lunes, 4 de enero de 2010

Soy leyenda



Pese a que la reciente tercera adaptación cinematográfica (las anteriores fueron en 1964, con Vincent Price, y 1971, con Charlton Heston) de la novela Soy Leyenda, de Richard Matheson (Allendale, Nueva Jersey, 1926), tampoco parece ser fiel al original, ni apuntar remotamente a las cuestiones deparadas por el texto, sí nos incita a su relectura, y con ella al nuevo descubrimiento de la obra, y a pensar de qué modos las creaciones literarias pueden ser llevadas al cine.
Fidelidad y no fidelidad
En un reportaje, el escritor Kazuo Ishiguro (Tokio, 1956) sostuvo que una adaptación no tiene que ser necesariamente fiel a un texto literario. Un ejemplo sería la de James Ivory de su novela The Remains of the day (Lo que queda del día, 1993), que si bien resulta menos rica que la novela, es fiel a su espíritu. Lo mismo podríamos decir de The bridges of the Madison county, de Robert James Weller (Rockford, Iowa, 1939) donde el personaje de Robert Kincaid, difiere del de una película muy fiel en casi todo el resto. Juan José Delaney (Buenos Aires, 1954) (Marco Denevi y la sacra ceremonia de la escritura, una biografía literaria) enumera las vicisitudes de películas como Rosaura a las Diez (Mario Sóficci, 1958), en que la intención del director fue más literal al texto, que la del propio autor.
Hace poco Humberto Ríos (La Paz, Bolivia, 1929), director y documentalista, señalaba en la entrevista de Fernando Martín Peña, para el ciclo La joven guardia, de canal 7, las alternativas de su película Eloy (1969), basada en la novela homónima de Carlos Droguett (Santiago de Chile, 1912-1996), en la cual buscó decir por la imagen y no por el texto en off, y ser fiel a su lectura de la obra original, antes que a su literalidad, lo cual le costó su relación con Droguett, pero le significó hacer una excelente película.
Es decir, que las cuestiones parecen residir en los elementos que singularizan a un texto, lo cual implicaría aspectos formales, más que una fidelidad que puede no arrojar un resultado interesante en términos artísticos.
Provenientes de escritores-guionistas, y con un lenguaje esencialmente visual y de acciones, obras como Soy Leyenda constituyen un blanco fácil para el canibalismo, en detrimento de aquello que su escritura contiene en realidad, y de las lecturas que es capaz de generar.
El laberinto de la soledad
Richard Matheson ha sido uno de los guionistas más destacados de series como The twilight zone, (un ejemplo es la inolvidable Nightmare at 20 thousand feet, protagonizada, en sus dos versiones, por William Shatner y John Lithgow) de Rod Serling, y autor del cuento The duel, sobre el que se basó la primera película de un virtuoso Spilberg (resulta difícil creer hoy que hubiera empezado como un verdadero cineasta). No obstante, es en las novelas Soy Leyenda (1954) y El hombre menguante (1956) donde quizás adquiera una densidad mayor, en ese su propósito de enfrentar la irrupción de condiciones nuevas e inhumanas de vida, lo que las constituye en una épica de la lucha solitaria.
La experiencia de la perplejidad, la impotencia, el pensamiento, el dolor, y la esperanza, la idea de lo inacabado y de lo definitivo, la del riesgo que acecha, se viven solitariamente.
También solitaria es la experiencia de pasar por pruebas, a veces auto-impuestas, de las cuales no hay más testigo que el lector; tampoco hay colaboradores ni aliados, sino estrategias en las que los personajes (Robert Neville, en Soy Leyenda y Scott Carey, en El hombre menguante) procuran sacar partido del azar, uno de los elementos que los vinculan con el mundo incomprensible que deben vivir. El azar es sin embargo dual, porque se trata de algo con lo que deben enfrentarse permanentemente, y que es, por su propia naturaleza, incognoscible e impredecible.
Contrastes
En Soy Leyenda, el personaje es el último humano en un mundo de vampiros, convertido en tal por una pandemia. La acción progresiva es jalonada por fechas, (I, enero de 1976; II, marzo de 1976; III, junio de 1978; IV, enero de 1979) que significan puntos de inflexión en un texto que resuelve todos los elementos que van siendo planteados, por medio de raccontos, para introducir, sobre el final, uno nuevo. La muda del narrador, en el último renglón, de la tercera a la primera persona cierra una era y abre otra. La novela, así, de un modo definitivo, clausura e inaugura dos mundos.
El hombre menguante, más extensa y de mayor densidad literaria, en cambio, se desarrolla (en la novela y no en la película de 1957, dirigida por Jack Arnold) en la ruptura del eje temporal. El personaje ha sido expuesto a una especie de rocío, y va empequeñeciéndose y habitando nuevos espacios. El comienzo es un breve capítulo introductorio de una carilla, y el segundo comienza con la terrible persecución de una araña en el sótano, que va siendo alternada con distintas etapas del proceso menguante; el combate se extiende a lo largo de varios capítulos. No interesa, igual que en La metamorfosis, de Kafka, la explicación racional. La obra parece vincularse así más a lo kafkiano que a la ciencia ficción. El personaje deviene en infrasciente, no se encuentra al mismo nivel de su mundo, que, cada vez más ajeno, desaparece en un ascenso indeclinable, y su condición (de vida y de conocimiento) varía en forma continua. Paradójicamente, este déficit de conocimiento del escenario visible (que físicamente se constituye con abismos y bordes de objetos como sillas, que una vez fueron familiares), se convierte en conocimiento del invisible, y cuando el personaje consigue salir del sótano, la novela tiene un final abierto y optimista donde un mundo nuevo se abre hacia un infinito microscópico.
Se cumple el destino de los personajes de Matheson de asistir solitariamente a un mundo nuevo, que suscita alternativas asfixiantes de extrañamiento y a la vez de lucha, por eso mismo imposible de ser compartido y de que en esa experiencia pueda encontrarse cooperación. El destino, físico y espiritual, es solamente propio. No importa lo conocido que pueda resultar el mundo, siempre contiene algo hostil, extraño e inabordable.
El conocimiento y sus límites
Cuatro elementos parecen constituir a Robert Neville: Una resistencia para la cual no encuentra explicaciones, la experimentación racional (en busca de las causas de la plaga y el modo de luchar contra ella), la bebida, vinculada al recuerdo y al fracaso de sus investigaciones, y la música, capaz de conferir una atmósfera íntima y espiritual a un mundo insoportable.
Saber, experimentación, búsqueda, constituyen intentos de situarse activamente ante lo incomprensible. Pese a los resultados, el saber, circunscripto a su finalidad inmediata (luchar, sobrevivir) no permite dar cuenta de todo lo que sucede. Hay una explicación coherente de la plaga, pero tal conocimiento se revela posteriormente inútil.
El saber es además a-moral, porque al procurárselo, Neville va aniquilando vampiros sin ningún escrúpulo de conciencia, ya que le basta saber que son sus enemigos potenciales, y que su búsqueda legitima cualquier acción. Los mismos postulados serán sostenidos por los propios vampiros. Se plantea así el problema de la objetividad de los valores: si éstos existen por sí, por un consenso social, en este caso, adverso, o por una creencia honda y subjetiva que se supone correcta; tema sobre el cual reside el planteo final, al hacernos pensar si la condición humana puede caracterizarse por lo mayoritario, y lo inhumano ser lo nuevo humano, o si es sustantiva y posible de mantener en el último ser humano en un mundo inhumano.
La bebida suspende los efectos claustrofóbicos, desplaza el asedio de los vampiros, y procura disipar los recuerdos, pero obnubila y autodestruye. La cualidad de lo humano como espiritual, sólo pervive en la música (Brahms, Ravel, Schubert).
La irrupción final, en el mundo que Neville suponía propio y seguro, es indicadora de que este conocimiento no parece capaz de prever lo nuevo, sino reconocerlo cuando se hace evidente (¿será esa la limitación de todo conocimiento, vale éste por un poder predictivo, debe ser útil, o vale por si mismo pese a que no sea ni útil ni predictivo?). El saber es falible, cuando se encuentra dado al abrigo de ciertos hábitos. En todo caso, debemos asumirlo como lo que acaso sea: una de las vías de acceso a lo real.
Normalidad y consenso
“Todas las sociedades nuevas son primitivas- replicó la joven-. Tú deberías saberlo. Son…como grupos revolucionarios que transforman la sociedad por la violencia. Es inevitable. Tú mismo recurriste a la violencia, Robert. Mataste. Muchas veces.
-Sólo para…para sobrevivir.
-Nosotros matamos por las mismas razones –dijo Ruth con calma-. Para sobrevivir. No podemos permitir que los muertos persigan a los vivos” (Richard Matheson, Soy Leyenda, Clásicos Minotauro, 2007, pág.176).
Los actores de un cambio legitiman la violencia que suponen necesaria, y aquello que era el último acto en pos de defender la raza humana, se convierte en otra violencia puesta en práctica para defender a otra raza.
De este modo, se plantea el problema de qué es normal y qué no lo es, y el de convivir con cosas normales pero incorrectas.
Es la corrección de los actos y no su normalidad el criterio apropiado, y definir a los actos correctos como aquellos que permiten acceder a valores que están por encima de ellos, y a los pensados en función de los demás y no de nosotros mismos. Desde este punto de vista, todos los actos, de un lado y de otro, serían reprobables: ello es lo que parece en definitiva plantear indirectamente la novela, al poner en evidencia lo relativo de categorías como la violencia y la normalidad.
Scott Carey, el personaje de El hombre menguante va convirtiéndose en un extraño para aquellos que lo rodean, y vive un aislamiento acaso más terrible, ya que no puede decidir si matar o no, si investigar o no, ni depararse a sí mismo consuelos como el de la música. Simplemente debe sobrevivir en una inhumanidad deparada por aquello que le fue familiar.
En ambas, asistimos a “Un nuevo terror” (Soy Leyenda, pág. 179) que no nace abrupta sino progresivamente, y también progresivamente involucra, y que es inmanejable. Una vez en él, no se puede volver y sólo podemos preguntarnos si somos parte de ese horror, como Neville, o si somos inocentes, como Carey, sabiendo que, en un caso o en otro, nuestro mundo es de algún modo como ese horror de Soy Leyenda, porque está gobernado por las mismas crueles y falibles reglas de la violencia, la supuesta normalidad y la intolerancia.
Quizás así podamos asumir que vivimos “Un nuevo terror nacido de la muerte, una nueva superstición que invade la fortaleza del tiempo” (pág.179).


Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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