viernes, 5 de febrero de 2010

Ascensores


Los espejos de los ascensores suelen ser el vehículo de súbitas e inevitables revelaciones. Entramos apuradamente con una cita o un trámite en la mente y de pronto, bañados por la despiadada luz de un fluorescente, nos encontramos con nosotros mismos. Sin embargo, no recordábamos ser así. Por un momento tratamos de comprobar, infructuosamente, que el extraño es otro, pero miramos a los costados y no hay nadie más. Entonces nos enfrentamos al hecho innegable de que ese ser parecidísimo a nosotros pero más fatigado, con huellas de un cansancio cósmico, somos nosotros mismos.
Entonces hacemos la exploración, valiente, que nos lleva a comprobar cómo se ve por ejemplo esa arruga que no recordábamos tener y que se produce al alzar la ceja. Cuán profunda era después de todo, y esas canas, y esas entradas que en el espejo del baño, así, de frente, no parecían tan extendidas. Cuántos cataclismos habrán sido necesarios para lograrlo.
La imagen nos ve no desde las ilusiones, los proyectos o los pensamientos, sino desde esas huellas que la vida esculpió subrepticiamente mientras estábamos ocupados en el secreto combate.
Salimos a los pocos minutos, pero algo sucedió; algo callado, innegable, pero por suerte lo acompaña la certeza de que, no sabemos como, sólo nos queda seguir, desafiando el eterno y renovado poder de los hados que adelantan los relojes de un tiempo que siempre transcurre con demasiada rapidez, y esculpe en su cincel las huellas de lo que el transcurso, el mal, el bien y la lucha, nos hicieron.

No hay comentarios:

Publicar un comentario