viernes, 1 de enero de 2010

Sueños de invierno

Bedacarrás estaba en lo mejor de un sueño: había soñado que lo mataban y que sin embargo seguía vivo.
Eran las seis. Noche todavía.
El agua de la canilla del baño salió helada. Heladas estaban también las ropas que se caló encima de la camiseta. Tenía aliento a dientes trasnochados y en su cerebro, la imagen de oficinas desiertas que lo esperaban. Pensó en colectivos llenos de oficinistas sonámbulos. Bajó la escalera enfundado en un sobretodo viejo. Los primeros rastros de un amanecer profano despuntaban tras los techos de los edificios. Había olor a panadería y el aire era virgen. Talcahuano estaba vacía.
Oyó una acelerada y un enorme Cadillac negro dobló derrapando desde Corrientes y se detuvo, en medio de chillidos, delante del edificio. Los tres hombres que había adentro lo miraron con ojos planos que surgían desde debajo de las alas de coloridos sombreros de fieltro. Bedacarrás siguió caminando mientras, nerviosamente, miraba la parada del sesenta. El auto lo siguió a paso de hombre.
Tenía la imponente forma de un cascarudo antediluviano, brillante y negro, con cromados en las tazas, en los marcos de las puertas y en finas saetas que lo atravesaban de punta a punta. Enormes ruedas de auxilio se alzaban sobre los guardabarros delanteros como gigantescas orejas que sólo buscaban un sonido: los pasos de Bedacarrás. Una acelerada en vacío resopló viento de motor de dieciséis cilindros. Un viento capaz de voltear al mismo Bedacarrás de habérselo propuesto. Grandes bandas blancas coronaban las ruedas azabache y realzaban el negro de esa figura art nuveau. Espejos y buscahuellas parecían ojos o antenas vigilantes y las puertas, patas o apéndices de un gigantesco bicho con ganas de tragárselo. Una de las patas se abrió. Bajó un hombre que llevaba un sobretodo celeste hasta el piso, sombrero celeste y corbata salmón.
-Es tarde, Jefe- le dijo- Suba, suba pronto. Desayunaremos y luego iremos donde Mallory por ese trabajo pendiente. Deslizó un brazo en forma de herradura sobre la espalda de Bedecarrás, arrastrándolo hasta el auto. Bedacarrás, seducido, se dejó llevar por aquel brazo que terminaba en una mano ulcerada de anillos con piedras de todos colores.
Entró al auto y decididamente, se sentó en medio de un gran asiento de pana gris. Uno de los muchachos le tendió una petaca y emprendieron el viaje raudamente, doblando por Sarmiento, que parecía fantasmal. Manos como pinzas negras zarandeaban el volante color marfil. En cada esquina el auto se inclinaba como un velero. Las agujas de los indicadores subían vertiginosamente sobre cuadrantes caoba, y en la radio sonaba apagadamente, música de Fletcher Henderson.
Atravesaron ministerios y oficinas a la vera de calles desiertas y plazas desnudas y pusieron rumbo al bajo por Santa Fe.
Los reflejos del sol anaranjado se acentuaban en edificios desconocidos, diferentes a las rutas habituales que seguía Bedacarrás para ir a la oficina en el colectivo sesenta. Los muchachos iban impasibles. Pronto vieron los arrabales del barrio chino y detuvieron el auto ante la fachada de un edificio cargado de banderolas de papel.
-Cómo lo hacemos Jefe, de la forma que dice Birdy o como digo yo –dijo el de garras negras que manejaba-
-Es igual- contestó Bedacarrás componiendo la voz y carraspeando- a Birdy le tengo confianza y a ti también. Haremos lo que debamos.-
-Bien Jefe-
-Bien Jefe. Pero ¿qué hay de Guantes?
-¿Guantes?-
-Sí. ¿No recuerda lo que dijo a Guantes?
-Ah..sí- Dijo Bedacarrás- mientras miraba para afuera- Si Guantes no llega será su problema...-
-Bien Jefe-
-Bien Jefe-
La potencia desconocida que se había desatado dentro de él hacia aquellos hombres feroces que lo obedecían sin sospechas, ciega o quizás, burlonamente, le cosquilleó como champagne seco y ahora, sólo deseaba encontrarse con cosas sórdidas y sucias, que exigieran decisiones brutales y largamente reprimidas.
-Apúrense –dijo- no tenemos toda la mañana-
-Sí Jefe-
-Sí Jefe-
Siguió a los hombres hacia un negocio sórdido, con una maraña de cosas que colgaban de un techo altísimo, y se sentaron ante una mesa penumbrosa. En el centro había un farolito naranja con ideogramas negros.
Se acercó un mozo que le recordó al cocinero de los Cartwright, en Bonanza y sin más, dijo:
-Hola, Hot Siing-. El mozo no respondió y los hombres, sin saber por qué, rieron a carcajadas soeces.
-Lo de siempre- dijo Blue.
-Lo de siempre- dijo Birdy.
-Lo de siempre-dijo Riemeschneider.
-Lo de siempre- dijo Bedacarrás.
El mozo se fue mascullando y regresó con una bandeja. Tendió un plato con rosquillas a los muchachos y tres jarros enlozados desde donde se alzaba un humo tenue de malta desvaída. A Bedacarrás le dejó una copa altísima con olor a caña quemada y un paquete de galletas con gusto a humedad. En cuanto inclinó el codo para sorber de la copa y la apoyó en sus labios, compadeció a sus labios y tuvo una pastosa sensación de lava derretida con sabor a alcohol de quemar fluyendo encendida a lo largo de sus entrañas y que, uno por uno, atravesaba los tejidos de todos los órganos que encontraba a su paso. Debió hacer un esfuerzo sobrehumano para no escupir sobre Birdy y tragarse el menjunje. Sintió transpiración volcánica en su frente. Lágrimas de fuego le rebalsaban los ojos hasta los párpados.
-¿Y, Jefe?- Interrumpió el taciturno Riemeschneider- con los papeles qué hacemos-
Bedacarrás tuvo que tragarse una tos seca y contestó carraspeando:
-Los quemamos todos, uno tras otro –dijo ya con vehemencia- agarramos los expedientes, hacemos una pila, lo rociamos así –inclinó la copa sobre un cantero con flores- y les echamos fuego. Primero los que están a la firma, luego los archivados y luego todo lo que encontremos-
-Okey- dijo Blue llamando al mozo-
Bedacarrás subió impaciente al asiento trasero del Cadillac.
-Andando- Ordenó como la cosa más natural del mundo. Bajaron por el Boulevard hasta Las Palmas, detrás de algo que era como el bajo pero del otro lado.
Se extendían terrazas silenciosas y jardines profundos, henchidos de orgullo y silencio, densos como bosques. Rodearon Hollywood y continuaron por Laurel Canyon Boulevard. Frente a anchas casas, algún criado con chaleco a rayas blancas y negras jabonaba un Packard Le Baron, o un Osborne y más allá un conductor uniformado sacaba un Cord o un Pierce Arrow o lustraba un Duesemberg. Camiones blancos repartían botellas de leche y muchachos en bicicleta entregaban periódicos.
-¿Y si Mallory se resiste, Jefe?
-Lo quemamos- dijo Bedacarrás con ojos de furia.
-Pero Jefe, lo menos que nos echarán será cadena perpetua...-
-Para ese entonces estaremos en otro estado. Siempre quise conocer el carnaval de Nueva Orleáns. Allá damos un golpe, compramos a políticos influyentes y cuando las cosas se calmen, volveremos. Nadie se acordará de nosotros.
Era un demonio bruscamente liberado aquel que hablaba por la boca pastosa de Bedecarrás, el primer sorprendido por todo aquello. Liberar a ese demonio, más que terror, le provocaba una indecible felicidad.
-Cómo me encontraron allí- preguntó como quien no quiere la cosa –en esa casa de departamentos.
-¿No lo recuerda, Jefe? –dijo Birdy-. Usted nos dijo que estaría allí, en el barrio latino, dando cuenta de un hombre que le había jugado una mala pasada.
Entonces comprendió que, súbitamente, su personalidad, por obra de algún oscuro resorte desatado, había decidido ser aquel Hyde de violencias reprimidas que debía asesinar a su Jeckyll oficinista.
-Apúrense- indicó-
-Jefe, este Mallory ¿es un pez tan gordo que justifique el golpe?-
-Apúrense- repitió.
Muchas personas entraban al edificio. Blue se quedó en el auto, cerca pero a la vuelta, en una desierta callecita. Así, con las solapas levantadas, sin sombrero y con las armas bajo los abrigos, no llamaron la atención. Fue como si nadie los viese. Sin embargo hubo una señal de alarma porque alguien, en medio de aquel cardúmen que entraba le dijo: “Hola Bedacarrás”. Bedacarrás, aferrando la Thompsom se dio vuelta despacio hacia Birdy y Riemeschneider para ver si habían oído, pero seguían inmutables con sus duros rostros, como si no vieran a nadie ni oyesen nada.
Subieron la escalera digna de una estación hasta que, a un golpe de cabeza de Bedacarrás, entraron a una oficina en la punta de un pasillo oscuro, donde un hombre que saludo agriamente al Jefe, le indicó cosas referidas a expedientes. A otra señal, los muchachos los desparramaron por el suelo, así como a los otros expedientes que encontraron y empezaron a pegarles fuego con sus fósforos. Dieron vuelta escritorios y amenazaron al hombre agrio, que intentó tomar el teléfono. Pero Bedacarrás se interpuso.
Cuando tenía al hombre aferrado por el cuello, algo extraño sucedió. Supo que a sus espaldas, los muchachos habían desaparecido y que él corría el riesgo de ser el otro Bedecarrás, el Jeckyll que creía muerto. Una mirada de terror cruzó sus ojos mientras el otro zafaba mirándolo desorbitado. Los expedientes ardían. Se sintió en un momento decisivo, pero no sabía qué hacer ni cómo para definirlo en su favor. Algo oscuro lo decidió a obrar instintivamente. A un lado estaba la Thompson. Apuntó hacia el otro y disparó hasta agotar el tambor. El caño tosía escupiendo fuego. El aparato temblaba en convulsiones que iban serenando el espíritu de Bedecarrás. Al terminar vio que los muchachos lo esperaban en la puerta, sonriendo. Bajaron la desierta escalera de estación, a esa hora en que todo el mundo debía estar trabajando. Subieron al Cadillac, donde esperaba Blue, y arrancaron velozmente.
La ciudad seguía dormida y la calma que había afuera, luego de tanto ruido, era un testimonio de la futilidad de las cosas, de cosas que parecen muy importantes pero que al fin y al cabo, nadie echa de menos.
Pasaban todos los semáforos en Stop.
-Blue, respeta las señales, no sea que la policía nos detenga por una infracción- dijo Birdy.
Acabaron la petaca. El auto volaba. Iban de nuevo por el Boulevard.
-Al fin –dijo Bedacarrás-, al fin conoceré el carnaval de Nueva Orleáns. Vamos a ir a sucios prostíbulos a emborracharnos. Veremos negros tocando sus trompetas en edificios de madera en la calle Rampart. Tocando hasta el amanecer. Negros tan negros que tienen negro hasta lo blanco del ojo, con nombres exóticos como Papá John o Abbey Forster, y nos darán whisky destilado por ellos mismos en alambiques de bronce escondidos en granjas y nosotros, borrachos, bailaremos hasta caer rendidos, bailaremos felices con los expedientes quemados.
-Je, Je, sí Jefe-
El Boulevard iba deshaciéndose en una ruta luego de Lexington. Un camión pequeño cargado con naranjas arrancaba desde un surtidor a manija. A la vera del camino ardía un granero de madera. Se oyó el campanilleo de una autobomba, que se acentuó cuando estuvo cerca del Cadillac, se acentuó más y más, apropiándose de los oídos primero y del cerebro de Bedacarrás después, hasta taladrarlo, hasta que el despertador dejó de sonar.
1986

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