lunes, 4 de enero de 2010

El hombre menguante


Hace poco nos ocupó, con motivo de la nueva versión fílmica, la novela Soy Leyenda (1954), de Richard Matheson (Allendale, New Jersey, 1926), e hicimos una mención de El hombre menguante (The shrinking man), de 1956, obra que (llevada al cine por Jack Arnold en 1957 con el título El increíble hombre menguante) por sí misma constituye un planteo novelístico original y profundo, que de algún modo cuestiona, por si mismo, su adscripción al subgénero de la ciencia ficción.
El hombre como medida del universo
Ante una propuesta literaria, a la vez tan simple y compleja, es inevitable recordar dos obras muy diferentes: Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift (Dublin, 1667-1745), y La metamorfosis, de Franz Kafka (Praga, 1883-1924). Ambos, con planteos casi opuestos se refieren a una condición humana que parece ser tal dentro de un margen estrecho (cuyo símbolo reside en los cuerpos), y se pone en tela de juicio apenas ese margen es traspasado. Jonathan Swift desplegó una ácida crítica social, y en el texto de Kafka el horror de la transformación sólo hace evidente el de la normalidad.
La novela de Matheson, que se vale de un asunto parecido, increíblemente no parece ser muy difundida, y es posible conocerla en una pésima traducción de Bruguera (1977). También el horror se basa en la cotidianeidad y sus posibilidades destructoras.
La propuesta, el relato de la vida de un hombre sometido a una extraña radiación que lo hace empequeñecerse progresivamente, implica sin embargo una serie de cuestiones estilísticas que más allá del planteo de fondo singularizan a esta novela como logro formal.
El hombre es sólo el soberano de una fracción y no la medida de todas las cosas. El universo simplemente es, y toda pauta resulta convencional, pero si esa convención es alterada su alteración tendrá hondas consecuencias humanas.
De este modo el texto trabaja sobre los límites, la inocencia, la ajenidad y la lucha: aunque seamos inocentes del rayo que hiende nuestra vida, nada que no sea nosotros mismos podrá establecer un curso para ese sufrimiento y tramitarlo, y para eso van siendo establecidos los mecanismos del descubrimiento y de la lucha.
Una dualidad creciente
Hay elementos que, de manera paradójica, crecen como tales en el curso del empequeñecimiento del personaje: la erosión de sus vínculos, su contraposición con los espacios y objetos, y el agotamiento físico.
Dos mundos se perfilan: el humano y el físico. Coinciden en la sensación de ajenidad que provocan: los vínculos familiares son cada vez más difíciles a medida que el mundo físico se hace también más difícil de transitar (aunque sea injusta la expulsión, igual van dejando de ser propios). Uno va desapareciendo en la altura, el otro, día a día se vuelve más grande e inaccesible.
Frente a esta realidad se encuentra la pura experiencia humana del personaje, que descubre en la supervivencia diaria una nueva condición, a la vez más primitiva, y sin embargo más profunda, ya que lo enfrenta a la necesidad de pensar el nuevo mundo que, indeclinablemente, se perfila, día a día, y qué sentido (si es que hay alguno) tiene sobrevivir en él. Esta reflexión, urgente, dolorosa, vivida en un contexto de incertidumbre y agotamiento, resulta más necesaria a medida que el mundo anterior va haciéndose más y más inaccesible: así, hay una expulsión progresiva y a la vez un descubrimiento necesario: “ ‘Y aquí estoy yo –pensó, sumiéndose otra vez en sus introspectivas reflexiones-; sin nada que hacer’. Aquello podía haber terminado hacía tiempo, pero él tenía que luchar. Trepar por hilos, matar arañas, buscar comida. Cerró con fuerza la boca y contempló el largo poste de la red, apoyado en el precipicio” (“El hombre menguante”, Bruguera, 1977, pág.245).
La vida, de este modo, se constituye como valor supremo en sí misma ya que subsiste pese a que no existan razones que permitan sustentar la idea de que vivir es mejor que morir. Más allá de la convención literaria (ya que la muerte del personaje implicaría el fin de la novela) la experiencia de lo vital se engendra a sí misma, aunque no tenga razones, estímulos ni advierta, al menos en ese momento, la alternativa de un porvenir por el que valga la pena luchar y desde esta perspectiva, igual que el Relato de un náufrago de García Márquez, la novela es una dialéctica de la resistencia, con sus momentos urgentes, sus pequeños logros y el siguiente inesperado y vital desafío.
Cuerpo y soledad
La narración está a la vez construida en la ruptura del orden temporal y en la regularidad en la exposición, tanto de esa ruptura, como del proceso menguante, directamente proporcional al de la soledad.
En efecto, tras una breve introducción, sobreviene la serie de enfrentamientos con la araña en el sótano, que atraviesan la novela hasta el capítulo 14 (es decir, la mayoría de los 17 de los que consta).
En los capítulos así, hay varios presentes: el del sótano y el combate, y las etapas del proceso menguante, indicadas no por fechas sino por alturas. Pero hay un plano simbólico, la araña representa la lucha y el mal:”Por alguna razón concreta, la araña había llegado a simbolizar algo para él; algo que odiaba, algo con lo cual no podía coexistir. Y, como de todos modos iba a morir, quería tener la oportunidad de matar ese algo” (pág.211). El personaje, minimizado, física y espiritualmente, es capaz sin embargo de establecer una frontera y luchar por la eliminación de un mal con el cual le resulta imposible convivir, pese a que lo haya hecho con el ultraje, el dolor físico, el hambre, la sed y la falta de posibilidades.
Paradójicamente, la muerte a la que se refiere será sólo la de la araña. Por el contrario, la marca final de la novela será la afirmación de vida del personaje: “Había mucho que hacer y mucho en qué pensar. Su cerebro rebosaba de preguntas, ideas, y –sí- renovada esperanza. Tenía que encontrar comida, agua, ropa, refugio, y lo que es más importante, vida” (pág.252). ¿A qué, o a quién, están destinadas preguntas e ideas, sin interlocutores humanos? Es en la respuesta a esta pregunta donde encontramos el verdadero tema de Richard Matheson que es la soledad, y un motivo: la resistencia, la búsqueda de una razón, la necesidad de construir cada momento de la vida.
De este modo, varios planos articulan el texto y tienen que ver con lo dinámico: el escenario constantemente cambiante, creciendo y haciéndose más inmanejable día a día, y el combate. También confluyen sensaciones y pensamientos, con las exigencias sobrehumanas de ese mundo inabordable, y me pregunto si eso no es en sí una metáfora de la vida.
Como un animal acorralado el personaje sufre hambre y sed. Debe procurarse agua entrando en una manguera y restos de pan escalando un enorme precipicio. Como si la soledad se inscribiera a fuego en su cuerpo padece dolores y le sobrevienen heridas. Constantemente vive al límite de sus fuerzas, y si bien este proceso es la consecuencia de otros padecimientos anteriores, afectivos, económicos, sexuales, la salida de la casa, es decir, de las coordenadas del mundo humano le significan como consecuencia final el cambio hacia la esperanza.
Lo monstruoso como hecho objetivo
La mayor parte de la narración refiere movimientos y hechos físicos (pesos a levantar, alturas a salvar, elementos a ser moldeados). Establece una rigurosa física de los movimientos, más necesaria a medida que la movilización más simple, debido a un menor tamaño, se descompone en una mayor cantidad de acciones, cada una objeto de decisión y ejecución en sí misma. Cada desplazamiento es así abrumador: para el personaje y para el lector, pero el texto los alterna con recapitulaciones capaces, por un lado, de asumir que la realidad no se reduce a hechos físicos, y por otro, de alternar con otro modo de narrar.
Esta operación minuciosamente descriptiva implica a su vez asumir una estética objetivista, y dar un marco objetivo al horror. Es en última instancia el horror el que lo enfrenta a esa configuración de los objetos:”Cada vez que llegaba a un tronco, una enorme piedra, un trozo de cartón, un ladrillo o una alta montaña de arena, tenía que hacer algo que ponía sus nervios a prueba: dejar el hilo en el suelo, acercarse con gran cuidado al obstáculo, con la lanza rígidamente extendida ante sí, hasta comprobar que la araña no se encontraba escondida” (pág.203).
A medida que avanza el proceso menguante el objetivismo se convierte en un hiper realismo, donde los elementos pasan de estar a estar sobrepresentes y a ser vistos de un modo más intenso y terrible, distinto al de la realidad común. Así, Scott ve descender al sótano a la gigantesca figura de su hermano y trata de saltar a la botamanga de su pantalón para salir del sótano: “En el momento en que Scott salía a campo abierto, el inmenso zapato negro de Marty se posaba en el suelo frente a él. Con una violenta sacudida lanzó el gancho a la pernera del pantalón. De haberse tratado de un caballo al galope, no hubiese saltado con mayor violencia. Reprimió un grito. Se encontró volando por los aires para descender casi enseguida” (pág. 230). Toda acción comienza siendo una probabilidad de éxito, para concluir en un fracaso violento.
Los movimientos se independizan, son un medio, pero cuando se los ejecuta, se convierten en un fin en sí mismos, y el espacio termina siendo descripto a través de ellos. Los espacios remiten a otros, metafóricos: aventurarse de donde se refugia para ir hacia el zapato equivale a salir a “campo abierto”, y el intento de trepar al pantalón, equivale a abordar a un caballo al galope.
Las distancias son medidas en una doble escala: los milímetros o centímetros reales, son metros para Scott: “La arena parecía retrasar su avance cada vez más…La araña seguía su estela…llegó a cinco metros de él, cuatro metros, tres…” (pág.216)
La soledad en la soledad
Cuando finalmente su esposa Lou y su hermano Marty se van de la casa sobrevienen dos procesos de soledad, contenidos uno dentro de otro: ya todo es irreversible, pero también, ya lo era desde antes; y Scott está definitivamente solo, pero al mismo tiempo, ya lo estaba.
La diferencia es el adverbio “Definitivamente”.
De este modo, toda lucha, aunque esté perdida, sigue por una vaga posibilidad, por un vínculo, aun imaginario. Cuando aquello que era inaccesible se aleja hacia otro ámbito, se rompe esta posibilidad, cae el peso de lo definitivo, y pueden suceder dos cosas: que sea asumida la derrota, o el propio combate: “Le gritó al universo entero. –¡He librado un gran combate! – y en voz más baja añadió-: Al demonio con todo. Esto le hizo reír. Su risa fue un debilísimo e inaudible sonido en la vasta y oscura tierra. Era maravilloso reír y también era maravilloso dormir bajo las estrellas” (pág.249). La tierra podrá ser vasta, pero a la vez es oscura e incierta, y muchos en ella, ignoran esas condiciones.
De este modo, un acto de afirmación inaudible e ínfimo que no tiene a nadie como testigo es a la vez una prueba de que aun fuera de las coordenadas del mundo visible la condición humana puede subsistir, que ella misma es la fuerza, la finalidad y los medios, y que es el ser, en sí, lo que nos obliga a una permanente reflexión en la que encontramos aquello que nos hace ser humanos.


Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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