miércoles, 26 de diciembre de 2012


La dama rubia
            La relectura de La vida privada y pública de Sócrates de René Kraus implica volver en el tiempo: a un momento –de la civilización y de nuestra vida- y a revivir el placer de un texto tan brillante como suscitador de ideas.
            En la Grecia clásica (siglo VI al IV a de C, marcada por la hegemonía ateniense) ya se encuentra establecida la pregunta sobre el hombre (periodo antropológico) y con Sócrates el problema de la virtud moral y la pólis como modo de vida: René Kraus la presenta desde dos lugares: el pulso de su vida cotidiana y sus debilidades.
            Pero qué factores dieron como resultado la muerte del “más alto tipo humano de la antigüedad pagana: serenísimo y valiente…comprometido con la verdad” (Caturelli, A. La Filosofía, Madrid, Gredos, 1977, pág. 353).
            Un mundo de incitaciones  
            La de Pericles es una presencia que marca profundamente a la época y a Sócrates; la suya y la de Aspasia, primero amante y luego esposa del estratega; mujer de fuerte presencia que pudo haber sido una cortesana (hetera) o la primera  feminista, que llevó a la asamblea el proyecto de que los jóvenes se conocieran antes de casarse: “De cintura para arriba era una perfecta dama. De cintura para abajo era una diosa” (René Kraus La vida Privada y pública de Sócrates, Cap. I, “Luces y Sombras”, Edit. Sudamericana, 3ra. Edición, 1966; pág. 22). Era hija de Axioco de Mileto y contrariamente a la tradición fue su padre quien la educó en geometría; aritmética; física; astronomía y retórica. Hizo hasta Atenas un recorrido al parecer lleno de aventuras y una vez allí su casa fue un polo de tertulias y debates. Su encanto irresistible sedujo a Pericles, a quien Agarista, su esposa, finalmente abandonaría. Las cuestiones de género no empiezan en la Revolución Francesa, datan de mujeres como Aspasia o Teodota (otra famosa hetera) y seguramente de otras cuyos nombres la historia no ha registrado.
Pericles encarna a la democracia pero la traiciona al modelarla a su imagen. Impone el pago de los jurados en el Tribunal. A su muerte, el estipendio es incrementado por Cleón: “Al dar vida a aquella ley que aumentaba el bienestar social, Cleón se atrajo por primera vez al pueblo…y éste no podía ya desembarazarse de su elegido…¿De dónde iba a sacar el Estado el dinero necesario para aquella imponente compra de votos disfrazada de ley social” (ob. Cit; cap. X “Los hijos”, pág. 226). Para afrontar estos gastos Atenas intenta sojuzgar a otras póleis y el imperialismo ateniense al ir más allá de las fronteras del Ática y depender de otras fuentes de ingreso es una de las causas de la decadencia de la pólis.
A diferencia de otros textos, el de René Kraus, que palpita en las calles, los mercados, el ágora y los templos, presenta a una Atenas que está lejos de ser el paraíso de la democracia y las libertades. La ley votada a iniciativa de Diopeites, el sacerdote fanático, implica numerosas acusaciones –entre ellas la de Fidias, el arquitecto y escultor que construyó el Partenón, la estatua de Palas Atenea y muchos otros edificios) y destierros ya que Pericles está lejos de apoyar a quienes son injustamente acusados en busca de sus riquezas: “Lo que los aliados no podían suministrar tenía que ser  sacado a los ricos de casa.... La riqueza se hizo peligrosa” (ob. Cit, Cap. X “Los hijos”, pág. 228).   
Sócrates todo lo cuestiona. Los jóvenes acuden a él y descreen de los valores del mundo de sus padres, pero ha sido un guerrero destacado, un amigo leal y un educador reconocido.
            La pólis
            “Pólis es la palabra griega que traducimos como ‘ciudad-estado’. Es una mala traducción, puesto que la pólis normal no se parecía mucho  a una ciudad y era mucho más que un estado” (Kitto, H.D.F, Los griegos, Eudeba, Bs. As, 1962. Cap. V, pág. 87, La “Pólis”). Ámbito comunitario y de sentido, era la unidad de un sistema más allá del cual para Sócrates no valía la pena vivir. Un ideal de vida en conjunto. En el coro de Los Ascarnienses, de Aristófanes “la parte agraviada sólo está segura de obtener justicia si puede declarar sus ofensas a la pólis entera” (pág.97). Era un universo donde todos se conocían, que se bastaba a sí mismo y que estaba condicionado en gran medida por las barreras físicas: montañas y mares. Con la guerra del Peloponeso (que duró unos 28 años), entre otros factores, todo cambia: va surgiendo el interés individual y de clase. La guerra beneficia a los poderosos que lucran con ella pero significa la ruina para los campesinos que ven sus campos arrasados. El propio ciudadano es el soldado pero luego las tácticas guerreras –más que nada la guerra en el mar, con la táctica de embestir por los laterales a las naves enemigas, van especializándose. También el innoble empleo de mercenarios desplaza a los ciudadanos. La guerra se prolonga y los ciudadanos no pueden regresar a levantar sus cosechas (Kitto, obra citada Cap. IX La decadencia de la Pólis, pág. 209). La política empieza a ser algo para especialistas y surge un mayor individualismo que se muestra en una escultura que comienza a ser introspectiva; también el teatro abandona los temas épicos y se vuelca hacia la crítica de costumbres.
            Alcibíades, sobrino de Pericles, alumno predilecto de Sócrates, es un gran traidor que luego de cometer un sacrilegio abandona Atenas y lucha a favor de Esparta. Lentamente, Sócrates va siendo culpado por la pérdida progresiva de los valores atenienses, los que detentaba la generación de los padres de sus discípulos.
             El adiós a la casa de Alopeke
            “La vieja casa de Alopeke desaparecía lentamente en la niebla matutina que descendía por las colinas de los alrededores. Durante más de dos siglos había visto venir a los hijos y marcharse a los ancianos de una honorable familia. Ahora se iba otro. Se iba derecho, con arrogancia” (La vida privada y pública de Sócrates, cap. XVI “En la red”, pág. 372). Sócrates se encamina al juicio. La acusación de Meleto, que se conserva, dice: “Sócrates comete un crimen al no adorar a las divinidades…también ha cometido el crimen de corromper a la juventud. Se le pide para el la pena de muerte” (ob. Cit, cap. XVI “En la red”, pág. 363). Sabe que no volverá. Lo ha soñado hace tres años en que se le apareció una mujer rubia que parecía real y le dijo: “Dentro de tres años, al día siguiente al de la fiesta de la Delia, estarás en la fértil Fitia” (ob. Cit, cap. XVI “En la red” pág. 353). Fitia era un paraíso que se encontraba a la derecha de la isla de los muertos. Contó el sueño a muchos, entre ellos a Jenofonte, y así pudo llegar a nosotros.
Anito, rico comerciante cuyo hijo lo despreció por el maestro, ha pagado a Meleto para que haga la acusación y ha sobornado al jurado.
Se unen en la actitud del maestro el sentido fatalista del pensamiento griego: no es posible escapar al hado que rige nuestro destino, que tan bien aparece plasmado en Edipo Rey, de Sófocles y en el análisis de Micheal Foucault (“Edipo y la verdad, en La verdad y las formas jurídicas, segunda conferencia; Edit. Gedisa, España, 2005) la convicción sobre la inmortalidad del alma y la de la corrección de su obrar: “La vergüenza no cae sobre mí, el inocente, sino sobre los culpables que me ejecutaron. Nunca hice daño a nadie. Mi memoria no tendrá manchas” (La Vida Privada y pública de Sócrates cap. XVI “En la red”, pág. 370).
Sócrates rehúsa que Licias lo defienda, también huir y marchar al destierro.
Si no era en la pólis no valía la pena vivir y él debía acatar su ley, aun para demostrarles a los hombres que estaban equivocados.
La dama rubia del sueño terminó por venir todas las noches durante el mes en que  esperaba en la prisión para ser ejecutado.
Quizás la haya entrevisto cuando se cubrió el rostro en el momento último para que sus amigos no lo vieran morir.

  
              
Eduardo Balestena
http//lapalabrainconclusa-literatura.blogspot.com

jueves, 1 de noviembre de 2012

La Patagonia Rebelde, crónica de una investigación



Osvaldo Bayer nos acompañará nuevamente el 26 de noviembre en el cierre de la 8va. Feria del Libro, esta vez con el relato de las alternativas de la investigación sobre las huelgas patagónicas de 1920/21 y del rodaje del filme La Patagonia Rebelde, del cual fue co-guionista.
Un punto de inflexión
“Los vengadores de la Patagonia Trágica” (o “La Patagonia Rebelde”, según la edición) es una obra de unas mil trescientas páginas que abarca cuatro tomos. El primero se refiere a la formación de las grandes fortunas e intereses del lejano sud, la actividad de la Sociedad Obrera de Oficios Varios de Río Gallegos y el desarrollo de la primera huelga hasta el laudo Yza, que marca el fin del conflicto.
El segundo y nuclear, detalla la formación de los elementos de poder que darán por resultado la feroz represión, en la segunda huelga,  y la eliminación del movimiento obrero; las alternativas de esa represión en todo el territorio, con las emboscadas y acciones que aniquilaron a los distintos dirigentes, como Ramón Outerelo; Albino Argüelles y Facón Grande, entre otros .
El tercero aborda el debate en la cámara de diputados, por iniciativa del socialista Antonio Di Tomaso, bancada que pide una investigación del congreso, frustrada por los diputados radicales; distintos aspectos de esa represión y de los actores del conflicto en torno a los hechos de que da cuenta el segundo y al período inmediatamente posterior.
El cuarto, finalmente, se refiere a la polémica con el General Anaya, a la hipótesis explicativa oficial de la represión; al minucioso recorrido por 103 lugares donde fueron fusilados trabajadores, con una rica cita de diferentes testimonios y, de manera central, a la figura de Kurt Gustav Wilckens, el anarquista que ejerciendo el derecho de matar al tirano atentó contra la vida del Teniente Coronel Varela, el jefe de la represión, el 27 de enero de 1923, y las novelescas alternativas posteriores.
La película “La Patagonia Rebelde” (1974) ha tomado los elementos centrales de la historia, recreando los acontecimientos más significativos, fundiendo circunstancias y personajes, en un rodaje signado por las amenazas de la triple A y el riesgo de no poder estrenar la película.
La investigación abarca fuentes documentales y testimoniales. Textos integrados a la escritura central o que dialogan con ella desde notas al pie; como afluentes, van construyendo un relato intenso y vívido.
Las huelgas de mozos, empleados de hotel y trabajadores rurales habían sido, por los aspectos de la represión, un tema marginado en la historia y originó una polémica a la publicación de los tomos de una obra cuya primera edición fue destruida. El autor debió exiliarse en Alemania, donde fue publicado el cuarto tomo en 1977. Su vida cambió para siempre. 
La verdad y los relatos de la Historia
La historia, cuando obedece a un punto de vista comprometido y profundo ofrece muchas aristas apasionantes y nuevas, más allá de los hechos centrales de que da cuenta. En este caso son sus actores, sus vidas y vicisitudes novelísticas, como Antonio Soto o el alemán Otto; o la destrucción no sólo de vidas humanas –como la de Juan Esteban, de 17 años, el más joven de los fusilados- sino de concepciones y modos de pensar. A partir del aislamiento, primero y de la aniquilación después, de un modo de concebir la lucha obrera se consolidó una concepción sindical diferente.
Junto con La Semana Trágica y la represión en la Forestal (de que da cuenta la película “Quebracho” y el libro “La forestal”, de Gastón Gori) constituye un ensayo de “guerra” en que se construye y relata a un enemigo silenciado a quien le es sustraído todo derecho. Un enemigo construido por un relato predominante: el de los medios de comunicación y de los estancieros que permiten instalar una visión donde la realidad de los procesos de explotación y las demandas que motiva son marginados por un relato que extendió su vigencia durante unos cincuenta años: “El proletariado organizado, con sus entidades anarquistas, había sido borrado del mapa. Ni una asamblea, ni un volante más, ni siquiera una marcha silenciosa de protesta por los fusilados se iba a ver en medio siglo”.
Hay algo poderoso en el conjunto de esta obra: más allá de la tragedia en sí, de la idea de una historia marginada y exhumada que evidencia que hay un relato para dar cuenta de las cosas y que es necesario romperlo y escribir la verdad. Más allá de la propia idea de verdad hay aventuras y tragedia individuales y colectivas. Una investigación reformula vidas atravesadas por un acontecimiento ciego, brutal y trágico y al hacerlo depara multiplicidad de vidas novelescas.
Un cosmos
Tras la primera huelga la consigna de los estancieros fue, en general, luego de las tareas estivales, no cumplir con el convenio firmado. Ello, pero más que nada la detención de dirigentes fue lo que produjo la segunda huelga, en el mes de septiembre de 1921.
La represión llegó en noviembre y se extendió hasta enero; pero sus efectos se prolongaron: en la detención en condiciones inhumanas de los presos y  asesinatos de quienes eran chantajeados para no fusilarlos (el caso de la libreta negra del oficial Valenciano) y si no pagaban lo requerido eran muertos. También la impunidad absoluta que tuvieron tanto los hechos centrales como aquellos de los que dan cuenta infinidad de denuncias.
 Es recurrente, en todos los episodios, la cruel tortura, la selección, los fusilamientos, en cañadones, casi siempre ocultos de la vista, y los robos de las pertenencias de las víctimas: sus quillangos,  caballos, el dinero ganado por esos peones muchas veces nómades; la quema apresurada de sus cadáveres, el olor particular que eso producía y luego los huesos que, arrastrados muchas veces por animales que devoraban los restos, durante décadas, eran encontrados por pobladores.
El cuarto tomo, en ese detallado recorrido por los lugares donde hubo fusilamientos, se abre a multiplicidad de hablantes, testigos presenciales que van armando un dantesco rompecabezas. Es comparable a un monumento como el muro que conmemora la guerra de las Malvinas: el caminante (el lector) va siendo sumergido paulatinamente en una crónica de ese horror despiadado, de una manera que va siendo cada vez más abrumadora y que es en sí misma un modo de hacer la historia reuniendo cada minuciosa pieza, cada una con una referencia que hace más inequívocas tanto la conclusión como el horror.
Son muchísimas las circunstancias y los matices que generaron este hecho histórico, preámbulo de otros genocidios.
Mención aparte merecen las circunstancias del rodaje, montaje y estreno del filme La Patagonia Rebelde
Final sin final
La recapitulación final se convierte en una suerte de novela río. Trae una cantidad de historias y fragmentos de ellas, llevándolas del pasado al futuro, de un lugar a otro lugar. Cada una nos llega por haber sido atravesada por la muerte. No sólo la muerte sino el peor de los olvidos.
La verdad no sólo nos replantea la Historia sino también esas historias y esas vidas y les devuelve aquellas hebras que se puede rescatar de su memoria.
Pero, como muchas otras matanzas de la historia, la magnitud del horror es tan grande e incomprensible que se trata de algo que no se puede superar. Se convive con el horror o con el recuerdo del horror, pero siempre remite a la crueldad del poder y del hombre. Tras cada episodio concluiremos en afirmar un universal: esto sucedió por la inextinguible crueldad del hombre, una que se reedita una y otra vez y que nunca podremos cerrar porque no tiene final.

    
Eduardo Balestena

lunes, 15 de octubre de 2012

Marco Denevi: "Memoria de un café, de una noche, de un viejo, de una muchacha


En el ángulo que forman la avenida General Paz y las vías del ferrocarril Urquiza hay un gran espacio abierto con todo el aire de una zona fronteriza. De frente a ese confín está el café. Ocupa de punta a punta una larga ochava cortada en chaflán y desde allí parece dar la bienvenida a los que entran en la ciudad viniendo de la provincia, parece despedir a los que abandonan Buenos Aires.
La fachada pudo imaginarla don Antonio Gaudí, con esas chorreaduras de cemento pintado de color ocre y esos firuletes de repostería. El salón es amplio, tenebroso y nada limpio. Todas las mañanas, bien temprano, el café se llena de obreros que bajan desde la avenida y que toman su desayuno a los apurones y en silencio, todavía medio dormidos. Después, durante el resto del día, los únicos parroquianos son viejos jubilados que beben fernet o grappa, juegan a los naipes y miran pasar la vida, los automóviles y los trenes. A la noche el café se despuebla y pronto el dueño apaga las luces y se va a dormir, salvo los sábados, cuando acuden parejitas que se hacen arrumacos hasta tarde.
Un sábado por la noche un hombre de cincuenta años cruza en automóvil por debajo de la avenida General Paz. Del otro lado le sale al paso el café con sus ventanas iluminadas. El hombre ha estado mucho tiempo fuera del país, pero ahora reconoce ese lugar, ese café. Detiene el automóvil, desciende y va a espiar a través de los ventanales.
Los sábados por la noche el café se animaba y permanecía abierto hasta medianoche. Los parroquianos eran todos hombres, nunca una mujer, vecinos de ese barrio limítrofe que iban allí a conversar, a tomar café o alguna bebida barata y fuerte y a jugar al truco y al siete y medio por porotos. Si se estaba en los últimos días del mes y nadie había cobrado el sueldo o la quincena, aparecían algunos muchachos jóvenes. Don Frutos, el propietario, un vasco alegre que todavía usaba boina negra y una faja negra alrededor del vientre de matrona, se paseaba entre las mesitas para celebrar una buena jugada o para entrometer en las conversaciones alguna cuchufleta y una risa chillona.
Pero un sábado, cuando en el café no quedaba vacía más que una mesa ubicada junto a la pared del fondo, ocurrió lo que nunca. Serían, se supone, las once y media. Había llovido durante el día, pero ahora el cielo estaba sereno y la noche era una joya transparente. Hacía frío. Los hombres, entre ellos una docena de jóvenes y hasta un chiquilín de no más de dieciocho años, andaban con los pesos justos para pagarse un café. Pero igual en el salón había un ambiente cálido y amistoso. A la gente pobre le basta un poco de compañía y sentirse momentáneamente a cubierto de la maldición del trabajo para ser feliz. Aunque las cortinas de cuentas de madera estaban descorridas, los vidrios empañados por el frío de afuera y por el calor de adentro defendían aquella intimidad como de soldados reunidos en un refugio. Nadie, que se sepa, lamentó andar sin plata. De vez en cuando el hombre gusta de esas treguas en las tensiones que nos imponen las mujeres. Y jugar, por más que sea para no ganar sino un montoncito de porotos o de granos de maíz, es siempre una felicidad. Hasta que de golpe les cayó encima otra dicha, inesperada y novedosa.
Fue cuando entraron el viejo y la muchacha. El viejo delante como abriéndole paso a la otra, la muchacha detrás como obedeciéndolo, atravesaron el salón sin mirar a nadie, se dirigieron resueltamente hacia la mesa vacía ubicada junto a la pared del fondo y ahí se sentaron como con el apuro de esconder las nalgas o de que no les birlasen las sillas. Tanta seguridad para localizar el único sitio desocupado y tanta urgencia para ocuparlo hacía sospechar que habían estado espiando desde afuera, pero qué podían haber visto si los vidrios eran una neblina. Y después que se sentaron permanecieron tan quietos, mirándose uno con otro, como asustados por lo que habían hecho o por lo que ahora les iría a suceder. A todos les pareció que esa pareja venía escapando de algún peligro.
Hubo como una distracción en las conversaciones y en las partidas de naipes. Al café no solía llegar gente extraña y menos de noche. Mujeres jamás, ni las del barrio. Y ahora estaban ahí ese viejo y esa muchacha venidos no se sabía de dónde y encima los dos tan llamativos. Las dimensiones del salón y la disposición de las mesas permitían estudiar a los recién llegados sin necesidad de ponerse de pie, ni siquiera de erguirse en la silla o de buscar un hueco entre las cabezas de los demás. A lo sumo alguien debía torcer el cuello y mirar hacia atrás o hacia un costado, pero no por curiosidad sino por admiración, de modo que si el viejo y la muchacha advertían esa maniobra no lo tomarían a mal. Sólo que ninguno de los dos pareció darse cuenta: seguían mirándose el uno al otro, ahora como para repasar instrucciones o para ponerse de acuerdo en algún plan.
Tenían un aire ficticio, extravagante y dramático que los relacionaba con el teatro. No se podía dudar de que eran artistas, aunque todavía no se supiese a qué género se dedicaban. El viejo, cuya corta estatura ya habían apreciado cuando entró, ahora mantenía las piernas colgadas en el aire y cruzadas a la altura de los tobillos, los codos clavados en la mesa y las manos juntas, palma con palma, bajo el mentón, como un niño que reza. En cambio la muchacha, que al caminar había andado con el pelo rubio por el techo, ahora arqueaba la espalda y hundía la cabeza entre los hombros, todavía más levantados a causa del zorro que los cubría. De manera que, sea porque el viejo adolecía de una terrible desproporción entre el largo de las piernas y el largo del cuerpo, sea porque la muchacha se encorvaba como una gibosa, la estatura de ambos se había equilibrado. Y los dos seguían inmóviles, dragándose el uno al otro los ojos como si se recordaran mutuamente alguna pasada o futura desgracia. Acaso lo único que hacían era darse ánimo. Pero en tanto el viejo permanecía erguido y al parecer resuelto a tomar una determinación, la muchacha, con los pies juntos, las manos bajo la mesa y el espinazo arqueado, tenía un semblante de fatiga, de resignación y de sometimiento.
Don Frutos se acercó y mientras frotaba la mesa con un repasador les preguntó qué iban a servirse.
—Dos vasos de nebiolo –dijo el viejo sin desarmar la postura de monaguillo en oración ni apartar la vista de la muchacha, como si hablase para ella.
Don Frutos simuló consultar desde lejos las estanterías: no, no le quedaba ninguna botella de nebiolo.
—Entonces dos vasos de espumante –prosiguió el viejo. Tenía una voz melodiosa, acento italiano, inflexiones estudiadas y artificiales. No hablaba: recitaba, y ese énfasis era el producto de largos ensayos.
Don Frutos se rascó la nuca y repitió la comedia de mirar las estanterías: tampoco le quedaba ninguna botella de espumante.
—Bien –dijo el viejo en un tono de poner punto final a una discusión estúpida—. Entonces dos anises.
El vasco fue hacia el mostrador y en seguida volvió con dos copitas y la botella de anís, algo nunca visto. Quizás así quería borrar la mala impresión de sus fracasos con el nebiolo y con el espumante. Y después que sirvió las dos copitas dejó la botella sobre la mesa, no para tentar a los forasteros sino, más bien, para que se convidasen a sí mismos con una ración extra. Luego fue a ubicarse detrás del mostrador y desde allí vigiló a los dos desconocidos con una cara contrita pero atenta: parecía esperar órdenes. Contra su costumbre, parecía atemorizado.
Los clientes del café no se habían perdido un solo detalle de aquella escena, seguramente el prólogo de lo que vendría después. Entonces, para que la función continuase, se comportaron como hay que comportarse en casos así. Quiero decir que adoptaron, todos, una expresión franca y amable, conversaban entre ellos pero sin ganas de conversar, aunque seguían jugando ya no tenían ningún interés en el juego, cada tanto les lanzaban a los artistas una ojeada solícita y mostraban, todos, esa actitud ligeramente forzada de quien simula dedicarse a una cosa mientras está ofreciéndose a hacer otra cosa: apenas se lo pidan, la hará. Querían que el viejo y la muchacha comprendiesen que ellos eran personas decentes y pacíficas, dispuestas a entablar un diálogo con cualquier desconocido y a recibir sus confidencias.
Por ejemplo Serapio Gómez, de veintidós años, interrumpía el juego para escrutar a la muchacha como consultándola sobre qué naipe debía poner sobre la mesa, y nadie se animaba a intervenir en esa larga consulta. Por ejemplo Enedino Acosta, también joven, a cada rato hacía girar la cabeza con chambergo y todo y así parecía parar la oreja por si la muchacha o el viejo lo llamaban. Hubo quien ya tenía lista la sonrisa con que le respondería a la muchacha en cuanto ella lo mirase, y era una sonrisa de los más humilde y respetuosa. Y hasta el chiquilín de dieciocho años mientras radiografiaba a los forasteros, se había sentado en el borde de la silla, el cuerpo un poco echado hacia adelante y las piernas flexionadas para atrás como preparado a ponerse de pie y a acudir al primer ademán que la muchacha o el viejo le dirigiesen.
Pero no importa ahora lo que haya ocurrido en esas mesas, donde por lo demás no ocurrió nada digno de mención. Ahora hay que fijarse en los dos artistas. El viejo tenía una gran cabezota ovoide sobre la que reposaba a duras penas un sombrero color azafrán con la cinta verde y una plumita amarilla. Vestía una capa azul con alamares, pantalones sin botamangas, de una tela brillosa y muy anchos, y calzaba borceguíes marrones de recluta. Bebía el anís a pequeños sorbos y después de cada sorbo se pasaba el nudillo del índice por los labios y carraspeaba con vigor. Ya no miraba a su compañera. Ahora había empezado a examinar las paredes, donde varias horribles acuarelas parecieron intrigarlo. A los concurrentes no los miró para nada. Pero ellos igual le apreciaron los ojos sin color, de un vidrio sucio y empañado, esa cara fabricada con algún material sonrosado y esponjoso, todavía tibio, acaso parecido al caucho, esas orejas descomunales, las patillas de Facundo pero canosas. ¿Cómo no pensar que un hombre así sea un artista de teatro o de circo, quizás un domador de fieras, un famoso clown?
La muchacha ahora escrutaba la copita de anís que tenía delante, pero no la tocó. Era una mujer hermosa. Llevaba un vestido solferino, complicado y tornasolado, y por todo abrigo el zorro negro que a ella la volvía más blanca y más rubia. También sus facciones eran como las del viejo, artificiales, conseguidas gracias a algún procedimiento, colocadas deliberadamente una por una, sólo que el resultado era otro: la muchacha tenía una cara exótica y artística que tal vez podía deshacerse al menor golpe, una cara delicada e irreal que provocaba una especie de alucinación, la idea de que uno estaba mirándola en sueños o imaginándola. Pero además añadía, a su misterio de criatura absolutamente teatral y no ya circense sino de algún teatro ilusionista, otros arcanos que la ubicaban fuera de la realidad: el ominoso repulgo de barro en las suelas de sus zapatos de charol, el dedal del mismo barro que enfundaba los tacos altísimos e inverosímiles de bailarina de tango. ¿Es que se había venido caminando desde el lado de la provincia, había cruzado las falsas lomas de la avenida General Paz, hechas un barrizal a causa de la lluvia reciente? También había barro en los borceguíes del viejo. ¿Cómo se comprende que dos artistas, todavía vestidos con al ropa que usan en el escenario, vaguen de noche por suburbios apartados y se metan en un café de mala muerte a tomar anís?
Los jóvenes fantasearon como se dice que deliran quienes han dormido a la luz de la luna. Después dirían qué se habían imaginado: Serapio Gómez, que la muchacha primero había sido seducida y después raptada por el viejo crápula. Enedino Acosta, que ella acababa de matar a un hombre que ahora huía en yunta con su anciano padre. El chiquilín se inventó la historia de que la muchacha era una actriz célebre a la que le habían robado el automóvil, el equipaje y el dinero, lo mismo que a su partenaire, ese viejo que seguro se dedicaba a hacer las presentaciones. Otros los supusieron cantante y pianista, los dos engañados y estafados por algún empresario malandra. Y hasta hubo quien los conjeturó a ella puta y a él macró, probablemente manflor. Sólo los viejos no imaginaron nada: el espectáculo era demasiado enigmático para sus años, de modo que se conformaban con presenciarlo.
Hay que esperar a que transcurra un cuarto de hora. Durante ese cuarto de hora nadie se movió de su sitio, salvo para ir al retrete. El viejo se sirvió de la botella otras dos copitas de anís. La muchacha no había bebido una gota. Pero por ahí el viejo la sermoneó en voz baja y ella hizo asomar una mano larga y fina, resplandeciente de anillos y de uñas esmaltadas de rojo fuego, asió su copita y se la llevó a los labios. Por encima de la copita miraba al viejo con ojos de sonámbula. Tomó una pizca de licor, en seguida otra y luego, de golpe, todo el anís. Después se quitó el zorro de los hombros, lo hizo deslizar a lo largo del cuerpo hasta que le rodeó las caderas. Después se enderezó, se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Le sobresalieron unos pechos nacarados. Se había vuelto muy alta e imponente, y miraba al viejo como desde arriba de un balcón, lo miraba ahora con unos ojos húmedos y maternales. Tenía un hermoso pescuezo, estrangulado por un collar de muchas vueltas que parecía un rosario.
Entonces el viejo, repentinamente entusiasta, se quitó también él el exceso de ropa, esa capa azul que con movimientos cuidadosos colgó del respaldo de la silla. Le vieron una blusa de la misma tela del pantalón, con el cuello volcado y un moño de lazo en la pechera, que le dejaba al descubierto un cogote rojizo y fláccido como el buche de un pavo. Dicen que el anís es dormilón. Al viejo le produjo los efectos contrarios. De golpe parecía alegre y despierto y sin saber qué hacer con un sobrante de energías. Hacía tamborilear los diez dedos sobre la mesa y se sonreía satisfecho como un hombre que ha cerrado un buen negocio. El repique de dedos no le bastó: inclinando los pies hacia abajo hasta rozar el piso de baldosas, inició una especie de zapateo con la punta de los botines. Al chiquilín se le antojó que el viejo tocaba con las manos el teclado de un órgano y que con los pies apretaba los pedales.
Hasta que al fin se acordó de mirar a la concurrencia. Volviéndose medio de costado escrutó uno por uno a todos esos espectadores, que dejaron de jugar y de conversar y le respondieron con una especie de atención intrigada y casi miedosa. Primero el viejo lo estudió con el ceño fruncido y una facha altanera. Después la gran máscara de goma sonrosada se le estiró hacia los bordes y entonces vieron que se sonreía y levantaba las cejas, satisfecho del examen. Y después, brincando sobre la silla, se puso a buscar afanosamente en los bolsillos de la capa. Los espectadores entendieron que por fin la función comenzaba, que lo que el viejo buscaba era algo que les tenía reservado, una cosa que había traído para que ellos la admirasen. Pero por un momento nadie supo qué extraía de uno de los bolsillos. Parecía una cajita, un pequeño estuche. Pensaron en el estuche de una alhaja, en un cofrecito donde guardaría algún objeto de valor. Pero cuando el viejo se enderezó y sacudió en el aire la cajita y se la llevó a la boca, supieron que era una armónica, diminuta como una jaula de grillos.
Fue así como empezó el espectáculo que después ninguno olvidaría. Empezó con un solo de armónica a cargo del viejo. Según quedó demostrado en seguida, el viejo era un maestro de la armónica, una especie de fenómeno de esos que se ven de tanto en tanto y que requieren un viaje al centro de la ciudad y el pago de una entrada. Pero ese fenómeno aceptaba actuar en el café de don Frutos y encima gratis. Nada más que contemplarlo en plena ejecución ponía la piel de gallina. Sentado como estaba, hacía bascular el cuerpo, balanceaba las piernecitas, agitaba los brazos flexionados en el codo, meneaba los hombros y daba terribles cabezazos, y sin embargo el sombrero, milagrosamente sostenido sobre la punta del cráneo, no se le cayó, ni siquiera se le ladeó, quizá gracias a algún truco.
A ratos reforzaba el ritmo de la música con una violenta percusión de los codos sobre la mesa o con un redoble marcial de los borceguíes en las baldosas del piso. Y mientras tanto de la armónica surgían trinos de pájaros, volutas y espirales que se desplegaban en el aire como fuegos de artificio, o bruscas ráfagas enloquecidas que borraban de golpe el dibujo de las espirales para dar paso a acordes ásperos como gruñidos de fieras salvajes y después de una sola notita aguda como una gota de rocío que pende de lo alto de una rama. ¿Cómo es posible que dentro de una cosa tan pequeña se alojen tantos sonidos? Los hombres respiraban lenta y acompasadamente como si durmieran. Tenían la vista, clavada en el viejo, abstracta y dilatada de quienes han ingerido belladona. Ya ni siquiera fumaban: los cigarrillos se consumían por sí solos en el borde de los ceniceros de lata. Y cuando el viejo tocaba el tambor con los codos y la batería con los botines, más de uno hubiese querido desahogar la admiración soltando una carcajada o una palabrota, pero había que permanecer inmóvil y callado, por lo que casi estaban deseando que el viejo terminara cuanto antes.
Pero el viejo no terminaba nunca. Entre tanto la muchacha asistía al concierto de su compañero de mesa, no como un espectador que mira absorto al intérprete mientras con el alma en vilo escucha la música, sino como alguien que espera una señal para entonces intervenir también. De modo que, lo mismo que si aguardase entre bastidores ya a punto de salir al escenario, se arreglaba el pelo, se pasaba la lengua por los labios muy pintados, se ajustaba las sortijas. Su expresión era reconcentrada y pensativa, como si memorizase el texto que en seguida recitaría. Todo esto lo vio el chiquilín: el viejo lo fascinaba, pero más lo fascinaba la muchacha.
Hasta que el virtuoso de la armónica se tragó la cajita. Sí, la cajita le desapareció entre los labios sin dejar de sonar, ahora con una especie de parloteo de loro borracho. Él, con ambas manos, parecía tratar de arrancársela de entre los dientes, de quitarse del interior de la boca aquel animalito vivo que le mordía las encías y le devoraba la lengua. Cuando por fin consiguió pescar la armónica y con el brazo en alto la mostró a la concurrencia (pero, modestamente, no miró a nadie, miró sólo a la muchacha como pidiéndole su aprobación), todos aplaudieron furiosamente, siguieron aplaudiendo durante varios minutos. El viejo no agradeció.
Y de golpe los aplausos se interrumpieron. El viejo se había servido una última copita de anís, la había bebido de un solo sorbo, había soltado una bocanada de aire para aliviarse el ardor y ahora, dando un saltito, caminaba hacia el mostrador, pidió un vaso de agua que don Frutos le sirvió a toda prisa como para reparar un olvido, y lo bebió golosamente. Después enfrentó a ese público que ya esperaba una nueva prueba de magia. Tenía el caucho sudado y fofo. Las patillas de Facundo, humedecidas, se le pegoteaban en las sienes. Debajo de las axilas la tela de la blusa se había oscurecido.
De pie, con sus piernecitas, la cabezota y esa vestimenta estrafalaria que combinaba sedas y lazos femeninos, borceguíes militares y el sombrero de alpinista, el viejo era una de esas figuras que si uno las ve fotografiadas se ríe de lo lindo. Pero ahí, en el café, los hombres lo miraban con una especie de preocupación, como en el circo a los enanos y a los contorsionistas. Ridículo y al mismo tiempo admirable, el viejo invitaba simultáneamente al aplauso y a la burla, y el resultado era un vago malestar.
Vieron que por un rato se dedicaba a revisar la armónica como a un instrumento complicadísimo que necesita ser afinado, ajustado y vigilado después de cada interpretación. Quizá todo fuese una excusa para descansar, o quizá la armónica ocultaba algún mecanismo secreto y por eso sonaba como sonaba. Cuando por fin se la llevó a los labios, lo hizo esta vez con la unción de una beata que besa una medalla bendita. Un hilo de música empezó a surgir del minúsculo acordeón, se elevó en el aire como una lenta serpentina y fue diseñando una curva graciosa sobre las cabezas de los espectadores. Hasta que todos los ojos abandonaron al viejo y corrieron en busca de la muchacha.
La muchacha había comenzado a cantar. Si después juraron que esperaban que cantase y que el giro del espectáculo no los tomó de sorpresa, uno puede creerles y no creerles, pero no hay que dudar de que en ese momento sintieron una emoción muy diferente de la que les había provocado el malabarismo musical del viejo. La muchacha cantaba sin hacer ademanes, la espalda incrustada en el respaldo de la silla y el busto sobresalido con esos pechos que le hervían en el escote. Se miraba la punta de la nariz y sus dedos largos y cargados de anillos jugueteaban con la copita vacía. La voz era un poco ronca, pero dulce y, si esto puede entenderse, bondadosa. En esa voz dulce y bondadosa la ronquera vibraba como un rastro de llanto, tenía el timbre de la congoja. Sólo que la muchacha usaba un idioma extrañísimo y salvaje, un italiano pasado por el desvarío del dolor y vuelto irreconocible.
A veces una sola vocal se arrastraba largo rato hasta ocupar todo el sitio de una frase, de la que conservaba las modulaciones. O varias consonantes se fundían en una sola. O de golpe la muchacha pronunciaba dos vocales al mismo tiempo, más bien una vocal intermedia entre la i y la u y en ese intersticio se le quedaba atrapada la voz hasta que conseguía zafarse y seguir adelante. Pero la melodía era tan bella, era tan triste y también tan apasionada, llegaba tan resueltamente al entendimiento del corazón que no se precisaba más para saber que la muchacha narraba una historia de amores contrariados. Y casi resultaba preferible que la cantase en aquel bárbaro idioma, porque así sólo se impregnaba del poder alucinatorio en el que siempre está embebida la música y que a menudo las palabras echan a perder.
Los hombres estaban inmóviles y callados, pero como está inmóvil y callado ese adolescente que una noche de primavera se aparta de sus amigos y va a sentarse en el banco de una plaza y permanece ahí horas enteras, solitario y como mortificado, y es porque ha sentido la nostalgia del mundo. Los jóvenes, en el café, seguían agrupados alrededor de las mesas, vueltos todos hacia la muchacha, pero se habían recogido dentro de su propia intimidad y desde ahí oían el canto y padecían la añoranza del mundo. No experimentaban admiración por el arte vocal de la mujer. Tampoco tuvieron un pensamiento que se relacionara con el sexo. Se replegaron dentro de sí mismos y en esa soledad cada uno saboreó por separado el mismo tierno sufrimiento, una melancolía intensa y difusa, la nostalgia de un mundo vasto y remoto que tal vez nunca conocerían y que sin embargo los esperaba con los amores trágicos y las aventuras dramáticas que narraba la muchacha, venida desde aquella lejanía para cantar su canción y después, probablemente, desaparecer dejándoles su recuerdo como una herida.
También los hombres maduros, también los viejos sintieron aquella punzada. Era gente sencilla y humilde a la que nunca le había ocurrido nada extraordinario. Pero quién es el hombre que no oculta, en el secreto de su corazón, un recuerdo que se mantiene allí sepulto durante años y años hasta que un día, porque se escucha una música, porque se huele un perfume o se paladea un sabor, aquel recuerdo despierta como una hemorragia y no es el recuerdo de ninguna cosa en particular, de un rostro, de un patio, o de un amor, de un dolor, de una fiesta, sino sólo el recuerdo de uno mismo cuando era joven y era bueno y nadie había muerto todavía y la vida prometía esas aventuras que ahora la muchacha cantaba para ellos, para lo que ellos habían sido treinta o cuarenta años atrás.
Es probable que la muchacha haya cantado más de una canción, salvo que cantase una sola pero larguísima, con variaciones, también con intervalos a cargo de la armónica. Poco a poco fue abandonando su actitud hierática, pasó a los ademanes de desesperación y a los gestos de dolor. Extendía un brazo hacia adelante para apostrofar a algún ingrato, o cerraba el puño y se golpeaba el seno donde el tumulto del corazón la amenazaba con volarle los pechos nacarados. Gemía, imploraba, lanzaba acusaciones y reproches. A ratos parecía hablar para sí misma, en un soliloquio de pobre mujer que perdió la razón y balbucea disparates. La historia que contaba no consistía en dos o tres cuitas quejumbrosas, sino que era todo un repertorio de desdichas. Y si bien nadie entendía una palabra, se podía seguir la procesión de los sentimientos a través de la melodía y de la mímica. Ahora la muchacha cerraba los ojos, se sonreía en una especie de éxtasis, evocaba algún hermoso recuerdo, alguna pasada y perdida felicidad, y a continuación volvía al acerbo presente, sacudía el pelo, se tomaba un mechón con la mano crispada, quería clavarse las uñas filosas en la mejilla arrebatada de colorete.
¿Todo aquello era pura ficción, arte puro? No, la muchacha narraba su propia historia. Por eso había entrado en el café con aquella máscara apática y doliente. Pero ahora, llevada por la música, desahogaba su fogoso temperamento y se transformaba en esa criatura toda trémula de pasión. Entre tanto el viejo seguía extrayendo de la armónica la cinta sonora que se modificaba continuamente y que, cosa curiosa, no se plegaba a los altibajos del canto sino que permanecía todo el tiempo impávida y serena, acaso para no echar más leña al fuego o para reconfortar a la mártir, para ofrecerle un consuelo que ella de todos modos rechazaba. El viejo ni siquiera repetía las terribles contorsiones de solista. Ahora miraba humildemente el piso y sólo se permitía el discreto aleteo de antebrazos y el acompasado chupamiento de hombros sin los cuales es imposible dominar una armónica. No querría que sus habilidades de virtuoso eclipsaran a la muchacha. Pero los borceguíes, abiertos en ángulo recto y con los talones juntos, le daban un aire marcial, y como además tenía el sombrero puesto, conservaba su papel de impecable director del espectáculo.
Hasta que, cuando ya era la una de la madrugada, la función terminó. Con un sollozo gutural la muchacha dejó de cantar. El viejo hizo subir la serpentina de la música hasta una notita muy aguda y en seguida la cortó como con una tijera. Por unos segundos nadie aplaudió. Desde hacía un rato don Frutos no estaba solo detrás del mostrador: lo acompañaba su mujer. Atraída por la música de la armónica y después por el canto, se había levantado de la cama y había venido a ver qué sucedía. Acodados sobre el mostrador como sobre un reclinatorio, ambos escucharon la infinita canción de la muchacha, cariacontecidos lo mismo que si recibiesen una larga confidencia dolorosa. Pero cuando la muchacha se calló y el viejo se quitó de los labios la armónica, los dos se incorporaron en el reclinatorio, por las dudas esperaron unos segundos y después, sin deshacer el semblante apesadumbrado, los aplaudieron con energía como para demostrarles su solidaridad en la desgracia, un poco de compasión, el deseo de levantarles el ánimo. Después miraron a los clientes para exhortarlos a hacer otro tanto. Los hombres aplaudieron tibiamente, no porque no les hubiese gustado el número de la muchacha ni porque aplaudir a una mujer fuese una mariconería, sino porque un aplauso, después de lo que habían sentido en el secreto de sus almas, era una irreverencia.
La muchacha se desentendió de lo que pasaba a su alrededor. Retomando la postura resignada o indiferente del comienzo, otra vez arqueó el espinazo, otra vez se dedicó a mirar la copita vacía como si tratase de adivinar qué era. Luego, con un suspiro fatigado, se colocó el zorro sobre los hombros y pareció lista para partir. En cambio el viejo doblaba reverencias a derecha e izquierda y cuando los aplausos cesaron se arrancó el sombrero de un manotazo, descubriendo la última de sus ridiculeces: fuera de las patillas no tenía un pelo más en ese cráneo lustroso. Con el sombrero en una mano y la armónica en la otra mano empezó a caminar entre las mesas. Mantenía los ojos bajos y una expresión engreída y al mismo tiempo risueña, como si eso que ahora hacía fuese el pago de una prenda que le habían impuesto con trampas y a la que él se sometía por pura educación. Cada vez que una moneda o un billete caía dentro del sombrero, canturreaba un ¡gracias! enfático, un poco irónico o desafiante con el que parecía poner en claro que recibir ese dinero formaba parte de la jugarreta.
Después que recorrió todo el salón pasó delante del mostrador sin detenerse (tampoco don Frutos o la mujer hicieron algún ademán para atajarlo, malhumorados los dos porque ahí se iba el dinero de los cafés), fue a sentarse en su silla, apartó la botella de anís y las copitas, volcó el contenido del sombrero sobre la mesa, contó los billetes y las monedas con la prestidigitación experta de un cajero de Banco, los guardó en un profundo bolsillo del pantalón, se encasquetó el sombrerito, descolgó del respaldo de la silla la capa azul, se la colocó con movimientos teatrales y prolijos y dando un salto se puso de pie.
Volviéndose hacia don Frutos preguntó:
—¿Permite?
Y sin esperar contestación se apoderó de la botella y caminó hacia la salida con la botella entre las manos como un sacerdote que portase el viático. La muchacha ya se había levantado y lo seguía dócilmente. No miraron a nadie. No saludaron a nadie. Unos segundos después habían desaparecido y de aquel espectáculo sólo quedaba, al pie del mostrador y debajo de la mesa arrinconada contra la pared del fondo, un poco de barro, como un montoncito de excrementos.
El hombre que espía desde la vereda ve que en el salón hay tres parejitas amarteladas, un soldado dormido. Detrás del mostrador un viejo mira el aparato de televisión ubicado a cierta altura contra la pared del fondo. El hombre que espía se aparta por fin del ventanal, se dirige hacia su automóvil. En ese momento lo distrae el paso de un tren japonés, amarillo y naranja, que corre con todas sus luces encendidas. Entonces el hombre recuerda que durante el espectáculo que ofrecieron el viejo y la muchacha él había estado tan abstraído que ni una sola vez oyó el otro bochinche, el que treinta y dos años atrás hacían los tranvías Lacroze cuando traqueteaban por esos mismos rieles.

lunes, 8 de octubre de 2012

Territorio y aventura


En un momento buscamos tener un territorio, algo donde sentirnos seguros, donde sentirnos nosotros, donde hacernos fuertes y recuperar fuerzas.
Más allá del territorio comienza la aventura.
La casa de Mamima empezaba a ser mi territorio. Ahí me sentía protegida y a la vez libre. Me sentía así porque había un lazo que empezaba a unirnos, a hermanar nuestras historias, a descubrirnos.
Eso lo entiendo ahora. No me daba cuenta del todo entonces, no podía ponerlo así, en palabras.
Por un momento pensé en cosas como tener un crío que se meta en tu cama porque no puede dormir, o un domingo de sol a la mañana, o verlo dormido. Me di cuenta de que esas son las cosas que valen la pena, tanto como un amor que nos lleva y nos hace hacer cosas sin preguntarnos, porque tiene un rango que está más allá de las palabras y no cabe en ellas.
Yo entraba, de la mano de Mamina, a algo que las palabras no podían explicar, y empezaba a hacer cosas que no podía evitar hacer y a sentir cosas que no podía evitar sentir.
Eso lo pensé cuando, al salir de casa, me siguió el Chevy azul hasta el colectivo y ahora no quiero ceder a la tentación de mirar por la ventana para saber si está. Esté o no, ellos saben que yo sí estoy.
Entonces volví, como volvería otras veces, con más fuerza a la casa de piedra de Strobel y XX de septiembre, volvía a su diario.

Fui a la cocina, puse el agua y comencé a andar por la casa desierta. Antes ella sólo era mi abuela, alguien con quien me unía ese vínculo. Pero ahora comenzaba a vivir, a agitarse en mí y yo empezaba a buscar mis respuestas en lo que pensaba que podría haber sido su vida.  Era como un espejo que atrasara.
Nuestros contornos se fundirán en un rostro distinto al que hubiéramos tenido de no vivir lo que nos estaba deparado. No tenemos otro rostro que aquel que va tallando el tiempo y no es definitivo. Quizás los nuestros empezaran a combinarse así, atravesados por la historia y por el amor.
Sé que mis abuelos habían tenido una buena posición económica y que luego la tuvo su marido. Eso le dio este baluarte de piedra en el cual refugiarse, pero que precio habría tenido que pagar, me preguntaba.
En el piso de arriba estaban los dormitorios principales y un escritorio, en él mi abuelo administraba su campo. La madera crujía en los escalones bajo mis pasos. Allí estaban sus cosas, estaba su mundo y yo tenía la tarea de ver que había para vaciar la casa. Me di cuenta de que no iba a poder cumplir nunca con esa tarea, que sólo podría fingir que lo hacía hasta que alguien viniera efectivamente a hacerlo y debía aprovechar ese tiempo para vivir aquí algo que no podría vivir en ninguna otra parte. Intuía que esta sensación, esta atmósfera, no seria definitiva, que había un tiempo para esa magia y debía entrar en ella y vivirla en éste, su momento.

21 de octubre. Nos habíamos visto algunas veces más, pero aquella tarde me dijo que la policía había entrado en la Sociedad Obrera y había detenido a todos los que estaban allí, y me los nombro uno por uno. Él vio pasar la columna cuando estaba en el garage comprando latas de nafta  y había escapado. Supo, los días siguientes que la policía los mantenía detenidos y que hacía allanamientos buscando a los que no estaban, entonces había decidido venir conmigo. Las cosas empeoraban. Si en mi casa no iban a querer saber nada de que estuviera con un anarquista de la sociedad obrera menos iban a aprobar que estuviera con uno prófugo. Si lo aceptaba, ya no habría vuelta atrás y además eso me iba a obligar a refugiarlo y actuar como siempre, pero si lo quería de verdad no podía abandonarlo ahora. Si lo llevaba al puesto de la estancia que estaba deshabitado iba a tener que alcanzarle comida y eso me obligaría a alejarme, a estar ausente por ratos, y eso levantaría sospechas. En cambio nadie subía a mi cuarto, que estaba más alejado. Al mismo tiempo, si mi mamá llegaba a venir y a encontrarlo, todo iba a ser peor.
No sé cómo lo hice. No sé por qué, pero le dije que me esperara en la parte de atrás de la casa para hacerlo entrar por la puerta de la cocina cuando todos se hubieran ido a acostar.
Entonces volví a casa, le ayudé a mi mamá con la carbonada y después a levantar, lavar y secar las cosas. Salí un par de veces a buscar agua de la bomba y miraba para el monte donde él se refugiaba. Y si lo encontraban, y si el comisario Micheri lo buscaba acá, porque él había andado afederando peones…todo eso pensaba mientras lavaba y guardaba las cosas.
Papá y mamá se quedaron al lado del fuego un rato, leyendo el diario La Unión y mientras yo estaba en la cocina salí, diciendo que iba a tirarles de comer a los perros,  levanté la lámpara de kerosene para que él se acercaba mientras los perros comían, porque sí no se iban a poner a ladrar cuando él se acercara. Él llegó hasta la puerta de la cocina y se quedó ahí muy quieto. Se acerco el Comousted, uno de los perros. Era un chiste de papá, le preguntaban cómo se llama ese perro y el decía como usted, ah, yo me llamo tal, decía el visitante y mi papá contestaba, él no se llama así, se llama comousted y le seguía la broma.  El  Comousted es un border collie precioso, guardián, pero que le gusta mucho la gente y cuando terminó de comer se acercó a Zacarías. Él se agachó y lo acarició. Esa es una imagen que siempre me va a quedar, la de Zacarías en silencio, acariciando al border collie. En eso vino mamá a la cocina pero a último momento dobló para la despensa, tomó un ladrillo para calentarlo para la cama, y un diario para envolverlo y me dijo” qué hacés todavía  acá” le contesté que dándoles comer a los perros “apuráte y subí  enseguida” me dijo.
Si lo hacía subir a mi cuarto cuando todos estuvieran durmiendo en el silencio iba a ser más fácil oír sus pasos en la escalera. Tenía que hacerlo rápido, mientras mis padres aún estuvieran aún levantados, pero que no hubiera riesgo de que salieran de su habitación. Una vez adentro, nadie iba a buscarlo en casa y para salir, podía deslizarse por el tubo de la canaleta, ya el Comosted lo conocía y no le iba a ladrar y si él no ladraba, Beltxa y Dantzary no tampoco le iban a ladrar.
Papá puso tiró el diario La Unión al fuego, movió la cabeza para un lado y para el otro, se estiró para atrás y abrió los brazos enormes en un bostezo. “Gabon, Amalia”, me dijo y se fue, mamá lo siguió. Apenas cerraron la puerta subimos nosotros, rapidito y al llegar al piso de arriba doblamos para el otro lado. El pasillo da una vuelta a la izquierda y otra a la derecha. Hay un depósito de cosas, un baño y mi cuarto para la derecha. Entramos muy rápido. Ya estaba Zacarías a salvo, al menos por el momento.
Creo que sólo al cerrar la puerta me di cuenta de lo que había hecho, al cerrarla y verlo a Zacarías de este lado pero al mismo tiempo sentí que al cerrar esa puerta estábamos dejando atrás un mundo y entrando en otra cosa, un cielo, una galaxia lejana, algo infinito y también que ya no era una chica, que había hecho algo de lo que podría arrepentirme toda la vida o que iba a ser el mayor paso que podía dar en toda la vida: ahora era una mujer. No lo era porque fuéramos a amarnos, sino porque había elegido amarlo, había decidido arriesgarme por él.
Y lo que entonces pasó es algo de lo que no se puede hablar. Hablar de eso es traicionarlo. 

Ella acababa de dejar su territorio y de entrar en su aventura.
Las dos estábamos entrando en el lugar de la aventura.

23 de octubre. Cómo escribir. Cómo entender lo que sucede. No se puede. Sólo hay que vivirlo. La habitación se convirtió en el mundo, sus paredes en un abrazo y la puerta en un pasadizo mágico que conectaba con aquella parte en la que sucedía la aventura.
Volví a bajar para traerle algo de comer, pan de campo y unas rebanadas de matambre casero y yo lo veía comer y me resultaba algo nuevo unir el amor con la necesidad que él tenía de mí y luego, mucho  más tarde, ya su cabeza dormida en mi hombro, me dediqué a contemplarlo, acostumbrada ya a la oscuridad, y a comenzar ese relevamiento de la piel del otro en que consisten los amores. Los amores son muchas cosas. Son palabras. Son un perfume. Un sabor y también otras que, como los ríos, se ramifican, impregnan otras orillas e instalan vida allí donde no había nada.
Los amores son saber el contorno de un labio como si fuera una ensenada, infinita y misteriosa, el modo en que un mechón de cabello cae o el ritmo de una respiración dormida y en ese extraño abrazo en el que sentía algo tan nuevo, también sentía que estábamos juntos desde antes de nacer, desde el origen del tiempo y que por esa razón esto estaba sucediendo.
Quedaba pensar en los modos que tiene el azar de unir a los que se aman (y de desunirlos, sabría después, y también de volver a unirlos), y la pregunta sobre qué es el amor. Yo no  lo sabía. Yo no lo sé porque esas cosas no tienen la forma de preguntas que se formulan y respuestas que se encuentran  sino en lo que sentimos, en esa certeza: la de que él es él, la de que él es yo, la de que yo soy él. El amor es un encuentro donde yo sigo siendo yo pero lo soy por dos cosas:  porque él es él, y porque estamos juntos.  Supe, en ese momento, en esa noche en vela, luego de hacer el amor por primera vez, en esa contemplación del lado derecho de su rostro, el rostro de un cuerpo dormido y entregado, que nunca iba a poder estar de nuevo sin él; no importaba si las circunstancias nos separarían o no. Podrán separarnos, pero no podrían hacer que yo pudiera estar sin él  sencillamente porque sin él ya no podría ser yo.
Esa noche fue eterna, por momentos muy alerta a todas las manifestaciones de él, a su cuerpo, a su piel, y otras dormitando a su lado. Sentía que debía velar su sueño, hacer que aquella noche nunca terminara porque yo era todo para él.  Para dormir estaba el resto de la vida, el resto de las noches y muchas, seguramente sola, muchas, seguramente extrañándolo porque intuía que extrañar sería el verbo del futuro como ahora lo era descubrir, maravillar, abrir, abrazar, susurrar, gozar. Gozar es algo que no sólo se vive en los sentidos sino que es  más sutil, eso también lo entendí esa noche porque el amor es esa contradicción de algo muy fuerte y a la vez eso, algo muy sutil.
En la claridad (es que la noche era clara o es que mi vigilia, la del acostumbramiento a  la noche, a la poca luz, la hacía más intensa) veía a las nubes cubrir las estrellas y pasar y de nuevo desnudarlas y pensaba en cuántos amantes habrán poblado así a la noche y a la luz y cuántos lo harían en adelante y si sus historias serían como la nuestra. La nuestra. Lo nuestro. Que era lo nuestro: se reducía a encuentros furtivos en el bosque, a un refugio furtivo en mi cuarto, en mi cama, en mis brazos. Sería la vida algo furtivo para siempre. Podríamos algún día salir a la luz. Podría haber luz para nosotros o por siempre moraríamos en los dominios de la noche, dentro de los muros de un cuarto, detrás duna puerta cerrada. Quizás ese fuera el modo del amor de ser en nosotros: la intimidad prohibida, proscripta, la intimidad anhelada.
Antes de que se levantara mamá bajé a la cocina y encendí el fuego con un rescoldo brillante y pequeño, pero aún vivo y  caliente (era como yo, algo inadvertido capaz de convertirse en fuego y en calor)  y le preparé un café con leche que él debería beber rápido, para darme tiempo a lavar el  tazón. Cuántas cosas estaba obligada a hacer por las circunstancias. Eso me aterraba. Era como una ladrona, un ser furtivo, silencioso que debía engañar. Esa era la parte de la historia de amor que no me gustaba, pero debía aceptar que mi historia era así, que yo había nacido al amor y al secreto en el mismo instante. Entonces, en ese simple detalle de llevar el tazón de café con leche supe que siempre mi vida iba a ser así, con algo de secreto y de furtivo, con algo cuyas razones sólo yo entendería.

Pensé tantas cosas al leer su diario. Pero una de las que más pensé fue eso de que podemos tener razones que los demás no entenderían y que el mundo de Mamina era muy privado, muy propio (cómo era el mío). Un mundo que ella había guardado para si. Habrían sabido algo sus hijos. Habría adivinado algo su marido de aquella vida secreta y si no era así, qué sola debió haberse sentido. Y yo, cómo me sentía.
Ella estaba confinada a su casa, a sus quehaceres, a la dureza del trabajo del campo, a una época en que la mujer contaba todavía menos que hoy, y al mismo tiempo se permitía refugiar  a un hombre perseguido, enamorarse, seguir ese amor y disimularlo. Ella tenía entonces diecisiete años. Cuántos pueden ser cuando es necesario.
De nuevo, debía luchar entre la intensidad de lo que leía y la intriga por conocer su historia. Saber qué había pasado, si los habían descubierto o si se habían separado, pero al mismo tiempo se me hacía imposible leer su relato sin al menos tomar un respiro. Tan cerca me sentía entonces de ella que no podía ya separarla de mí y de lo que yo sentía.
De pronto, lo que le pasaba a ella era como un reflejo o un anticipo de lo que  podía llegar a pasarme.

25 de octubre. Necesito escribir en mi diario pero no puedo. No puedo porque hoy me urge vivir. Quizás haya tiempo luego de contarlo…
Vivir es urgente…

A ella le urgía vivir y al mismo tiempo necesitaba escribir para entender lo que le sucedía.

27 de octubre. Hoy amanecí sola. Sola y al mismo tiempo llena de cosas, de todo lo que viví en estos días. Hoy mi cauce desborda. Hoy me parece que soy más fuerte y más poderosa y al mismo tiempo, me siento más sola y más desvalida.  Ya nunca voy a ser la misma.
La vida me hizo crecer de golpe. Es rara la manera que tienen las cosas de suceder y todo lo que sucedió es tan enorme que no me parece que me haya pasado a mí.
Ya podré hablar de esto.
Ya habrá tiempo, ahora que empezó otro tiempo, el de la espera, el de sentir que todo se mide según él vaya a tardar en volver.
Sigue el viento murmurando en los árboles. Siguen girando las constelaciones más allá de mi ventana, pero yo vivo en otro mundo.
Afuera ya regía la noche, como en el diario.
Pero era una noche distinta. Era una en la que aquella historia ya había transcurrido: sus interrogantes  habían sido  formulados y resueltos, aunque yo ignorara como y sus posibilidades se habrían consumido en eso que era el futuro pero que en realidad hacía ya mucho que era pasado.
La revelación de ese como iba a ser larga y difícil, intuí.
En la noche del diario se cernían el amor, el riesgo y el misterio y en la de afuera de mi territorio la oscuridad y las calles, esas donde andaba un Chevy azul que me seguía.
Cómo proseguirían nuestras historias. Se dormirían alguna vez nuestros perseguidores.
Sólo el tiempo, al germinar en otros días y noches, podría revelarlo. 

lunes, 21 de mayo de 2012


Hacia una justicia con perspectiva de género
Al principio un paradigma surge en el debate y no es comprendido claramente en sus enunciados y alcances, pero en algún punto logra instalarse, a veces de a poco. Una vez que ello sucede se hacen visibles muchas cosas y al tiempo que cuestiones nuevas se vuelven evidentes ya nunca podremos pensar a lo social como antes. El poder produce efectos pero, al mismo tiempo, posibilita desarrollos que implican cuestionarlo. Es muy positivo que en una sociedad el cuestionamiento gane espacio aunque dependa del poder.
La Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha ido llevando a cabo una tarea de difusión y de construcción de redes dentro del Poder Judicial, dando un progresivo espacio a lo interdisciplinario y planteando un sorprendente mapa de género (concepto éste en sí mismo múltiple: con él abarcamos a relaciones que atraviesan a todas las clases, estratos y problemáticas y que está lejos de agotarse en la formulación de los alcances de conceptos como la femineidad o la masculinidad)
En el marco de este proyecto –que cuenta con el apoyo de las Naciones Unidas- llevó a cabo una jornada de capacitación para operadores de áreas del sistema vinculadas a la recolección de datos y a la sistematización de decisiones que involucran cuestiones de género. Este aspecto de terreno es una parte de la propuesta cuyos ejes teóricos fueron expuestos por Diana Maffía y Eleonor Faur, ambas intelectuales de una gran trayectoria, tanto en diferentes funciones públicas como en organismos internacionales, con quienes sin embargo el diálogo es muy fácil, enriquecedor  y ameno.
La igualdad es más que una palabra
Diana Maffía es doctora en filosofía, ha sido legisladora y codefensora del pueblo; es docente de Gnoseología e investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la UBA.
El libro “La juventud es más que una palabra”, de Mario Margulis, aludía a que hay categorías –como la juventud-  que deben ser vividas como tales y no agotarse en un enunciado (“la posibilidad de vivir experiencias juveniles”). Lo mismo podríamos decir de la igualdad, concepto (y a la vez aspiración) que funda a la sociedad moderna; una sociedad, sin embargo, construida en la desigualdad, en la hegemonía y en la jerarquización y debemos preguntarnos por la posibilidad real de vivir experiencias igualitarias, y de pensar la igualdad en términos de respeto a la diversidad.
Hay diferencias, señalaba Diana Maffía, que no son visibles y que llevan a la sumisión a un sujeto hegemónico, masculino y androcéntrico y esta desigualdad es expresada en los cuerpos: la pasividad, la falta de decisión sobre el propio cuerpo; si bien la modernidad rompe –en la Revolución Francesa- con esta naturalización de la inferioridad femenina al enunciar que todos los sujetos nacen libres, el emancipado –señala- sigue siendo el varón libre, rico y ciudadano. No es el contrato para las mujeres y cuando comienzan a cuestionar el poder son reprimidas y terminan formando un comité para plantear, ante la asamblea masculina, sus reclamos, pues a ellas les está vedado el derecho de reunión.
  Para ser incluidas en la igualdad deben proclamar que son diferentes. Es igual no cualquiera, sino aquellos (aquellas, con más propiedad)  que son incluidos (incluidas) apropiadamente. Es decir que la igualdad no es un concepto abierto y, en ello, no es igualitario.
Diana Maffía hace evidentes las diferencias no visibles, aquellas que no pensamos que existan: si no las pensamos es porque no las concebimos; pero hay otros modos de concebir las cosas, precisamente aquellos que dan cuenta de una igualdad tan desigual: eso precisamente parece ser la cuestión de género. Usa la metáfora de los certificados de blancura, para entrar en el cabildo, que eran otorgados a quienes no eran blancos, pero que cumplían con determinados requisitos. Hay muchos certificados de blancura puestos a decir los requisitos que  debemos cumplir para acceder a instituciones “igualitarias”.
Hay una disputa de poder en un cuerpo que da vida. Si es un cuerpo pasivo debe someterse a un mandato social que no le permite disponer sobre sí mismo y si es un cuerpo activo que debe disponer, choca con esos mandatos.
El problema de género parece confluir siempre en una disputa de poder: uno que busca controlar y encubrir y otro que busca igualarse y descubrir.
La ausencia de datos es un dato    
Eleonor Faur es socióloga; Doctora en Ciencias sociales por FLACSO y ha trabajado en la Oficina de la ONU; UNICEF y el programa de las Naciones Unidas sobre el desarrollo. Abordó la importancia de la recolección de datos. Como introducción usó un dibujo de Maitena donde el llanto de dos bebés es significado de dos modos totalmente distintos por un padre y una madre, imagen que sirve para plasmar que las diferencias son constructos sociales y culturales: una construcción lenta y estratificada que nos toca deconstruir y relevar.
Uno de los indicadores es el de roles y funciones, que procede de la sociología funcionalista (Talcott Parsons) que ya no puede suministrar una explicación sobre lo social, pero que se encuentra presente al naturalizar términos como funciones de padre o de madre, cuando debiéramos pensarlo en términos de relaciones sociales que involucran percepciones, significados, y discursos que simbólicamente asignan tareas a personas por su sexo. Instalar un paradigma equivale a romper esas imágenes, liberar de esos encantamientos y trazar un mapa de los fenómenos sociales que nos permitan evaluarlos.
La dimensión analítica permite romper los bloques de sentido impuestos por una mirada hegemónica que atraviesa espacios micro y macrosociales. Las políticas no son neutras sino que reproducen diferencias de género. Ello quedó claro en Beijing 98, donde se planteó la necesidad de tranversalizar las medidas sobre género en la política pública: reconocer las brechas, analizar, trazar políticas. Nuevos indicadores señalan nuevos problemas.
La Oficina de la Mujer
Lo primero que pensamos es que el término “De la mujer” parecería tomar como indicativa de igualdad una categoría enunciada no por su igualdad sino por esa diferencia culturalmente impuesta, que no es algo dado para siempre; y que el concepto tampoco permite abarcar la multiplicidad de fenómenos. Este espacio de la corte surgió a partir de la preocupación por esta problemática y su actividad ha sido tan intensa como creciente.
En la confección del mapa de género, por ejemplo, pudo medirse que determinados fueros hay más de un 50% de mujeres, pero que aquellas que pudieron acceder a un cargo de mayor jerarquía, son, en algunos casos, un 2%. Son relevantes las ubicaciones de los distintos tribunales, en orden a ello y al problema de la violencia doméstica (La oficina de Violencia Doméstica de la Corte atiende durante las 24 hs.).
Quizás eso sea  lo más inesperado: la posibilidad de acceder a las cifras de la violencia doméstica, particularmente en el interior del país, y las diferentes formas que adquiere. Hacerlas visibles implica el desafío acerca de qué acciones puedan adoptarse hacia este fenómeno.
Derechos reproductivos; trata de personas (delito que involucra la pérdida de la libertad, la identidad y la disposición del cuerpo); derechos políticos y laborales, cuya pérdida o ejercicio es sujeta a medición, serán los indicadores de un mapa social. Ello también marca un sentido interdisciplinario del derecho.
Esta es otra manifestación de lo múltiple e imprevisible del concepto de relaciones de género que atraviesan además las disciplinas, las clases, los ámbitos de poder y las relaciones sociales.
Un ámbito como la corte, que contiene espacios de poder que también son invisibles e inabordables y que producen muchas situaciones injustas y también invisibles, al mismo tiempo permite generar estrategias para reconocer los alcances de una problemática y abordarla desde un nuevo paradigma, un paso más para pensar a lo social no en términos de la jerarquía de la sociedad patriarcal, sino en los de diversidad y persona.
La oficina de la Mujer fue creada por acordada 13/2009, en el marco de instrumentos legales como la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer; y de la ley 26.485, de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. Se encuentra a cargo de la Ministra de la Corte Carmen Argibay e integrada por  la Dra. Laura Balart (Secretaria); Dra. Flora Acselrad (Unidad de gestión); Lic Nidia Marcero (Unidad de Capacitación) y la Dra. Carolina Anello (Unidad de investigaciones de género) y personal especializado. Ha tenido una función formadora y ha hecho evidente un campo múltiple que debe ser abordado interdisciplinariamente  e instalado un paradigma que se consolida progresivamente y cuyos puntos de vista han llegado para quedarse. 
Tal labor pondrá en evidencia nuevas problemáticas pero también nuevas estrategias.