El gusto áspero de las cosas
“Ser pobre –ha dicho Jorge Luis Borges- implica una más inmediata posesión de la realidad, un atropellar el primer gusto áspero de las cosas: conocimiento que parece faltar en los ricos, como si les llegara todo filtrado” (Larra, Raúl “Roberto Arlt, el torturado, editorial futuro, 1950)
Nunca parece fácil –y quizás no sea después de todo posible- poner en palabras a Roberto Arlt, que nació el 26 de abril de 1900, según la biografía de Sylvia Saítta –postura apoyada en el número de la propia partida de nacimiento- y el 2, según la de Raúl Larra; es difícil dar palabras a su contradictoria personalidad y a su arte único e inagotable. Este enmascaramiento de fechas hace a la leyenda que él mismo construyó alrededor de su figura y de la que forma parte un anecdotario irreverente y a veces despreciativo (como cuando en el subterráneo dice a Mariani: “nosotros sí que somos creadores, y no este montón de borregos”), que se contradice con una sensibilidad literaria y social creadora de la novela urbana, en un momento en que el optimismo del mito del progreso había caducado como explicación y relato (“La novela moderna: Roberto Arlt” Revista Capítulo, nro. 42, Centro Editor de América Latina, 1968).
El Dr. Miguel Jörg, gran investigador, persona fascinante, optimista a ultranza -a quien el suplemento cultura de la Capital en su momento evocara en una entrañable nota de Jorge Dietsch- fue un cercano amigo de Arlt en 1935/ 36. Lo recordaba viviendo de noche y durmiendo de día y –entre otras anécdotas- haber irrumpido en una tertulia literaria donde se homenajeaba a escritores para a viva voz proponer otro homenaje, a Reversas y Pescadas –dos marcas de inodoros- por méritos que sería inconveniente reproducir.
El escritor Luis Alberto Ballester, amigo de Conrado Nalé Roxlo, a su vez, íntimo amigo de Arlt también recordaba historias semejantes. Para Ballester, que durante años trabajó y tuvo programas de Literatura en LS1, Radio Municipal de Buenos Aires (donde lo conocí), un hombre verdaderamente erudito, esteticista, autor de libros tan delicados y hermosos como “Techos de Buenos Aires” donde aborda la poesía arquitectónica de la altura, y “Revelación de Buenos Aires”, entre muchos otros, Arlt era el gran escritor argentino.
Subjetividad, masividad
La figura de Arlt fue rescatada en los años 50 por la biografía de Raúl Larra “Roberto Arlt, el torturado”, los hermanos Ismael y David Viñas, Héctor Murena, Oscar Massotta y otros. Se lo redescubrió y conceptualizó dentro de un lugar de marginalidad, genio e imperfección formal.
En su libro “El escritor en el bosque de ladrillos - una biografía de Roberto Arlt” (Sudamericana, 2000), la primera biografía rigurosa sobre el escritor, Sylvia Saítta descongela ciertos lugares, históricos y comunes, de aproximación a él, que no fue un postergado ni un fracaso en los estudios, como lo pretendió y que vino de una familia de clase media baja, como tantas del Buenos Aires de entonces, aunque debió vivir muchas peripecias y una pobreza crónica.
Arlt vivió en un contexto donde existía un dispositivo editorial comprometido, como Antonio Zamora con la editorial Claridad –y no los holdings de la industria cultural que a la vez que imponen mercancías selectivas y light, soterran y marginan a la verdadera literatura- donde los concursos, si bien politizados, eran medianamente honestos o al menos los jurados leían las obras, y más que nada, que formó parte de un dispositivo editorial masivo, enorme factoría de recoger y significar sucesos. Ello le permitió alimentar, desde la postura de quien rescata historias de su contexto y les confiere otro significado, construir su propia subjetividad a partir de esta misión recolectora y explorar un lenguaje en permanente expansión, siempre tenso e insuficiente.
La misma Sylvia Saítta se refirió, en un programa de Canal (à) dedicado a Crítica, diario en el que Arlt trabajara hasta 1928, antes de ir a “El Mundo”, a esta modalidad de construir acontecimientos –hacer de un choque de colectivos una historia, como dice en la biografía. La vida de clase media se hizo masiva, convirtiéndose en una épica por entregas, en un contexto donde el idioma experimentaba la influencia de esa Babel de la Buenos Aires de los años 20/30.
Arlt, que había surgido como escritor en 1926, con “El juguete rabioso”, escrita, según Larra, entre 1919 y 1924, no sólo constituye desde su experiencia en “El mundo” el lugar de su escritura, sino un sistema de vivir, significar y expresar. Su registro se hace escritura a partir de que ese acto de escribir y ese espacio laboral han sido una conquista propia.
Larra lo conoció y casi nunca se atrevió a hablarle –como Schubert a Beethoven. Su libro es casi una historia novelada. No lleva una cronología sino que se divide en temas y abunda en anécdotas que permiten asomarse al pulso de esa escritura. Empieza con la cremación de Arlt y termina con la escena de su muerte, el 26 de julio de 1942.
Con excepción de los lúcidos artículos de Enrique Pezzoni (1970), recopilados en “El texto y sus voces” (Sudamericana, 1986), hasta la biografía de Sylvia Saítta, los trabajos sobre el autor fueron mayormente subjetivos y testimoniales.
El lenguaje narrativo
Podemos quizás dividir su lenguaje narrativo en el de las aguafuertes, que llegan –en el caso de su investigación sobre hospitales públicos- a una militancia activa, a producir verdaderos cambios, y el de sus cuentos y novelas, en las que hay una evolución –por llamarlo así- de tópicos y descripciones entre El juguete Rabioso (1926) y El amor Brujo (1932).
En las aguafuertes se vale de un registro propio –decide sobre qué y cómo escribir en base a sus percepciones y estímulos. “Conversaciones de ladrones” (El Mundo el 31 de enero de 1930) es de las mejores. Arlt llamó a Córdova Iturburu a las dos de la mañana para decirle “Estoy en un café con unos ladrones; te llamo para que vengas, dicen cosas maravillosas” o despertaba a Elías Castelnuovo a las tres de la mañana arrojando piedras en su ventana, para contarle que haría una sociedad secreta con aquellos que en la noche no sabían qué hacer con sus vidas, de tantos que eran.
Su registro hace literario lo que ve. Lo percibido contiene algo que debe rescatarse. Se vive como escritor recopilando (“Hoy seguí a un tipo como quince cuadras. Iba terriblemente sucio y desarrapado. Parecía escapado de una novela espeluznante. La gente se hacía a un lado…Justo cuando pensaba hablarlo se metió en un negocio”, Larra, ob. cit., pág.119). La literatura se constituye desde este hallazgo y se legitima por pura fascinación. Sin embargo también funciona el prejuicio. No hay belleza, ni nada entrañable. Particularmente la mirada sobre la mujer es injustamente despiadada, generalista, sin matices. La literatura parece ser el propio registro, más allá de que sea posible de legitimar o no –es posible de legitimar el rescatar la marginalidad, pero no lo es literarizar el prejuicio sin embargo, las dos cosas son literatura.
Donde mayor es la complejidad es en sus novelas. Sus tropos son muchos –el matrimonio burgués como trampa y tumba del amor, la positivización de saberes inespecíficos y laterales: ocultismo, física, galvanoplastia, tratados como si estuviera hablándose seriamente de ellos, la sociedad secreta, etcétera.
Sylvia Saítta hace una referencia a sus fuentes, entre ellas el folletín de Ponson du Terrail y sus historias –en horrendas traducciones españolas, dice Larra- sobre Rocambole, que tanto fascinaban a la madre de Nalé, con quien hablaban horas. Du Terrail producía libros como una coneja y vivía de eso, lo cual lo hace paradigmático a los ojos de Arlt. Incorpora el folletín en su novela de iniciación “El juguete rabioso”, pero, como en general en los escritores del grupo de Boedo, se encuentra bajo la influencia de los autores rusos.
Sin embargo, ninguna fuente bastaría para explicarlo porque toma de los discursos un modo de registrar y escribe desde esta incitación: “La vida es para él un poderoso, un fantástico espectáculo que renueva sus números y su decorado cada día” (Larra, ob.cit., pág.120). Los lenguajes alimentan una potencia propia y la disparan. Esta es su relación con ellos: simples herramientas de poner palabras a su torrente aluvional.
En sus metáforas, sus descripciones de la ciudad y sus giros más profundos –donde no media ni el prejuicio ni el propósito de lograr otra cosa que no sea escritura- quizás encontremos lo mejor de su narrativa, frases como “yo no soy un perverso, soy un curioso de esta fuerza enorme que hay en mí” (del final de “El juguete rabioso”). Arlt, a quien se le atribuían imperfecciones léxicas es sin embargo lenguaje en estado puro, un lenguaje que es lo que es, que, como diría Borges, simplemente sucede y que trabaja infinidad de tropos y va alimentándose: de miradas, de páginas leídas, de cuentas pendientes y de una renovada fascinación por descubrir y hacer de la vida literatura para que valga la pena vivir.
Larra lo evoca yendo al mercado a la madrugada, con los originales de “El juguete rabioso” para leérselos a los dependientes, carreros, y changarines: curiosa operación del hombre para quien ser anónimo era el peor destino, precisamente ir en pos de la atención de seres anónimos, de palabras que sin él se perderían y de historias que sin él, nunca hubieran sido literatura.
La volcánica y chocante sinceridad de Arlt y su trabajo con un lenguaje en punto de ignición, son irrepetibles en la literatura, y desde ese punto de vista, hay que darle la razón a Luis Alberto Ballester.
Eduardo Balestena
“Ser pobre –ha dicho Jorge Luis Borges- implica una más inmediata posesión de la realidad, un atropellar el primer gusto áspero de las cosas: conocimiento que parece faltar en los ricos, como si les llegara todo filtrado” (Larra, Raúl “Roberto Arlt, el torturado, editorial futuro, 1950)
Nunca parece fácil –y quizás no sea después de todo posible- poner en palabras a Roberto Arlt, que nació el 26 de abril de 1900, según la biografía de Sylvia Saítta –postura apoyada en el número de la propia partida de nacimiento- y el 2, según la de Raúl Larra; es difícil dar palabras a su contradictoria personalidad y a su arte único e inagotable. Este enmascaramiento de fechas hace a la leyenda que él mismo construyó alrededor de su figura y de la que forma parte un anecdotario irreverente y a veces despreciativo (como cuando en el subterráneo dice a Mariani: “nosotros sí que somos creadores, y no este montón de borregos”), que se contradice con una sensibilidad literaria y social creadora de la novela urbana, en un momento en que el optimismo del mito del progreso había caducado como explicación y relato (“La novela moderna: Roberto Arlt” Revista Capítulo, nro. 42, Centro Editor de América Latina, 1968).
El Dr. Miguel Jörg, gran investigador, persona fascinante, optimista a ultranza -a quien el suplemento cultura de la Capital en su momento evocara en una entrañable nota de Jorge Dietsch- fue un cercano amigo de Arlt en 1935/ 36. Lo recordaba viviendo de noche y durmiendo de día y –entre otras anécdotas- haber irrumpido en una tertulia literaria donde se homenajeaba a escritores para a viva voz proponer otro homenaje, a Reversas y Pescadas –dos marcas de inodoros- por méritos que sería inconveniente reproducir.
El escritor Luis Alberto Ballester, amigo de Conrado Nalé Roxlo, a su vez, íntimo amigo de Arlt también recordaba historias semejantes. Para Ballester, que durante años trabajó y tuvo programas de Literatura en LS1, Radio Municipal de Buenos Aires (donde lo conocí), un hombre verdaderamente erudito, esteticista, autor de libros tan delicados y hermosos como “Techos de Buenos Aires” donde aborda la poesía arquitectónica de la altura, y “Revelación de Buenos Aires”, entre muchos otros, Arlt era el gran escritor argentino.
Subjetividad, masividad
La figura de Arlt fue rescatada en los años 50 por la biografía de Raúl Larra “Roberto Arlt, el torturado”, los hermanos Ismael y David Viñas, Héctor Murena, Oscar Massotta y otros. Se lo redescubrió y conceptualizó dentro de un lugar de marginalidad, genio e imperfección formal.
En su libro “El escritor en el bosque de ladrillos - una biografía de Roberto Arlt” (Sudamericana, 2000), la primera biografía rigurosa sobre el escritor, Sylvia Saítta descongela ciertos lugares, históricos y comunes, de aproximación a él, que no fue un postergado ni un fracaso en los estudios, como lo pretendió y que vino de una familia de clase media baja, como tantas del Buenos Aires de entonces, aunque debió vivir muchas peripecias y una pobreza crónica.
Arlt vivió en un contexto donde existía un dispositivo editorial comprometido, como Antonio Zamora con la editorial Claridad –y no los holdings de la industria cultural que a la vez que imponen mercancías selectivas y light, soterran y marginan a la verdadera literatura- donde los concursos, si bien politizados, eran medianamente honestos o al menos los jurados leían las obras, y más que nada, que formó parte de un dispositivo editorial masivo, enorme factoría de recoger y significar sucesos. Ello le permitió alimentar, desde la postura de quien rescata historias de su contexto y les confiere otro significado, construir su propia subjetividad a partir de esta misión recolectora y explorar un lenguaje en permanente expansión, siempre tenso e insuficiente.
La misma Sylvia Saítta se refirió, en un programa de Canal (à) dedicado a Crítica, diario en el que Arlt trabajara hasta 1928, antes de ir a “El Mundo”, a esta modalidad de construir acontecimientos –hacer de un choque de colectivos una historia, como dice en la biografía. La vida de clase media se hizo masiva, convirtiéndose en una épica por entregas, en un contexto donde el idioma experimentaba la influencia de esa Babel de la Buenos Aires de los años 20/30.
Arlt, que había surgido como escritor en 1926, con “El juguete rabioso”, escrita, según Larra, entre 1919 y 1924, no sólo constituye desde su experiencia en “El mundo” el lugar de su escritura, sino un sistema de vivir, significar y expresar. Su registro se hace escritura a partir de que ese acto de escribir y ese espacio laboral han sido una conquista propia.
Larra lo conoció y casi nunca se atrevió a hablarle –como Schubert a Beethoven. Su libro es casi una historia novelada. No lleva una cronología sino que se divide en temas y abunda en anécdotas que permiten asomarse al pulso de esa escritura. Empieza con la cremación de Arlt y termina con la escena de su muerte, el 26 de julio de 1942.
Con excepción de los lúcidos artículos de Enrique Pezzoni (1970), recopilados en “El texto y sus voces” (Sudamericana, 1986), hasta la biografía de Sylvia Saítta, los trabajos sobre el autor fueron mayormente subjetivos y testimoniales.
El lenguaje narrativo
Podemos quizás dividir su lenguaje narrativo en el de las aguafuertes, que llegan –en el caso de su investigación sobre hospitales públicos- a una militancia activa, a producir verdaderos cambios, y el de sus cuentos y novelas, en las que hay una evolución –por llamarlo así- de tópicos y descripciones entre El juguete Rabioso (1926) y El amor Brujo (1932).
En las aguafuertes se vale de un registro propio –decide sobre qué y cómo escribir en base a sus percepciones y estímulos. “Conversaciones de ladrones” (El Mundo el 31 de enero de 1930) es de las mejores. Arlt llamó a Córdova Iturburu a las dos de la mañana para decirle “Estoy en un café con unos ladrones; te llamo para que vengas, dicen cosas maravillosas” o despertaba a Elías Castelnuovo a las tres de la mañana arrojando piedras en su ventana, para contarle que haría una sociedad secreta con aquellos que en la noche no sabían qué hacer con sus vidas, de tantos que eran.
Su registro hace literario lo que ve. Lo percibido contiene algo que debe rescatarse. Se vive como escritor recopilando (“Hoy seguí a un tipo como quince cuadras. Iba terriblemente sucio y desarrapado. Parecía escapado de una novela espeluznante. La gente se hacía a un lado…Justo cuando pensaba hablarlo se metió en un negocio”, Larra, ob. cit., pág.119). La literatura se constituye desde este hallazgo y se legitima por pura fascinación. Sin embargo también funciona el prejuicio. No hay belleza, ni nada entrañable. Particularmente la mirada sobre la mujer es injustamente despiadada, generalista, sin matices. La literatura parece ser el propio registro, más allá de que sea posible de legitimar o no –es posible de legitimar el rescatar la marginalidad, pero no lo es literarizar el prejuicio sin embargo, las dos cosas son literatura.
Donde mayor es la complejidad es en sus novelas. Sus tropos son muchos –el matrimonio burgués como trampa y tumba del amor, la positivización de saberes inespecíficos y laterales: ocultismo, física, galvanoplastia, tratados como si estuviera hablándose seriamente de ellos, la sociedad secreta, etcétera.
Sylvia Saítta hace una referencia a sus fuentes, entre ellas el folletín de Ponson du Terrail y sus historias –en horrendas traducciones españolas, dice Larra- sobre Rocambole, que tanto fascinaban a la madre de Nalé, con quien hablaban horas. Du Terrail producía libros como una coneja y vivía de eso, lo cual lo hace paradigmático a los ojos de Arlt. Incorpora el folletín en su novela de iniciación “El juguete rabioso”, pero, como en general en los escritores del grupo de Boedo, se encuentra bajo la influencia de los autores rusos.
Sin embargo, ninguna fuente bastaría para explicarlo porque toma de los discursos un modo de registrar y escribe desde esta incitación: “La vida es para él un poderoso, un fantástico espectáculo que renueva sus números y su decorado cada día” (Larra, ob.cit., pág.120). Los lenguajes alimentan una potencia propia y la disparan. Esta es su relación con ellos: simples herramientas de poner palabras a su torrente aluvional.
En sus metáforas, sus descripciones de la ciudad y sus giros más profundos –donde no media ni el prejuicio ni el propósito de lograr otra cosa que no sea escritura- quizás encontremos lo mejor de su narrativa, frases como “yo no soy un perverso, soy un curioso de esta fuerza enorme que hay en mí” (del final de “El juguete rabioso”). Arlt, a quien se le atribuían imperfecciones léxicas es sin embargo lenguaje en estado puro, un lenguaje que es lo que es, que, como diría Borges, simplemente sucede y que trabaja infinidad de tropos y va alimentándose: de miradas, de páginas leídas, de cuentas pendientes y de una renovada fascinación por descubrir y hacer de la vida literatura para que valga la pena vivir.
Larra lo evoca yendo al mercado a la madrugada, con los originales de “El juguete rabioso” para leérselos a los dependientes, carreros, y changarines: curiosa operación del hombre para quien ser anónimo era el peor destino, precisamente ir en pos de la atención de seres anónimos, de palabras que sin él se perderían y de historias que sin él, nunca hubieran sido literatura.
La volcánica y chocante sinceridad de Arlt y su trabajo con un lenguaje en punto de ignición, son irrepetibles en la literatura, y desde ese punto de vista, hay que darle la razón a Luis Alberto Ballester.
Eduardo Balestena
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