viernes, 1 de enero de 2010

La inocencia del arte y la rueda de la fortuna

El pasado 9 de septiembre de 2003 murió, a la edad de 101 años -que había cumplido el 22 de agosto- la cineasta y fotógrafa alemana Lenny Riefenstahl.
El 11 de agosto, el diario Buenos Aires Herald publicó un artículo de David Crossland (“Riefenstahl nears 101 still seeking recognition. German filmmaker remains a villian to many”)[1] que constituye un recuento de buena parte de su carrera.
Surgió como cineasta a principios de los años 30. En 1934 filmó –para el partido nazi- “El triunfo de la voluntad” y en 1936 las Olimpíadas. En “El triunfo de la voluntad” – una intimidante recopilación de momentos de un rally nazi en Nüremberg, premiado en los festivales de París y Venecia- se utilizaron como extras a gitanos, luego exterminados en campos de prisioneros.
Riefenstahl nunca ocultó su amistad con Hitler –a quien conoció personalmente en 1932- ni la profunda tristeza que le produjo su muerte.
Fue Juzgada como criminal de guerra –por formar parte de la maquinaria de propaganda nazi- y en los años 60 y 70 se hizo famosa por sus fotos reportaje de poblaciones de África y su actividad como fotógrafa submarina, que desarrolló pese a su avanzada edad, por décadas. Su aporte en este campo es indiscutible. Una recopilación –Impresiones submarinas- abarca más de 2000 inmersiones entre los años 1974 y 2000.
Deslumbran, verdaderamente, su uso innovador de la cámara, los ángulos y las técnicas con que filmó los juegos y la sensibilidad con la que plasmó la vida de tribus africanas. Menos conocidas son sus películas de los años treinta, en los que viajó a Estados Unidos buscando oportunidades de continuar allí su carrera.

Arraigos y exilios.-
Su historia es la de muchos artistas de la época, quienes eligieron quedarse en Alemania –Riefenstahl se fue y regresó- y que en algunos casos tácita, cómoda o ciegamente, aceptaron el régimen, como Richard Strauss, Herbert Von Karajan, Wilhem Furtwängler, el pianista Walter Gieseking o Karl Orff –quien compuso su cantata Carmina Burana, sobre textos latinos de la Edad Media (los cantos de Burana), justamente para la ceremonia de apertura de las Olimpíadas-. Algo semejante podría decirse del compositor Sergei Prokoviev, quien eligió regresar a la Rusia stalinista en 1936, donde vivió hasta su muerte. Otros, como Sergei Rachmaninov, se exiliaron.
Bruno Walter, el director de orquesta, que fuera amigo de Gustav Mahler -quien seguramente se hubiera exiliado pues aun converso, era judío- o el director de cine Fritz Lang, en cambio, salieron de Alemania.
Wilhem Furtwängler no desconocía el carácter del régimen. La prueba de ello es que –como director de la Filarmónica de Berlín- intercedió infructuosamente ante las autoridades del Reich para evitar la ejecución, en 1943, del pianista de 27 años Karlrobert Kreiten, quien había cometido el delito de sugerirle a una amiga que descolgara los retratos de Hitler, porque la guerra estaba perdida. Richard Strauss también se arriesgó para ayudar a músicos judíos, en lo que constituye algo no muy fácil de entender: el convalidar de algún modo un régimen ante el cual se arriesgaron para buscar evitar, en un grado mínimo, sus efectos.
En un hermoso registro, se ve a Strauss dirigiendo “El caballero de la Rosa” junto a Sir Georg Solti, en 1947: A sólo dos años de finalizada la guerra, es que los pecados de Strauss habrán sido olvidables o la admiración de Solti iba más allá de ellos o simplemente era inocente de cualquier reproche. El video incluye una peregrinación de Solti a la casa de Strauss y sus recuerdos acerca del músico.

Matices.-
Pero nada es ni blanco ni negro, porque en los años treinta, la importante colonia germanófila que había en Estados Unidos, volvió la espalda al británico James Whale, el director de la película Frankenstein , con Boris Karloff -1931- por su radical postura anti- nazi volcada en un proyecto que nunca se filmó, marginándolo de la industria. La bellísima película “Dioses y monstruos” –con Ian McKellen y Brendan Fraser, recrea el trágico final de la vida de Whale, cuyo fervor pacifista se debía a que había sido oficial en las trincheras en la Primera Guerra Mundial. El título de la película –basada en la novela “Father of Frankenstein”- es por demás acertado porque la zona más alta de la creación, parece no poder nunca liberarse de los monstruos que la acompañan y los artistas mencionados bien pueden ser un ejemplo de ello.
Las preguntas son: ¿ignoraban todos ellos lo que sucedía en Alemania –o en Rusia-, lo aceptaban, no les importaba? ¿No creían que sucediera, no lo veían o, como Karajan, comulgaban con el régimen? ¿Fue la necesidad de refugiarse en su arte lo que los hizo sumergirse en él? De allí surgen más preguntas: ¿Puede el artista desinteresarse de lo que no es su arte, puede el arte tener valor por sí mismo, sin importar esas cuestiones?
Sinceramente, creo que estos interrogantes nos perseguirán siempre porque la belleza de Carmina Burana, de los poemas sinfónicos de Strauss o de las fotos de Riefenstahl tienen valor en sí mismos, mas un valor, que no deja de ser relativo porque es imposible o es muy difícil, no vincularlo con la época pensando además que la actitud de otros artistas –como Bruno Walter o Fritz Lang- fue entera e indiscutiblemente ética.

El centro de la rueda.-
En la novela “The remains of the day” [2], de Kazuo Ishiguro -en cuya adaptación se basa la película “Lo que queda del día”, de James Ivory- , el personaje de Stevens, el mayordomo, se queja, en el tiempo en que narra sus recuerdos, -1956- de las críticas hechas a su patrón, Lord Darlington, por haber recibido al embajador alemán, pieza clave de la “diplomacia” del Tercer Reich, Herr Von Ribbentrop , en su casa, en 1936/37, y que quienes formulaban esas críticas, lo agasajaban en las suyas como un hombre distinguido a quien rivalizaban en invitar y acerca de quien se referían como un personaje encantador.
Una cosa parece ser cierta: los artistas son los más visibles en este proceso crítico, porque las fuerzas que entonces apoyaron, sostuvieron y se beneficiaron, siempre han permanecido fuera del alcance de la vista pública y probablemente hoy sigan moviendo al mundo. En un momento, Stevens dice de las generaciones anteriores de la tradición de mayordomos, que ellos concebían la vida como una escalera. En los peldaños más elevados se encontraba la nobleza, noble en todo el sentido del término, por su posición y sus cualidades personales, y por debajo, el resto, entre ellos, los nuevos ricos y que ese punto de vista era equivocado
La vida –dice Stvens- es más una rueda que una escalera. Quienes se encuentran cerca del centro, ciertamente muy pocos, son responsables de cómo habrá de moverse el resto, es decir, los que estamos en la periferia, que somos quienes habremos de girar. Los hechos públicos de la historia –dice el personaje- realmente se generan en la intimidad de unas pocas casas, para hacerse visibles en los sitios públicos –como el Parlamento-.
Es una bella y exacta doble metáfora: quien hoy está en el centro, en el ojo, por un impensado giro, puede caer y arrastrar –como Lenny Riefensatahl- algo que la vida entera no le alcanzará para borrar. Al mismo tiempo, también parece que quienes se encuentran en el centro siempre se salvarán porque son los responsables del movimiento, y que los artistas no suelen estar en ese lugar.

La mirada de Riefenstahl.-
Impresiona su retrato de entonces. Quizás sea en esa mirada donde debamos encontrar su legado.
Nos dice que todo aquello hubo de ser fascinante para ella y debe haberse sentido invencible, al filmar como lo hizo, en una coyuntura que no parecía tal sino la eternidad. Debe haber sido muy difícil renunciar a la tentación de subirse en esa térmica de aire ascendente. Es el fuerte y duro rostro de una mujer talentosa y también invencible que, en tren de serlo, no se pondría –posiblemente- a reparar en los medios.
Pero entonces nos preguntaremos ¿Es que el artista es alguien que debe subir y estar por encima de algo, o por el contrario, hay valores –como la ética y la humildad- más genuinos y elevados que el éxito? ¿No es el artista en realidad alguien libre que se debe, como Mozart, Beethoven, o Schubert, a esa libertad –con sus ventajas o sus riesgos- y a ese arte aunque deba padecer por ello? Quizás la respuesta sea muy relativa -nada más que nuestra propia opinión- pero también es cierto que el artista debe responder por lo que hace, por cuándo, por cómo, por para qué.
Luces y sombras siempre harán de Jenny Riefenstahl una gran cineasta que ha de suscitar preguntas sin respuesta sobre la inocencia del arte.
(articulo publicado en el Suplemento de Cultura de La Capital en 2003)

[1] “Riefenstahl se acerca a los ciento uno buscando todavía reconocimiento. La directora alemana permanece como una villana para muchos”
[2] Traducida al castellano como “Los Restos del Día”

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