miércoles, 28 de septiembre de 2011

Qué difícil es volar




Lo primero que quise escribir cuando era chico fue una historia de la aviación. Había caído en mis manos un libro (El hombre alado) que me fascinaba y siempre supe que volar sería cuestión de tiempo. Me llevaron por primera vez cuando tenía 10 años, en el Aero Club, en un Piper Colt. Nunca olvidaré la primera vez que lo hice solo.



Pero la verdadera aventura no es volar en sí sino renovar, año a año, el psicofísico, (el certificado anual de aptitud).



Al cabo del tiempo, todas las idas se me superponen en una suerte de experiencia única. Antes íbamos alumnos y pilotos, civiles y militares pero hoy, va todo el mundo, azafatas, personal de rampa. Cada vez hay más gente, por suerte, algo menos de la mitad es del sexo opuesto.



El Instituto de Medicina Aeronáutica queda en Palermo, cerca del planetario y abre a las 7 y media de la mañana. Pese a tantos anuncios de que iba a suceder lo contrario, sigue dependiendo de la Fuerza Aérea -es decir que estamos como antes de Piñeyro- y las revisaciones suelen recordar, y mucho, a las del servicio militar. El paso por unos gabinetes es más rápido y sencillo pero otros no. En unos se junta mucha gente, en otros no se junta nadie. Este año, por ejemplo, no me hicieron la radiografía de tórax. Como, invariablemente, el que hace otorrinolaringología al mirarme los oídos decía: tapon de cera, tapón de cera y me sellaba la hoja, unos días antes fui al otorrino a hacerme un lavaje de oídos. Cuando me llegó el turno, sin mirarme, me selló la hoja y me dijo: “andá flaco”. Este año esa prueba fue subsumida en la de clínica médica, que siempre fue lo más cercano a la colimba y tampoco me miraron los oídos.



El año pasado, en clínica médica me atendió una doctora, joven y frondosa, que tras ceñirme fuertemente el tensiómetro me rechazó mandándome a hacer una prueba por la cual tuve ir al cardiólogo para que me pusiera por 24 horas un aparato que me tomaba la presión, día y noche, y andar con él en clase, en el trabajo, en la calle. Lo peor era el ruido que, de golpe, hacia cada pocos minutos y que me obligaban a dar largas explicaciones. Cursaba sociedades en esa época y cuando, estando en clase, comenzó a inflarse ruidosamente mi brazo la profesora interrumpió, extrañadísima, su exposición. Al rato, la clase ya se había acostumbrado. Fue difícil dormir esa noche. Por supuesto que estaba todo normal, pero pasé sin volar un tiempo gracias a eso.



En la audiometría es todo más fácil. Este año la encargada me dijo, como si me conociera ¿está mejor de su salud auditiva? Como si alguna vez hubiese sido sordo. Por las dudas, opté por oprimir el botón no cuando escuchaba sino cuando presentía. El oculista, uno de los primeros en desocuparse es un hombre mayor muy amable (casi el único amable). Va por los pasillos diciendo como si fuera un vendedor: “ojos”, “ojos”, “ojos” “a alguien le falta hacer ojos” “venga, veenga- “pero estoy esperando acá”- “no importa, enseguida se desocupa y vuelve”.



En una época había un dentista con los dedos con olor a cigarrillo: miraba las piezas y decía una letra y un número, hasta terminar anunciando “hundido.” Otro exclamaba, “Mar del Plata, ahhh, cómo me gusta ir a la Reforma” (Él, como muchos, no imagina que la Mar del Plata que conoció ya no existe, que sobre sus escombros surgió otra, frenética y desconocida, con edificios anónimos y que la guerra entre la identidad y la lógica del mercado fue ganada por ésta última).



Con la hoja hay un cuestionario para el psiquiatra con preguntas como: “ha oído voces”; “si está en un cine y se incendia que hace”; ”se ha sentido eufórico o deprimido últimamente”; “que opina de usted su familia”; "Cuántas tazas de café por día toma"; “Si intentan robarle el auto, ¿qué hace?"



Antes de la entrevista con el psiquiatra militar hay que hacer lo que decididamente es lo peor: el gabinete psicológico. Los que están allí no llevan uniformes sino guardapolvos y nos miran como a chicos: el que vuela un jumbo, o un Piper, o helicópteros o cazas, son todos iguales para ellos, que están más alto que todos nosotros, auque no hayan despegado los pies del piso. Hay que hacer el test de Bender (reproducir figuras geométricas) y en otra hoja dibujar una casa, un árbol y una figura humana. Si la figura es muy completa uno es un obsesivo; si es muy básica uno es un inmaduro. Si le ponemos anteojos porque nosotros los usamos es que no vemos la realidad. Si es muy grande uno es egocéntrico, si es muy chica, es complejo de inferioridad. Lo mismo el árbol: si tiene mucha copa, si tiene poca, si tiene raíces, si no las tiene.



Suelo dibujar el chalet donde estaba Speakeasy, porque me gusta y me trae lindos recuerdos, y la figura que hago invariablemente es con traje, corbata y portafolios. No sé que de malo habrá en ello. Me encantan los trajes y las corbatas, los uso todos los días para trabajar y me gusta salir, elegirlos y comprarlos, pero algo muy extraño debe haber en eso porque este año me hicieron completar el dibujo con el de una figura humana bajo la lluvia (“porque el otro no salió muy bien”). El problema entonces es si un la dibuja con paraguas o no, o si el paraguas es muy chico o muy grande o cubre la figura o no. También las gotas o las nubes. Si hay nubes parece que uno es depresivo, si no las hay, omnipotente, si las gotas son muchas y pequeñas, uno piensa que todo está en su contra, si hay pocas, es que uno minimiza el riesgo.



Realmente los del gabinete me superan y no sé como predecirlos. Cómo decirles que los dibujos sólo muestran lo que ellos, que seguramente nunca manejaron un avión, quieren imaginar allí. Uno que está al lado, un paracaidista me dice “yo no le tengo miedo al paracaídas ni a los saltos…pero a la hoja…”



Luego de todos los gabinetes la visita termina en los psiquiatras militares, que parece sacados de la película Birdy, o de Atrapado sin salida.



Miran y como si se dirigieran a un criminal dicen “cuénteme”. Nunca les confesé que en realidad soy escritor. Siempre me preguntan en qué año de derecho estoy. Intento decirles que más que años, son correlatividades, pero desisto. No acaban de entender lo que es la cámara de apelaciones donde trabajo.



Tanta salud mental no responde a mi pregunta invariable: para que es necesario esto si sólo quiero volar un Cessna 150 una vez por semana o cada quince días.



Después de todos estos años, si uno les tiene el respeto que se merecen, que es mucho, no es difícil volar un avión; aunque haya viento cruzado, cortantes, rachas (es peor manejar un auto en las calles salvajes), no les temo a los aviones, les temo a los dibujos, a los certificados, a las personas, eso sí que hace que sea difícil volar.







Eduardo Balestena



http://www.d944musicasinfonica.blogspot.com

sábado, 24 de septiembre de 2011

Cuentas pendientes



“A esa hora, la avenida Luro era un desierto dilatado y negro” (Un Llamado en la Oscuridad en Ana, el Interior del fuego”)

Esta mañana volvía del Aero Club por Funes y al llegar a Luro vi tapiado y con carteles el frente de la Panadería La Higiénica, fundada en 1900.

Ello me levó inmediatamente a este texto de 1990 y a la idea de que todo, en las novelas, parece vinculado a cuentas pendientes.

Cuentas pendientes con la vida, o mejor dicho, de ella con nosotros. Lo que no pudimos vivir o lo que vivimos mal, lo que hay que restaurar, lo que vuelve –es decir casi todo- y después lo que quedó tras la publicación, aquellas cosas que hubiéramos esperado que sucedieran y no sucedieron o aquellas que no esperábamos y que sucedieron: porque, felizmente, la vida también es eso:

“A esa hora la Avenida Luro era un desierto dilatado y negro que brillaba en los focos de las altas columnas. El pavimento parecía húmedo, humectado. Infinitos tránsitos extraían de él un mágico brillo. Qué diferencia a las horas diurnas, cuando Luro es un hervidero bullicioso y sus negocios y sus tiendas hablan de movimiento, de historias que ese monstruo de la ciudad oculta y fagocita. Cerrada está esa gomería donde hay un perro viejo sin cola, con antiguas peladuras de sarna o mordiscos…y la panadería La Higiénica, de A. Sordelli, fundada en 1900…La Avenida Luro, entre España e Italia, palpita desde una remota antigüedad…” (pag. 143/144)

A veces sentimos que la vida no acudió a la cita que teníamos con ella porque no nos deparó lo que esperábamos, que quien acudió fue alguien diferente, alguien a quien hay que arrojarle un guante a la cara.

Sólo podemos saber que nosotros sí cumplimos cuando escribimos para dejar constancia y, más que nada, porque es nuestro modo de vivir. Entonces sabremos que aunque siempre vayan a quedar cuentas pendientes, al menos sí hemos hecho nuestra parte escribiendo “en orgullosa soledad libros que tengan la violencia de un cross a la mandíbula”.

Eduardo Balestena

http://www.lapalabrainconclusa-literatura.blogspot.com

domingo, 11 de septiembre de 2011

Tierra de nadie








Siempre imaginé que la noche menos pensada el Chacho lo iba a matar pero la tarde en que tocó el timbre de mi casa para decirme que había encontrado al tontito muerto me sorprendió.




Esa vez la policía vino cuando se la llamó.

A esta hora toda la cuadra lo debe saber.

Cuando sentimos los gritos aquella noche y llamé no vino la policía. “No, dejáme”, gritaba el tontito y se escuchaban los golpes que le daba el otro. Al día siguiente vimos al tontito con la cara –roja y alcohólica- toda lastimada.


Pensar que anteanoche mismo yo pensaba “que tranquilos están” y como a las dos y media nos despertó el tontito, cantando a los gritos –valga la contradicción. Que contento parecía. A las seis menos cuarto, cuando nos levantamos sin poder dormir, ya se había callado.



Después de aquella paliza no lo vimos durante bastante tiempo y aparecieron otros, el Beto, el Tío Cosa –le decíamos así porque era una maraña de pelos que emitía un sonido gutural, a medias entre la voz de un borracho y un graznido. Apareció en un Taunus Ghía viejo que dejaba en la vereda. La señora de al lado no podía ni salir, porque le ocupaban la entrada o le hacían de todo. Nadie podía pasar y en las noches se emborrachaban y gritaban. Fue cuando pusimos la membrana acústica, el doble vidrio y los burletes...


No sé cuantos meses o años duró eso, pero fue peor cuando apareció el mula, el que habían echado del prostíbulo y que empezó a vender droga ahí. Pasaba con esa maraña de pelo de virulana en la bicicleta y además de vender marihuana la fumaba en la vereda, cuando con otros dos o tres se ponían a decirles cosas a las chicas. A alguna le hicieron algo más porque un día apareció la policía. Una menor, dijo el señor Anselmo, que vive enfrente. Ellos se ponían en la vereda y se mamaban ahí. Pasaban horas y horas de la noche en la vereda a los gritos y nosotros no hacíamos nada por miedo ¿Quién nos iba a proteger? Después entraban y se sentían las risotadas y los gritos toda la noche. Pensábamos en cuántas casas viejas están llenas de tipos así, y que a muchos otros estoicos vecinos les estaba reservada la misma suerte que a nosotros.


Parece que hubo un tiempo en que los padres del tontito habían hecho esa casa. Luego algo pasó. Los padres se peleaban. La madre se volvió loca. Se separaron. Se fueron y quedó el tontito que empezó a desarmar la casa y a vender los materiales hasta convertirla en esta ruina. Luego él desapareció y más tarde volvió. Ese es el ciclo que hacen todos: están, se los padece, desaparecen pero vuelven, siempre vuelven, ellos u otros que son como ellos, por eso parece que cambian y a la vez son los mismos.


Cuando fuimos a vivir al barrio, hace cinco años, esa “casa” ya era una ruina; había desaparecido casi todo el techo, por eso la humedad del agua de lluvia nos viene a nosotros, la parte de arriba no tenía escalera ni ventada; pero vivían ahí un hombre, unas chicas y unos nenes chiquitos; sin luz, sin gas, sin agua. Todo lo habían cortado hacía años (nosotros no podemos dejar impago ni un bimestre, enseguida nos intiman, pero en lugares así nadie intima, nadie ejecuta y

todo vale). Nos llevábamos bien con ellos. Les comprábamos cosas en el supermercado, les dábamos ropa. Eso hasta que los sacaron los del prostíbulo y vino a vivir el mula.


Pensar que tiran casas buenas para hacer dúplex y edificios y este aguantadero subsiste, desafiando fideicomisos, políticas de inversión y la paz de todo el barrio.


Luego supimos que “la casa” estaba en juicio –desde hacía unos once años- Movimos cielo y tierra hasta dar con el paradero del juicio, en el juzgado 10. Era cierto. Una ejecución hipotecaria. Estuvimos felices cuando supimos que la “casa” estaba por ser rematada. Años y años de espera finalmente quedarían atrás. Casi festejamos entre todos los vecinos y, felices, esperábamos el día de la subasta. Sería el fin del Chacho, del tontito, del mula que vendía drogas, del Tío Cosa, del Beto y de todos los que, meticulosamente, nos habían arruinado la vida durante tantos años.


Pero el mismo día del remate la curadora interpuso una nulidad y quedamos todos en el punto de partida. De pronto, habíamos retrocedido otros diez años, hasta cuando la ejecución fue iniciada, en el año 2000. Aparentemente, la subasta había violentado las “posibilidades defensivas de su pupila”, la madre del tontito. Resultado: todos se quedaron. Se perdió otro año. Siguieron con las borracheras, las drogas, las peleas, los gritos. Seguimos con miedo: al mula, a los amigos del mula, a sus clientes, al regreso a casa de nuestros hijos, a las palabrotas.

A la pupila, al Chacho, al mula, los protege la ley –es decir su inoperancia, que es lo mismo- pero a nosotros no. Somos nosotros los que estamos ahí, al lado, pared por medio, sin que nadie vaya a venir ni cuando se emborrachan, ni cuando se drogan, ni cuando se pelean ni cuando les dicen cosas a las chicas que pasan.



En la época del mula, antes de que le hicieran los dos allanamientos por lo de las drogas, subían al primer piso, borrachos y drogados. Sin escalera y sin luz, igual subían y hacían fuego. Quemaban un viejo ropero de roble, tomaban vino de caja y hacían hamburguesas. Las chispas volaban en la noche, ellos gritaban pero nadie venía entonces.


No recuerdo cómo llegó el Chacho, con su apariencia feroz. Seguramente como todos. Parecía siempre a punto de explotar y el tontito, cuando yo le compraba remeras que vendía por la calle, me confesó que le tenía miedo.


El señor Anselmo le dijo a la policía que la hermana había escuchado que anoche lo habían traído tan borracho que no se podía tener en pie; que se había tomado una botella de whisky a la noche y otra a la mañana, según dijo el Chacho. Cierto o no, apareció muerto.


¿Y ahora qué?


Vendrá alguien más: puede ser, y también que haya más muertos. Que vendan más drogas…que vuelva el Tío Cosa…todo puede ser porque nosotros y nuestra vecindad no le importamos a nadie. Nosotros seguimos siendo los olvidados porque en otras partes, todo el tiempo, pasan cosas mucho peores a que alguien venda drogas, mate a otro o se muera ahogado en alcohol o fume marihuana o viole a una nena.


Podríamos pensar que el tontito dio su vida para demostrar la inutilidad de la justicia. Pero no era necesario, eso ya se sabe.


Nosotros sólo queríamos sacárnoslos de encima. Pero no se puede. Nunca se puede. Siempre pasa algo o deja de pasar. Los intereses de la pupila o la nulidad por la nulidad misma o la ebriedad o el crimen o la muerte. Todo menos lo que debería pasar.


Qué más da si lo mató o se murió. No importa porque en esta jungla puede pasar cualquier cosa y sólo debemos refugiarnos, cerrar las puertas, soportar y esperar que, por mero azar, nada nos pase porque seguiremos siendo los olvidados en una tierra de nadie.











Eduardo Balestena




ebalestena@yahoo.com.ar