viernes, 1 de enero de 2010

Un rumor en la calle

Si hubiese sido un miembro proficuo de esa maraña hostil que se llama la sociedad, todo habría sido distinto. Habría habido un cortejo de caballos blancos con penachos negros, o quizás, negros, con penachos blancos, flores y llantos.
Pero no, era Massimo Pietrobianco, el tío pobre y mantenido, la lacra, la flor y nata de los bajos fondos del Brooklyn familiar. Alguien acerca de quien lo mejor que podía hacerse al conocerlo, era arrepentirse ipso facto. Massimo el pródigo, quien de la noche a la mañana (con la ayuda de cierto ministro llamado Celestino) se había encontrado en las garras de la más abyecta miseria argentina. Y ahora estábamos allí. Éramos cuatro con Socorrito Villegas y Penone Calcaveccia quienes, lentamente, se levantaron como gatos que se desperezan. Penone Calcaveccia estiró un brazo larguísimo donde antes de la muñeca, moría una manga raída de un saco que una vez había sido azul, y estiraba una mano de animal prehistórico que despierta luego de que se han ido los visitantes, en medio de la noche del museo donde yace. Socorrito, con sus mejillas de colorete y su piel de palimpsesto ajado, levantaba las dos delgadas curvas de las cejas donde, con una expresión, mitad burlona, mitad dolida, aparecían sus ojos de pichón de cocodrilo, lascivos, de una inocencia maligna. Ojos temibles que contrastaban con la voz meliflua y gutural.
Tan pronto como me dieron las condolencias, hicieron mutis por el foro. Aquellos fallutos habían huido dejándome de pronto, sola con el muerto.
Fue así, como en una farsa, que me di cuenta de golpe de lo irreal. Pero no de lo irreal de la muerte sino de lo irreal de la vida, porque la muerte y el desamparo eran lo único real.
Por suerte los de la funeraria me descontaron el veinte por ciento en el regateo, antes de embalar a Massimo con ese destino incierto del más allá.
Acá termina todo, pensé.
Cuánto me equivocaba.
Penina –su esposa- a la espera de ser encomienda y de ir a ese camino incierto y poco confiable de la muerte, fue a parar a uno de esos reservorios para “gente de la tercera edad”, donde, con el auxilio de personas dadivosas, se transformó en un vegetal marchito y no volvió a hablar más.
Al día siguiente desocupamos la casa. Una casa llena de humedades y paredes mustias, y entonces encontramos el atado de fotos.
Aparecían en lo mejor de la edad, posando en la Rambla (todos los marplatenses más o menos viejos tenemos fotos en la Rambla estilo francés), jóvenes, recién casados, con caras de facinerosos en medio de las amistades. Y también esas otras que sólo tienen las fotos de época y que mueren con ellas: un cartel visto en un segundo plano con esa caligrafía antigua que ya nadie usa, un paisaje de negocios hospitalarios (los negocios hoy en día son peceras) y en fin, un brillo en los ojos que no preanunciaba todo lo que vendría después.
Allí viene la sensación de pavura de las fotos antiguas: en lo efímero, fugaz y despiadado que es todo.
Massimo parecía Boris Karlof. Ella tenía un rostro mofletudo y se mostraba con desfachatez, como si nos vomitara: a vos también te va a llegar, viste que yo era linda y joven. Las poses desenfadadas de Massimo correspondían más a afiches de una película que a los testimonios de una historia anodina como tantas que existen, y de las que nadie se da cuenta de que existen.
En una foto aparecían sonrientes, sentados en el paragolpes de un reluciente Ford 34. Épocas de bonanza. Yo dije riéndome “parecen Bonnie and Clyde”. Es el día de hoy que lamento haberlo dicho (a pesar de que entonces me reí como media hora de “mi” ocurrencia).
En lugar de Pennina y Massimo eran Bonnie and Clyde y en lugar de hacia la vida que los aguardaba, iban a avanzar, parecía, hacia otra cosa. Irían a subirse a su Ford 34 tan pronto como yo dejara de mirar la foto y me diera vuelta y se transformarían en otros. Massimo era Clyde Barrow y llevaba una Thompson reluciente que en la fotografía no alcanzaba a salir; y Peninna era Bonnie Parker y bajo el solero pobrecito cargaba un Smith and Wesson que como un enorme mamotreto –inconcebible en ella- iría a caérsele de su mano de un momento a otro.
Los imagino a Pennina y Massimo ahora con el rugiente V-8 atravesando las carreteras estatales y desiertas en los amaneceres fríos de novela negra norteamericana y llegan a los Bancos de pueblo, donde el cajero, detrás de esa ventanilla de rejas, no podía creer que aquellos mamertos vinieran a desvalijarlo. Entonces Penina y Massimo, es decir, Bonnie and Clyde, se ponían a discutirle con la misma entonación que en las discusiones familiares que promovían. Al final, el cajero, alzando las manos y con la cabeza atravesada por una tirita de celuloide que remataba en una visera, se excusaba ante Peninna y Massimo diciéndoles que no tenía un solo dólar, pues el banco estaba en quiebra. Entonces Bonnie and Clyde trepaban de nuevo al auto y salían presurosos.
Así pueblos y pueblos. Se detenían sólo en las banquinas a comer un sándwich y leer los diarios, pues eran famosos: El Daily Tribune, por ejemplo, que anuncia “Penina y Massimo atacan de nuevo” y en letras pequeñas, el relato del cajero, de quien hay una foto donde aparece con la misma cara de pescado pero más gris y difusa, porque la impresión de los diarios es como la realidad: difusa y gris, aunque pretenda ser rotunda y terminante. El Saratoga news avisa apocalípticamente:”Penina y Massimo atemorizan a cuarenta y nueve estados. Imaginan a Alcaldes preocupados ante sus escritorios, volcando anotaciones sobre enormes mapas y cuando todos esperan que aparezcan aquí, ellos –como Dick Turpin- aparecen allá, pues son astutos y vuelan en el Ford que en la foto, parece solamente un auto de familia y llegan a tranquilas plazas de pueblo, donde la gente camina un sábado por la mañana haciendo sus compras y pasan pequeños camiones que vienen de las granjas y que maneja por ejemplo, el negro Clayton, que con el rabillo del ojo, espía a Sallie McIntire.
Sobre las veredas o sobre el boulevard, estacionados a cuarenta y cinco grados, hay hileras de Fortés y está la patrulla de Lee, que está en la cafetería, tomando café en un jarro de loza blanca y esas escenas de la bucólica simplicidad de un pueblo norteamericano, seducen a Penina y Massimo que nunca salieron de Mar del Plata. Entonces se quedan detenidos un rato en la esquina, pero es inútil pues ya todos conocen el Ford 34 de Bonnie and Clyde y pronto Lee telefonea desde el teléfono a magneto y de un momento a otro habrán de venir los federales. Es decir, ya vienen los federales pues un imponente Lincoln ha doblado por un atajo de la ruta sinuosa y Pennina y Massimo se apuran a huir para el otro lado, a esconderse tras en anuncio de las tabletas del Dr. Washington Irving y tomar luego el camino inverso (por donde ahora vienen los federales).
Entonces comienzo a temer por mi propia vida, porque puede que quieran ir a refugiarse en su antigua casa (y nosotros que tiramos todo) o quizás vengan aquí, a tratar de meterse de nuevo en las viejas fotos familiares. O probablemente, sabiendo que ellos me importaron lo que un rábano, tomen venganza, pero no. No serían capaces. O sí.
Lo cierto es que me intranquilizo, porque nunca se sabe qué esperar de Bonnie and Clyde que ahora vuelan por la carretera mientras espían por el espejo retrovisor y acortando distancias, como si fuera un enorme animal que va a cazarlos, viene el Lincoln del FBI, y deben torcer por caminos vecinales, a un costado del espacio y del tiempo, como si a cada recodo fueran a desembocar en la Avenida Luro o en esta calle. Hasta tengo miedo de que me tomen como rehén. Y ya no tienen tiempo para detenerse a leer los diarios, sólo está el procurarse la huída y comer unos sandwiches de pan de centeno y un termo con café para seguir, y hacen noche en un recodo del álbum, entre cosas olvidadas mientras se siente un rumor de grillos y un croar de ranas, y por la carretera pasan los autos y cada uno puede ser el Lincoln del FBI y de mañana muy temprano, con el rocío, se despiertan atenazados y Massimo restrega sus ojos que de pronto tienen toda la fatiga del mundo, y Penina encara la petaca, levantando el codo y ya deben arrancar con el auto todavía frío, en un amanecer tan limpio que debiera ser el último amanecer, sólo para no darle oportunidad a la naturaleza de tallar ruindad alguna en un paisaje tan volátil y virgen pero yo desde aquí les digo no sigan, Penina y Massimo, porque los del FBI o los de la policía o quienes sean, están esperándolos en otro de los recodos, un recodo como cualquiera de los miles de recodos que han atravesado, para llenarles el auto de balas.
Pero ellos, ensimismados en la huida –pues también huyen de la vejez y de la muerte- no piensan en otra cosa que no sea en desaparecer. Y ahora que miro, la mañana avanza, el día va madurando –pues la madrugada absolutamente hermosa no es eterna, y mucho menos, única, y la naturaleza la deshace sin misericordia, como a todo- y cae sobre los hombrones del FBI que aguardan con las armas apuntadas, apoyándose en los capots de autos negros con estrellas blancas, o mejor, blancos con estrellas negras. Y de Penina y Massimo, ni noticia. Para colmo, veo de nuevo la foto y en la foto no hay nada. Han desaparecido ellos y el Ford 34 y sólo se ve un paisaje cómplice de foto antigua.
Hoy hablé al geriátrico. Penina se esfumó.
Desde aquel día espero porque ellos nunca llegaron a aquel lugar donde se esperaba que llegasen y donde la historia registra que llegaron.
Han cambiado los hechos y se han transformado en otros Bonnie and Clyde más allá de lo comprobable, en otros Penina y Massimo más allá de lo comprobable y sigo esperando.
Sé que algún día oiré en la calle desierta, en un amanecer desierto, el ruido inconfundible del mítico Ford 34, y sé lo que sucederá después: vendrán y entrarán por esa puerta, armas en mano, ellos, los descastados, a tomar venganza de mí o de la vida o de lo que sea. Porque combinando historias verdaderas, han sabido crear otra que tiene algo de verdadero pero que está más allá de lo verdadero, y ahora viven en ese otro territorio: el de los recuerdos y los mitos, el de lo que no es real. Pero me detengo.
Creo haber oído un rumor en la calle.

1986

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