A Carlos Elbert
En un helado sábado de invierno un colectivo se prepara como para ir a reducir una plaza fuerte donde los sitiados, como los madrileños en 1939, estarán gritando “no pasarán”.
El ómnibus sale de la jefatura, seguido por dos camionetas y dos patrulleros. Van despacio, por la costa, cautos, para no despertar sospechas, a sesenta kilómetros por la ruta: el micro ondulando, las camionetas por detrás, los autos por delante. Es una formación estratégica, como la de los B-17 cuando bombardeaban Alemania, una que –vaya a saber cómo y de quién- los protege.
Finalmente llegan y ya están frente a ese edificio de arquitectura insólita, como de Frank Lloyd Wright senil a quien –sin que se diese cuenta- le han sustituido los materiales por puro cemento y que, por añadidura, estaba ebrio al hacer los planos: empinadas escaleras de teocalli azteca pero con un laberinto de oscuras entrañas ruidosas, sin ventanas y tan hospitalario como una pirámide de Egipto.
Los hombres no sabían que irían a ese boliche –secreto de Estado. Los efectivos descienden corriendo del colectivo, armas en mano mientras alguien con cara de guerra se encamina enarbolando el victorioso estandarte de la orden de allanamiento, el resto va detrás, mientras la música –de algún modo hay que llamarla- continúa, desafiante y estrepitosa.
Cuerpos –recortes que la oscuridad traga y escupe en brillantes y breves ropas ajustadas con latigazos de luminosidad azul- convulsionados en el fragor de un ritual tan excitante como antiguo, forman una hermandad incomprensible. La hilera de efectivos avanza hacia la barra que es una trinchera penumbrosa, con botellas en lugar de bolsas de arena, donde, en un recuadro de luz, hay un rostro apostado: es el mensajero de esa secta de cuerpos como saetas luminosas, el que irá a informarle lo que sucede a alguna deidad maléfica que estará en los altos de la pirámide de Lloyd Wright. El descomunal arrebato rítmico se interrumpe, la luz se enciende y una exhalación, triste y apagada, se disgrega como esas rachas de brisa de los pueblos de Juan Rulfo.
A semejante esplendor sonoro deberían corresponder luces sugerentes o poderosos reflectores. Pero no: dos focos asmáticos derraman una luz de esquina de barrio sobre los cuerpos de golpe inmóviles que ya no son ese arrebato de gestos provocativos sino que la quietud –como una maga extraña y malévola-los ha vuelto esmirriados y frágiles y las ropas no eran tan brillantes ni nuevas. Todo ese frío que el movimiento disimulaba afloró de repente así, conjurado por la quietud y las paredes son altísimas, lúgubres, decoradas por manchas de humedad. La alfombra, cuya blandura sobre los pies era un contraste con la convulsión de luces y ruidos –un espesor invisible y suave- aparece horadada por quemaduras y con un color indefinido, muy viejo y en realidad semeja una gigantesca cáscara de papa tendida fantásticamente por todo el perímetro. Los sillones donde yacían cuerpos sensuales y despreocupados, en realidad tenían mudos y desgarrados sietes y debajo de los vencidos resortes muestran su mustio esqueleto de madera.
De pronto se forman dos filas: la de los revisados y los no revisados. Recuerdan las colas de la incorporación, en la milicia. Impresiona el silencio. Un silencio frío, triste e inútil. Como seres mágicos, los testigos –que son tales y han pasado a la posteridad procesal en contra de su voluntad- se ramifican en ese nuevo don de la ubicuidad que han adquirido de pronto e igual que el espíritu, configuran la totalidad de la sustancia presente toda en todo.
La revisión es ardua en el enorme templo al cual el propio silencio dota de un evidente signo de desamparo. Afuera no hay ninguna 4 x 4, ninguna moto carenada sino viejos autos fatigados que han regresado del mundo de los muertos. A los que vienen les basta –para olvidarse de todo- una ilusión tan flaca como esta, vestida así de desenfado, con sus ingenuas poses insolentes y el humo de los cigarrillos que forman, como impalpables afluentes de un sucio río, una espesa nube que se adhiere y absorbe a las personas como un extraño animal sin forma.
De pronto el milagro: encontraron un lechugón de marihuana que trasladan como una insólita piedra preciosa, o como algo delicadísimo que podría desvanecerse en el aire si es que no se toman las debidas precauciones. Semeja un puñado de gramilla a medio resecar y la ansiedad, por momentos, lo hace parecer no una hierba sino un diminuto animal vivo y asustado. Estaba en el suelo: no hay culpables. Nadie sabe nada.
Pero hay algo más, a un masculino le han encontrado documentación apócrifa de un rodado automotor. Se trata de una camioneta, o mejor dicho, una pick up. Una Di Tella Argenta. La cédula es adulterada. No hay dudas. El imputado parece sin embargo tan inocente, pese al pelo largo, al arito y al tatuaje.
De repente el boliche y los celebrantes del rito espasmódico de la danza se disuelven: han pasado a segundo plano porque un culpable ha sido encontrado. Siempre sucede eso: aparece un culpable y el resto está como más junto, más a salvo, no se sabe de qué ni hasta cuándo ni por qué; pero más a salvo, sintiendo que si algo le pasa a otro no puede pasarles a ellos, mientras que también todo lo demás se justifica, adquiere una razón de ser, una razón de fe, un propósito, virtuoso e innegable.
Pronto le secuestran la camioneta. La llevarán, debidamente precintada, a la comisaría, donde las inclemencias, con sus silenciosos gusanos, irán horadándola, devorándola, reintegrándola a la tierra. Hay todo el tiempo del mundo para eso porque los que entran ya son culpables, justamente por eso entran, no tienen voz y obedecen a un ciego destino que no admite la redención ni la esperanza.
Él va detenido. Ya podrá gritar su historia todo lo que quiera en las muchas, impredecibles y siempre ramificadas entrañas de la vasta línea de montaje donde acaba de ser arrojado como el trasto inservible de una sociedad que tranquilamente puede seguir sin él.
No fue inútil el operativo, después de todo. Ha sido una batalla más, modesta, inevitable, en pos de uno de los muchos rostros del mal.
Fuera, gira un viento frío e intemporal. El mar rompe a lo lejos y las calles muestran ese vacío inhóspito de las noches de invierno, donde parece que se han ido todos y que nunca volverán.
Eduardo Balestena
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