sábado, 2 de enero de 2010

Miss Woodvine

“Sabía que cuando las pisadas se detuvieran y el visitante llamara, ella debería despertar, saltar fuera del sueño y abrir una puerta y salir”

Marco Denevi, “Ceremonia Secreta”


Tía Catalina se había quebrado un viejísimo brazo como de metal frágil y precioso.
Era de noche.
Creo que todas las veces que me pasaron cosas extrañas –para bien o para mal- fue siempre de noche. Será que la noche respira llamados y un lenguaje invisible de transparencias y a veces, gotas neblinosas, opacas por los misterios que contienen.
Arropadas, subimos al sulky de Papá, con Leticia, Leonor y Victoria. Nunca andábamos en el sulky, con sus altas ruedas bordeadas de goma. El empedrado de la calle Salta dejaba oír solamente el ritmo de las patas del caballo. Las maderas del pescante tenían como un aliento a tabacos de esos que en el fondo guardan un dejo a chocolate y los tirantes del bastidor de la capota crujían al mecerse el techo. El sulky era solamente de Papá pero ahora, íbamos también nosotras, a ver a Tía Catalina que se había quebrado un viejísimo brazo como de metal frágil y precioso.
Por la avenida desfilaba un tranvía tirado por dos caballos. Avanzaba hacia una penumbra que copiaba el gesto que, en el mismo lugar, el cielo hacía durante el día y de ese modo, el tranvía parecía ir no hacia una calle sino hacia una conspiración donde la oscuridad se apropiaba momentáneamente de las cosas para darles el aire hechizante de las noches de verano que invitan a respirar, a abrir los brazos, a correr pasadizos secretos.
Cruzamos calles desiertas con luces precarias, como concesiones de la oscuridad que sólo realzaban algún misterio que finalmente ella resolvía, a último momento, guardarse como algo de lo que nos participaba pero que no compartía (nunca llegamos, entiendo, a ese íntimo espesor de la oscuridad). Pasaban automóviles con llamas de luz de carburo en sus faros, como ojos de vacilantes gatos; carros que se zarandeaban y negros mateos con faroles de kerosén a los lados.
Era un laberinto que había tejido la noche en esas calles que estaban más allá de la vista durante el día y la noche copiaba algún imaginativo diseño por el cual una misma calle se desgranaba en una infinita serie de entradas que nunca conoceríamos; por encima se cernía una cúpula de ramas hendidas por olores, por una luz, por el ruido del caballo como si las ramas fuesen un friso pintado por la noche.
De pronto el sulky se detuvo, Papá bajó y tomó la rienda a la altura del freno. Lo veo con el traje gris y la corbata negra de aquella foto, la foto por la que siempre iba a recordarlo luego, cuando la imagen de él se desdibujara
En una casa inabarcable subimos una escalera eterna hacia una habitación de altos. El barandal me llegaba a la frente. Los listones del piso relucían dibujos enigmáticos.
Tía Catalina estaba en medio de una cama grandísima, con dosel, desde donde brotaban cascadas como de tules. Tenía su viejísimo brazo como de metal frágil y precioso, estirado y lleno de vendas embebidas en ungüentos misteriosos y aceites finísimos que le daban un aire de fina momia vestida de fiesta. En sus manos despuntaban unos guantes blancos. Parloteaba sin cesar hojeando diarios y revistas que llegaban desde Europa. Su conversación, con el viejísimo brazo como de metal frágil y precioso, quebrado, parecía más y más caudalosa, como si el cabestrillo aumentara la resonancia de su pecho y la vitalidad de sus cuerdas vocales. Resplandecía blancuras de sábanas, de una cofia, de su mañanita, de un cubrecamas. Innumerables pintitas en su piel semejaban natas en una superficie de leche recién ordeñada.
Miré para el costado y entonces la vi a ella.
Era matusalénica. De azabache. De ébano. De carbón. Estaba sentada aristocráticamente. Los cabellos grises se arremolinaban sobre su piel negra. Era gorda. Gorda y petisa –según me daría cuenta mucho después. Así, me dio la impresión de la reina de una sabia tribu africana que escucha, condescendiente, a la embajada de un país pretencioso. Ella sabía de hilos de humo que permitían hablar con los muertos, de amuletos y el idioma de las cosas y con humildad, los olvidaba y estaba, momentáneamente, con nosotros pero esos misterios la convocarían vaya a saber cuándo y permanecía ese mientras tanto que podía ser eterno o muy breve.
Tía Catalina, que seguía hablando hasta por los codos, a las perdidas apuntó displicente su viejísimo brazo como de metal frágil y precioso para donde estaba la negra, diciendo
–Ah, mnsí...Miss Woodvine. Miss Sarah Woodvine, la masajista. Es además partera. Pero eso a mí ya no me sirve, mjá, mjá.
La negra se puso de pie y, saliendo de ese libro que Lewis Caroll habría escrito en colaboración con el explorador que llegó a las montañas de la luna, nos hizo una cortesía. Inclinó la cabeza y estiró la mano hacia mí.
En sus ojos entreabiertos latía un enigma. Inmediatamente corrí y le besé la mano.
El encantamiento había nacido.

Fue mucho después –cuando ya vivíamos en Moreno y Rioja- que volvimos a verla porque Papá le atendió algunos asuntos.
Ya estaba casi en la ruina.
Bajaba de un Panhard Levassor que echaba vapor por las fauces del radiador como una bestia cansada y orgullosa. Papá repetía el nombre porque era el único que conocíamos y quizás porque era una marca musical, exótica, como Delaunay Baleville, o De Dion Bouton que parecerían más de ciudades balnearias o de marcas de perfumes que de un autos.
Esperaba en el estudio contando historias.
Era inglesa. Sí señor, inglesa y cuando bebé, la Reina Victoria la había tenido en sus brazos. La familia para la cual trabajaba –como antes había trabajado su madre- vino a América y la trajeron en un vapor inabarcable. Hacia atrás, su vida se perdía en pasillos con paredes de madera, donde una vaga mitología la reinventaba, infinitamente. Pasillos cargados de un pasado mágico, insospechado, de objetos, de armaduras y esa visión del misterio a partir más de los espacios que de la gente a la que servía, le daba el carácter de un testigo de esa magia, la que las cosas tienen independientemente de las personas con quienes estén y que acumulan por el transcurso de un tiempo que escapa a nosotros.
Desde aquel barco el mar lucía más viejo –porque estaba más tranquilo y además, en las fotos, se veía más viejo- y blancos veleros se inclinaban en una reverencia galante sobre el horizonte. Los hombres se vestían con uniformes donde colgaban medallas con formas curiosas. Penachos de plumas despuntaban de sus morriones y estrellas y filigranas estaban bordadas en sus quepís. Sables con empuñaduras de ébano coronaban piernas de altas botas que parecían espejos negros. Las damas desviaban la vista cuando se cruzaban con ellos en cubierta, hundiendo sus ojos en el fondo de grandes velos de seda italiana que se derramaban desde las alas de enormes sombreros.
Ella trabajaba estirando espaldas ilustres y trayendo al mundo a niños que de tan buenos, no lloraban ni al nacer. Vivía en habitaciones y bohardillas remotas donde habitaban fantasmas, hospedados por casas gigantescas, oscuras y benevolentes que los amaban, pero “nada como Mar del Plata” y poniéndose de pie hacía ademanes con sus brazos cortos describiendo casas y arboledas de la Avenida Colón. Su tapado estaba hecho con una frazada y al extender los brazos, la sisa y las mangas parecían ceñirse, aprisionándola, conteniéndola.
Era poco más alta que yo e infinitamente gorda. Su piel era una antigua y pulida madera noble y ese negro espesor traía sonidos arcaicos, inmemoriales, conocidos. La estatua representaba a un ser vivo que mantenía ese misterio que no tienen los seres visos sino, precisamente, las estatuas.
Su memoria era un baúl mágico desde donde brotaban cosas originarias de una patria intemporal, lejana y a la vez, íntima. Nos mostraba fotografías a las que velos grises de tiempo, hacían parecer que no se habían fotografiado personas sino sueños. Fotografías que enhebraban, cobijándolos, a rostros distantes que sonreían desde lugares y tiempos remotos y era como si esas fotografías no fueran de seres sino de duendes testigos de la vida de Sarah.
Y nosotras éramos, probablemente, otra de sus estaciones y alguien, algún día, también vería nuestras fotografías amarillentas y sonreiríamos a desconocidos del futuro, un futuro inimaginable desde nuestro inimaginable pasado.

No volvimos a verla y crecimos, como se crece, sin saber para qué.
“Sarah vive de rentas; vende golosinas en un puesto ambulante de la Rambla...Sarah está en el hospital agonizando...una señora rica pagó a Sarah un hotel en Buenos Aires para que no tuviese que pasar el invierno en Mar del Plata...Sarah, en el Hospital recibió dinero de la beneficencia y con eso compró un cajón de Indian Tonic y Té de Ceilán”.
Era todo lo que sabíamos.
Un día alguien vino al estudio de Papá. Oí su nombre como pronunciado detrás de una sordina. Pasaron siglos. La mujer se fue. Supe entonces que Sarah había muerto.
Su orgullo era ser muy vieja y por eso Papá hizo que en la lápida le pusieran que tenía como ciento veinte años.

Una vida sucedió, vertiginosa, ciegamente desde entonces. Años, decenas y decenas y cada uno agregó y cada uno quitó algo, como una marea ingenua.
Llega una altura en que la idea de futuro y de posibilidad, se pierde de vista y solos, como islas, como refugios, los solitarios ladrillos del edificio del recuerdo, que es intransferible, se empeñan por devolvernos esa patria lejana y ellos, con nosotros, entablan su secreta lucha por no desvanecerse.
Acumulo fotos viejas. No sé de quienes son. No importa. Sólo sé que si las destruyera, la última hebra de una vida se extinguiría para siempre y ellas subsisten sólo para mí. Son una clave, un enigma, algo sostenido por un minúsculo hilo de araña presto a sumergirse en un irrecuperable y negro mar, el del olvido. Sus colores a veces se desvanecen pero las miradas siguen vivas, observando desde un territorio inamovible donde todas las preguntas, para bien o para mal, han sido respondidas o sencillamente, han perdido el significado.
Hice lo que debía, lo que se esperaba de mí, lo hice como pude, renunciando, esperando, resignando y ese oleaje que me invadió por décadas me prometía algo, algo que no supe nunca que era y que nunca me dio. En el fondo, sólo estaba yo, yo misma.
La vida es esperar a que ese algo, un día, detenga la marcha, esperar a que sus pisadas se acerquen y ese día o esa noche, tocará a nuestra puerta.
Las pisadas se detuvieron una noche delante de mi puerta y salí a la calle empedrada, con sus piedras desiguales abrazadas como cuentas. A la orilla despuntaban árboles invernales y desnudos. Las casas dormían igual que animales fatigados y la noche destilaba un silencio que tenía la belleza del hielo, una belleza despojada, translúcida y fría, como la belleza de la vida.
Oí el lento y suave murmullo de un motor. La luz de los focos callejeros se atomizaba en la neblina. El sonido se acercó, una aspiración leve, sincopada por el ritmo de enormes cilindros al subir y bajar plácidamente –conocí enseguida esa música- y comencé a ver una silueta que nacía de la neblina. Vi unos puntos de luz y el Panhard Levassor que se detuvo. No venía desde un espacio, venía desde las estaciones del tiempo y la infancia. Las había surcado como una geografía falible y antojadiza y ahora acudía a buscarme.
Unas manos boreales levantaron la ventanilla asiendo dos tiras de pana y Miss Woodvine bajó por la portezuela y me miró con unos ojos enormemente blancos y viejos, saturados de pupilas hospitalarias donde vivían cosas remotas.
Apreté los párpados tratando de retener aquella imagen y de borrarla. Cuando los levanté, allí estaba de nuevo. Ahora la veía aun más pequeña y gorda. La abracé, sintiendo el dulce roce de su abrigo hecho con una frazada. La abracé con esa tristeza sedimentada que nos va dejando la vida.
La calle era un jardín pleno de encantamientos y estábamos en el país de un invierno intemporal que todo lo guarda y donde lo irreal abraza a las cosas haciéndolas más y más profundas.
Caminamos hacia el reluciente auto y supe que, si uno ha vivido en él, el territorio de la infancia y del misterio no se pierde nunca.
Intuí que el dolor, que ya no existía, era perdonable, que los seres son transcurridos por el desamparo y que no lo saben y que yo olvidaría todo aquello, salvo los cuentos de Sarah.
-Nunca subí a tu auto- dije con sencillez-. Ella rió. Su risa era una música cubierta de ironías y secretos.
-...cuando yo era bebé, y estuve en los brazos de la Reina Victoria..- me dijo.-


1985

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