viernes, 1 de enero de 2010

La llama que no es humana

“Pues me parecía que un vínculo tan fuerte ligaba nuestras almas que no podía ser que una de ellas muriera sin que la otra se quebrantara y clamara de dolor”
(Niko Kazantzakis, “Alexis Zorba, el Griego”, Lohóe-Lumen, 1997, pág. 320)

La película “Zorba, el Griego” (1964) de Michael Cacoyannis (Limassol, Chipre, 1920), con música de Mikis Theodorakis y las actuaciones de Anthony Quinn, Lila Kedrova, Irene Papas y Alan Bates dio fama a la novela (1946) de Niko Kazantzakis (Creta, 1883, Friburgo, 1957) en la que se inspira, e hizo conocer la obra del gran escritor, autor de La última tentación de Cristo, llevada al cine por Martin Scorcese.
El filme de Cacoyannis de dos horas veinte toma sólo algunos elementos de la novela, y no obstante sus logros estéticos plasma de un modo algo esquemático a los personajes, y sintetiza algunas de sus alternativas de una manera que implica su diferenciación, en mucho, con el carácter de la obra literaria en la que se inspira.
Puntos de vista
Igual que en la novela el filme comienza en el puerto del Pireo.
El texto, narrado en primera persona por el escritor que no es inglés como en la película sino griego, constituye al narrador como el personaje central, y desde el primer momento asistimos a su evocación de un amigo ausente, al cual había despedido, el año anterior, en el mismo puerto. Zorba, cuyo rostro de igual manera que en el filme aparece asomado a una ventana, en la mañana lluviosa, es una etapa más en un proceso de búsqueda interior. Si algo se sabe de las despedidas es que, sin importar el propósito de reencontrarse, siempre quedarán libradas al azar, es decir que serán definitivas.
También sin un nombre que lo identifique salvo el apelativo de “patrón” el personaje de Alan Bates (Inglaterra, 1934-2003) es mostrado desde afuera, y el central, en la película habrá de ser Zorba (Anthony Quinn, Chihuahua, México, 1915-2001). Frente a él, pura acción, el escritor siempre será torpe, atolondrado e inexpresivo. El texto lo muestra de un modo muy diferente: es el escritor quien establece la sensibilidad que habrá de registrar a Zorba y conferirle su estatura moral y su naturaleza, y quien decidirá separarse de él. Nada parece darse por sí mismo, sin una relación con otro que pueda descubrirlo y entender su significado, pero nada es para siempre en un mundo desplegado como un inmenso jeroglífico, y una aventura íntima y siempre inacabada.
El escritor, en la novela, encuentra en el ambiente cretense y en la presencia de Zorba el estímulo para concluir su obra Buda, precisamente el mismo título que una de las novelas de Kazantzakis, cuya vida fue igual de accidentada que la de sus personajes.
Aun en la pésima traducción de Lumen (“Alexis Zorba, el griego”) es un texto lírico, construido no en un relato lineal de los hechos, sino (como los “Siete Cuentos Góticos”, de Karen Blixen) en permanentes digresiones, reflexiones, por medio de anécdotas, poemas y cartas que intercalan otros escenarios laterales imposibles de recrear en una película. La vida es el absoluto del momento pero contiene la memoria de otros momentos, igual de absolutos.
También hay una fuerte presencia de aquello que, vislumbrado en los sueños, no puede ser captado en la realidad ni en la vigilia. La dimensión real no es la única posible del hombre, cuyo sentido reside en dos ideales: el compromiso en la lucha por la salvación de los otros, y el espíritu de libertad, esa llama que no es humana, pero hace humanos a los hombres. Una vez separados los amigos, se encuentran invisible e inquebrantablemente unidos por presentimientos, sueños y augurios.
Stavridaki el amigo del escritor no le llama patrón sino maestro. Al hacerlo establece otra percepción del personaje: no el que tiene el poder de decidir sino el de enseñar y encarna el primer ideal: la empresa temeraria de tratar de salvar a los griegos, y el constante peregrinaje en busca de aquellos que necesiten una urgente ayuda: “ ‘Pues están en peligro de muerte. Perdieron cuanto poseían, pasan hambre, andan desnudos. Por una parte, los persiguen los bolcheviques; por la otra los kurdos…una porción de nuestra raza, vale decir, una porción de nuestra alma, se halla aquí, presa de pánico’ “ (cap. XII, pág. 151), urge Stavridaki en su carta, en un fragmento que recuerda a la “Oraciones para los momentos supremos”, de John Donne: lo que sufren los demás nos concierne porque somos parte del todo: “no quieras saber nunca/ por quién doblan las campanas/ están doblando por ti”. Zorba simboliza el segundo ideal: vivir la vida por la médula, ver a través de las cosas, interrogarse, descubrirlo todo como si fuera la primera vez, y asumir la vacuidad de cosas socialmente aceptadas. Desde este punto de vista, en contra del ideal de Kazantzakis, están las sociedades en descomposición, como la nuestra, sólo atentas a símbolos falsos y a intereses.
Los personajes
Igual que el punto de vista la relación con los diferentes personajes y los episodios vinculados a ellos también es muy diferente. Así, Madame Hortense (Lila Kedrova, Rusia, 1918, Canadá, 2000), una cantante en decadencia, ex prostituta en cuya casa se alojan apenas llegados, es plasmada en la novela con especial detenimiento en su patética decrepitud: “La vida se me presentó de pronto como un cuento, como una comedia de Sheakespeare, La tempestad. Acabábamos de desembarcar, empapados tras el supuesto naufragio. Estábamos explorando la ribera sorprendente…doña Hortensia se me antojaba la reina de la isla, algo así como una foca rubia y luciente que hubiera venido a encallar, medio podrida, en estas playas…Zorba, el príncipe disfrazado, la contempla también con ojos muy abiertos, como a una antigua compañera, vieja fragata que había combatido en lejanos mares…era un placer…el ver cómo se encontraban ambos comediantes en esta decoración cretense, sencillamente montada y pintada con bocha gorda” (ca. II, pág. 35). Es otra perspectiva de Zorba: lo opuesto al príncipe que es en la fantasía de Madame Hortense, que abandonada en la isla sigue viviendo de recuerdos. Su amor posible es una farsa montada con una pobre decoración.
De ahí en adelante el narrador, tan lírico y sensible, será siempre igual de despiadado, comparando a Madame Hortense a un mascarón de proa, cuarteado y repintado, o una fragata, y llamándola, irónicamente, sirena.
Su muerte es igual de cruda en la novela y en la película: los sencillos habitantes del idílico pueblo son en realidad crueles y mezquinos al consumar el feroz saqueo de los restos del naufragio que era la vida de Madame Hortense, cuyos pocos bienes le son arrebatados durante la agonía.
El pueblo, implacable con todo lo que es diferente, también martiriza a la viuda (Irene Papas, Corinto, Grecia, 1926). El sacrificio de la viuda (mujer de una sensualidad inaccesible) es diferente en la mecánica de los hechos que lo desencadenan, y en la intensidad. La descripción en la novela es extensa y violenta, y el desenlace transcurre en el pórtico de la iglesia, donde Mavradoni le corta la cabeza luego de una lucha en la cual el escritor y Zorba tratan de defenderla.
No obstante, quizás lo peor sea el modo en que el escritor procesa la muerte de la que había sido su amante convirtiéndola en un destino trágico e inexorable, muy poco diferente a una experiencia literaria: “Al cabo de unas horas, la viuda reposaba en mi memoria, tranquila, sonriente, convertida en símbolo…El horrible acontecimiento del día se…extendía en el tiempo y en el espacio, se identificaba con las civilizaciones desaparecidas” (pág.260). La sensibilidad como acto egoísta se distancia de las cosas.
Kazantzakis discurre en las zonas contradictorias de la realidad y de los personajes donde, excepto Zorba, nada es enteramente bueno o malo. Zorba mismo es presentado en conductas de las cuales es absolutamente incapaz de prever sus consecuencias. Es libre pero no responsable.
Ambos hechos (la muerte de Madame Hortense y el asesinato de la viuda) resultan decisivos. La visión de la casa saqueada de la primera, y el abandono de la propiedad de la segunda son incompatibles con la profunda belleza del lugar, y se constituyen en símbolos de lo más negativo de la condición humana.
El regreso de Candía
A Zorba se le había ocurrido la idea de tender un cable aéreo para llevar troncos desde el bosque del monasterio situado en lo alto de la montaña, y debe partir a Candía para comprar los elementos necesarios y regresar en tres días. En cambio, permanece diez, y malgasta el dinero de su patrón con una cabaretera.
En el filme, el personaje de Alan Bates al leer la carta de Zorba con el relato de sus andanzas lo intima, enojado, a volver.
En la novela la situación obra como desencadenante de un racconto de otras anécdotas, que lo hacen extrañarlo y ordenarle el regreso: ”Cuando hube terminado la lectura de la carta, quedé indeciso. No sabía si enojarme, reírme o admirar a este hombre primitivo que, rompiendo la corteza de la vida –lógica, moral, honradez-, absorbe la sustancia. Todas las virtudes mínimas, tan útiles, le faltan…revivía en el recuerdo todas aquellas jornadas, ricas de sustancia humana, que transcurrieron para mí a su lado. El tiempo había adquirido, junto a Zorba, nuevo sabor. No era ya la matemática sucesión de acontecimientos…Era arena tibia, de grano finísimo, que se desliza suavemente entre los dedos…sin pérdida de tiempo le puse un telegrama: ‘regresa inmediatamente’ ” (cap. XIII, pág. 165/166).
El tiempo no es sólo la marca de algo exterior sino que se escurre y sucede: se trata de sentirlo, de agotarlo en la intensidad, ya que no puede detenerse su transcurso y ese transcurso es lo que es justamente porque no se puede detener.
La batalla perpetua
La película parece transcurrir hacia la década del treinta. La novela en cambio tiene otras pautas temporales, pues menciona al gobierno de Weimar como posterior a los hechos narrados.
Un pasaje esbozado en la película de una manera superficial y lateral es la ida al monasterio, que en la novela implica una serie de vicisitudes: el monje loco, el incendio, un crimen, la extorsión y la compra de un bosque de pinos, y que retrata a los monjes como seres sucios y perversos, descriptos de una manera tan despiadada como la sirena.
Más allá de ello, es el problema de Dios y la fe lo que interesa. Zorba acusa a Dios de cosas tan abominables como la muerte de su hijo Dimitri, de tres años, pero vive invocándolo y recreándolo de distintos modos, e imaginando mitos fundantes sobre la creación. La condición humana parece hecha de falta de certezas, o de certezas relativas y contradictorias.
También la lucha es por dejar atrás recuerdos terribles, como los de la guerra, cuando incendió una aldea búlgara en una de cuyas casas una viuda lo había cobijado, la noche anterior, salvándolo de sus perseguidores, o cuando asesinó a un pope, autor de muchos crímenes para encontrarse días después a sus hijos mendigando en las calles. Zorba había emprendido entonces una huída que aún duraba.
Luego del fracaso del proyecto de explotación de la mina del patrón, éste decide partir, oportunidad en que Zorba le reprocha seguir atado a sus necesidades y no ser libre, en lugar de pensar que la partida era precisamente un acto de libertad: Es algo humano justificar los propios actos, que obedecen a un libre albedrío, y criticarlos en los demás.
Otra lucha perpetua es la de la expresión, que Zorba plasma en la danza, y tocando el santuri:”Otro día, estaba yo leyendo…Zorba puso el santuri apoyado en las rodillas y comenzó a tocar. Poco a poco fue cambiando la expresión de su semblante; una salvaje alegría se apoderó de él…Tonadas macedonias, canciones klefticas, gritos desarticulados: la garganta del hombre retornaba a los tiempos prehistóricos” (cap. XIII, pág.164). El trance creador saca lo más profundo e individual, que al mismo tiempo es una comunión con un cosmos originario.
Es lo que sucede en el pasaje de la novela que constituye el final de la película: Zorba enseña al escritor una danza, el zeimbekiko, en la que sus pies se convierten en alas: “Apisonó los guijarros de la playa con los pies descalzos, dio palmadas infatigables. –Patrón, muchas cosas tengo que decirte: a nadie quise como a ti, pero mi lengua no halla la expresión justa. ¡Te danzaré entonces!...” (cap. XXV, pág. 301).
Experiencia y sentimientos son muy parcialmente encarnados en las palabras.
Podríamos buscar muchos otros ejemplos capaces de atestiguar el calado de una novela donde todo es profundo, único y urgente.
El éxito de la película se debió en gran medida a que esta conciencia de que la palabra es insuficiente fuera plasmada por la música de Mikis Theodorakis (Quíos, Grecia, 1925), ex alumno, entre otros, de Olivie Messiaen, y autor de la música de otras películas inolvidables, como Estado de Sitio (Costa Gavras, 1972), comprometido él también, por la libertad, y convertida su vida en una lucha contra la opresión.
A la manera de “La modificación” de Michel Butor las historias de Alexis serán escritas hacia el final frenéticamente por el escritor al intuir la muerte de su amigo: lo que leemos es acaso la versión de lo que sucedió, como si estuviera sucediendo, pero además, con las marcas de la sensibilidad de aquel que escribió la historia a partir el recuerdo y las huellas que dejó en él.
“Zorba el griego” es una película de antología, que reparó en la obra de uno de los grandes escritores del siglo, y que nos deja la certeza de que vivir es la búsqueda de lo esencial, y un ejercicio intenso en pos de atrapar lo que nos depare el tiempo, que en su fugacidad, y en su impiedad, hace que todo se vaya, y que vivir sea precisamente el momento en el cual las cosas aún permanecen con nosotros.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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