sábado, 2 de enero de 2010

Norton


"Hasta sta dónde me llevarás, toro negro”
Andre Pieyre de Mandiargues “La Motocicleta”

Fue de pronto que la encontró, en un taller tugurioso, harto de esperar el eterno arreglo de la BSA.
Era una Norton 500 varillera –una gran turismo, más corta y liviana que la Internacional. El tanque negro en lugar de cromado. Otro manillar y otras manoplas, pero bastante original el conjunto. Le habían cruzado las levas y esa preparación, así como la tapa cepillada la volvían un salvaje toro negro.
Fue destinarle ese dinero guardado y quedarse con ella.
Todo se recuperaba de pronto pero a la vez, todo era nuevo y poderoso. Fue vencer el desesperante tiempo de los mecánicos que nunca terminan, que filosofan, que nos hacen confidentes de sus vidas mientras nos fuerzan a esperarlos. Ellos son enviados de esa eterna postergación donde las cosas siguen vaivenes fantásticos por los cuales siempre recomienzan y renuevan la espera, una y otra vez.
Barba, por ejemplo, que hablaba con los fierros. Decía también que le era posible ver a través de los motores y saber qué tenían. Conseguía aquellas rarezas y las traía rodando desde los confines del mundo, lugares fantásticos donde en cobertizos cubiertos de polvo, más allá de cadenas de montañas y de lejanas provincias, yacían aquellas máquinas enterradas por una divinidad oscura: una Ariel 500 twin, una Zundapp guerrera, con su cuadro estampado, su cardan y su motor de cilindros opuestos, una BSA 650 Golden Flash, la Triumph Tiger 110 racing, del gordo mojarrita, gris y negra, encima de cuyo asiento el gordo había acrobacias.
Barba esperaba “zafar” encontrando autos antiguos y vendiéndolos a ricachones o con experimentos bizarros, como aquel triciclo con motor Peugeot, de 1892 y, al cabo de los años, terminó viviendo en un colectivo viejo, sin abandonar la quimera: Barba era tan pero tan argentino...
Ahora tiene este toro negro, brioso, que escupe al ser puesto en marcha, que patea aunque se retrase todo el encendido y que sale brutalmente hacia adelante apenas abierto un poco el acelerador.
La mañana está fuera del tiempo cuando saca la moto, con su tanque lleno. Abre el paso hexagonal, deslizándolo desde el círculo al hexágono, atrasa el encendido y acciona el levantaválvulas, moviendo el pedal de patada. El motor respira absorbiendo la mezcla. Afirmándose sobre un pié, impulsa el pateador hacia abajo y le responde un golpe brusco, una contraexplosión en la cual el motor tose con un seco golpe del pateador sobre su tope. La protesta se reitera y entonces él se dice que si el motor se pone en marcha, seguramente habrá de llevarlo a un lugar desde donde no se pueda volver. Los lugares a donde llevan las motos son inciertos, piensa, porque no están en el espacio. Entonces, copiando el gesto de los antiguos corredores, coloca la segunda velocidad y emprende una carrera llevando a la moto de lado y salta encima de ella, soltando el embrague. El motor tose, sorprendido y arranca en bruscos y vertiginosos saltos.
Un fluir comienza entonces, cuando el viento despierta en sus oídos y aumenta al ritmo del motor, que sólo va bien en los altos de su régimen. Al detenerse el los semáforos de Colón el fluir se interrumpe y aparecen personas como venidas de la nada. Por un momento pueden verse sus gestos, leerse casi sus historias. Una pareja con un niño, un anciano. Tan pronto como la luz verde se encienda de nuevo desaparecerán como imágenes deshechas por el escape que parece abatirlos con el ruido metálico en esta moto que los empuja rabiosamente hacia atrás, mientras trona indignada, como si las pacíficas personas la hubiesen ofendido.
Raudamente pasan esas tiendas que venden alfajores en las esquinas y que parecen desiertas peceras con una luz opaca en cuyo fondo, como un gran pez, hay una empleada seria, una señora mayor o un hombre de guardapolvo. En sus anaqueles, los alfajores parecen estampillas o la confusión de vivos colores en un lugar muerto y sus envoltorios copian la luz blanquecina de los tubos.
El universo es esos recortes que trae la moto con su golpeteo de ametralladora deshaciéndose y esta ansiosa contemplación, que desconoce el propio goce de contemplar, rescata el sentimiento de que es de ese modo como se nos vienen las cosas. Las vida las trae así y así nos las quita.
Un auto verde se pone al lado. Tiene los vidrios curvos como una burbuja y se desliza silenciosamente igual que si fuese por un paisaje paralelo. Es un verde oscuro a irreal, tan distinto por ejemplo al verde inglés de aquellos soberbios autos que hacía William Owen Bentley. Mientras él viaja por el viento, el tiempo y el ruido, ese conductor va silencioso en esa bañera que se desliza, al margen de las sensaciones. La vida es eso para muchas personas, la distancia con las sensaciones primordiales que deparan algo insustituible. Parece los autos de los cortejos, esos que van hacia la nada, sólo que los de los cortejos, raídos y serios, llevan impregnada su lúgubre rutina y verlos hace un efecto inquietante en el motorista. Los conducen hombre mayores de trajes tan raídos como la negra pintura, hombres que ignoran los misterios intrincados, tanto de las máquinas como de las personas. Felices de ellos, piensa, vistiendo esas camisas arrugadas con una corbata vieja, barriendo la vereda cuando no deben conducir, dándoles lo mismo una cosa que otra.
Por las calles laterales cruzan esas infaltables camionetas de reparto, las Ford 350 o las Dodge con motor Perkins, cuyos conductores van sin mirar y así, no se detienen, no son cautos, sólo conversan boyando y se dice que las sensaciones del manejo les son completamente ajenas, con ese amontonamiento de papeles sobre el tablero y ese estacionarse en medio de la calle, como si las calles fueran vías donde los rumbos que discurren son de los otros, y que llevan a lugares que ellos ignoran.
Luego es un 206 blanco con vidrios negros, a medio subir, donde van dos jóvenes. Sus rostros son un par de afiladas saetas a las que coronan anteojos como ojos de un colosal y oscuro insecto y llevan esos gorros con la visera hacia atrás. Un ruido de bajos reverbera desde adentro del auto, que parece guiarse solo. Ellos no sabrán de las motos inglesas, de Stanley Woods, de la Isla de Man, “patria de los gatos sin cola”, del hill climbing donde las BSA Gold Star eran imbatibles, de las Brough Superior, de Lawrence de Arabia que se mató en 1935 en un accidente con aquella máquina hecha para él. El antiguo cadete de la RAF, el espía, aquel que tuvo ese coraje que necesita un hombre para amar a otros hombres, el guerrero temerario muerto por esquivar a dos ciclistas. La Brough sólo tuvo un golpe en el tanque pero él, sentado al pie de un árbol luego del accidente, se abrió la cabeza y piensa que esa es la muerte de un auténtico aventurero, que, igual que en el cuento “El Sur”, es la muerte que a él le gustaría morir. Desconocerán a Borges y a Saintex, el Lamento D´arianna de Monteverdi donde ella canta Lasciatemi morire y no sabrán que un trovador entona sus estrofas a los pies de una torre ignorando que su amada lo escucha y que acaba de sacrificarse por él.
Acelera, como para dejar atrás una dimensión y la moto responde desde otra, mágica y ruda y ya en la costa las curvas se hacen más pequeñas y cerradas, así sería en la isla de Man, piensa.
De pronto, luego de ansiosas encrucijadas y fugaces lomas, son unas muchachas enfundadas en unos monos estrechos, con colores rojos y azules en la esquina de la costa y Juan B. Justo. Tienen una especie de cáscara adherida al fabuloso cuerpo y reparten volantes y la gente se esfuerza por acercarse a ellas para que les den algo, no importa qué, pero de pronto ya no están más, ahora es la parte trasera de un camión como una gigantesca fauce y todo lo borra el acelerador, el inacabable y frenético golpeteo del pistón al reclamar el beso de las flamas ardientes que lo impulsa hacia atrás mientras la moto acelera.
Qué distinto era en la BSA 600 de válvulas laterales, que venía de la tradición de la serie M 20 de preguerra, silenciosa, sufrida y pacífica, capaz de llevar, con la misma perseverancia, cualquier peso, como una mujer noble de caderas anchas que da hijos. Sobre el tanque solía llevar a su perra - la Puma- que iba sentada mirando hacia adelante, con sus orejas flameando como dos diminutos estandartes celebrando el viento. Perros y motos, marcas de aquello que no vuelve.
La imagen de una muchacha de pie en una esquina ha pasado como si ella cayese en un abismo horizontal. Le recuerda a aquellas que al borde de la ruta, camino al Aero Club, aguardan con sus cortas faldas y un gesto de fragilidad que no consiguen ocultar las poses desenfadadas. Ellas conducen a sus clientes al abrigo de edificaciones abandonadas y celebran un ritual, tan sorprendente como antiguo, que lleva dentro de sí la inevitable memoria de la especie.
Ha pasado tan rápido a la inmensa memoria que va cayendo en ese abismo.
Una señora de pelo amarillo se cruza de pronto en un Ford K como un dorado fuentón con vidrios que tiene la habilidad de deslizarse así, invertido. Debe frenar con brusquedad e inclinarse a la derecha. Una Mitsubishi negra pasa casi rozándolo. La conduce un hombre hablando por teléfono. Ignorará, como el superficial hombre de negocios que debe ser, aquel origen de la marca, fabricando magníficos aviones de motor radial.
Los conductores siguen con los ojos un delgado hilo que es la trayectoria de sus vehículos. Lo siguen hechizados y ellos no son capaces de ver más que hacia allí pero ese sitio quizá no conduzca a ninguna parte, o conduzca a una parte donde no hay recuerdos, esos abrigos y en el camino ignoran tanto la amabilidad como la contemplación.
De pronto encuentra un camino lateral y dobla por él. No hay nadie y el camino parece perderse en una fantástica línea recta que llega hasta el infinito.
No lleva reloj, dinero ni documentos. Ni siquiera una bujía con una llave de bujías y así, con la sola ayuda de un tanque lleno, se entrega al sendero, al tiempo, al espacio, al azar de lo que suceda.
Entonces descarga sobre su máquina su pedido continuo de ir al máximo.
Del mismo modo que si una felicidad por el desafío hubiera brotado de ella, lo impulsa hacia atrás mientras el monocilíndrico sube en vueltas como deshaciéndose.
El viento es un ser vivo que grita una frase intraducible en sus oídos, una frase que es acompañada por un deslizarse de cadenas y rodamientos que aumenta a medida que la máquina acelera. El viento le dice algo, una clave, un secreto, un reclamo.
El motor vibra furioso debajo de sus piernas y el tanque hace de ese temblor un sonido como de frenética campana.
Cuando cesa de acelerar porque ha llegado a su máxima velocidad, se instaura una curiosa calma. Así es la condición de ir a pleno, la calma hecha de la exasperación del fragor. La preparación de que ha sido objeto la motocicleta, habrá de elevar las vueltas de cinco mil quinientas a quizá siete mil, llevando la máxima más allá de los 140 kilómetros de fábrica, vaya a saber cuánto más, no lo sabe porque la aguja del velocímetro Smiths, guardando algún perdido paisaje del pasado, está fija en 80.
La ruta se pierde a lo lejos, internándose en un paisaje que es mágico porque en él hay una coordenada fantástica que no se encuentra en ningún lugar.
Sobreviene en esos casos un goce que se abre dentro del pecho, como si la libertad se hiciera aire y creciera debajo de los huesos. Sabemos que mientras dure, el mundo habrá retrocedido ante él devolviéndonos una condición divina y absolviéndonos, por ese instante, del dolor de vivir.
Eduardo Balestena

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