miércoles, 19 de octubre de 2011

Mudanzas


A Rafael de Diego y los suyos, vecinos históricos

Hasta que no emprendemos la aventura de una mudanza no somos concientes de la experiencia que nos aguarda. En cuestión de horas, nuestro orden doméstico conocido se disgrega en cajas y canastos. Cuánto tiempo ha pasado, después de todo, a juzgar por todo lo que acumulamos.

Bruscamente arrebatada de su estante o su cajón, cada cosa parece descolorida, como si la aquejara una vejez de la que no nos habíamos percatado. Si ellas son viejas, es que nosotros también lo somos.

Lo que hasta ayer habíamos tenido a la mano, ha desaparecido pero aquello otro cuya existencia no recordábamos ha llegado vaya a saber de dónde. Está el boletín de tercer grado pero no la última boleta del inmobiliario.

Depositadas bruscamente en ese caos, las cosas parecen tristes, como si nos pidieran regresar a ese lugar en el cual se veían jóvenes y sin tierra. Y nosotros también queremos regresar, si fuera posible al vientre materno; abandonarlo es la primera y más drástica de las mudanzas.

Y los papeles: un repertorio de viejas cartas, notas o formularios de proyectos truncos y olvidados. Nuestra vida desfila ante nosotros bajo la forma de ese caos polvoriento. Habremos de deshacernos de objetos, conservados por si algún día los necesitáramos, pero no de los juguetes del primer baño de nuestros hijos, que bruscamente nos marcan que el que primero los usó ya es adolescente. ¿Cuándo transcurrió todo ese tiempo?

La memoria de otros lugares donde hemos vivido también aflora, como los trastos viejos. De cada uno de ellos hubiéramos querido salir de una mejor manera, y algo de nosotros busca volver para ajustar aquellas cuentas siempre pendientes, igual que el fantasma de Canterville, para poder descansar en paz. Pero no es así. No se vuelve. Aquellos sitios no son lo que la memoria ha rescatado de ellos. Ya no están, o son peores.

Los nuevos vecinos, por otra parte, no parecen verdaderos, sino actores que se hacen pasar por aquellos otros; que todo es una trama destinada a que, como en “Trampa para un hombre solo”, nos hagan confesar dónde ocultamos un cadáver. Nuestros verdaderos vecinos ya no están ahí. Otros han usurpado su lugar. Pero nuestros verdaderos vecinos ya no lo son. Estos no tienen historia, y por eso no parecen verdaderos. Los otros tienen historia pero ya no son verdaderos. Quizás, después de todo, sea nuestra historia la que no es verdadera.

Inocentemente, habíamos quitado a las cosas de ese estante con la idea de devolverlas a un lugar que nos parecía obvio, pero que aún no tenemos para ellas. Pensamos que, al colocarlas en la caja, recordaríamos la caja, y de donde provenían; pero las cajas, como la memoria, esos siglos de viejas batallas y olvidadas derrotas, se mezclan.

Sin embargo, poco a poco, las cosas van retomando un orden, que aunque diferente, es orden al fin, sus rasgos de juventud vuelven a aparecer cuando encontramos otro sitio para ellas, y casi todo parece volver a ser prácticamente lo mismo, aunque una profundidad se haya abierto para decirnos aquello que pudimos haber vivido y que no vivimos. Las mismas cosas, históricas, que parecieron viejas y llenas de tierra, son quienes terminan por encaminarnos. Mudamente nos dicen que mañana será otro día, que ellas seguirán con nosotros, y que aún nos quedan muchas páginas para escribir, porque los lugares, como los perros, terminan por parecerse al dueño.

Eduardo Balestena

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Qué difícil es volar




Lo primero que quise escribir cuando era chico fue una historia de la aviación. Había caído en mis manos un libro (El hombre alado) que me fascinaba y siempre supe que volar sería cuestión de tiempo. Me llevaron por primera vez cuando tenía 10 años, en el Aero Club, en un Piper Colt. Nunca olvidaré la primera vez que lo hice solo.



Pero la verdadera aventura no es volar en sí sino renovar, año a año, el psicofísico, (el certificado anual de aptitud).



Al cabo del tiempo, todas las idas se me superponen en una suerte de experiencia única. Antes íbamos alumnos y pilotos, civiles y militares pero hoy, va todo el mundo, azafatas, personal de rampa. Cada vez hay más gente, por suerte, algo menos de la mitad es del sexo opuesto.



El Instituto de Medicina Aeronáutica queda en Palermo, cerca del planetario y abre a las 7 y media de la mañana. Pese a tantos anuncios de que iba a suceder lo contrario, sigue dependiendo de la Fuerza Aérea -es decir que estamos como antes de Piñeyro- y las revisaciones suelen recordar, y mucho, a las del servicio militar. El paso por unos gabinetes es más rápido y sencillo pero otros no. En unos se junta mucha gente, en otros no se junta nadie. Este año, por ejemplo, no me hicieron la radiografía de tórax. Como, invariablemente, el que hace otorrinolaringología al mirarme los oídos decía: tapon de cera, tapón de cera y me sellaba la hoja, unos días antes fui al otorrino a hacerme un lavaje de oídos. Cuando me llegó el turno, sin mirarme, me selló la hoja y me dijo: “andá flaco”. Este año esa prueba fue subsumida en la de clínica médica, que siempre fue lo más cercano a la colimba y tampoco me miraron los oídos.



El año pasado, en clínica médica me atendió una doctora, joven y frondosa, que tras ceñirme fuertemente el tensiómetro me rechazó mandándome a hacer una prueba por la cual tuve ir al cardiólogo para que me pusiera por 24 horas un aparato que me tomaba la presión, día y noche, y andar con él en clase, en el trabajo, en la calle. Lo peor era el ruido que, de golpe, hacia cada pocos minutos y que me obligaban a dar largas explicaciones. Cursaba sociedades en esa época y cuando, estando en clase, comenzó a inflarse ruidosamente mi brazo la profesora interrumpió, extrañadísima, su exposición. Al rato, la clase ya se había acostumbrado. Fue difícil dormir esa noche. Por supuesto que estaba todo normal, pero pasé sin volar un tiempo gracias a eso.



En la audiometría es todo más fácil. Este año la encargada me dijo, como si me conociera ¿está mejor de su salud auditiva? Como si alguna vez hubiese sido sordo. Por las dudas, opté por oprimir el botón no cuando escuchaba sino cuando presentía. El oculista, uno de los primeros en desocuparse es un hombre mayor muy amable (casi el único amable). Va por los pasillos diciendo como si fuera un vendedor: “ojos”, “ojos”, “ojos” “a alguien le falta hacer ojos” “venga, veenga- “pero estoy esperando acá”- “no importa, enseguida se desocupa y vuelve”.



En una época había un dentista con los dedos con olor a cigarrillo: miraba las piezas y decía una letra y un número, hasta terminar anunciando “hundido.” Otro exclamaba, “Mar del Plata, ahhh, cómo me gusta ir a la Reforma” (Él, como muchos, no imagina que la Mar del Plata que conoció ya no existe, que sobre sus escombros surgió otra, frenética y desconocida, con edificios anónimos y que la guerra entre la identidad y la lógica del mercado fue ganada por ésta última).



Con la hoja hay un cuestionario para el psiquiatra con preguntas como: “ha oído voces”; “si está en un cine y se incendia que hace”; ”se ha sentido eufórico o deprimido últimamente”; “que opina de usted su familia”; "Cuántas tazas de café por día toma"; “Si intentan robarle el auto, ¿qué hace?"



Antes de la entrevista con el psiquiatra militar hay que hacer lo que decididamente es lo peor: el gabinete psicológico. Los que están allí no llevan uniformes sino guardapolvos y nos miran como a chicos: el que vuela un jumbo, o un Piper, o helicópteros o cazas, son todos iguales para ellos, que están más alto que todos nosotros, auque no hayan despegado los pies del piso. Hay que hacer el test de Bender (reproducir figuras geométricas) y en otra hoja dibujar una casa, un árbol y una figura humana. Si la figura es muy completa uno es un obsesivo; si es muy básica uno es un inmaduro. Si le ponemos anteojos porque nosotros los usamos es que no vemos la realidad. Si es muy grande uno es egocéntrico, si es muy chica, es complejo de inferioridad. Lo mismo el árbol: si tiene mucha copa, si tiene poca, si tiene raíces, si no las tiene.



Suelo dibujar el chalet donde estaba Speakeasy, porque me gusta y me trae lindos recuerdos, y la figura que hago invariablemente es con traje, corbata y portafolios. No sé que de malo habrá en ello. Me encantan los trajes y las corbatas, los uso todos los días para trabajar y me gusta salir, elegirlos y comprarlos, pero algo muy extraño debe haber en eso porque este año me hicieron completar el dibujo con el de una figura humana bajo la lluvia (“porque el otro no salió muy bien”). El problema entonces es si un la dibuja con paraguas o no, o si el paraguas es muy chico o muy grande o cubre la figura o no. También las gotas o las nubes. Si hay nubes parece que uno es depresivo, si no las hay, omnipotente, si las gotas son muchas y pequeñas, uno piensa que todo está en su contra, si hay pocas, es que uno minimiza el riesgo.



Realmente los del gabinete me superan y no sé como predecirlos. Cómo decirles que los dibujos sólo muestran lo que ellos, que seguramente nunca manejaron un avión, quieren imaginar allí. Uno que está al lado, un paracaidista me dice “yo no le tengo miedo al paracaídas ni a los saltos…pero a la hoja…”



Luego de todos los gabinetes la visita termina en los psiquiatras militares, que parece sacados de la película Birdy, o de Atrapado sin salida.



Miran y como si se dirigieran a un criminal dicen “cuénteme”. Nunca les confesé que en realidad soy escritor. Siempre me preguntan en qué año de derecho estoy. Intento decirles que más que años, son correlatividades, pero desisto. No acaban de entender lo que es la cámara de apelaciones donde trabajo.



Tanta salud mental no responde a mi pregunta invariable: para que es necesario esto si sólo quiero volar un Cessna 150 una vez por semana o cada quince días.



Después de todos estos años, si uno les tiene el respeto que se merecen, que es mucho, no es difícil volar un avión; aunque haya viento cruzado, cortantes, rachas (es peor manejar un auto en las calles salvajes), no les temo a los aviones, les temo a los dibujos, a los certificados, a las personas, eso sí que hace que sea difícil volar.







Eduardo Balestena



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sábado, 24 de septiembre de 2011

Cuentas pendientes



“A esa hora, la avenida Luro era un desierto dilatado y negro” (Un Llamado en la Oscuridad en Ana, el Interior del fuego”)

Esta mañana volvía del Aero Club por Funes y al llegar a Luro vi tapiado y con carteles el frente de la Panadería La Higiénica, fundada en 1900.

Ello me levó inmediatamente a este texto de 1990 y a la idea de que todo, en las novelas, parece vinculado a cuentas pendientes.

Cuentas pendientes con la vida, o mejor dicho, de ella con nosotros. Lo que no pudimos vivir o lo que vivimos mal, lo que hay que restaurar, lo que vuelve –es decir casi todo- y después lo que quedó tras la publicación, aquellas cosas que hubiéramos esperado que sucedieran y no sucedieron o aquellas que no esperábamos y que sucedieron: porque, felizmente, la vida también es eso:

“A esa hora la Avenida Luro era un desierto dilatado y negro que brillaba en los focos de las altas columnas. El pavimento parecía húmedo, humectado. Infinitos tránsitos extraían de él un mágico brillo. Qué diferencia a las horas diurnas, cuando Luro es un hervidero bullicioso y sus negocios y sus tiendas hablan de movimiento, de historias que ese monstruo de la ciudad oculta y fagocita. Cerrada está esa gomería donde hay un perro viejo sin cola, con antiguas peladuras de sarna o mordiscos…y la panadería La Higiénica, de A. Sordelli, fundada en 1900…La Avenida Luro, entre España e Italia, palpita desde una remota antigüedad…” (pag. 143/144)

A veces sentimos que la vida no acudió a la cita que teníamos con ella porque no nos deparó lo que esperábamos, que quien acudió fue alguien diferente, alguien a quien hay que arrojarle un guante a la cara.

Sólo podemos saber que nosotros sí cumplimos cuando escribimos para dejar constancia y, más que nada, porque es nuestro modo de vivir. Entonces sabremos que aunque siempre vayan a quedar cuentas pendientes, al menos sí hemos hecho nuestra parte escribiendo “en orgullosa soledad libros que tengan la violencia de un cross a la mandíbula”.

Eduardo Balestena

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domingo, 11 de septiembre de 2011

Tierra de nadie








Siempre imaginé que la noche menos pensada el Chacho lo iba a matar pero la tarde en que tocó el timbre de mi casa para decirme que había encontrado al tontito muerto me sorprendió.




Esa vez la policía vino cuando se la llamó.

A esta hora toda la cuadra lo debe saber.

Cuando sentimos los gritos aquella noche y llamé no vino la policía. “No, dejáme”, gritaba el tontito y se escuchaban los golpes que le daba el otro. Al día siguiente vimos al tontito con la cara –roja y alcohólica- toda lastimada.


Pensar que anteanoche mismo yo pensaba “que tranquilos están” y como a las dos y media nos despertó el tontito, cantando a los gritos –valga la contradicción. Que contento parecía. A las seis menos cuarto, cuando nos levantamos sin poder dormir, ya se había callado.



Después de aquella paliza no lo vimos durante bastante tiempo y aparecieron otros, el Beto, el Tío Cosa –le decíamos así porque era una maraña de pelos que emitía un sonido gutural, a medias entre la voz de un borracho y un graznido. Apareció en un Taunus Ghía viejo que dejaba en la vereda. La señora de al lado no podía ni salir, porque le ocupaban la entrada o le hacían de todo. Nadie podía pasar y en las noches se emborrachaban y gritaban. Fue cuando pusimos la membrana acústica, el doble vidrio y los burletes...


No sé cuantos meses o años duró eso, pero fue peor cuando apareció el mula, el que habían echado del prostíbulo y que empezó a vender droga ahí. Pasaba con esa maraña de pelo de virulana en la bicicleta y además de vender marihuana la fumaba en la vereda, cuando con otros dos o tres se ponían a decirles cosas a las chicas. A alguna le hicieron algo más porque un día apareció la policía. Una menor, dijo el señor Anselmo, que vive enfrente. Ellos se ponían en la vereda y se mamaban ahí. Pasaban horas y horas de la noche en la vereda a los gritos y nosotros no hacíamos nada por miedo ¿Quién nos iba a proteger? Después entraban y se sentían las risotadas y los gritos toda la noche. Pensábamos en cuántas casas viejas están llenas de tipos así, y que a muchos otros estoicos vecinos les estaba reservada la misma suerte que a nosotros.


Parece que hubo un tiempo en que los padres del tontito habían hecho esa casa. Luego algo pasó. Los padres se peleaban. La madre se volvió loca. Se separaron. Se fueron y quedó el tontito que empezó a desarmar la casa y a vender los materiales hasta convertirla en esta ruina. Luego él desapareció y más tarde volvió. Ese es el ciclo que hacen todos: están, se los padece, desaparecen pero vuelven, siempre vuelven, ellos u otros que son como ellos, por eso parece que cambian y a la vez son los mismos.


Cuando fuimos a vivir al barrio, hace cinco años, esa “casa” ya era una ruina; había desaparecido casi todo el techo, por eso la humedad del agua de lluvia nos viene a nosotros, la parte de arriba no tenía escalera ni ventada; pero vivían ahí un hombre, unas chicas y unos nenes chiquitos; sin luz, sin gas, sin agua. Todo lo habían cortado hacía años (nosotros no podemos dejar impago ni un bimestre, enseguida nos intiman, pero en lugares así nadie intima, nadie ejecuta y

todo vale). Nos llevábamos bien con ellos. Les comprábamos cosas en el supermercado, les dábamos ropa. Eso hasta que los sacaron los del prostíbulo y vino a vivir el mula.


Pensar que tiran casas buenas para hacer dúplex y edificios y este aguantadero subsiste, desafiando fideicomisos, políticas de inversión y la paz de todo el barrio.


Luego supimos que “la casa” estaba en juicio –desde hacía unos once años- Movimos cielo y tierra hasta dar con el paradero del juicio, en el juzgado 10. Era cierto. Una ejecución hipotecaria. Estuvimos felices cuando supimos que la “casa” estaba por ser rematada. Años y años de espera finalmente quedarían atrás. Casi festejamos entre todos los vecinos y, felices, esperábamos el día de la subasta. Sería el fin del Chacho, del tontito, del mula que vendía drogas, del Tío Cosa, del Beto y de todos los que, meticulosamente, nos habían arruinado la vida durante tantos años.


Pero el mismo día del remate la curadora interpuso una nulidad y quedamos todos en el punto de partida. De pronto, habíamos retrocedido otros diez años, hasta cuando la ejecución fue iniciada, en el año 2000. Aparentemente, la subasta había violentado las “posibilidades defensivas de su pupila”, la madre del tontito. Resultado: todos se quedaron. Se perdió otro año. Siguieron con las borracheras, las drogas, las peleas, los gritos. Seguimos con miedo: al mula, a los amigos del mula, a sus clientes, al regreso a casa de nuestros hijos, a las palabrotas.

A la pupila, al Chacho, al mula, los protege la ley –es decir su inoperancia, que es lo mismo- pero a nosotros no. Somos nosotros los que estamos ahí, al lado, pared por medio, sin que nadie vaya a venir ni cuando se emborrachan, ni cuando se drogan, ni cuando se pelean ni cuando les dicen cosas a las chicas que pasan.



En la época del mula, antes de que le hicieran los dos allanamientos por lo de las drogas, subían al primer piso, borrachos y drogados. Sin escalera y sin luz, igual subían y hacían fuego. Quemaban un viejo ropero de roble, tomaban vino de caja y hacían hamburguesas. Las chispas volaban en la noche, ellos gritaban pero nadie venía entonces.


No recuerdo cómo llegó el Chacho, con su apariencia feroz. Seguramente como todos. Parecía siempre a punto de explotar y el tontito, cuando yo le compraba remeras que vendía por la calle, me confesó que le tenía miedo.


El señor Anselmo le dijo a la policía que la hermana había escuchado que anoche lo habían traído tan borracho que no se podía tener en pie; que se había tomado una botella de whisky a la noche y otra a la mañana, según dijo el Chacho. Cierto o no, apareció muerto.


¿Y ahora qué?


Vendrá alguien más: puede ser, y también que haya más muertos. Que vendan más drogas…que vuelva el Tío Cosa…todo puede ser porque nosotros y nuestra vecindad no le importamos a nadie. Nosotros seguimos siendo los olvidados porque en otras partes, todo el tiempo, pasan cosas mucho peores a que alguien venda drogas, mate a otro o se muera ahogado en alcohol o fume marihuana o viole a una nena.


Podríamos pensar que el tontito dio su vida para demostrar la inutilidad de la justicia. Pero no era necesario, eso ya se sabe.


Nosotros sólo queríamos sacárnoslos de encima. Pero no se puede. Nunca se puede. Siempre pasa algo o deja de pasar. Los intereses de la pupila o la nulidad por la nulidad misma o la ebriedad o el crimen o la muerte. Todo menos lo que debería pasar.


Qué más da si lo mató o se murió. No importa porque en esta jungla puede pasar cualquier cosa y sólo debemos refugiarnos, cerrar las puertas, soportar y esperar que, por mero azar, nada nos pase porque seguiremos siendo los olvidados en una tierra de nadie.











Eduardo Balestena




ebalestena@yahoo.com.ar

viernes, 8 de julio de 2011

Textos sobre Natalio Kisnerman







Natalio Kisnerman fue una de las figuras centrales del movimiento de Reconceptualización del Servicio Social (en los años 60) y un autor muy reconocido por sus numerosos libros, su trabajo de campo como asistente social primero, licenciado en trabajo social y más tarde como magíster en tercera edad. En su rol de educador formó a generaciones de docentes y profesionales en muchas partes. También desempeñó cargos en gestiones de cultura en Gral. Roca, donde vivía.
Fue Profesor Emérito de la Universidad Nacional del Comahue, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cuernavaca, México, docente e investigador. Dictó conferencias y cursos en el país, Europa y Latinoamérica.
El 25 de julio de cumplen cinco años de su inesperado fallecimiento.
Gracias a las gestiones de Víctor Mamani, trabajador social de Jujuy, la editorial Lumen-Humánitas publicará –en su serie Notables del Trabajo Social Latinoamericano- un volumen de textos de quienes –en diferentes países- fuimos amigos cercanos y pudimos adquirir una perspectiva no sólo desde su formación teórica sino desde lo que significó como persona.
Que a cinco años de su desaparición física Natalio Kisnerman pueda seguir originando proyectos y hermanando a personas distantes geográficamente pero cercanas en otros planos es muy congruente con lo que fue como docente, profesor y ser humano.
En un momento en que la vida social se encuentra sometida en gran parte a la lógica del mercado y en que, como pocas veces, es necesario trabajar sobre la reconstrucción de sus vínculos, es particularmente importante rescatar la figura de un maestro –en todo el sentido del término- siempre comprometido con aquello con lo que trabajó.




Eduardo Balestena
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lunes, 30 de mayo de 2011

¿Fantasmas o presencias?

I. Cuando iba al industrial veía pasar por Gascón a un tornero en una moto de dos tiempos con horquilla trapecio, con resortes, una guantera con una parte pintada de azul y una chapa para escribir el número de la patente sobre el guardabarros de adelante. Fue en 1968 pero ahora lo sigo viendo. Por distintas calles. La última vez en la puerta de un banco. La misma moto, el mismo hombre. Es que a los trece años todo parece más viejo o es que está igual y me pregunto si realmente existe o es una estrategia de la mente para intentar que el tiempo no transcurra.


II. En Dorrego al 300, frente a Los Naranjos hay una casa en uno de cuyos pilares siempre tomaba sol Benji, un perro blanco, pequeño. Lo veíamos al pasar y cuando nos deteníamos ante la casa hundíamos los dedos en el algodón ensortijado de su pelo; alzaba su pata derecha como en un abrazo, besaba con su lengua y miraba con unos ojos muy negros, profundos pero transparentes. Ella me dijo que conservó esa mirada, como inquisitiva y anhelante, hasta el fin.

El sigue estando en el pilar desolado. Seguirá estando en su espacio vacío.









Eduardo Balestena


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lunes, 9 de mayo de 2011

En los límites de la forma
















Marco Denevi (1920-1998) escribió el cuento Variación del perro (http://lapalabrainconclusa-literatura.blogspot.com/) en 1966, a pedido de Alberto Manguel para una serie dedicada precisamente a variaciones sobre un tema. Según señala Manguel, lo hizo en un día.



Pintura, literatura, historia
Se trata de un trabajo inexplicablemente ausente del campo literario, dado en una concepción muy original del discurso: su punto inicial es el grabado de Alberto Durero (1471-1528) El caballero, la muerte y el diablo (1513) y a fin de llevar adelante una narración desde esta propuesta elige la escritura de la corriente de la conciencia, pero no la utiliza como el medio de una conciencia de dar cuenta de lo que sucede sino como hilo del pensamiento de un narrador que no atestigua sobre hechos que efectivamente pasaron sino que desarrolla una larga metáfora y reflexiona sobre la historia, la posibilidad de conocimiento, la guerra y el tiempo. Al hacerlo por un lado tiene una visión omnicomprensiva de la historia y de la guerra y por otro de la relatividad de los puntos de vista de los actores de la historia; de este modo utiliza una forma novelística de vanguardia para terminar haciendo una suerte de ensayo.
En contraste, utiliza como marco de su reflexión un fuerte elemento visual dado por la permanente referencia a pinturas, códices y miniaturas de la edad media, así como textos y a partir de todo ello construye una escena onírica que sin embargo está ligada a un pensamiento de gran rigor y enorme belleza: “…ahora atraviesan un bosque a la luz de la luna, el caballero ya no maldice, ya no habla, sigue adelante, mudo y con fijos en la noche, los soldados uno a uno callan, se aduermen sobre sus cabalgaduras, sueñan con la cabeza caída sobre el peto, alguien cree escuchar una música lejana…”.
Denevi narra desde la riqueza de la imagen y la agudeza del pensamiento.
Circularidad y acceso a lo real
El relato presenta a la figura del caballero y especula en torno a sus experiencias sobre la guerra en momentos en que el narrador asume que regresa a su castillo; en su camino aparece el perro. Esta acción conduce a algo que efectivamente sucederá pero no en el marco del cuento. El final propiamente dicho resulta elíptico: es planteado pero no sucede en el texto. Ello se condice con la idea central de que el caballero ignora lo que le sucederá pero que no lo ignora el perro.
En esta original propuesta se articulan dos ejes: la circularidad y el acceso parcial a la realidad. Incluso el perro, que se percata de lo sobrenatural, ignora lo que sabe el caballero porque confunde “el trueno de la guerra con el trueno de la tempestad”.
Circularidad ya que “El caballero (todos lo sabemos) vuelve de una guerra, la de los Siete años, la de los Treinta años, la de las Dos rosas, la de los Tres Enriques, una guerra dinástica o religiosa, o quizá galana, en el Palatinado, o en los Países Bajos, en Bohemia, no importa dónde, tampoco importa cuándo, todas las guerras son fragmentos de una única guerra, todas las guerras forman la guerra sin nombre…regresa de una guerra, de la cuenta en el collar de la guerra que le tocó en suerte (él cree que es la última y no sabe que el collar es infinito o finito pero circular y el tiempo lo desgrana como si fuese infinito)”.
La vida del caballero se inscribe en esa circularidad, la de un collar del cual ignoramos ser las cuentas. En este discurrir, la guerra lo ha tomado joven y lo devuelve viejo y calvo. Todo lo que sucede sigue esa misma legalidad: va y vuelve, como las imágenes.
Acceso parcial a la realidad ya que el caballero conoce la faena de la guerra, que ignoran los campesinos y que, por encima del caballero, manejan Papas y Emperadores cuyas claves tampoco les son enteramente conocidas y que sólo Dios puede reunir. En ese orden, hay otra realidad inaccesible a los hombres, que llegan a un límite que sólo pueden atravesar Dios y el perro.
La proporción áurea
El hecho de que lectura y reflexión coincidan, dándonos la sensación de que el narrador va pensando e imaginando a medida que leemos, así como la fuerza de ese pensamiento relegan las cuestiones formales a un segundo plano. Pero a poco que pensemos en estos ejes, advertimos que cada uno ocupa aproximadamente la mitad de la narración y que existe una progresión indeclinable hacia el final. De este modo, un cuento que impacta desde su planteo formal se corresponde, a la vez, con un rasgo clásico como lo es la proporcionalidad en la obra de arte de un modo tal que ello pasa inadvertido, no obstante el aporte constructivo que significa.
Puntos de vista
Hay al menos dos elementos que la lectura suscita: la idea de Johann Huizinga (1872-1945) el gran historiador holandés muerto en una prisión nazi que postula (The Autumm of the Middle ages) que la imagen galante y caballeresca es un relato que encubre otra realidad: la explotación de la plebe en la edad media. Los ganadores escriben la historia y en ella son valientes, heroicos y útiles a un ideal. Como eco de esta idea, el texto de Denevi permanentemente plantea la vacuidad de los símbolos humanos.
Otra es la de la visión perspectivística de la realidad social, como lo atestiguan trabajos como los del interaccionismo simbólico (Berger y Luckmann, La construcción social de la realidad). La realidad se construye con ideas y significaciones acerca de lo otro y de los otros.
De este modo: “…a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra que él en cambio ha sobrellevado durante tanto tiempo, porque la guerra habrá sido, para ellos, a lo más, una noticia difusa, un resplandor, un incendio en el horizonte”. No obstante, el caballero desconoce las claves de la guerra que parcialmente conocen los Papas y Emperadores y que Dios conoce en su totalidad. Quizás lo más genial del cuento sea invertir esta imagen de modo especular y construir una en la que el caballero, en gracia a sus esfuerzos, obtendrá beneficios de Papas y Emperadores, que huyen del escenario de la guerra en los momentos de peligro, para volver y firmar y bendecir tratados y que su sufrimiento habrá tejido una red más sutil en la que Dios lo recompensara en gracia a sus dolores y sufrimientos: “así como el perro ignora lo que parcialmente y defectuosamente saben los campesinos, y éstos ignoran lo que parcialmente y defectuosamente sabe el caballero, y éste lo que saben los reyezuelos y los reyezuelos lo que saben los Papas y Emperadores, de la misma manera, piensa el caballero, los Papas y Emperadores sólo sabrán lo que parcialmente lo que Dios conoce en su totalidad y en la perfección de la verdad” . Este orden, si bien posible, es falaz porque el perro puede percibir aquello que nadie ve: “mientras allá abajo, en el camino, el perro que confunde el trueno de la guerra con el trueno de la tempestad sigue y sigue entablando otra guerra en la que el caballero confunde el ladrido de la muerte con el ladrido de un perro”.
No hay una clave última o si, tal vez la haya, tal vez quien menos sabe es porque lo sabe todo y que quien piensa saberlo todo en realidad no lo sepa y sucumba ante la falibilidad de su modo de percibir una realidad que es como un hojaldre o una cebolla: la serie de muchas capas superpuestas.
El poeta Antonio Requeni ha sostenido, con toda razón, que Marco Denevi es uno de los grandes escritores latinoamericanos.
Resta que una generación algún día lo redescubra.



Eduardo Balestena
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Variación del perro, Marco Denevi








A.M. me habla por teléfono para decirme que está preparando una antología que se titulara Variaciones sobre un tema de Durero. El tema es el grabado conocido como “El Caballero, la Muerte y el Diablo”. A.M. quiere que yo escriba una de las variaciones.
Me siento frente a la máquina de escribir y a la trágica hoja en blanco. Miro, para inspirarme, la reproducción del grabado en el libro de Panovsky. Recorro con la vista, minuciosamente, la figura del caballero y del caballo, las siluetas de la Muerte y del Diablo, y más atrás el paisaje wagneriano. No se me ocurre nada. Lejos, en la noche, aúlla un perro, llorosamente.
Sigo mirando el grabado. Entre las patas del caballo del caballero trota un perro. Se dice que cuando un perro llora es porque siente la proximidad de la muerte. Todos los perros son el perro. El perro del grabado debió percibir, entre los árboles del bosque wagneriano, la presencia de la Muerte. En cambio el caballero pasa sin verla, ceñudo y ensimismado.
Empiezo a escribir

El caballero (todos lo sabemos) vuelve de una guerra, la de los Siete Años, la de los Treinta Años, la de las Dos Rosas, la de los Tres Enriques, una guerra dinástica o religiosa, o quizá galana, en el Palatinado, en los Países Bajos, en Bohemia, no importa dónde, tampoco importa cuándo, todas las guerras son fragmentos de una única guerra, todas las guerras forman la guerra sin nombre, la guerra a secas, la Guerra, de modo que el caballero vuelve de un viaje a través de uno de los reinos de la guerra y es como si hubiese dado toda la vuelta al mundo de la guerra, toda la vuelta a ese territorio vasto en el tiempo y al parecer complicado (pero lo que lo complica es el estruendo y la decoración abigarrada; visto a la distancia se advierten las reiteraciones, la monotonía, el juego de espejos), así que no tengamos escrúpulos de fechas ni de nombres, no hay que preocuparse si de los Plantagenet y los Hohenstaufen hacemos una sola familia, si mezclamos lansquesnetes con granaderos, ballesteros con arcabuceros, o si alborotamos la geografía y juntamos ciudades con ciudades, castillos con castillos, torres con torres, y volviendo ahora al caballero, decía que regresa de una guerra, de la cuenta en el collar de la guerra que le tocó en suerte (él cree que es la última y no sabe que el collar es infinito o finito pero circular y el tiempo lo desgrana como si fuese infinito), partió joven y gallardo y la guerra lo devuelve viejo, calvo y flaco, esto no es ninguna novedad, la guerra carece de imaginación y repite sus trucos, de manera que el caballero, como todos los caballeros que han atravesado una guerra sin caer en la celada de la muerte, tiene la barba crecida, está sucio de polvo, huele a sudor, a sangre y a mugre, sus sobados alojan piojos, entre los muslos le escuece la piel un sarpullido como una quemadura, a cada rato escupe una saliva verdosa, habla con la voz enronquecida por los fríos, los fuegos, las borracheras, los juramentos y tanto gritar órdenes y contraórdenes, no puede decir dos palabras sin intercalar una blasfemia, ya olvidó el lenguaje florido que usaba cuando todavía era niño y servía como paje en la corte de un Gran Elector y de un Arzobispo, ahora a las mujeres ya no les pide amor, les pide vino, comida, un lecho, y mientras los soldados violan a las muchachas él bebe solitario y taciturno, hasta que los soldados reaparen bostezando y beben en su compañía, y entonces él de pronto da un manotazo y empieza a maldecir a los reyezuelos que huyen, pálidos y con la ropa hecha jirones, sobre un corcel sudoroso, para enseguida que se terminó la batalla volver a surgir vestidos de oro, bajo un palio de oro, en medio de un cortejo de plumas y de estandartes, maldice a los Papas cubiertos de armiño que desde lo alto de la silla gestatoria asperjan con agua bendita los sellos escarlatas de los tratados, maldice al Emperador al que una vez vio caminar entre lanzas erguidas a la vista de ese damiselo de la guerra, finalmente el caballero se pone de pie y vuelca la silla y la mesa, se produce un gran alboroto, la taberna (o lo que sea) es incendiada, el propietario vapuleado, la tropa de soldados con el caballero al frente reanuda la marcha, ahora atraviesan un bosque a la luz de la luna, el caballero ya no maldice, ya no habla, sigue adelante, mudo y con los ojos fijos en la noche, los soldados uno a uno callan, se aduermen sobre sus cabalgaduras, sueñan con la cabeza caída sobre el peto, alguien cree escuchar una música lejana, la música de su niñez en alguna aldea del Milanesado o de Cataluña, otro cree oír voces que lo llaman, la voz de su madre, la voz de su mujer o de su novia, alguien lanza un grito y despierta sobresaltado, pero el caballero no se detiene, no se vuelve a mirar quién es el que ha proferido ese grito, sigue adelante, sigue con los ojos abiertos fijos en la noche, la luna le lustra la armadura, el soldado que va detrás de él, el que está más próximo al caballero, el que lleva una bandera desflecada y quemada por la pólvora y que ahora pende sobre el flanco del caballo como una sucia gualdrapa, ese soldado, un mancebo rubio con la apariencia de un juglar, de pronto piensa que la armadura del caballero cabalga vacía, que el caballero se ha esfumado, ha desaparecido y sólo queda la armadura como un fantasma, como un muñeco, o tal vez la armadura se posesionó del caballero, lo absorbió como una esponja absorbe a un líquido, le succionó la sangre, le trituró los huesos y ahora la armadura es una cáscara hueca sin la pulpa del caballero dentro, esto lo imagina porque nunca ha visto al caballero dentro, esto lo imagina, porque del caballero no conoce sino esa armadura que gesticula y sostiene una lanza y la borgoñota que imparte órdenes y contraórdenes y aúlla blasfemias (y bajo la borgoñota una pelambre enmarañada, pero a lo mejor la pelambre es lo único que resta del caballero), y esta idea, esta fantasía hace reír reír al soldado rubio porque piensa que quizás ha transcurrido mucho tiempo desde que el caballero se disecó en el interior de la armadura y ellos no se dieron cuenta y han seguido detrás de esa tumba de hierro, de batalla en batalla, desafiando a la muerte, pero cuando el portaestandarte ríe como sonámbulo el caballero se yergue sobre la clavícula de los estribos y prorrumpe en una maldición (como si hubiese adivinado de qué se ríe el portaestandarte y quisiera hacerle, a su vez, una broma o reprenderlo), el soldado rubio se encoge de terror, pero en seguida comprende que el caballero no se ha despabilado ni ha maldecido a causa de su risa, sino porque los árboles del bosque, que hasta ese momento parecían dormidos en la noche y en el frío, repentinamente despiertan, repentinamente se cubren de flores y de frutos, quiero decir, aunque la metáfora es vieja y todos han adivinado, quiero decir que esa floración que el calor de la guerra hace madurar invierno y verano, en los bosques lo mismo que los desiertos, de esos frutos siempre en sazón, quiero decir el enemigo, los enemigos inextinguibles que nos aguardan pacientemente, tercamente, ocultos en la sombra, confundidos con la niebla y el humo, y entonces los jinetes somnolientos y los arcabuceros borrachos se transforman en pero todo eso ya sucedió y ya pasó, ahora el caballero regresa solo a su castillo, sin la mescolanza de hierros, de caballos y de hombres que lo escoltaba a través de su viaje por una provincia de la guerra, ya dejó atrás todo ese estrépito, se desprendió para siempre de los vivaques, los saqueos, las emboscadas, el terror, el sueño, el hambre; de la guerra no conserva sino el caballo, la armadura, la lanza con la piel de zorro en un extremo (para que la sangre no chorreara y le empapara la mano), conserva ese olor a mugre, a sudor, los piojos, el sarpullido, la saliva estriada de verde, y los recuerdos, los recuerdos, los recuerdos recortados del gran cuadro chillón de la guerra, aquel joven caído sobre la hierba, de cara al cielo, que hundía en un río, ya no sabe cuál, el Meno, el Arno, el Tajo, que hundía en un río indiferente las dos piernas hasta las rodillas, y el agua, cuando pasaba junto al muchacho, lo tomaba de las piernas, se las maceraba y se las molía, se las llevaba río abajo convertidas en filamentos primero rojos, después rosas, después grises, los doce patíbulos, doce, en una plaza toda negra y desierta, y en cada patíbulo un ajusticiado, péndulos de agua afuera que el viento hacía chocar entre sí y aquel campanario daba la hora, una hora cualquiera, una hora fuera del tiempo, el viejo que se agachaba para defecar en el suelo helado y cubierto de nieve y en seguida se desplomaba sobre una flor de sangre y de excrementos, la flor de la disentería, la torre altísima, y cuadrada, de ladrillos, y más lejos una fila de cipreses, y el chorro de aceite que cayó desde las almenas de la torre, que cayó sobre los caballeros vestidos con túnicas blancas y una cruz roja en el pecho (eran todos finos y hermosos y un rato antes habían oído misa, la misa que ofició para ellos un obispo cuajado de pedrerías) y el cráter negro que se abrió donde cayó el aceite, un agujero que humeaba y crepitaba como una sartén al fuego, y él, el caballero, percibió un olor dulzón, un olor a fritura y a trapo quemado, y de pronto sintió sobre la mano un escozor y vio que allí se le había posado un trocito de carne que hervía, un trocito de la carne de alguno de aquellos caballeros que un rato antes oían misa y se encomendaban a Dios, pues esto había sido para él la guerra, aunque quizá para los reyezuelos y seguramente para los Papas y los Emperadores sería otra cosa, un juego de ajedrez que jugarían a distancia, cada uno encerrado en su ciudad, en su fortaleza, en su palacio, hasta que, terminada la partida, saldrían el uno al encuentro del otro y se estrecharían la mano como buenos contrincantes y se repartirían los reinos de la tierra, pero ahora también el caballero ya salió fuera del tablero de ajedrez de los Papas y Emperadores y vuelve a su castillo, donde está su mujer (cuando piensa en su mujer piensa en la joven que abandonó hace muchos años), donde está el neblí que se posaba sobre su guantelete en las mañanas de cacería, donde está el laúd que tañó para cantar alguna vez en una corte de Provenza o de Sicilia los rondeles de Cino de Pistoia, el castillo donde se despojará por fin de la armadura como de la costra seca y muerta de una herida ya cicatrizada, donde se quitará la borgoñota como una cabeza ajena que sólo sabía blasfemar y espiar la estela del bando contrario, el castillo donde los reyezuelos que él salvó de la ignominia de la derrota lo colmarán de honores, donde el Papa y el Emperador que movieron los trebejos del ajedrez de la guerra lo harán duque o conde palatino, hasta que, al doblar un recodo del sendero, ve sobre la colina intacta su castillo intacto, ve alrededor la campiña y a los campesinos doblados sobre la tierra, ve un perro, un perro doméstico, un perro vagabundo y tal vez sin dueño, que corretea entre las piedras y se detiene aquí y allí a oliscar el rastro de otros perros, y ante ese cuadro casi idílico del castillo, los labradores y el perro, el caballero piensa que así como a él se le escapan las verdaderas claves de la guerra (cuya posesión estará en mano de los Papas y los Emperadores, y que los reyezuelos codiciarán), a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les estará negado conocer esa faena terrible de la guerra que él en cambio ha sobrellevado durante tanto tiempo, porque la guerra habrá sido, para ellos, todo lo más, una noticia difusa, un resplandor de incendio en el horizonte, el paso de las tropas por el camino, y en cuanto al perro, piensa el caballero, ni siquiera supo que había guerras, pillajes, batallas, tratados bendecidos por el Papa, un Emperador que hacía erguir las lanzas, el perro habrá seguido comiendo, durmiendo, apareándose con una perra, e ignorando que allá donde guerreaba el caballero las fronteras se deshacían para rehacerse más lejos, el perro nunca sabría que el Vicario de Cristo era arrastrado por las calles, que un Emperador se hincaba de día y noche, desnudo, a las puertas de un castillo, que la flor de la Cristiandad había hervido en pez y en aceite, porque para el perro el trueno del cañón sería el mismo ruido pavoroso que el trueno de la tormenta, y si hubiese visto al damiselo de de la guerra le habría ladrado como a un vulgar desconocido o le habría meneado la cola si le caía simpático o le daba de comer, de modo que el caballero ahora siente el orgullo de ser un caballero, de pertenecer a la Historia, de haber sido una de las piezas del ajedrez de la guerra, y junto con ese orgullo no puede menos que experimentar compasión por los labradores que no hacen la Historia, y hasta una especie de estupor frente a ese perro contemporáneo de Papas y Emperadores que nunca se enterará de que ha habido Papas y Emperadores (ni siquiera de que hay caballero), frente a ese perro que viene a su encuentro como podría venir al encuentro de un campesino, o del propio Emperador, sin distinguir al uno del otro, sin sospechar siquiera las catástrofes y las proezas que nimban la armadura del caballero, y siguiendo con este pensamiento, siguiendo con esta cadena que se inicia en el perro, el caballero piensa que el encadenamiento no remata en los Papas ni en los Emperadores, pues así como el perro ignora lo que parcialmente y defectuosamente saben los campesinos, y éstos ignoran lo que parcialmente y defectuosamente sabe el caballero, y éste lo que saben los reyezuelos y los reyezuelos lo que saben los Papas y Emperadores, de la misma manera, piensa el caballero, los Papas y los Emperadores sólo sabrán parcialmente y defectuosamente lo que Dios conoce en la totalidad y en la perfección de la verdad, y estas reflexiones, este creer que Dios posee la última clave que concilia todas las claves fragmentarias, hace nacer en el ánimo del caballero la esperanza de que si el Papa y el Emperador que dominan en juego de la guerra lo harán duque o conde en gracia a su valor y a su lealtad, Dios, que domina el juego de los Papas y los Emperadores lo absolverá a él, al caballero, de las matanzas, las violaciones y las rapiñas en gracia a su miedo, su sueño y su hambre, y esta esperanza provoca la sonrisa del caballero, pero justo en el momento en que esta esperanza reconforta al caballero y lo hace sonreír, el perro que venía correteando a su encuentro se detiene como delante de una pared, clava las patas en la tierra, la piel se le eriza, los ojos le relumbran, entreabre el hocico, muestra los dientes y comienza a aullar como un lobo, pero el caballero atribuye esa súbita hostilidad del perro a una circunstancia baladí extraída de sus propias circunstancias, la atribuye a que el perro no lo conoce, a que el perro se espanta del caballo, de la armadura, de la cola de zorro en la punta de la pica, no hay que sorprenderse de que ese perro de campesinos se asuste frente a un caballero cubierto de hierro y a un caballo adornado con testeras y petrales, de modo que el caballero no da ninguna importancia a la actitud del perro y sigue avanzando por el camino, las patas del caballo están a punto de aplastar al perro, el perro se hace a un lado de un salto y continua aullando, continúa gimiendo y mostrando los dientes, mientras que el caballero ha vuelto a recordar a su mujer, su neblí y el laúd de amor y se olvida del perro, y lo que nunca conocerá el caballero es que el perro ha olido, alrededor de la armadura, el tufo de la Muerte y del Infierno, pues el perro ya sabe lo que no sabe el caballero, ya sabe que en la ingle del caballero una buba ha comenzado a destilar los jugos de la peste negra y que la Muerte y el Diablo esperan al caballero al pie de la colina para llevárselo, porque si el caballero lo supiese, pensaría (siguiendo un orden análogo al de sus anteriores razonamientos aunque en sentido contrario), que así como el perro se ha detenido donde el caballero pasa de largo, así también el caballero quizás se haya detenido donde los Papas y Emperadores pasen de largo, y siempre dentro de este raciocinio, el caballero pensaría que quizás los Papas y Emperadores se detengan donde Dios pase de largo, quiero decir que tal vez el Papa y el Emperador no hagan al caballero ni duque ni conde, y Dios no lo absuelva de sus pecados, quiero decir que si el caballero razonase de esta manera pensaría que tal vez para Dios las realidades que atrapan a los hombres forman un tejido que no atrapa a Dios, al igual que el caballero atraviesa, sin verla, la malla en que ha quedado atrapado el perro, no obstante que la malla ha sido urdida para el caballero y no para el perro (no obstante que, por ejemplo, las oraciones de los hombres están trenzadas para Dios), pero el caballero no lo sabe y ya asciende feliz por la colina, rumbo a su castillo, feliz con la esperanza de que su valor haya entretejido la red en las que caiga la mosca Papa, la mosca Emperador, y que su dolor haya entretejido la otra red más sutil en que caerá la mosca Dios, mientras allá abajo, en el camino, el perro que confunde el trueno de la guerra con el trueno de la tempestad sigue y sigue entablando otra guerra en la que el caballero confunde el ladrido de la muerte con el ladrido de un perro.

jueves, 5 de mayo de 2011

Marta Villarino y la presentación de Ocurre al otro lado de la noche












Marta Villarino interviene en las presentaciones básicamente con tres elementos: un pequeño papel con anotaciones, un libro marcado en algunas páginas y su voz.
Es muy difícil seguirla.
No porque hable rápido sino porque cuando comienza a hablar se abre un mundo.
No porque lo que dice sea difícil sino porque es intenso y justo y porque más que los conceptos, uno registra las sensaciones que deparan y así la obra que uno escribió, y que ella presenta, se abre en caminos múltiples: su lectura, nuestra lectura, el texto en sí mismo.
En Ocurre al otro lado de la noche se detuvo en varias cosas: que como primera novela le pareció contener textos previos y un manejo discursivo profundo; la instancia de reflexión que abre el texto sobre su propia escritura y varios pasajes.
Lo que más me impresionó fue que esos personajes, pensados como tres puntos de vista narrativos distintos, se entrecruzan y dejan huellas, los unos en los otros, huellas que se hacen evidentes.
Esos personajes innominados, lo que impide la remisión a un origen, son discurso, un discurso lírico. Eso y nada más pero también son eso y además, “ese matrimonio sin nombre”, como los llamó es un vínculo lleno de huellas que cruzan de uno a otro. Nunca lo había pensado así, para mí eran "él y "ella" pero la falta de nombres los hace parecer má indefensos. Son sólo palabras en una novela del lenguaje, pero las palabras son lo que viven y sienten y ellos ni siquiera tienen nombre.
La lectura se hace voz: la música de palabras puestas para ser leídas que así revelan el universo de lo que puede ser dicho y nos dan la certeza de que el hecho de decir es un acto de descubrimiento de esa otra posibilidad de aquello que pensábamos allí sólo para ser leído.

martes, 22 de marzo de 2011

Fabian Iriarte y su texto sobre Ocurre al otro lado de la noche

Presentación de la novela Ocurre al otro lado de la noche (Buenos Aires: Corregidor, 2010) de Eduardo Balestena.

Esta es la segunda edición (en otro sello editorial) de una novela publicada hace ya más de dos décadas, en 1987. El asunto central es el triángulo amoroso –no tradicional, como sucede en el ciclo de sonetos de Shakespeare-- establecido entre tres figuras llamadas por el narrador Él, Ella y Michael. Lo que el texto tenía de “irritante” para los lectores “burgueses” en esos años quizás hoy ya no lo es—o más bien, tenemos la esperanza de que ya no lo sea en la misma medida. Mucho ha sucedido en Argentina desde entonces (felizmente, pues han pasado veintitrés años) en materia de avances legales y sociales así como en la mayor visibilidad y la integración de la homosexualidad y otras identidades de género: el “código secreto” (p. 18 y passim) con que se comunican y reconocen los dos amigos que pasean por la calle es ahora vox populi. Creo que, a pesar de la nostalgia que sienten algunos por esos tiempos en que la homosexualidad era vivida como una aventura secreta y excitante por lo peligrosa, se encuentra mejor en una comunidad más inteligente, menos ignorante y menos discriminadora.
En una nota prefatoria, el autor declara que, al escribir esta novela, tenía en claro que deseaba escribir algo “no por la historia sino como pura experiencia del lenguaje” (p. 10). Prueba de que entendió bien la función del texto: pasados los años, y acompañados de los cambios sociales, si hay algo que sostiene la novela no es la “anécdota” del triángulo que combina el amor heterosexual con el amor homosexual, sino la atención minuciosa a la estructura verbal, al entramado lingüístico del texto.
En consecuencia, la parte estrictamente novelística (en el sentido de la trama argumental) se halla casi totalmente disuelta. Hay muy pocas acciones que llevan el relato hacia adelante. Más bien, se trata para el narrador de volver con insistencia a escenas y momentos fundamentales que condensan los temas, motivos o imágenes esenciales para el trío de personajes: la mañana en que Él despierta al lado de Michael y prepara mate, el día en que decidió responder el aviso de las revistas, entre otros. Con esta insistencia narrativa, las escenas, objetos e imágenes son analizados desde perspectivas diferentes y evaluados según criterios diferentes, ya sea por dos personajes cada vez o incluso por el mismo personaje en distintos momentos de la narración. Un método recurrente del narrador es la comparación de situaciones similares entre Él y Ella y entre Él y Michael.
Por lo observado anteriormente, resulta más interesante (en lugar de analizar el argumento y sus peripecias) examinar qué recursos retóricos usó el autor para darle al lenguaje un lugar preeminente. Sin pretender agotar la enumeración de funciones que cumple, propongo a continuación detenernos en algunas formas en que la estructura verbal llama la atención sobre sí misma, sea por medio de las distintas maneras que el grupo de Formalistas Rusos llamó “extrañamiento”, sea por medio de un uso intensificado de ese rasgo inherente al discurso que Julia Kristeva llamó “intertextualidad”.
Respecto de la intertextualidad, el caso más evidente del juego o diálogo entre éste y textos previos es el de los epígrafes, dos en el umbral de la novela misma y uno al frente de cada uno de los tres capítulos. En el primer caso, la cita de Céline se revela como la fuente, modificada, del título de la novela: en vez de la “vida” en su totalidad, Balestena ha preferido concentrarse en una sinécdoque: la parte de la vida que es la “noche”, porque “lo más interesante pasa siempre en la sombra”. La cita de Flaubert, por su parte, es una advertencia al lector sobre la experiencia de la lectura que está a punto de tener y aviso de sus consecuencias. Muestra la actitud desafiante del novelista (“seamos feroces”) y su objetivo: épater le bourgeois. La heterogeneidad de las fuentes de las citas (Dostoievsky y Mishima para Él; el filósofo M. F. Sciacca para Ella; Mika Waltari para Michael) para cada sección que representa a cada personaje también es significativa: a pesar de su relación triangular, cada uno habita su propio mundo, con sus propias reglas y códigos.
La narración de cada sección no es efectuada exclusivamente por el personaje a que corresponde el pronombre al frente de cada sección o capítulo. Las voces se cruzan constantemente. No se interrumpen, pero forman una cadena lingüística que hay que seguir con atención para darse cuenta de las transiciones en las que una voz (o el decurso del pensamiento de un personaje) da paso a otra.
Las metáforas y comparaciones abundan, en una enramada de imágenes que aparecen y desaparecen, como en una fuga o una sinfonía: la vida como un juego de cartas (p. 14 y passim), la vida como serie de cuotas (p. 13), la vida como rompecabezas (p. 17). La expresión que he notado como la más frecuente en mi lectura de esta novela es “como si”: una filosofía de “Als Ob” atraviesa la experiencia de la “vida” de estos personajes, pero también la del narrador. No basta con la relación seca de los acontecimientos: todo tiene su imagen contraparte, su elemento de comparación. Como si la vida, tal cual se la experimenta, no bastara. Se busca siempre ese “otro lado” para verla y, quizás hasta para “re-vivirla”.
A pesar de que el narrador se esfuerza por presentar la historia con todos los recursos tradicionales del “realismo” (por ejemplo, reconocemos perfectamente la ciudad de Mar del Plata), su ausencia de ubicación temporal definida y, sobre todo, la falta de nombres personales de los protagonistas le da cierto aire a fábula. Es el primero, y quizás determinante, de los métodos de extrañamiento que encontramos. El reemplazo de los nombres por los dos pronombres personales, masculino y femenino, nacido acaso como una señal para indicar la naturaleza “privada” de esta historia (como señalando que lo que importa es la fábula, no la curiosidad por saber a quién le sucedió, porque esto es literatura, no información literal), establece una distancia que “extraña” a los dos personajes que conforman la pareja heterosexual. Están a medio camino entre el personaje literario específico e irrepetible y la alegoría de la típica pareja heterosexual. Las descripciones y narraciones del casamiento son ejemplos del estatuto inestable de estos dos personajes. ¿Quién el Él? ¿Quién es Ella? Por otra parte, la especificidad de detalles en otras zonas de la novela los hace diferentes, únicos, y por lo tanto única también se vuelve su experiencia.
Esta inestabilidad se abre por completo en el pasaje de extrañamiento más intenso de la novela: cuando el narrador (máscara del autor empírico) detiene la narración y confiesa su perplejidad ante las tareas de continuar desarrollando la historia y manejar el destino inmediato de sus personajes (pp. 73-75): “Yo también soy prisionero de la realidad de ellos, casi como ellos que son los personajes. Su felicidad ahora depende de mí”. Una cita de Arlt, que el narrador hace suya, confirma esta perplejidad, que el lector—por carácter transitivo—finalmente también siente como propia. Este pasaje recuerda uno similar de la novela The French Lieutenant’s Woman, de John Fowles, ejemplo supremo de la ficción postmodernista: el capítulo 13, en que el narrador se pregunta por la identidad y la consistencia de su personaje protagónico femenino, Sarah Woodruff, y por la función que él mismo cumple en la construcción de relatos y el manejo de personajes. La duda ontológica, radical, se ha vuelto carne en el escritor contemporáneo.
La respuesta a esta duda—pero se trata de una respuesta que plantea paradójicamente más perplejidad y más preguntas, si no más confusión— parece estar en la parte última de la primera sección, “Él”. Allí el narrador abandona hasta cierto punto la narración en sí (más bien, vuelve a contar escenas ya contadas, pero desde otras perspectivas) para interpolar una descripción de varias composiciones musicales—aludidas previamente en el decurso del texto—como si su estructura aportara claves para el desciframiento del significado de la historia. De este modo, la sonata Los Adioses de Beethoven se vuelve clave del motivo del “mundo del espíritu” que tanto preocupa a Él; y los cinco movimientos de la Sinfonía Fantástica de Berlioz se vuelve clave de la estructura sinfónica de la novela que estamos leyendo, con sus “ideas fijas” (sus motivos repetidos, sus imágenes, como la revista gay comprada en secreto en el kiosko, las cartas, la traición, el cuerpo), su estructura tripartita como la de la novela, las melodías iniciales que retornan al final, el juego de elementos tímbricos y sonoros como los de las tres voces que escuchamos, las variaciones y la sensación de caos, entre otros. El lector atento recordará que el objetivo declarado de Balestena es precisamente explorar (y a la vez hacer explotar) los recursos del lenguaje. Este contrapunto entre música y estructura narrativa deja a las claras que esto es lo central del libro, más allá de la anécdota.
Si Oscar Hermes Villordo, uno de los jueces del jurado que otorgó a esta novela el primer premio en el Concurso Del Castillo Editores en 1987), advertía cierta marca proustiana en el texto, quizás estaba pensando en algunos momentos de “extrañamiento” exacerbado en el texto: por ejemplo, cuando la fiesta de casamiento se transforma en una especie de carnaval (como en la novela-río de Proust lo es la famosa escena de la Ópera convertida en un rincón de las profundidades del mar) o en la escena onírica e irónica de la marcha al suplicio. Pero es en la obsesión por la recuperación de la memoria del pasado, que atraviesa el texto de comienzo a final, donde encontramos la huella de esa preocupación que sigue viva en el novelista contemporáneo: la relación entre el tiempo y la memoria, y los modos posibles (los modos tanto previstos como los imprevistos por el lenguaje) para reconstruir esa relación o, por lo menos, intentar dar cuenta de ella en una estructura verbal que resulte tan precisa y translúcida como también apretada y misteriosa.

Fabián O. Iriarte


viernes, 18 de marzo de 2011

Arqueología de un texto



Al volver al texto de Ocurre al otro lado de la noche pensé en la relatividad del concepto de “madurez escritural”, o en sus alcances. Puede que la escritura haya madurado como significado, interiormente, y surja ya madura pero con intuiciones vinculadas a ese modo de sentir primordial frente a un texto. Con el tiempo, se agrega oficio a partir de hábitos y una necesidad de producción, a la vez que se mantienen los estímulos originarios que hicieron que la escritura surgiera como proceso. Otra cosa que pensé es que hay dos clases de novelas: las que un escritor elige escribir y las que se le imponen. Dicho así surge la propia relatividad de la categorización, ya que hay obras inclasificables desde ese criterio (como Pedro Páramo, de Juan Rulfo). No obstante, en otros casos es muy válida: Por ejemplo, seguramente Marco Denevi eligió escribir Ceremonia Secreta o los cuentos de Hierba del cielo, o Variación del perro del modo en que lo hizo. Este último lo escribió por encargo de Alberto Manguel, en un día: ¿hay diferencia entre una obra hecha por encargo y otra profundamente meditada? ¿El espacio de libertad está en el origen de la escritura o es la propia escritura? Tampoco tengo dudas de que novelas como Memorias de Adriano, Viaje al fin de la noche o El juguete rabioso, se impusieron a Marguerite Yourcenar, Lois Ferdinand Cèline o Roberto Arlt y las escribieron a pesar de ellos y con lo mejor de ellos. Esas novelas se abrieron paso a través de sus vidas para instalarse en ellas. Quizás así se pueda explicar como alguien como Cèline, un antisemita, colaboracionista de los nazis, hubiera podido escribir una novela como Viaje al fin de la noche. Fue de esta obra de donde tomé el título, del epígrafe que dice “Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario, de ahí su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginación. Se trata de una novela, nada más que una historia ficticia. Littré, que nunca se engaña, lo dice. Y además todos pueden hacer lo mismo. Basta con cerrar los ojos. Ocurre al otro lado de la vida” Es curioso que hable de un viaje enteramente imaginario cuando escribe una novela autobiográfica, y lo que ocurre al otro lado de la vida sucede o en la muerte o en algo que está más allá de la vida conocida, algo que nos diga que la vida puede ser peor de lo que conocemos. Lo que Ocurre al otro lado de la noche es algo que sucede en el día o bien, en una noche más profunda. A diferencia de las otras dos, es una novela que elegí escribir de este modo: con tres capítulos a los que corresponderían tres técnicas narrativas diferentes: el discurso indirecto libre, un personaje en primera persona y un narrador por detrás.

I. Para hacer la arqueología del texto debería remontarme a una tarde de 1983 en que el escritor y crítico Helén Ferro entrevistaba a Oscar Hermes Villordo, de quien acababa de ser publicada la novela La brasa en la mano Era la época de la dictadura. Villordo dijo entonces que la obra trataba de “las amistades apasionadas”. Cuando la leí descubrí dos cosas: Que era de la mejor prosa que había leído, y que “las amistades apasionadas” eran en realidad el mundillo gay de un Buenos Aires intemporal. Era algo nuevo: la mejor prosa al servicio de un tema prohibido y los dos términos parecían potenciarse mutuamente. No hay temas ocultos o menores para una buena prosa. No hay nada que ella no pueda narrar sin dejar de ser la mejor prosa. El serlo es lo que ilumina al asunto narrado y lo hace ser digno de la literatura. Los asuntos novelísticos presentan un desgaste. El concepto de buena prosa no implica una ruptura. La ruptura está en la función de la buena prosa, desplazada de lo no tradicional, que busca algo más para narrar. El efecto será mayor con algo “prohibido”. Había hecho dos años de taller literario con Federico Peltzer y desde entonces me pareció central el concepto de una buena prosa. Sin una buena prosa no hay nada y una buena prosa puede dar cuenta de todo. Obras como Redención de la mujer caníbal, o Hierba del cielo, de Denevi, son ejemplos de eso: la palabra vale por sí misma, puede abrir mundos. La palabra es en si misma una experiencia, una de las más poderosas de la literatura y cuando el lenguaje debe ser objeto de un trabajo, es para deconstruir es buena prosa y convertirla en otros discursos.

II. Otro de los textos fundantes fue La motocicleta (1962) de Henry Pieyre de Mandiargues (1909-1992), prototipo de la novela lírica. Narra el viaje entre Haguenau y Heidelberg de Rèbbeca Nul, quien va al encentro de su amante, Daniel Lionhart, en su motocicleta Harley Davidson. Ese viaje es una recapitulación sobre todos los viajes y la historia involucrada en ellos. El presente del movimiento se funde en el recuerdo como el sueño en la vigilia y la metáfora trabaja permanentemente en ese itinerario. No es una novela de personajes. Ellos son una fuerza que necesita la narración, un pretexto para la metáfora: “…había abierto de par en par el gas en cuanto hubo vuelto la esquina del pilar blanco en que se apoyaba la valla. Había retumbado el trueno de costumbre, y se encontró proyectada hacia delante sobre el asfalto sombreado por los pinos. Con un pequeño movimiento del pie, mientras con la mano reducía…la admisión y luego la volvía a abrir del todo, puso la segunda, e instantáneamente (parecía) la aguja del contador había rebasado la cifra 80. Entonces la motorista había puesto la tercera, y luego había cortado el gas, porque a más de ciento diez kilómetros por hora estaba llegando a las primeras casas de Haguenau. A menos que se hubiera tapado las orejas con cera, Raymond tenía que haber oído algo, se había dicho al alejarse del pabellón, mientras a su espalda los pinos superpuestos por la velocidad se acercaban en el espejo retrovisor como los muros de agua del mar Rojo tras el pueblo de Israel. Habiéndose desembarazado del imaginario faraón que, si hubiera querido perseguirla, habría sido tragado por la oscura ola” (Biblioteca breve de Bolsillo, Alianza Eitorial, 1963, pág. 17) La difusa idea de Raymond se equipara al imaginario faraón que de tratar de perseguirla se toparía con el mar de pinos cerrándole el paso. Sólo que la imagen de los pinos como un mar que se cierra viene de la pura velocidad y la de Raymond de la quietud. “Entonces pensó que estaba soñando, dentro de su sueño, y olvidándose de que no podía moverse se volvió hacia la pared. Al principio se maravilló de haber recobrado el dominio de su cuerpo, pero se encontraba entre las sábanas, bajo un pesado edredón y no sobre el felpudo sofá de la librería…¿Estaba soñando? Se dijo que había soñado, pero que ya no soñaba. ¿Y cuándo había dejado de soñar? (pág. 80)


Así también: “…tiene un aroma lejano a perfume y otro, más próximo, a sudor, pero es un sudor destilado suavemente, de a poco y que se mezcla con ese sedimento de olores que va dejando el día a lo largo de las horas en una piel que así, parece un jeroglífico, como uno de esos palimpsestos borrados y escritos de nuevo; el mensaje es intraducible y aun así se lo traduce, es un acertijo y no sabemos qué significa, por eso el cuerpo es un símbolo que nunca se agota, ni aun después de destruido…duerme ahora, respira un aire denso y arterial que, como las calles de la noche, se hunde en la penumbra y me acerco…” (Ocurre al otro lado de la noche, “Ella”, pág. 98, Corregidor, Bs.As., 2010) Se entra y se sale del sueño y en la vigilia se recupera algo que está en ese sueño, inaccesible. En ese último viaje ha habido símbolos de muerte: un auto cuya cola tiene forma de ataúd, una fantasmal estación de servicio; luego aparece un camión de cerveza con una esfinge de Baco y esa aparición se reitera hasta la escena final en la cual Rèbecca, que intenta eludir al camión que ha cambiado de carril, se desliza en una mancha de aceite: “El muro verde parece precipitarse a casi ciento treinta kilómetros por hora, y el Baco coronado de espinas llena por completo el campo visual de Rèbecca. ‘El universo es dionisiaco, piensa con profunda persuasión, mientras miles de puñales se precipitan sobre ella y le parece que sólo le producen una única herida, por la que su amante se expande en ella. Un rostro desmesuradamente sonriente va a engullirla (y la contempla con infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites), un rostro humano o sobrehumano, el último y tal vez el auténtico rostro del universo” (pág. 187) El rostro final es el único y verdadero rostro del universo, condensa y cierra una historia. Aquello que es llevado al infinito se convierte en su opuesto: “infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites”.

Del mismo modo: “Han de ser las dos de la tarde…El timbre no vuelve a sonar. Michel levanta las persianas. La luz lo enceguece un momento, como si la vida que había quedado sin transcurso se hubiera amontonado ante su ventana para caer de golpe…pero es temprano. Para lo que sea es temprano. Es temprano para todo. Abre la ventana de par en par y ruidos profanos invaden su santuario. Es temprano…pero hay que apurarse igual porque la vida consiste precisamente en eso, en una emboscada en que de pronto es temprano y cuando uno se detiene a descansar, cuando uno simplemente se descuida, ya es demasiado tarde…” (Ocurre…”Michael”, pág. 123) La marca es, al principio, meramente temporal: las dos de la tarde. A partir de ahí comienza una variación sobre el primer tema (es temprano), primero por lo temprano de la hora, luego por lo temprano en todo, pues aún se pueden hacer muchas cosas, hasta que “hay que apurarse” introduce el segundo tema: que en cualquier momento puede ser demasiado tarde. Es un modo de asumir ese sentido de los opuestos. Personajes sin nombre, uno, con un nombre que no lo es, que es un apelativo y de ese personaje, del cual se puede atisbar una designación a la manera de nombre, es mostrado por un narrador que no lo descifra.

III. Son los capítulos de Ella y de Michael los más poeticos. La función de lo poético en la prosa recorre toda la obra de Luís Alberto Ballester, un escritor que había nacido en 1929, a quien conocimos por sus programas en Radio Municipal. “Aletea la ropa solitaria con el viento/es el paraíso invernal de mi cuerpo/que danza en los días que aún son míos” (de Brilla la cercana luz Torres Agüero, 1992) Ballester fue un gran erudito cuyo lenguaje oral quizás superara al escrito. Hay muchas de sus metáforas en la novela. La ciudad, lo alto, los mensajes cifrados, el exilio: estos tropos la atraviesan. “Salimos del bar. Ahora el viento soplaba del oeste, del inmovilizado mar de la pampa. Caminamos bajo la recova de Leandro N. Alem, doblamos en una perdida calle. Y todo empezó a hablarnos. Se levantaban de pronto paredes, quebradas por cicatrices, hundidas a trechos en pequeños hoyos habitados por la magia. El color lo habían formado las repetidas lluvias, el lento girar del sol sobre su superficie, el roce del tiempo, también la pisada leve de los insectos y el crecimiento del musgo; pero algo como la memoria de la vida de los hombres surgía de ese muro, estaba tejido pos sus dolores y alegrías, por el amor que lucha contra la muerte. Y también, más adelante, escuchamos el caer del agua pura y embriagadora. Todo nos hablaba; se abría a mitad de cuadra una ventana, de ondeantes cortinados, plena de un idioma silencioso pero sutilmente expresivo. Y esa ventana, y el muro y el agua que compasivamente nos otorgaba la merced de entreabrir su misterio” (Luís Alberto Ballester “Oscuridad resplandeciente”, de Las oscuras hazañas. Ediciones Buenos Aires Secreto, 1973) Así: “La noche transcurre de a poco, como un misterio, enervada en las calles, cobijada en los interiores. Va primero consolidándose a sí misma en ese aire descreído que respira y bajo el cual vagan sus seres, distintos a los de la mañana y de la tarde. El mundo de la noche es entonces vedado y melancólico y otra cosa reina en él. Luego la noche de a poco va diluyéndose y lo otro se insinúa, lo diurno se pone en marcha de a poco, con su aire que parece nuevo donde late una inminencia. Entonces la cara prosaica se perfila y se instaura y las calles ya se vuelven un hervidero” (Ocurre…”Michael”, pág. 115)



En Techos de Buenos Aires Ballester reedita uno de sus leimotivs: la ciudad despunta una magia y un idioma que expresa en sus edificaciones, que enlazan las zonas de la tierra y lo alto:






"En los techos, las jaulas rompen todos sus barrotes y enloquecen. La libertad los recorre...Gestos impensados se recortan en los atardeceres. De golpe, una mujer eleva un brazo y el cielo lo aprieta, tan azul como el dios Rama o Paul Eluard. Lo humano es más abiertamente humano, se manifiesta con más intensidad: algunos viejos dormidos, dorados por el sol, tal vez tratando de escapar de la muerte, o esperando ser cazados por un ángel; sobre sus cabezas penden a veces pequeñas jaulas sin puertas, donde la luz pasea" ( Techos de Buenos Aires. Torres Agüero, editor, 1985)





Lo alto es el espacio de la libertad: no es que una mujer recorta su brazo contra el cielo, sino es que el cielo lo aprieta azul como un dios: lo otro se humaniza.








"...la ciudad da la sensación de un inmenso cuerpo, desteñido y solitario; las calles son venas y las paredes, son palabras y diálogos dichos por la gente que se han cristalizado, que se han fijado en las fachadas de las casas, es como si hubiera allí palabras esculpidas, es tan evidente que sólo haría falta detenerse a leerlas pero si nos detenemos, ante eso tan evidente, comprenderemos que las señales, a pesar de lo visible, están ocultas bajo un alfabeto extraño, bajo signos que no entendemos y debemos continuar, sabiendo que existe el mensaje pero sin poder leerlo...las plazas son como ojos...uno tiene la sensación de que, igual que la vista, nos conectan con algo que está más allá, que eternamente evocan y lo pienso ahora que caminamos entre pinos que se alzan hacia un cielo de incipiente complejidad..." (Ocurre "Ella", pág. 103)

Hay un mudo idioma que es evidente pero que al mismo tiempo se pierde y un ámbito sagrado que es la noche, cargada de llamados y símbolos. La luz la hace profana. Las cosas están animadas, tienen una vida propia. Son esa vida y a la vez un símbolo. Ese animismo fue tomado por Ballester de Guillermo Enrique Hudson, escritor al que admiraba. Ocurre al otro lado de la noche sigue siendo una novela del lenguaje puro, en el momento de descubrir que se podía tener un manejo de ese elemento nuevo del lenguaje, manejarlo estéticamente y a la vez ser llevado por él.

Eduardo Balestena