidar un poder que niega la igualdad y la ciudadanía justamente en nombre de la igualdad y la ciudadanía.
Las escenas finales que muestran a esos policías descubiertos, esa sonrisa que se borra del rostro del inspector Dixon (Colin Redgrave) son una contracara del gesto de alegría al lograr la condena por parte de un juez al que le hubiese gustado enviar a Gerry Conlon a la horca, pero a la vez –igual que la oficialidad de La Rosales- saben que están a salvo, que mientras a la inocencia le es deparada cárcel, destrucción y dolor, al poder siempre le es deparada la impunidad.


Eduardo Balestenaebalestena@yahoo.com.ar
[1] Traducida como En el nombre del hijo
[2] “La mayoría de las veces, el primer paso de una carrera en la desviación es la comisión de un acto de inconformismo, un acto que rompe un conjunto de reglas en particular…La gente generalmente piensa que los actos que se desvían de la norma son intencionales…muchos actos de inconformismo son cometidos por gente que no tenía la menor intención de hacerlo…Becker, Howard, “Tipos de desviación, un modelo secuencial” Los Extraños, sociología de la desviación, pág. 44/45, edit. Siglo XXI, 2009. La historia se inicia precisamente con un hecho de inconformismo de Gerry Conlon, a partir del cual se inscriben otros. Este primer hecho suscita una reacción de la autoridad. Es, en rigor, la primera irrupción del autoritarismo en la historia.
[3] Elbert Carlos Hacia una nueva política Criminal, 5to,. Encuentro de profesores de derecho penal y jornadas de derecho penal, Tucumán, 2005
[4] Del mismo modo en Los últimos días de Sophie Scholl (Mark Rothemund, 2005), permanentemente es subrayado el carácter opresivo de los espacios y su contraste con el recorte cielo que Sophie ve desde la ventana con barrotes, y su otro contraste con la interioridad del personaje, de la cual la narración da cuenta en algunas oportunidades. En En el nombre del padre el personaje carece de convicciones y de elementos positivos, no hay nada que permita no sólo identificarse, sino ni siquiera simpatizar con él, ningún elemento suyo es positivo, y sólo experimenta un cambio en el final, cambio al que llega no por convicción, sino por lo que le toca vivir, y en el cual identifica al nombre de su padre con el de la propia reivindicación de la inocencia ante un sistema inhumano. Ha hecho de su historia un sentido nuevo y un motivo.
[5] Elbert, Carlos, y grupo taller criminológico Inseguridad, víctimas y Victimarios, (los casos Blumberg y Cromañón), BdF, 2007.
[6] “Este concepto bien preciso de enemigo se remonta a la distancia romana entre el inmicus y el hostis, donde el inmicus era el enemigo personal, en tanto que el verdadero enemigo sería el hostis, respecto del cual se plantea siempre la posibilidad de la guerra, como negación absoluta del otro ser o realización extrema de la hostilidad” (Zaffaroni, Eugenio Raúl Derecho Penal del enemigo, Ediciones Coyoacán, México, 2006, pág. 23)
[7] No siempre se necesita una emergencia, ni un estado bélico para segregar. El filme La Rosales, de David Lipszyc (1984), recrea el consejo de guerra que juzga a la oficialidad de la cazatorpedera Rosales, hundida el 8 de junio de 1892, por la impericia de su capitán. Ante la carencia de botes salvavidas, cerca de cien tripulantes, muchos de ellos inmigrantes contratados para tareas subordinadas, fueron encerrados y se hundieron con el buque. El capitán, sobrino del Gral. Roca, adujo que había que salvar a los más aptos, y que la responsabilidad era del almirantazgo, por una deficiente reparación del buque. Pese a las pruebas, el consejo de guerra absolvió al capitán y a la tripulación en 1894. Todo sistema lleva a cabo operaciones que obedecen a sus intereses y a su lógica interna. En el caso, nombró a un fiscal intachable para llevar a cabo la acusación, y acallar a la opinión pública, pero el almirantazgo intentó presionarlo. En el contexto del aparato judicial la verdad es siempre relativa.
[8] “Muchos intentos se hicieron –y se hacen- para suplir de un modo sutil –y no tanto, a la vieja tortura: el uso de ficciones, las limitaciones al derecho de defensa…el inquisidor del siglo XIX descubrió que ya no podía ser torturador y entonces se convirtió en falsario” Binder, Alberto, “El relato del hecho y la regularidad del proceso”, Justicia Penal y Estado de Derecho, Ad-Hoc, , 2004
[9] Saint Genet

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