viernes, 31 de enero de 2014

Julio Cortázar: intersección de tiempo

Los aniversarios de Julio Cortázar, (el centenario  de su nacimiento el  veintiocho de agosto y tres décadas de su muerte el doce de febrero) significan la oportunidad de reflexionar sobre algunos de los ejes de la obra de un escritor imposible de ser pensado dentro de una sola temática o especie narrativa, y que hizo de la literatura un absoluto.
Sus fechas enmarcan una vida y la gestación de una obra pero también abren un espacio lleno de preguntas sobre la función literaria y las acepciones de una producción que va desde el planteo fantástico al realista, que de algún modo intenta develar al mundo y a las posibilidades de la escritura, y también tratar de erigirse en un medio de transformación de ese mundo: pulsión y belleza de las propias palabras; tramas; motivos;  militancia: de la literatura parece esperarse todo y ella ser una llave capaz de abrir todas las puertas imaginables, permitiéndonos actuar, entrar o ser testigos de lo que ocurre más allá.
Cortázar encarna la idea del hecho literario como un fin y una herramienta de transformación, indagación, juego y puro placer. Nada en él es nunca definitivo y siempre encontramos una nueva manera de pensarlo y vivir una obra cuyos aspectos parciales no bastan nunca para englobarlo como escritor. 
Ejes y tropos
Así como su novelística establece nuevas formas (cabe la pregunta acerca de lo que haya más allá del puro planteo formal), sus cuentos y relatos expanden la especie narrativa y lo hacen a partir tanto de sus constantes como de aquellos rasgos que definen a determinados trabajos y están presentes sólo en ellos. Como ejemplo de lo último tenemos  El perseguidor (de “Las Armas secretas”) que desde lo “realista” se adentra en el milagro creador de la música y lo hace fraguando un nivel de discurso (el del lenguaje neutro de traducción del crítico-narrador). Trabajos eminentemente realistas son Torito (de “Final del juego”); La Señorita Cora (de “Todos los fuegos el fuego”) o Final del juego (que da título al libro respectivo): la intensidad no viene tanto del planteo formal como de la propia historia. La suya no es en general una literatura de personajes pero cuando elige plantear a uno lo hace tan imaginativa como exhaustivamente, y lo muestra ante una gran y puntual adversidad. El personaje no parece una fuerza autónoma.
Entre las constantes encontramos: la elusión de lo fantástico (mostrado no desde su centro sino desde sus adyacencias) la digresión en el detalle accesorio (una forma de la elusión); los rasgos de un humor que parece muchas veces desvinculado de lo central y la justeza de un lenguaje a veces muy preciso y otra más extenso, donde sin embargo nada deja der ser funcional.
Otra constante es la de la niñez y la adolescencia como experiencias que rescatan la magia de aquello invisible a la mirada adulta y guardan para sí un sentido de aventura referido a lo que para el mundo adulto es un problema. Pero en otros momentos importan la revelación de la crudeza del mundo (Final del juego; Los venenos de “Final del juego”; Bestiario, que da su título al libro respectivo).
La frontera entre lo real y lo fantástico no es sin embargo muy definida, es tan crepuscular como aquella que existe entre cordura y locura. Ninguna de ellas son categorías definitivas ni confiables, parece decirnos. 
Acepciones de lo fantástico
Lo fantástico reside en varios planteos: (1) la vacilación entre una explicación racional insuficiente para dar cuenta de algo y la alterativa puramente fantástica (Casa Tomada, de “Bestiario”); (2) el pasaje de una dimensión de la realidad a otra que deja subsistente la pregunta acerca de la verdadera realidad (El otro cielo de “Todos los fuegos el fuego”; Las Puertas del cielo de “Bestiario”) ; (3) la latencia de mundos remotos, primordiales, que irrumpen en la actualidad a veces  partir de un objeto, otras, de un sueño y se imponen a lo real (El ídolo de las Cícladas; La Noche boca arriba o Axolotl, todos ellos de “Final del Juego”); (3) la idea de que lo real es un orden más de probabilidad y que a partir de ciertos elementos, surgen muestras de otras combinaciones posibles de hechos (Una flor amarilla de “Final del juego”, Las armas secretas, del libro del mismo título); (4) lo fantástico como experiencia opresiva y kafkiana (Carta a una senorita en París de “Bestiario”; Instrucciones para John Howell de “Todos los fuegos el fuego”).
No sólo estos elementos pueden ser combinados (como en Las armas secretas donde un mismo hecho transita por personas y tiempos distintos, superponiéndose en un pasaje de una situación a otra; o en Todos los fuegos el fuego, donde hechos y situaciones se superponen en el tiempo narrativo) sino también que se apoyan unos a otros y permiten concebir a lo fantástico tanto como una herramienta pura y esencialmente literaria o una dimensión inexplorada de las posibilidades de una experiencia que no se agota en lo visible. Sin embargo, un texto tan marcadamente alegórico como En la autopista del sur (de “Todos los fuegos el fuego”) nos dice que Cortázar requiere algo más que lo realista o en lo fantástico, terrenos donde ha dejado quizás sus obras más inquietantes, originales y logradas.
Intersección de tiempos y lugares
Del mismo modo que marca un tiempo, la intersección cortazariana es también de espacios: los más evidentes son Buenos Aires y París, ambos vinculados a su vida, pero de un modo diferente: mientras las descripciones de Buenos Aires tienen una tensión antigua y primordial (“Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras…”, Las puertas del cielo, de Bestiario; cuentos completos I, Alfaguara, 2011, pág. 167) las de París contienen cafés, vagabundeos y búsquedas (“…ya que podría habérmela encontrado en el Boulevard Poissonière o en la rue-des-Victories…” El otro cielo, de “Todos los Fuegos el Fuego”, pág. 624).
Al París de la acción de los cuentos y relatos podemos contraponer un Buenos Aires que parece antiguo, intenso y salvaje y que es más que un escenario.
Modelo para armar
Como pocos escritores, Cortázar ofrece posturas y estéticas a la cuales podemos afiliarnos: unos enfatizarán su militancia; otros propuestas como las de Rayuela; otros la experiencia lúdica. Particularmente prefiero la pureza de la construcción de sus textos más rigurosos, que al mismo tiempo parecen los más irrepetibles: La puerta condenada (Final del Juego); La noche boca arriba (Final del juego); El ídolo de las Cícladas (Final del juego) o Las puertas del cielo (Bestiario).
En estos dos últimos se plantea una progresión muy cuidada que podemos rastrear hasta el propio comienzo. Muestra a la vez que cualquier lugar es el escenario posible de lo fantástico: “El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas…no se veía  entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba al parlante la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban  (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando…Celina ahí sin estar…” (Las puertas del Cielo, pág. 16). La aparición de Celina muerta en el escenario de la milonga es dada luego del despliegue, a veces casi casual, de elementos narrativos: su nostalgia de cuando, antes de casarse, trabajaba en el baile de Kassidis; el que nunca hubiera terminado de amar a Mauro, la sensación de extrañeidad y ajenidad de su personaje,  instancias que van posibilitando lo fantástico, de cuya acaecencia no caben dudas, ya que ambos personajes (Mauro y Marcelo) lo advierten al mismo tiempo. Lo fantástico así es un acto redentor.  
En la vertiente realista, la resolución de Final del juego, al contrario, no podría ser más desoladora: superada la ilusión, nada parece ser posible para el personaje de Leticia ante la pérdida de la única magia de un juego que le concedió una ilusión liberadora inexorablemente destinada a naufragar.
La intersección del tiempo de Cortázar termina por ser la nuestra propia, esa certeza de que sus textos no son estáticos, que siempre encontraremos en ellos la curva de la sorpresa,  o aquellas otras cosas que, una vez z otra, vamos a buscar a ellos.
           
             


Eduardo Balestena


sábado, 4 de enero de 2014

La lacerante brasa de la belleza y del dolor


El primero de enero se cumplió el vigésimo aniversario de la muerte de Oscar Hermes Villordo. Había nacido en Machagai, Chaco, el 9 de mayo de 1928. Su extensa obra comienza con Poemas de la Calle (1953) y abarca novelas, como El Bazar (1971); La Brasa en la Mano (1983); La otra Mejilla (1986); El ahijado (1990) biografías, como la de Eduardo Mallea (1973); Adolfo Bioy Casares (1983) y Manuel Mujica Láinez (1991) entre muchos otros trabajos. También muy extensa es su labor periodística, particularmente en el diario La Nación; La Presa y La Gazeta de Tucumán. 
La brasa en la mano   
            Publicada por primera vez en 1983, su novela La Brasa en la mano significó en aquel momento una literatura de transgresión que, hacia el ocaso de la dictadura y cuando la temática estaba muy lejos de encontrarse instalada en el debate público, implicó abordar al amor homosexual como el objeto estético de una obra cuya mayor particularidad es su  concepción literaria. Para la literatura no hay zonas prohibidas ni temas proscriptos: la belleza todo lo puede y en una novela las historias son un motor para el desarrollo del propio lenguaje.
            Villordo logró que la cadencia del lenguaje –y su belleza- estuviera dada por el latido de una subjetividad cuyas revelaciones sólo se encuentran destinadas al lector. El lenguaje requiere de la intensidad de una experiencia subjetiva que se hace palabra y discurso (es este discurso indetenible lo que fluye permanentemente en imágenes). Los hechos, aquello que en una novela sucede, se subordinan a esa intensidad que borra el transcurso; superpone los momentos por lo que significaron y no por el tiempo en que sucedieron; alumbra a una palabra nueva, urgente, lacerante: la de la soledad, el amor y el recuerdo del amor.
            Para la literatura no hay proscripciones sino sólo  belleza. Así parece proclamarlo el breve epígrafe de Keats que preside la obra: “A thing of beauty is a joy for ever”. Hay una alegría que es para siempre en la belleza, pero donde está. Está en lo que sucede o en la manera de plasmarlo o recordarlo. Quizás la encontremos en los destellos de felicidad que nos ofrece el recuerdo.
“Trato de recordar”
            No en vano la novela comienza con estas palabras: qué si no el recuerdo es capaz de generar una prosa envolvente, lírica, que discurre, indetenible, en la memoria. Vamos a detenernos en algunos pocos de los muchos elementos que despliega su rica propuesta.
            El primero, por fundante, es un lenguaje que evoca al de Proust: poesía hecha prosa en pos de captar esos destellos de la memoria que hacen a los instantes únicos. Un Proust, sin embargo, en clave del castellano más puro y preciso. En referencia a La otra mejilla, le comenté al escritor que lo veía como un texto fuertemente naturalista. Contestó que era así, y que ese naturalismo le venía de Quevedo, un escritor al que admiraba profundamente. Al hacerlo nos dio una clave de entrada a su concepción del lenguaje: rico sin ser exuberante; imaginativo sin ser recargado y muy preciso en orden a lo que quiere narrar: nunca aparece algo capaz de hacerlo menos fluido, nunca tropezamos con nada (así lo requiere ese apremio de discurrir libremente) y si ello no fuera así no habría historia posible.
            “Debo decirles que yo venía de un dolor parecido a éste que estoy contándoles. Venía de un amor que no terminaba de pasar, como ocurre siempre, y comencé no amándolo. Pienso que no hay varios amores; no es eso lo que quiero contarles; sino uno solo que se continúa a través de los otros” (pág 27; Bruguera, 4ta.edición, febrero 1984) : Así, esta novela concebida sin capítulos, es planteada en un discurso que, dado en su propio fluir, sólo secundariamente enumera hechos en los que con frecuencia no termina de hacer foco: no son los hechos en sí lo que interesa: en el fragmento señala estar contando un amor que en realidad no cuenta, y afirma lo otro, que un solo amor persiste en los demás, en algo que podríamos aplicar al propio discurso: cada escena se desvanece pero el sentimiento  persiste en las demás porque hay algo que queda, pero no terminamos de saber qué es. El texto, de este modo, discurre en una suerte de indefinición, como esos fragmentos musicales que modulan de una a otra tonalidad. No hay certezas más que la de una sensibilidad que todo lo registra: ella es  lo que permanece, pero el texto –que nunca se repite, codifica en lugares comunes, se copia, ni cae en convenciones- no termina de decirlo porque nunca acaba por detenerse en nada específico.
            El tiempo y los lugares
            El correlato de este planteo estilístico –centrado en la subjetividad pura y en el idioma puro- es el tiempo: “En el día y la noche que dura el relato sólo el lector será, en definitiva, el destinatario de la narración” aclara el comentario de la contratapa. Pero ¿es realmente un día y una noche? (en realidad son dos noches y un segundo día): no es fácil el seguimiento del tiempo narrativo. Cada tarde y cada noche se ramifican en otras y el eje que las une –y no ellas en sí mismas- es lo más importante de la narración. También los escenarios son evanescentes como el tiempo: largos recorridos por lugares desiertos, como si sólo estuvieran destinados a los personajes o como si ellos los transitaran a horas insólitas donde no hay nadie: “Andrea nos estaría esperando, sola en la multitud o en la casa, como la noche que la encontramos llorando” (pág.51): cada escena remite a otra: el tiempo, los lugares, son elementos que conforman la ternura de una descripción o de la evocación de un personaje que requiere más de un lugar y un tiempo para ser plasmadas.
            Independencia de acciones asociadas  a personajes
            Como si esta formulación no fuera de por sí rica, en el conjunto de muchos elementos novelísticos que sería extenso tratar, podemos detenernos en la técnica de asociar el tiempo a elementos secundarios y mencionarlos en primer plano. Ello sucede con el tiempo circular, el de las acciones repetitivas: “Miguel dormiría, seguiría durmiendo hasta que vinieran a despertarlo porque lo llamaban por teléfono” (pág.64). Pajarito, el personaje sin nombre, sólo identificado con ese apelativo que evoca ligereza y fragilidad,  debe llamar a Miguel por teléfono para despertarlo. El amor y la ansiedad personifican al teléfono, lo ponen en un primer plano de la narración (se hace autónomo en la evocación de las distintas llamadas) “Lo miraba negro, monstruoso, como si la mirada, ahora, y no el silbido, tuviera el poder de comunicar las líneas” (pág. 65); lo mismo que el juego con el lápiz y la agenda con la  que el personaje intenta mitigar la ansiedad de la espera. Ello además pone al amante en una situación de inferioridad para con el amado, que no atiende, no despierta, no llama, pero que a veces podía responder: “¡Hola!, me decía, y el tiempo retrocedía, desaparecían las esperas, los pip, pip” (pág.65).
            El acto de vestir a un ocasional visitante acabado de despertar también se independiza como elemento: “Se movía como un autómata cuyo mecanismo fuera sólo el bostezo, y al acabar de ponerle la manga, caía hacia abajo, tironeado por una fuerza cuyo centro estaba en la cama” (pág.67).
            Quizás uno de los mejores ejemplos sea  la metáfora de las luciérnagas en la plaza,  retomada en otro pasaje, mucho más adelante. La extensa descripción del escenario (“El parque quedaría todavía para recibir en lo alto, la última luz, la imposible, la más pura, la que tiembla con la hoja que descubrimos sola -pág.31) es la presentación de un mundo oculto, donde quienes acechan buscando a alguien deben ocultarse de los policías que hacen la ronda, entonces “Sólo las ascuas de sus cigarrillos, unas imperceptibles luciérnagas, animadas de tanto en tanto y nerviosas en la oscuridad…¡La inmovilidad de la estatua parece haber contagiado a la plaza!. Pero inmediatamente, como azuzadas por una música mágica, un llamado misterioso al que no pudieran resistirse, las luciérnagas saltaron de sus gradas…” (pág.37). Los personajes, invisibles, apenas entrevistos, se metamorfosean con la plaza y se convierten en luces. Mucho después, sin embargo, en la alta noche y en las calles cercanas al puerto “No quedaba una luciérnaga…a esa hora el amor había ocurrido ya” (pág.60).
            La brasa de una alegría (imposible de sostener, como el propio dolor) es la otra cara  de la soledad: “Las horas desoladas son las más largas y, sin embargo, de esas horas está hecha la vida” (pág.73), y sirven para evocar a un gran escritor, capaz de trascender en la forma, la temática que eligió y por la cual se lo reconoce.
           

             


Eduardo Balestena