viernes, 1 de enero de 2010

La reunión de ex alumnos

Simplemente sonó el teléfono y antes de que pudiera reaccionar la voz me había lanzado el desafío: “Vamos a hacer una reunión de ex alumnos el jueves que viene y nos gustaría que estuvieras, ¿querés venir?”
Tras un momento de silencio otra voz respondió “sí, sí…”. Era la mía. Lo había hecho independientemente de mí (“retroceder nunca, rendirse, jamás”, postulaba mi voz).
Apenas colgué empezó a entrar una neblina y comenzaron a dar vuelta cosas: yo estaba siempre bastante solo; salvo con un par no había tenido una buena relación con el resto ¿Por qué verlos ahora, tantos años después? ¿Serían iguales? ¿Habrían cambiado? ¿Qué habría hecho la vida con ellos? ¿Me interesaba que supieran lo que había hecho conmigo? ¿Me verían mucho más viejo?
De pronto entendí que esa fuerza de la vida empuja hacia adelante: ahí encuentra las esperanzas. La fuerza no se detiene, busca llegar, debe enfrentarse a veces con álbumes de fotos, o con otra clase de interpelaciones como ésta; pero siempre hacia adelante. Y ahora la interpelación significaba volver al que yo había sido, recoger la mirada con la que me habían visto entonces y una nueva, la de cómo me verían hoy, y que debería rendir cuentas a la fatal pregunta ¿y vos? De algún modo sería cerciorarme de si mis marchas y contramarchas se traducirían en un “que bien que estás”, “se te ve igual” o “ah, sí, ahora te reconozco, estas distinto….ah, que lástima, en cambio yo…”.
Nunca encajé en nada, y el colegio era una de las cosas en las que menos encajaba. Uno se protegía de los compañeros pensando, íntimamente, que de algún modo era mejor que ellos, y que eso se vería a la larga (sería ésta la ocasión de verlo, o no habría nada por ver). Entonces, la vida nos esperaba como una promesa. Al cabo de tantos años ¿valdrían esas cosas o ya todo habría quedado atrás?
También entendí que llegado el momento hay que sacar una especie de libre deuda; salir a encontrar la mirada de aquellos que, porque no nos han visto, lo harán no desde lo que sentimos que somos, o de lo que queremos ser, sino desde como nos vemos, descarnadamente hoy.
A partir de aquel momento empezaron dos cosas: una cuenta regresiva y una serie inacabable de preguntas: ¿Quiénes irían? ¿Con quien hablaría?
Cuando esa noche llegué a Los Naranjos era lo mismo que ir a rendir examen. Ocasiones en las que, mientras nuestra voluntad había decidido regresar a casa y ceder ante los nervios nuestros pasos seguían llevándonos al cadalso. Estacioné, saqué el frente del estéreo, me aseguré lentamente de que las puertas estuvieran cerradas y puse la alarma, mientras mi voluntad quería sacar la alarma, abrir la puerta, entrar de nuevo al auto y alejarme.
Había un par de personas en el restaurante y abrigué la esperanza de que no fuera allí, de que se hubiese cancelado, de haberme equivocado de día pero no, me indicaron que la reunión de ex alumnos era en el quincho y fui, pensando qué estoy haciendo acá.
En un primer momento, por lo tenue de la luz y lo vago de las formas no reconocí a nadie, luego, igual que una película que es emulsionada, las viejas imágenes comenzaron a superponerse con las nuevas y las vagas formas empezaron a tomar sus nombres igual que un cuerpo se encuentra con su alma. Sin embargo faltaban varios que, posiblemente para siempre, postergaran el turno de examen. De otros recordaba su existencia recién ahora.
Así, de a poco, regresaban las historias, la época de la intervención del Colegio, cuando una patrulla de la Armada se llevó preso al rector, los militares que entraban a las aulas y nos revisaban las carpetas para ver si teníamos “material subversivo”, como Mafalda, o El eternauta. Regresaba aquella profesora que llevaba el meñique a su oreja luego de lo cual, observando, como un entomólogo lo hace con el espécimen fascinante de alguna extraña mariposa, el extremo del dedo desdeñosamente tomaba lección. De ella aún permanecía el perfume, grabado en nuestras células por un hierro candente…y pensar que el colegio está tan distinto ahora…de pronto la charla se despegaba de nuestras vidas, incursionaba en lo que nos había tocado vivir, y la dictadura nuevamente actualizaba sus efectos, esta vez hacia atrás, marcando su impronta no sólo en nuestra adolescencia sino también en su evocación. Y aquellos que hostigaban a la que era distinta, a punto tal de que ella aún los odiaba, y por eso no se le habría ocurrido, ni loca, estar esta noche, retrocedían perdiéndose en los laberintos de la memoria, buscando quizás negar sus culpas, o puede que no, puede que simplemente hubiesen cambiado, dejando atrás esa crueldad que habían tenido al estar en grupo.
El recuerdo guardaba demonios y la realidad presentaba a seres comunes, marcados por la vida, que no había sido una promesa sino una batalla.
Como un barco que zigzaguea ante a las estelas de los torpedos eludí con habilidad las preguntas comprometedoras y felizmente la expresión “estás solo” sustituyó a la más tajante “así que te separaste”, y las frases “soy piloto comercial”, “tengo una sola hija que estudia dirección de orquesta en La Plata”, equilibraron los imaginarios debe y haber. Probablemente eran los bordes de la vida los que se habían gastado y redondeado con el tiempo, redondeando también las palabras tajantes. Yo recordaba esa pasaje de Alexis Zorba, el griego en el que Zorba reprocha al escritor “Dices, ‘eso es cierto; eso no es cierto; eso es así; eso no es así; tienes razón; estás en un error’ “, pero la vida no reconocía esos compartimentos sino que tenía otros, más extraños, donde esas categorías perdían sentido. Yo seguía sin encajar en nada, la diferencia entendí, radicaba en que ahora lo hacía sin que me pesara demasiado.
Una de las chicas más frívolas entonces era docente e investigadora y aquel tan tímido que cuando le preguntaban algo bajaba la cabeza se ponía colorado y no contestaba había sido durante años streeper en un cabaret para mujeres. Cuando una de las chicas (porque, por una magia inherente a la situación misma seguíamos siendo chicos y chicas y dejábamos transitoriamente de ser hombres y mujeres) le dijo que por aquel entonces ella estaba perdidamente enamorada de él, volvió a mirar hacia abajo, a enmudecer y a ponerse colorado como entonces.
Invariablemente, en esas ocasiones alguien lleva las fotos con las huellas evidentes de estos años. Pensé en lo delgados y frágiles que parecíamos y si los otros, cómo yo, habrían tenido ilusiones, y si esas ilusiones habrían naufragado o se habrían cumplido (las mías no se habían cumplido, pero la extraña marea me había dejado otras cosas). El que fui, formado, serio en la foto, no me inspiraba tristeza sino ternura. Para esto sirvió venir me dije.
Pasaron horas. Transcurrieron girando en el helicoide de los recuerdos, el presente, lo que éramos y lo que somos, hasta que la reunión fue extinguiéndose, agotadas las combinaciones posibles de aquellas palabras que habían sobrevivido para llegar hasta hoy.
Cuando finalmente volví al auto quité la alarma y puse el frente del estéreo para escuchar la música de Los Calchakis, prohibida en los años setenta, pensé que, como entonces, no tenía mucho en común con mis compañeros (como no lo tengo casi con nadie), que las expectativas se habían agotado en esta puesta al día y que en realidad no me importaba cómo me vieran ni lo que pensaran de mí. Y también que había hecho una especie de viaje fantástico, respondido a las preguntas predecibles y codificadas, que son además las grandes preguntas, y que iba de regreso a mi mundo.
Ahora necesitaba un poco de soledad y silencio.
Sentí que había vivido esa etapa y que había tratado de alejarme de ella; desde entonces algo había quedado pendiente.
Acababa de saldar esa deuda. Había acudido a la llamada del pasado para decirle quién era, y podía regresar en paz a mis cosas: los libros, y la inminencia del vuelo, donde se saborea una “esperanza inexplicable”.
Un par me dejaron sus correos electrónicos, y varios me pidieron el mío. Todas las cosas, después de todo, nos dejan algo.
Avancé en la noche parsimoniosa con la misma alegría infinita que nos acomete luego de haber rendido bien un examen o de llegar a la cabecera de la pista.
Zorba estaba en lo cierto, después de todo, no se tiene razón o se está equivocado, las cosas no son, simplemente, de un modo o de otro sino que hay recodos en los cuales las circunstancias nos incitan a aventurarnos. Somos nosotros mismos en la medida en que podamos emprender esas aventuras, sacar algo de ellas, y regresar a nuestro eje.
Era una hora fuera del tiempo de la noche del jueves y yo regresaba.




Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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