viernes, 1 de enero de 2010

Pasión y muerte


El 25 de marzo se han recordado los treinta años del secuestro y muerte de Rodolfo Walsh, el gran escritor y periodista.
Menos recordados son las desapariciones de Héctor Oesterheld, secuestrado el 27 de abril de 1977 (junto con sus cuatro hijas, dos de ellas embarazadas, dos yernos y dos nietos), y de Haroldo Conti, que lo fue el 5 de mayo de 1976.
Una utopía militante
Las ideas de los años 60, en torno al postulado de Sartre del compromiso del escritor, el llamado “boom” latinoamericano, que puso en el escenario mundial a la literatura del continente, sucedió a las posturas de los años 50, en las cuales, ante la realidad política, los escritores optaron por una actitud, bajo la influencia de Rilke, netamente estética (como Enrique Molina u Olga Orozco), o por la asunción de lo popular. Quizás, más que “boom”, un término excesivamente homogeneizante, y que supone una explosión súbita de efecto poco duradero, sea más propio denominarlo de algún otro modo, y cabe la pregunta, de que otros boom estará privándonos hoy en día la industria editorial, al incurrir una y otra vez, en recetas comerciales y propuestas conservadoras y hacer pasar a esos productos por literatura.
A todo ello, sucedió el brutal ahogamiento de los años 70, que respondió a todo ese fermento con las dictaduras latinoamericanas. Ello significó para muchos creadores el exilio y para otros, el asumir a la creación y a la propia vida, como elementos de lucha, y que esa necesidad de lucha era capaz de plantear, de por sí, sus propios modos de participación: la militancia, la contienda, el compromiso.
Fue una apuesta a la acción entonces verosímil, y que resultó impracticable, de cambiar la sociedad a partir de la lucha, y de la integridad ética que supone vivir y actuar según se piensa. Esta utopía, seguramente ha privado a la literatura de ser ella, por sí misma, ese vehículo del compromiso y el cambio.
Tal escenario y tal actitud ante él, nos ha privado a todos nosotros de creadores sin los cuales, seguramente somos más pobres de lo que pensamos.
El eterno viaje
Héctor Oesterheld, nació el 23 de julio de 1919. Sus trabajos de geología lo llevaron a emprender distintos recorridos. Escribió, entre otras, para las editoriales Abril y Codex. Más tarde intentó su propio proyecto (Editorial Frontera).
Una de sus primeras historietas innovadoras fue “Sargento Kirk”, en la cual su personaje es un desertor, especie de antihéroe, que da inicio a la historieta realista.
Se cumplen en 2007 los cincuenta años de la aparición de “El eternauta”, su gran obra (acerca de la cual, organiza un extenso seminario el Centro de Estudiantes de la Facultad de Humanidades), que comenzó a publicarse en la revista “Hora cero semanal”, el 3 de septiembre de 1957, con dibujos de Solano López, y que tuvo en vilo a sus lectores hasta 1959. Luego se editó en forma de libro y desde entonces sigue reeditándose.
Solano López quería hacer algo distinto a las historietas de acción y de tiros cuando Oesterheld le habló sobre su idea de algo totalmente nuevo, y así dio carnadura a los personajes: Favalli, Juan Salvo, el tornero, Elena, Martita, Mosca, y tantos otros; a los escenarios y recorridos: la batalla del Estadio de River, Congreso, que fueron los itinerarios de la infancia del gran dibujante
Esta historia circular, comienza y finaliza en un espacio de tiempo abierto por la misma narración, a la manera de un cuento de Ambrose Bierce, o “El milagro secreto” de Borges. Precisamente ante un guionista de historietas, se hace visible el Eternauta, para narrar los hechos, que comienzan y finalizan en el presente, un presente en el cual, sin embargo, se ha abierto el espacio donde transcurre la propia historia.
Un grupo de amigos juega al truco en la casa de Juan Salvo, en Vicente López, donde vive con su esposa Elena y su hija Martita. Un ruido violento y un corte de luz marcan la aparición de la nevada de muerte.
Oesterheld pensaba desde la infancia en la idea de Robinson Crusoe: “La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte”: proféticas palabras para una enigmática historia de anticipación.
El personaje de Juan Salvo estaba destinado a ser el eternauta, pero no es un personaje de destino individual sino colectivo. Es el grupo quien hará frente al invasor, un invasor inasible, innombrable, que se vale de manipular a otros por medio del miedo. Así, el grupo se enfrenta con los “gurbos” primero, y los “manos” después, todos controlados por los “ellos”, los verdaderos invasores, que nunca aparecen. Ni siquiera son nombrados. Esta idea de un poder que no puede ser situado ni nombrado pero que es real e implacable, que no puede predecirse, y que se vale de otros a quienes victimiza, es una de sus ideas más profundas, una metáfora sobre la naturaleza del poder y de su ejercicio.
Cuando el grupo encuentra al ejército, y piensa haber hallado protección y orden, en esa autoridad central, las decisiones tácticas son ciegas y equivocadas y los encaminan a un desastre que deberán superar por sí mismos. El esfuerzo es propio, desesperado, desigual. Sólo queda refugiarse en el grupo. El nosotros es el núcleo de la resistencia.
No hay una salvación ni un destino individual. Cuando Salvo es separado del grupo, emprende su búsqueda.
La historieta volvería a editarse en la revista Gente, esa vez con dibujos de Breccia, el ámbito quizás menos propicio para El Eternauta, lo cual la encaminó a un rápido desenlace.
En la segunda parte, la historia cambia de carácter, pierde generalidad y con ello, la fuerza de su sentido alegórico, para centrarse más en la realidad latinoamericana. Deja de ser una metáfora sobre el poder y la resistencia, y se convierte en un diario de lucha. Solano López no estuvo de acuerdo en este nuevo lineamiento.
Al final de la primera parte, Juan Salvo emprende su viaje en el tiempo para recuperar a su familia y a su grupo, y los encuentra fuera de la casa del dibujante ante quien aparece, y allí viene el dilema inquietante: ¿todo transcurrió ya y se resolvió en el reencuentro, o simplemente el horror aún no sucedió y se avecina?
“Yo soy escritor nada más que cuando escribo”
Haroldo Conti nació en Chacabuco el 25 de mayo de 1925. Trabajó como empleado bancario. Más tarde se compró un camión, e inició una empresa de transportes. Fue piloto civil y, tras terminar la carrera de Filosofía y Letras en 1954, profesor de latín: “tengo seis o siete premios internacionales y sin embargo mi ingreso fijo siguen siendo los doscientos mil pesos que gano como profesor de latín” diría. Enseñó el latín en el Liceo Nacional nro. 7, de Buenos Aires, donde fue dejado cesante, en 1979 por “abandono de tareas” –ya que habían seguido computándosele las inasistencias luego de su secuestro. En su escritorio dejó una inscripción en latín, que traducida decía: “Este es mi lugar y de aquí no me moverán”.
Su padre había sido un tendero ambulante, y él lo acompañaba en sus recorridos, en los cuales se encontraba con la gente, y antes de venderles nada, se ponía a charlar. De allí heredaría una estética: el lenguaje coloquial, el valor de esos relatos, impregnados de una sabiduría particular, intransferible, capaz de otorgarles un valor que la literatura debe recoger.
Representa esa tradición de escritores que tiene acceso a una “gran” cultura, pero que encuentran su estímulo, como Faulkner o Steimbeck, en lo que viven, deambulan, y en los personajes que conocen. La literatura, así, está hecha de “pedazos de vida”, vividos con la misma intensidad. La novela se nutre de la vida y a la vez, es una vida paralela. El novelista deja el testimonio de algo que va más allá de él, pero que no sería igual sin él. La novela, así, fluye como la vida, y tiene sus mismos accidentes porque es ese deambular. La escritura reivindica una libertad y una soledad, pero es preferible la vida, donde el escritor se pierde entre la gente, pero no sólo se es escritor cuando se escribe sino que se vive como se vive por ser escritor.
Esto, que parece simple, es una postulación: la literatura está llamada a dar cuenta de algo, y es literatura sólo cuando puede hacerlo, de otro modo, es un ejercicio que no termina de encontrar su sentido.
Instaló su casa en el delta, que fue su pasión. Lo recorría por agua y por aire. Allí construyó un velero, el “Alejandra”, con el cual llegó a aventurarse –y naufragar- en la costa de Brasil.
El conocimiento de la gente de la costa y de los barcos, los isleños, fue constituyendo, mientras armaba el velero, su novela “Sudeste” (1961). Ya había escrito antes “Ligados”, en 1957, pero “Sudeste”, ganadora del premio Fabril Editora, fue la primera que se publicó.
El Boga, personaje de “Sudeste”, navega los riachos del delta en un barco destartalado, asumiendo una libertad solitaria y utópica. Herman Melville, Horacio Quiroga y Wernicke son sus referentes.
Su libro de cuentos “Todos los veranos” está signado por la mirada desde las villas miseria. Son las miradas las que hacen la narración, no los hechos. Miradas como la de un niño, sin padre y sin hermano, que se posan en la madre, o en la tristeza de un automovilista que pasa.
Hizo su primer viaje a Cuba cuando fue nombrado jurado del concurso “Casa de las Américas”. Más tarde rechazaría la beca Guggenheim, y escribiría “Mascaró”, que cuenta la historia de un circo ambulante: “Todo sucede. La vida es un barco bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Va y Va”.
Una de sus novelas “Alrededor de la jaula”, fue llevada al cine por Sergio Renán, con el título de “Crecer de Golpe”. También es una historia de seres solitarios que se encuentran en esa franja ribereña donde se unen la ciudad y el río
Su barco fue y fue, remontó el rumbo de la militancia política y finalmente recorrió su camino, el camino elegido.
El 5 de mayo de 1976, un grupo del Batallón 601, irrumpió en su casa, la desvalijó, durmió a su hijo mayor con cloroformo, se llevó al escritor y a un joven que se alojaba en su casa. Dejaron, intactas pocas cosas, entre ellas, la máquina de escribir y el manuscrito de un cuento “A la deriva”. Marta Scavac, su pareja, recuerda cuando salió, sin dinero y con sus hijos pequeños, a las seis de una mañana helada y lluviosa.
Haroldo Conti no navegó a la deriva. Eligió un rumbo que hoy, en un mundo global y superficial, puede parecer poco comprensible, el de renunciar y a la vez enfrentar. Ya no parecen existir las posturas radicales, a ultranza, el compromiso de arriesgarlo todo por una utopía.
Pero Héctor Oerterheld y Haroldo Conti fueron mucho más que escritores desaparecidos. Dejaron algo que seguramente para ellos resultó insuficiente, pero que fue más allá de lo que hubieran imaginado, y parecen decirnos que, por acción u omisión, la escritura nunca puede ser inocente, que ella siempre toma partido, por conceder, por crear, por buscar o por desafiar y aun por seguir mostrando, década tras década, el terrible legado de la dictadura.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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