domingo, 3 de enero de 2010

Adolescencias




Las películas Buenos Aires 100 kilómetros (2004), de Pablo José Meza (Buenos Aires, 1974), y Una semana solos (2007), de Celina Murga (Paraná, 1973) se refieren a la experiencia adolescente en dos ámbitos tan opuestos como un pueblo y un country.
En un caso es una mirada vinculada a lo costumbrista, en el otro, la cámara parece ausente, reduciéndose casi a lo documental, pero con un registro muy depurado de la imagen, las situaciones y el tiempo.
Las dos miradas indagan, aguda y despiadadamente, sobre lo social.
Dos mundos
En Buenos Aires cien kilómetros el pueblo parece guardar significados: por un lado conserva mucho de aquello que la ciudad ha perdido, y por otro, se encuentra marcado por esos cien kilómetros que lo separan de un horizonte, precisamente el de la ciudad. Los amigos, que se juntan en la vereda de una peluquería de mujeres, en los juegos de fútbol o en la plaza, son una especie de personaje colectivo, unido y diferenciado a la vez. Pero el pueblo es también un espacio de violencia y degradación.
El country en Una semana solos constituye un ámbito autónomo, que niega al mundo exterior del cual llegan sin embargo resonancias. Los personajes –varios primos, la empleada doméstica y su hermano- no forman un nosotros, ni experimentan sentimientos, como el miedo, el amor o la ira: atisban permanentemente, en las casas ajenas, en ámbitos de otros, en las cosas, y discurren una vida donde todo parece flotar a la deriva.
Es imposible no pensar esta película sin recordar el excelente libro Los que ganaron (la vida en los countries y barrios privados) de la socióloga Maristella Svampa y el grupo de investigación a su cargo (Biblos, 2008, 2da. Edición).
El mundo adulto
En la película de Pablo José Meza los adultos son una imagen del futuro en el pueblo, y a la vez, en varios casos, someten o segregan. Sus historias resuenan en el diálogo de los jóvenes. Así, el padre de uno de ellos no le permite estudiar para que lo ayude en la verdulería, mientras que él no hace nada. Otro padre reprocha a su hijo el material desechado al hacer una lámina de dibujo, materia que se había llevado a febrero, diciéndole que debía estudiar o ayudarlo en el almacén. En otro caso, los padres –que nunca aparecen- castigan a su hijo dejándolo afuera.
Las marcas del mundo adulto están dadas en la violencia, el engaño y el sometimiento. A la vez, están vistas con una distancia: “Mis viejos se van a separar…la última vez mi viejo estuvo afuera dos meses y cuando volvió todo fue como antes, pero después no”. La adolescencia es sólo un ámbito de promesa y libertad en el encuentro con los amigos, fuera de sus casas.
En la obra de Celina Murga el mundo adulto está ausente. Los únicos adultos son el personal de vigilancia del country –parte del proletariado de servicios que se desarrolla en estas formaciones espaciales- que está allí para establecer un control cuya característica es la imposibilidad de controlar. Es un poder sin poder que sólo se hace efectivo sobre Juan, el hermano de la empleada doméstica, a quien inicialmente no se le permite entrar.
Fuera de eso no hay presencias, ni límites, ni encuentros ni expectativas: ya todo está dado y hecho.
La presencia adulta sólo es esbozada en algunas llamadas desde teléfonos celulares. No se sabe a dónde han ido los adultos, ni por qué, ni cuando van a regresar. Los teléfonos celulares son ese contacto que no es contacto, esa pregunta que no tiene respuesta y una palabra superficial, lejana y ausente. Por un lado son la posibilidad de establecer una comunicación en cualquier momento, pero forzosamente monosilábica, codificada y circunstancial.
Reglas
En Buenos Aires 100 kilómetros las reglas son pocas, breves y explícitas. Mandan o permiten. Conceden o someten. La sublevación ante ese mundo de reglas manifiestas y falta de horizontes se reduce a tirarle bombas de barro a un colectivo.
En Una semana solos las reglas son las del country: no se puede ir a la pileta en zapatillas, no se puede circular en auto a una velocidad mayor a la permitida, etc. La normatividad está destinada a ser violada, en parte porque quienes se encuentran encargados de “hacerla respetar” son “tus empleados”, pero más que nada porque las normas no estructuran la vida de los personajes. Tal control es llevado a cabo por los “copicops”, agentes de seguridad privada que circulan con dispositivos de mano por los cuales se comunican diciendo “¿me copia?”. Se trata de un orden privado que no es orden, que es el modo en que determinado caos tiene el poder de someter al mismo orden que ha establecido (dicho así, parece una metáfora del sistema legal).
En un momento sorprenden al grupo llevando a cabo actos de vandalismo en una casa. José, el hermano de la empleada doméstica, trata de escapar, pero es tranquilizado por Sofía, la niña más pequeña. El grupo es conciente de que nada sucederá. Son invulnerables en términos de responsabilidad. Ellos son ciudadanos privilegiados en ese modelo de ciudadanía patrimonialista (ser y poder por lo que se tiene). En otro momento es una de las jóvenes, que al ser informada por un guardia de que tres de los miembros del grupo tomaron un auto y “condujieron con exceso de velocidad” lo corrige señalándole “condujeron, se dice condujeron”.
Sin posibilidad de sanción la norma –que debería prevalecer porque es lo mejor para todos y no porque tenga una posibilidad de sanción- desaparece, queda como un enunciado que no designa nada y que tampoco corresponde a una idea de lo que es correcto. En ninguno de los dos mundos las normas están destinadas a imponer lo mejor, lo justo, lo que obedece a un ideal de corrección.
En ninguno de los extremos existe el ideal, lo equitativo, o la presencia del prójimo. Sólo existe en el grupo de amigos de Buenos Aires 100 kilómetros, que deliberan si deben decirle la verdad de su origen a uno de ellos, o que la madre engaña a su padre a otro.
Intimidad, privacidad, objetos
En ambos filmes los jóvenes viven en un ambiente que les es de algún modo ajeno: las casas de los padres, en un caso, las del country en el otro; con la diferencia de que mientras en el primer caso existen refugios para la intimidad (la almohada bajo la cual uno de los personajes de Buenos Aires 100 kilómetros oculta los textos de ficción que escribe a la mirada paterna), en el otro, la experiencia adolescente discurre en una diversidad de objetos. Durante gran parte de la película los personajes van, de cuarto en cuarto, tomando y examinando objetos, pequeños o grandes, generalmente inútiles, siempre suntuarios, pero es como si no los vieran. La acumulación de objetos sin significado, sin historia, a los que nunca se echará de menos si faltan, es una característica de este mundo. El del country es un mundo privado, pero no íntimo. Lugares y cosas son marcas de abundancia, pero no remiten ni evocan.
La sexualidad
Otra de las diferencias es la experiencia de la sexualidad, que en el pueblo se encuentra cargada de connotaciones, preguntas y falta de posibilidades: de experiencias, de respuestas. En Una semana solos las referencias son más lejanas: el diálogo de Sofía, el personaje de la niña menor, a la vez inmersa y distante del grupo, con la empleada doméstica, una madre adolescente a esa edad en que los de su grupo viven experiencias opuestas. Las jóvenes vistas a la distancia en la pileta, algún intento de aproximación. El suyo no parece un mundo de pulsiones ni deseos. La sexualidad es solamente algo más de esa suerte de velada curiosidad de estar buscando siempre algo que no se sabe qué es.
La fractura social
El modelo de la segregación espacial de los countries y la socialización en el “entre nos” es en todo diferente al de la heterogeneidad social que promovió la escuela pública, elemento socializador por excelencia en el estado de bienestar, inclusivo y formador. Esta fractura ubica afuera a un mundo desconocido y peligroso: los personajes ven las villas en el trayecto en el pequeño autobús que los conduce a una exclusiva escuela custodiada por un agente de seguridad privada, y que los trae de regreso.
La llegada de Juan, hermano de Esther, la empleada doméstica, trae un eco de ese mundo, y el grupo lo observa con desconfianza y al preguntar “dónde estará Juan” alguien responde “estará robando” cuando son ellos quienes han cometido un acto de vandalismo en una de las casas. El otro –como señala Svampa- es visto como un estereotipo, o definido por la función que cumple. Las relaciones sociales, en el country, aparecen marcadas, diferenciadas “la mucama”, “el cuidador”, nadie es por lo que es sino que es en la subordinación y en la división social.
En algunas oportunidades los arquitectos pican un pequeño espacio en una pared y observan si se producen grietas. Se llama hacer un “testigo”. Ambos cineastas se vinculan en haber tomado sus historias de algo que parece muy evidente, algo situado dentro de una situación de normalidad, de invisibilidad, pero que tomado en sí mismo, como un objeto cultural termina por convertirse en uno de los cortes posibles por los cuales ver una clase de sociedad y se convierten en un testigo.
En este caso, marca una grieta que divide a lo social de un modo irreversible.
Son dos modos de vivir la adolescencia: aquel en que la vida es una lucha por obtener lo que siempre falta, y aquel en el cual no falta nada, pero se carece casi de todo.


Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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