martes, 26 de febrero de 2013

Las formas inaccesibles



Charles Christopher Parker Jr. nació en Kansas City el 29 de agosto de 1920 y murió en Nueva York el 12 de marzo de 1955 (hace cincuenta y ocho años). Probablemente pocos (además de Cleant Eastwood en su filme Bird) hayan plasmado su personalidad musical y su propia vida con mayor exactitud y agudeza como Julio Cortázar en El perseguidor.      
Hijo de un actor que abandonó a su esposa cuando él tenía once años, comenzó a tocar a los trece, se casó a los 16 y fue padre a los 17. A los 19 años se fue a Nueva York y trabajó de lavacopas esperando su oportunidad de tocar. Más tarde volvió a Kansas City donde tocó a partir de la experiencia que había hecho en Nueva York. De regreso  en esa ciudad llegó a tocar en la orquesta de Earl Hines, en la que conoció a Dizzy Gillespie. Este encuentro fue vital en su experiencia.  Ambos llegaron a ser los exponentes paradigmáticos del bebop, una corriente que había comenzado a desarrollarse subterráneamente, en el club Minton´s, de Harlem, durante apogeo del swing y que sirvió de experimentación y liberación para los músicos de las armonías predecibles y de la disciplina de las grandes bandas. Son muy conocidas las alternativas de la vida de Charlie Parker y su relación con las drogas para mencionarlas.
Improvisación en un nuevo lenguaje armónico
En su incisivo y poético  libro de ensayos Formas frágiles, Pablo Gianera ha ahondado en el concepto de improvisación, esa forma que partiendo de un elemento va aventurándose  hacia algo diferente pero vinculado con el material inicial, y al mismo tiempo subordinándose a “un atisbo de organización” desde el cual gana en autonomía (Formas Frágiles, Edit. Debate; pág. 15). No es una creación ex nihilo (de la nada) pero tampoco es pura organización: se trata de algo que discurre y forma una unidad entre el punto de partida y el máximo punto en que se distancia de él.
            Charlie Parker fue uno de los intérpretes que más lejos llevó los postulados del bebop, el movimiento jazzístico cuyo lenguaje comenzó a generarse con Lester Young y Art Tatum, en el cual el concepto de improvisación implica un complejo sistema de progresión de acordes y una línea discursiva que demanda rapidez y belleza tímbrica al mismo tiempo. Si tomamos como referencia las citas de temas (por ejemplo de Cherokee) que hacía Charlie Parker, se produce luego un cambio en la rapidez y el desarrollo de la melodía, uno que se opera gradualmente: un tono sirve de referencia para uno siguiente que a su vez pasa a otro al cual le sirve de referencia, pero al hacerlo se distancia del punto de partida, aunque de un modo armónicamente congruente: no hay nada brusco pero la sensación de avance es vertiginosa, en gran medida por el lenguaje de notas rápidas y  por un sentido de avance que suele resolverse con una nueva cita del elemento inicial.
El esquema hace al marco tonal en el que se mueve el instrumento solista pero al mismo tiempo lo vincula a los demás, que deben poder seguirlo dentro de ese mismo marco tonal. Parker afirmó: “Me dí cuenta de que usando las notas agudas como líneas melódicas y usando correctamente la progresión armónica podía tocar lo que escuchaba adentro de mí. Entonces nací”. Pero no es ése su único recurso. Novedad permanente y a la vez unidad en un esquema de gran sofisticación armónica y rítmica.
            La reacción a esta exhuberancia sonora fue el cool jazz, estética que fue desarrollada a partir de Miles Davies, con un repertorio limitado de modos y escalas y un fraseo más lento y centrado en la calidez y la cualidad sonora.
El perseguidor       
Sin pretender llevar a cabo un análisis del relato, sí es muy importante pensar a la música de Charlie Parker a partir de la síntesis de algunos de los criterios de percepción de su figura y de su música que utiliza Cortázar.
El título alude doblemente al narrador (un crítico musical) y Johnny Carter, el personaje del saxofonista (inspirado en Charlie Parker): el primero pretende captar la esencia de un creador, hacerlo un objeto de indagación y sacar un provecho de él; el segundo busca plasmar algo que le resulta inaccesible: la música en su sentido más puro.
Cortázar establece varias metáforas de este proceso: (1) la del virtuosismo; (2) la del tiempo; (3) la de la máscara.
El virtuosismo en la línea de improvisación, en la progresión armónica y en la unidad del todo es un resultado sin fisuras para el oyente; pero para el músico es algo que no alcanza a expresar su ideal sonoro; es lo que logra de una búsqueda siempre insuficiente. Va más allá de la forma pero se siente lejos de obtener algo que intuye y que, justamente, carece de forma: “…No es cuestión de más música o de menos música, es otra cosa…por ejemplo, es la diferencia entre que Bee haya muerto y que esté viva. Lo que yo toco es Bee muerta…Y por eso a veces pisoteo el saxo y la gente  cree que se me ha ido la mano en la bebida…” (Julio Cortázar, El perseguidor, de “Las Armas Secretas”, Cuentos Completos I, Alfaguara, 2011, pág. 275).
La metáfora del tiempo podría ser expresada con dos imágenes  del relato: (1) la del ascensor: Comenzamos una frase en un ascensor y cuando la terminamos hemos llegado al piso 32. Ya no estamos en el mismo lugar y apenas hemos concluido una frase; y (2) la del metro: largas escenas de la vida del saxofonista son  evocadas por él en el transcurso de dos estaciones de metro, un espacio de pocos minutos. Llevado por ese fluir se olvida del instrumento bajo el asiento (escena que evoca a su vez circunstancias en las que Parker perdía el instrumento, como sucedió con un saxo Selmer, o lo empeñaba). La música es tiempo pero sustrae del tiempo. Contiene su propio transcurso y su propio espacio: una improvisación pude ser breve en el lapso que abarca, pero intensa y móvil ya que avanza, no vuelve a transitar por el mismo lugar y depara, en pocos minutos, sensaciones nuevas y a la vez una gran distancia con su punto de partida y con las sensaciones del mundo exterior.
La metáfora de la máscara es doble: por un lado el virtuosismo enmascara a la música sin forma que el creador desea plasmar y nos hace sólo reparar en ese virtuosismo, como si no pudiera haber nada más allá de él. Por otro, a diferencia del resto de los personajes, Johnny Carter-Charlie Parker vive sin una piel en la que proteger su exacerbada sensibilidad. No es que él sea su música sino que es aquello que no puede alcanzar de su música. No tiene una máscara aceptable que ofrecer a los demás; él es su rostro descarnado, el de la autodestrucción y la eterna búsqueda.
El epígrafe elegido por Cortázar es de un poema de Dylan Thomas: “Oh, dame una máscara” y lo ubica como las últimas palabras del personaje cuando muere. Una máscara que proteja, una que constituya el rostro aceptable de la estabilidad, de la cordura, del amor y del cuidado. Charlie Parker quizás careció de ese rostro y nos puso, descarnadamente, tanto su música como la fragilidad de su vida y nos legó este dilema con la salvedad de que el artista fue frágil en su vida pero no en su forma.
Cortázar confiere a sus dos personajes dos lenguajes distintos. Los dos son artificiosos e impostados. Ninguno explica a la música y de eso parece tratarse el relato: de aquello que confluye en una zona común pero que es en realidad inexplicable, irreproducible: la fugacidad y al absoluto del instante de hacer música desde una zona de claridad y a la vez de destrucción; hacerla desde ese lugar único e inexpresable.
Charlie Parker, parece decirnos Cortázar, no puede reducirse a ninguna explicación extramusical, él simplemente fue una encarnación, una de las más absolutas, de la música, una que careció de máscaras y se expuso tan bella como crudamente.  
  


Eduardo Balestena


viernes, 1 de febrero de 2013

El diario


Para nosotros era el abuelo Emilio; para los demás, Don Emilio, a secas.
Era el segundo marido de Mamina, la abuela.
Viuda de José Ramón a los veintinueve años, bella y con tres hijos, pensó que nunca toleraría que alguien que no fuese su padre pudiera levantarle la mano a un hijo suyo y decidió no volver a unirse a nadie hasta que ellos no se hubieran casado, y cumplió. Hizo lo que ningún hombre hace y lo que quizás muchas mujeres no puedan hacer: arreglárselas sola en una época y en unas condiciones muy duras, anteponer sus hijos a toda ocasional pareja y, como buena vasca, lo cumplió. La impronta de ese sufrimiento creo que la marcó para siempre, pero aun le restaba perder a su segundo esposo y a un hijo.
A todo sobrevivió y se fue como había vivido: en silencio, con belleza y elegancia,  sin quejarse, sin pedir ni lamentar nada.
Ahora que lo pienso, el abuelo Emilio era como un agregado a la familia; alguien que no acababa de encajar y que, siempre de malhumor, protestaba por todo y a quien sólo lo alegraban el vino y el truco, donde se revindicaba como un soberano. Recuerdo el Pontiac 38 que trabajaba de taxi parado en la vereda del chalet del Dr. Gil, en Viamonte y entre Almafuerte y Laprida, que cuidaban en invierno. En los veranos se iban a una casilla, en Corrientes y Juan B. Justo. En el terreno había un garaje que habían traído del campo que era como un gran techo curvo de chapas. Al lado había una casa de madera donde vivía Norma, hija del “abuelo Emilio” (nunca se habló de ese matrimonio anterior de él). Decían que también a la casilla la habían traído desde el campo, lentamente, montada sobre ejes y ruedas de carro. De ser así, habrán tardado semanas y la imagen resultante es bellísima: la casa de madera verde con ruedas deslizándose, lentamente tirada por bueyes, en el campo extenso y virgen en los años 30.
El “abuelo” Emilio se ayudaba con distintos trabajos: en un diario en verano, como chofer (de la señorita María Luisa, en un Valiant II verde claro) y, finalmente, repartiendo garrafas en un motofurgón Siambretta. Así lo recuerdo llegando a casa desde que yo era chico y hasta que cumplí los dieciséis años. Mi mamá lo recibía con una ginebrita y ante ella era como si él se convirtiese en otro ser, uno muy diferente a ese otro abuelo de cuando estábamos todos. Con su saco grueso verde oscuro y su poncho llegaba a dejar garrafas llenas y a llevarse las vacías. Se refugiaba, en ese alto con una ginebrita, no sólo de la inclemencia del frío, entiendo ahora, sino de otras. No creo que Mamina haya sido feliz a su lado, al menos no mientras lo conocimos. Quizás antes. La historia aquí plantea el beneficio de la duda: quizás antes ella haya sido feliz con él.
Fue sólo después, cuando murió, que pude enhebrar algo de su historia: él y José Ramón habían estado por comprar un campo cuando mi abuelo murió. Luego él perdió el suyo, primero fundido, como otros chacareros, por los precios de Bunge y Born y luego expropiado para hacer el camino a Miramar. Más tarde intentó otros negocios que fracasaron. Había enviudado y vuelto a casarse y se separó luego de su segunda esposa en aquella época en que no había ley de divorcio vincular. Aquel eterno enojo venía de un eterno desarraigo: el de haber debido abandonar el campo y nunca haber podido regresar.
Cuando murió, en octubre de 1971, fue desocupada la casilla. Mamina se fue a vivir con una de mis tías que conservó algunas de las cosas que había allí: un reloj de péndulo; un grueso banco de madera; un bello recipiente de bronce. Yo me llevé las fotos viejas. Aún las conservo bajo el vidrio de mi escritorio: seres desconocidos que miran desde una eterna niñez o una eterna juventud que ya transcurrió, fijados para siempre en ese instante, único, silencioso y lleno de misterio. Siento que si me deshago de esas fotos habrán desaparecido y habrán muerto para siempre y con ellos ese misterio.
También había otras: el abuelo Emilio en Mendoza, joven, con el Chevrolet 36 (él siempre recordaba al Chevrolet 36 de dos puertas), con niños, en paisajes lejanos de una vida desconocida para nosotros. Desde pequeños lo habíamos visto como un hombre de edad, grueso y huraño. Pero había tenido otra vida. ¿Qué habría podido suceder en esa otra vida? ¿Eso legitimaba ese eterno malhumor o ese trato brusco para con Mamina cuando, desde la remota y fantástica Mendoza, que era para él una especie de territorio mitológico y encantado, llegaba su hijo Osvaldo, el exitoso contador público nacional y perito partidor?
Todos esos rastros del pasado surgían ahora, firmes y silenciosos; instalaban otra visión de la historia, una en la que el abuelo Emilio se transmutaba en otra persona, más joven e impenetrable. Él, después de todo, igual que mi mamá, había sido un náufrago y por eso ella lo entendía.
Fue entre aquellas fotos que encontré, además de una suya a los diecinueve años, una que no se parecía en nada al ser que habíamos conocido (¿lo habíamos conocido?) un diario que había llevado y una tarjeta postal: un hombre soñaba con una mujer con vestido de encaje y sombrero blanco. En el reverso había escrito: “17-10-15 Señorita Corina Noya haber si no me olvida y me escribe. Las saludo resp”. “Lejos de ti, de noche en mi retiro/ es cuando estoy más cerca de ti/Porque tu imagen en el sueño miro bañada de pureza junto a mí/Lejos de ti, mi frente está abatida; /Lejos de ti, mujer, no soy feliz;/Lejos de ti, no quiero ni la vida, que vivir no es vivir lejos de ti. Emilio”. Que habrá sentido ella al recibirlo. Habrá contestado. Qué se habrían dicho antes. Como habrá seguido la historia.
El diario consistía en unas pocas hojas de papel cuadriculado. Llegado de España (él era español y no vasco como mi abuelo) a trabajar al campo había visto de pronto, como una aparición, a la hija del dueño. La describía como eso: una aparición, la de alguien con una aureola de irrealidad. Todas sus sensaciones estaban allí: intensas, íntimas, silenciosas, sólo confiadas al papel. Día tras día. Semana tras semana. Pronto ella se transformó en el centro de su vida y planteaba aquellas visiones y aquellas esperas directamente, sin rodeos, sin retóricas, con una hondura que nunca hubiera podido reconocer en ese otro hombre en que se transformaría después. De pronto, la escritura cesaba, abruptamente.
Vagas pistas, como el nombre (Corina Noya) en la tarjeta postal y algunos otros nombres que venían en hebras dispersas y sobrevivientes de ese remoto pasado permitían concluir que su historia de amor había tenido final feliz, que él, después de todo, había podido llegar a casarse con Corina Noya pero que ella había muerto. Cuándo. Cómo: nunca lo sabré.
Las pistas permitían suponer que él, perdido el campo, perdido el posible socio, se había ido a Mendoza y allí se había casado pero que, al cabo del tiempo, había debido separarse.
Habrá sido entonces que decidió volver sobre la otra pista, la de Mamina, la bella viuda de su amigo y regresar a una Mar del Plata que aunque cercana a él no era el campo donde había vivido. Tampoco sabré nunca si fue es lo que lo impulsó. No sé si es necesario saberlo.
Quizás esa vida errante buscando restaurar ese desarraigo haya terminado por hacer de él ese hombre que, parcial y superficialmente, habíamos conocido.
Seguramente el abuelo Emilio hubiera tenido muchas cosas para contar pero no había nadie pare escucharlo. O puede que hubiera preferido guardar silencio.
El diario permitía abrir aquella historia pero no cerrarla y terminaba por decirme   que nada es lo que parece, que la distancia entre un chacarero y un repartidor de garrafas quizás haya sido demasiado grande, tanto como el amor que lo inspiró a escribir ese diario.
El amor todo lo puede. Puede convertir a un ser en otro, puede llevarnos al centro de su historia, a sus palabras íntimas, a sus sueños íntimos y también a lo más crudo territorio del silencio y el olvido.



             



Eduardo Balestena


Julio Cortázar: lenguaje y mundos paralelos



(a 29 años de su muerte)
La relectura de Cortázar (Bruselas 28 de agosto de 1914-París, 12 de febrero de 1984) lleva a pensar que –particularmente en su cuentística- hay por un lado diferentes modos de formular lo real, lo fantástico y  las funciones del lenguaje y, por otro, que cada cuento y relato pueden en sí mismos originar diferentes lecturas (como en el caso de El Perseguidor  (“Las Armas secretas”, 1959) que tomando varios episodios de la vida del saxofonista Charlie Parker (Kansas City, 29 de agosto de 1920-Nueva York, 12 de marzo de 1955) a quien es dedicado, con un conocimiento absolutamente interior y preciso del mundo del jazz, puede a la vez ser leído, entre otras maneras, como una metáfora de la creación: absorbente, única, incomprensible, de la cual sólo podemos ser testigos y que en sí misma es un fenómeno al que uno puede aproximarse pero que no puede explicar).  
Los acercamientos a su narrativa serán tan variados como las obras que elijamos leer y que nos permitan reflexionar sobre las propuestas estéticas de una literatura siempre abierta a las posibilidades de exploración de la realidad, del lenguaje y de las maneras de narrar.
Mundos Paralelos
Cada narración postula un modo de plantear lo fantástico. Aunque haya ejes que las conectan cada una es distinta. Los ejes no son evidentes, no son siempre los mismos, pero podemos pensarlos en algunas categorías: (1) la experiencia de la introspección y el aislamiento, que genera un modo de ver las cosas que es tomado como verdad; (2) la incomunicación: la experiencia introspectiva es intransferible y las palabras que aluden a ellas son insuficientes; (3) la existencia de mundos paralelos que como un juego de espejos hacen que las realidades posibles sean muchas, ramificadas, latentes;  o (4) personajes que viven su vida como si estuvieran condenados, en un mundo donde la libertad es muy restringida.
Lo fantástico y lo extraño se encuentran en la propia experiencia cotidiana.
En algunos trabajos, como Las puertas del cielo (“Bestiario”); La noche boca arriba (“Final del juego”, 1956) o Todos los fuegos el fuego (“Todos los fuegos el fuego”, 1966), la atmósfera es creada por la belleza de un lenguaje tan deslumbrante como exacto.
Algo intrascendente puede constituirse en la llave de dos mundos, como Axolotl (“Final del juego”). La narración parece detenerse. No hay hechos. Nada externo acontece. No sucede nada que no sea la intensificación de un objeto seleccionado, el acto de percibirlo, observarlo y desplegar un lenguaje a partir de él : “Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso…lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas…Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior…” (Cuentos Completos I, pág. 401, Alfaguara, 2011). La observación se vuelve puntual, obsesiva; se humaniza, instaura un vínculo extraño que empieza a invadir lo real. Los hechos exteriores no son lo importante sino este acto de hacer más profunda la percepción de algo y remitirlo a otras categorías ajenas a ese algo: “carentes de toda vida pero mirando” o “uñas minuciosamente humanas”. Una larva deja de ser tal y puede convertirse en literatura.
Ello tiene que ver con una obsesión (como en El perseguidor), y se instala la duda acerca de si lo fantástico existe como tal  o si sólo existe esa obsesión, y que es ella la que produce aquello que parece real a un narrador  volcado sobre sí mismo.
Los planos de la escritura
Vamos a detenernos sólo en un par de aspectos del que quizás sea uno de sus relatos más complejos: Las babas del diablo (Las armas secretas) que pone en crisis el concepto de cómo es una narración y opera sobre esa crisis: un relato es una opción, la de un hecho a narrar a partir de un punto de vista. Hay hechos que no ingresan en lo narrado; un punto de vista excluye o se alterna con otros y existe una secuencia temporal.
Cortázar plantea su escritura en distintos planos: en la ambigüedad del narrador –no se sabe si es omnisciente o un narrador personaje- ; en la propia escritura –que delata que lo contado puede o no ser así- y en los hechos: no se elige uno solo sino que ingresan a la escritura aspectos laterales, como la luz o nubes que pasan.
En lugar de asistir a algo que sucede asistimos a la escritura sobre algo que no sabemos si sucede: “Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina)” (Cuentos Completos, pág. 233). Es decir, nos sitúa dentro de la escritura y no dentro de aquello que la escritura cuenta. Tampoco sabemos quién escribe, si el narrador o el personaje.
Una de las cuestiones probablemente más interesantes sea la relativa a la fotografía alrededor de la cual gira el relato. En lugar de ser un recorte de espacio o de tiempo es posible ingresar a ella y a una organización propia, donde las cosas suceden de otro modo.
El trabajo participa de los ejes de su obra: (1) el detenimiento y la especulación sobre algo, (2)  así como la experiencia del encierro propio y la obsesión. De este modo, la fotografía es intensificada, aparecen nuevos aspectos e interpretaciones posibles y el relato va cambiando hacia nuevas e inquietantes contingencias.
Una vez revelada (en todo el sentido de la palabra) , igual que la mirada sobre el axolotl, la fotografía es ampliada más y más. Se vuelve el objeto de una obsesión. Atrapa inevitablemente la atención del personaje, aparecen nuevos aspectos, ingresan otras posibilidades, como si algo irreal fuera siendo desplegado.
La fotografía enmarca y condensa un instante pero aquí el instante se multiplica y a la vez gira sobre sí mismo: es lo mismo pero surgen otras vinculaciones con un hecho que termina transformándose en movimiento: absolutamente lo contrario a lo que es la imagen en sí misma. El personaje se transforma en el objetivo de la cámara “Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que  me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo.”  (Cuentos completos, pág. 231).
Pero más tarde la ficción entra a la realidad y prevalece sobre el acto de escritura: “De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una maquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla” (pag. 232). Antes no aparecían acciones sino una reflexión. Ahora la reflexión concluye con acciones difíciles de entender: (¿como, por qué y por quienes son originadas?). Lo que no sucedió en la realidad habrá de suceder en la fotografía, que adquiere movimiento: “De pronto  el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose y eran decididos, iban a su futuro” (pág. 233).
En este núcleo, pese a las rupturas que la caracterizan, la acción se vuelve  tradicional: plantea un clímax y lo resuelve de un modo abierto.
Lo ominoso y lo lúdico
Cortázar produjo una literatura de experiencia y de protagonismo del lenguaje, uno siempre cambiante, versátil, que alterna entre lo lúdico y las fuerzas oscuras –imaginarias, fantásticas o posibles- que acechan, más allá de lo que es posible ver.
Lo hizo, al menos en su cuentística, desde el pulso interior de un lenguaje que supo manejar de una manera única. Escribió a partir de ideas y experiencias y siempre lo hizo desde ese protagonismo del lenguaje. Ello y su entrega absoluta a su proyecto lo singularizan y singularizan a una obra siempre capaz de generar nuevas posibilidades de lectura.


              
Eduardo Balestena