viernes, 1 de enero de 2010

El aroma de los tilos en el mes de diciembre

Ella siempre dice que no desea saber más nada de los hombres. Y no es para menos. Los que no buscan el solo placer, buscan una madre. Los que no son demasiado recios, se hacen blandos y vulnerables...
Sí, señor, los hombres son muy poco sinceros. Ni que decir de los viudos –categoría sub-hominis, como los separados. Al principio, ese incomprensible azar luctuoso los ha golpeado terriblemente. Nunca se recuperarán y parecen almas en pena vagando por los rincones de un oscuro y triste limbo en el cual no existe el consuelo. Déles confianza. Déles un trago. La viudez entonces se transforma en una emancipación retardada y en una noche quieren recuperar emociones negadas durante un cuarto de siglo. Además, son muy olvidadizos. Si se les dice que hasta ayer estaban con una mujer que los acompañó veinticinco años, ponen cara de carneros degollados, como si estuvieran hablándoles de algo que pasó hace muchísimo tiempo o de algo que, simplemente, le ocurrió a otro, a ese de quien desean independizarse. Además, siempre tienen hijos, tristes galeotes responsables de que el pobre padre pueda “rehacer su vida” y que deben conducirlo a la felicidad remando en los fondos de la oscura galera.
Hombres. Ella los ha conocido de todas las latitudes, de todos los tamaños y de casi todos los modales. Empiezan con dulces zalamerías –son como monedas de dos pesos. Luego, las manchas de aceite brotan de las entrañas del submarino hundido. La mirada se les hace torva y un chispazo malévolo les atraviesa los ojos. Ellos también, a su modo, están jaqueados por la vida perra.
Si la vieran ahora, recién levantada de la siesta. Parece una fláccida marsopa. La decana de un paupérrimo acuario. El cuidador la ama y ella pone los ojos así, ojos de vieja cautiva pobrecita, para que el cuidador la vea con esa mirada lánguida. Cuando bosteza a la mañana tiene un aliento a herrumbre, a remedio, a alcohol estacionado. Los ojos tienen sin embargo una dignidad arrugada que sólo abandonan cuando la tristeza se hace insoportable.
Mujeres olvidadas de la vida perra. Los viudos les disputan la exclusividad en esa lista de tristezas con las cuales un destino negro alguna vez los encabezó y ellos viven así, fingiendo que no existe esa lista y que pueden hacer la vista gorda. Alguna oscura desilusión los convence de lo contrario y de nuevo asumen que deben ser los primeros. Si señor. Si no pueden serlo en la felicidad tienen que serlo en la desdicha.
Las gentes, piensa ella, vagan huérfanas por el mundo buscando algo que nunca encuentran y esa soledad elemental es tan profunda que no la sienten. Se hacen los desentendidos diciendo dos o tres zafadurías. Creen que son felices y ya está. Sigue pensando al cepillarse los dientes.
Su rostro paulatinamente irá pareciendo el mascarón de proa de una vieja nave. Los barnices superpuestos desde tiempos inmemoriales y que son cada vez más coloridos, no pueden sin embargo ocultar esa madera cuarteada por los vientos de mil desilusiones habidas en los siete mares. Qué digo, en un solo mar, el mar profundo de los náufragos por el que navega la gorda. Ella siempre se propone ir a islas tropicales donde los frutos crecen en los árboles y son bajados por negros musculosos. Las noches invitarán al amor en esas playas de arenas blancas y palmeras –igual que en “El Motín del Bounty”, con Marlo Brando, que a ella tanto le gusta- pero no, siempre termina por atracar en Dock Sud, entre sucios remolcadores y viejas dragas.
Ah, se dice la gorda que ahora elige para después pintarse los ojos, una especie de plastilina color turquesa. La palidez de su rostro y el color turquesa semejarán la extraña bandera de una república oprimida. Por allí, aguzando el oído, se escucharán murmullos derrotados que vienen de tierra adentro, donde la gente de la república oprimida trabaja en provecho de algún invisible capanga.
Por un momento se ha quedado quieta y sueña. Sueña quizá no con un muchacho frágil y delgado que se enamorará románticamente de ella, sino con un viejo adiposo que la traiga en un Mercedes Benz. El viejo la babosea con la mirada y la somete a mil vejaciones que ella acepta porque está más allá, mucho más allá, en un reino extraño donde ya no existen el mal ni la vergüenza.
Ah, se dice, la vida. La vida. La vida es un animal que muerde.
Luego acariciará el sexo del viejo baboso como quien lo hace con una mascota desagradable pero a la cual su dueño quiere entrañablemente. Así es, los muchachos soñadores yacen en el fondo de la historia, de esa época en que los pueblos ignoraban la escritura. Aunque ella tiene un sueño secreto.
Ahora es el turno de su pelo. Es ese pelo de bebé con rizos en la sien y raleado en el cráneo. También el pelo guarda los testimonios de mil fechorías: feroces tinturas y poderosos tirones. Ahora, igual que el techo de los taxis, es amarillo rabioso.
Mientras se peina ve una foto de cuando era bebé. El bebé la mira desde un eterno pasado inexplicable. Cómo pudiste llegar a esto, la interroga. Siempre seré bebé en la fotografía para protegerme y no tener que llegar donde llegaste. Por un momento se miran. Yo soy la consecuencia, piensa, de la sorda lucha que se libra en casi todas las personas a quienes los padres suelen traer al mundo por un extraño compromiso adquirido vaya a saber con quién. La vida posterior es una lucha por anular el compromiso y lo mismo quedar bien. Nosotros lo sabemos y sabemos que al vernos no es que no nos quieran sino que piensan que pudimos haberles salido mejor. Somos la imagen de su propia imperfección y por eso buscan destruirnos, para restaurar esa posibilidad, ese equilibrio que dañaron al instante de la concepción.
A veces nos lleva toda la vida saber que somos autónomos y otras veces, perdemos la lucha contra los padres y nos transformamos en su desecho. Eso es lo que piensa ahora, como si con cada nuevo hombre buscara un nuevo castigo. Siempre se puede caer más bajo, piensa.
Pero a qué pensar en todo esto. Es noche de juerga. A salir, a divertirse.
Los descastados inventamos miles de lugares donde reconocernos y fingir que somos buenos y queridos. En el fervor de la fiesta llegamos a creerlo. Sólo la resaca del día después indica la mentira. La soledad, ya madura y autónoma es quien, dándonos nuevos bríos, nos invita de nuevo a la batalla. Perdida de antemano sí, pero sazonada de mil aventuras que se viven con otros marginales a quienes en el fondo adivinamos iguales a nosotros.
Es que la gente buena y correcta suele ser la peor, piensa. A veces es mejor un asesino que un padre de familia porque el asesino mata ingenuamente y a la luz del día. En cambio el padre de familia, lo hace con refinada lentitud, de a poco, mientras todos creen que es bueno y cariñoso. Su faena sólo se verá años después, cuando no esté más para echarle los galgos. Esa maldad, persistente y subrepticia era lo que latía siempre en el fondo de los ojos de los hombres una vez que el disfraz caía –es decir, diez minutos después de conocerlos.
La vida es como las guerras: las pelean los malandras y los laburantes y las idean los padres de familia.
Ah, dice la gorda.
Luego de maquillarse trazará con delineador dos franjas negras que vendrán a sumarse a la bandera de la república oprimida.
Ve sus ojos. Son grandes y anchos y son verdes. Un verde claro y acuático y por un momento piensa cómo alguien tan bajo como ella puede tener esa mirada tan limpia. Y es cierto –no que ella sea alguien bajo porque, en una explicable paradoja, los más bajos suelen ser los más altos, y viceversa- : si uno ve sus ojos es como si estuvieran invitando a acercarse, igual que una casa de fachada vieja y descascarada donde funciona un burdel. Sin embargo una ventana sugiere cosas plácidas que ocurren dentro y que los viejos muros ocultan, por pudor, por tratarse de algo entrañable, por el mero afán de atesorar algo que otros no entenderían.
Ahora se ha acercado al espejo y mira y en ese perpetuo ir y venir de ella al espejo y del espejo a ella y así infinitamente, intuye un curioso sentido de la vida. Algo que los otros no ven, un abandono, una ternura y viejas alegrías infantiles de aquel tesoro enterrado vaya a saber en qué parte de la oscura isla infestada de piratas. Algo muy evidente que no se entiende que pueda resultar a la vez tan arcano, tan de otro mundo incomprensible, un mundo donde de seguro se habla un idioma volátil que desconoce rudezas y zafadurías y en el que reina ese perpetuo aroma a tilos y jazmines que ella desearía que siempre reinara en todo.
Le da una impresión de mareo y de hechizo: en el fondo de aquella mirada hay nombres perdidos, quizá de la madre, quizá de aquella tía, quizá de ese perro blanco y negro. Las tardes de sol yacen invisibles tras mil correrías, pero están. Están del mismo modo que los colores originarios de una pintura. Dependerá de la sabiduría del restaurador que esos colores se vuelvan visibles. Pero –piensa- nunca hay restauradores tan hábiles y a la larga el cuadro se percude con ese tono color sepia, o color gris de las ciudades y hasta parece que un par de brazos emerge de las entrañas de sus ojos para tocarla pero son inciertos y volátiles y ya se han perdido de nuevo en aquella tiniebla.
Quien sabe, habrá que esperar quizá otra tarde como ésta, o puede que haya que esperar definitivamente a esa otra restauradora de la muerte. En sus ojos hay todavía algo más: aquella curiosidad originaria que hizo que el mascarón de proa transitara todos los mares.
La gorda se estremece sacudiéndose el sopor melancólico.
Hoy es noche de juerga.
Mientras elige ropones inmensos –restos del velamen del navío que cruzó los mares- piensa en todos los hombres que la han poseído. Los hombres son como niños, sigue pensando, necesitan esa palabra de ternura aun falsa –como ellos-, esa dulce mentira, ese creerse los mejores. Hay que protegerlos porque son en realidad frágiles y cuanto más inermes son, más desprecian a las mujeres considerándolas menos dignas de ellos. Como si ustedes fueran gran cosa, dan ganas de decirles.
Ella amaba a Matthew Modine.
No tenía duda de que Matthew Modine había venido al mundo para hacer el personaje de Birdy en la película de Alan Parker. Un muchacho que quería volar, y morir y volver a nacer como pájaro. Y así como él, desnudo, de cara a la ventana vivía como reales sus sueños, ella también soñaba con él y del mismo modo que a él le venían aquellas imágenes en que veía una enorme sombra de pájaro sobre la pared y él se transformaba y unía a la sombra, la gorda también hubiese querido tener alas y plumas.
Es cierto, habría sido un pájaro demasiado grande y pesado y las plumas anaranjadas no la favorecerían y así como a veces veía la escena ridícula –el bello muchacho y la enorme mujer alada- otras veces la dulzura de la escena estaba precisamente en eso.
Es tan hermoso, piensa, con una hermosura inocente que envidiaría una obra de arte, con una voz volátil y que permanece, como un perfume, con ese aire de ausencia y tan vulnerable: eso era lo que definitivamente la perdía.
A diferencia de a otros hombres, hubiese querido cuidarlo, llevárselo a su casa, cebarle mate y hacerle panqueques. Para las navidades harían turrones, revolviendo sobre la olla de hierro durante horas y horas el dulce amasijo de clara de huevo y miel. Vivirían una felicidad tan bucólica, tan de no creer, que nadie se atrevería a tocarla.
Ah, suspira: Birdy tratando de volar sostenido de las piernas por su amigo Al en los techos de la fábrica, o aleteando con ese aparato de Leonardo Da Vinci y era como si en su habitación acabara de producirse un vacío. Birdy había estado hasta un segundo antes...salió un momento, se decía, y ya regresará. Agitada por ese aire de inminencia, la recorría un escalofrío voluptuoso pero también delicado, tan firme y frágil como ese aroma que sale de las casas donde se venden ingredientes de repostería.
El recuerdo de tantos piringundines y noches de bailanta la acecha como una niebla maligna o como una delicada caricia. Depende de su humor. Hoy, por ejemplo, cuando todo es lindo, aquel aroma a asados en noches de verano, a yerba fermentada en los tachos de basura y a transpiración en la noche fragorosa es una especie de fantasma...y aquella noche...ella que no es una mujer tan vieja y que es a la vez la mujer más vieja del mundo la recuerda porque a partir de ahí supo que el sexo y sus debilidades, el sexo y sus poderes, iban a perderla. Porque si bien a veces uno se siente el ser más poderoso de la tierra, otras, se siente el más atado y vulnerable y aquel vasallaje y aquella esclavitud eran, paradójicamente, una especie de reinado.
Lo supo cuando aquella cosa nueva la doblegó con tanto ímpetu –los reyes son esclavos de sus propios reinos, el único ser enteramente libre es el que no hace ni espera nada.
Ah, piensa.
El sexo es algo tan hermoso. Muchas veces se le había ocurrido que así, lánguido e indiferente, el sexo de los hombres era una curiosa planta que germinaba en el momento exacto y cuyo fruto, en forma de dulce y pegadizo líquido, surgía cuando la vaina se transformaba en la dura flor. En eso contradecía temperamentalmente a los otros frutos, aquellos que primero son firmes y luego maduran reblandeciéndose –como un higo o una banana.
Sí señor, aquella noche había estado escrita desde hacía diez mil años. Lo supo tendida bajo aquella glicina mientras un aliento acre y palpitante susurraba obscenidades en su oído. Como en una paradoja, supo que las cosas más brutales son como las más delicadas, porque ser sometida así era un placer parecido al que se siente cuando se escucha alguna aria de ópera o cuando se piensa en las bondades más etéreas e inmateriales del espíritu humano.
No hay duda –asiente mientras va pensando- de que los hombres están hechos de un barro amasijado y maloliente que en la prehistoria mezclaron hechiceros borrachos de una primera tribu sobrehumana mientras bailaban una danza. Soplaron el barro y nació la humanidad. El primer hombre con sus primeros vicios. Desde entonces, cuando los hombres hacen el amor, repiten aquella primera danza de los hechiceros borrachos. Todos creen ser los primeros pero no hacen más que revivir el olvidado ritual. Unos saltan y corcovean como si desearan clavar la banderilla lo más posible porque creen que logrando sentir el primitivo frenesí, habrán de exorcizar algo, de lograr un regreso a aquella noche y quizá un no llegar a nacer la humanidad. Evitar el cataclismo del originario nacimiento igual que se reconstruye un trauma de la niñez: para revivirlo y librarse de él.
Por momentos parecen que están jineteando un potro salvaje. Para otros es una odisea. Si la sensible culebra termina por erguirse, es una hazaña. Cuando finalmente han conseguido guiar la flaca culebra a través de la caverna misteriosa –lo único que les interesa es su propia proeza y casi para nada la caverna misteriosa, lógico corolario de aquella arriesgada excursión- suspiran aliviados, y para colmo, lo que no les soportan las esposas le exigen que se los soporte ella.
Hombres, son sólo niños sexuados. Niños que en lugar de una bicicleta o un mecano, tienen una víbora entre las piernas e igual que los niños, son capaces de urdir una mitología alrededor de un juego en el fondo simple e inmemorial.
Hombres.
Después de aquella lejana noche no ha habido día en que no despertara pensando en ellos. No para tratar de comprenderlos –que bah - sino para tratar de ponerse a salvo. La experiencia de la vida es como las batallas aéreas, virar de pronto para no dejar que el enemigo siga por detrás.
De uno de los cajones de la cómoda saca un generoso corpiño. Se trata de dos sombreros de cuáquero unidos por la parte del ala. Enormes capelinas o bóvedas negras que se llevan en el pecho. Corre los breteles de su camisón y sus enormes pechos aparecen como los grandísimos ojos de un ave curiosa que despierta. Una gigantesca paloma que viene de dormir en techos empinados y busca una casa mejor pero no la encuentra.
Tiene esas arrugas rojizas que siempre se ven en las pechugas de las mujeres entradas no sólo en años sino también en carnes y como su piel es muy blanca, en los lugares más sobados –en realidad sólo se trata de los más sensibles pero el resto de la apariencia de la gorda hace pensar que se trata, efectivamente, de los más sobados- la piel tiene una coloración rojiza de batata recién lavada.
Hay dos clases de batatas: las amarronadas y las rojizas. Dentro de unos años la gorda seguramente pasará a la otra clase. Hoy, todavía se defiende porque el enrojecido parece el producto de un sol o un fragor recientes.
Ah, si las tetas conversaran a esa Pampa le dirían...canturrea al pensar en todas las manos y todas las bocas que han pasado por ahí. Ahora, de cara al espejo, parecen dos dirigibles vistos de frente. El Hindemburg y el Los Ángeles jugando una carrera. Ninguno saca ventaja y por el resto de la vida la paridad ha de ser absoluta. Termina de sacarse el camisón –puesto desde la mañana y que ya tiene ese olor a cucha característico de las habitaciones cerradas y de la ropa de cama- y su cuerpo aparece así, desafiante, orgulloso de su propia abundancia.
Las gordas excitamos los hombres porque somos generosas y hospitalarias madres en quienes pueden vengarse –con la picadura de la víbora venenosa- de mil traumas infantiles y de mil cuentas pendientes con sus madres verdaderas, se dice mientras acaricia al Hindemburg y al Los Ángeles. Mira su pubis. Es la entrada de un circo que promete mil maravillas. Aunque la marquesina parezca deshilachada. Recuerda aquel tipo que le dijo “te presento a un pendejo amigo”, mientras se tomaba uno de los vellos del pubis. Y el suyo es la entrada de esa secreta cueva donde duerme la sibila, porque las mujeres unidas al mundo por su sexo tienen una vaga y extraña sabiduría que los hombres suelen respetar. De algún modo, ellas conocen todas las fortalezas y debilidades inherentes a su condición de hombres.
Ha ido al baño a ducharse. El agua canta en su piel, invicta y tirante. Nos ha dejado solos en la habitación pero se la adivina cerca. Eso, y cierta animación en el aire la evocan con todo el poder de un olor o toda la firmeza de un recuerdo. Aquí, adheridos a las paredes, laten sus sueños, sus respiraciones dormidas y sus vigilias. Esos sueños en los que espera volverse pájara y pasar la noche con Matthew y así, vista desde sus sueños la mujer es un inmenso templo originador de la condición humana. Todo puede entenderlo y perdonarlo y será fuente de consuelos y alegrías descastadas.
Aunque ella no lo sepa, posee una cualidad primordial y única que se pierde en el fondo de los tiempos. Podrían desaparecer presidentes y fronteras: el mundo habrá de seguir andando igual. Pero que no desaparezcan las gordas soñadoras porque el mundo habrá perdido algo que no recuperará nunca. Sería como vivir sin la novena sinfonía de Beethoven o sin La Giocconda. Sería como vivir sin los desayunos tempranos en algún café en las mañanas de verano. O como vivir sin pájaros. Aquí están sus afeites. Potes: grandes, pequeños, de tamaños y formas curiosos, de colores como esos cuadros estridentes. Sin embargo tienen un poder de silenciosa y paciente evocación que no tiene la obra maestra más acabada. Cada pote, cada caja, cada frasco y cada tapa, son un sueño, una posibilidad, algo que se espera o quizá el nombre de ese muchacho que habrá de venir algún día a justificar o a coronar su vida silenciosa. No ha prolongado la enorme agonía del mundo ni perpetuado sus injusticias al no haber traído hijos –soy inocente en eso, piensa.
Al costado del espejo la gorda mira desde su foto de bebé y es de una inocencia tan profunda y conmovedora que cada cosa de su vida, cada experiencia perra, es una profanación. Evidentemente no han podido con ella que canta feliz bajo la ducha, entre copos de espuma que corren por las cubiertas del Hindemburg y del Los Ángeles y de la caverna de la sibila que todo lo adivina y por los puntales de la enorme carpa del circo y los manchones de piel rojiza.
Ha detenido el chorro de agua y sale de la ducha como una ballena recién arponeada. Hay una creencia general, que estimo correcta, acerca de que las gordas son generosas. Pareciera que el exceso de carnes resultara un símbolo de otras abundancias más íntimas e invisibles. Ahora la ballena es un pollo mojado mientras mira indiferente un extraño punto en la lejanía. Qué pensará. Qué evocará así desnuda. Posiblemente se diga que en algún sitio estará esperándola algún Matthew que la redima de anhelar a un viejo baboso que venga a buscarla en un Mercedes Benz. Cubierta por una toalla con un dibujo en el centro que parece la vela que en la vieja película, rasgaba Douglas Fairbanks, se encamina hacia la cocina y pone agua para el mate.
Adivino cuál será su siguiente paso: irá hasta la radio y pondrá una cinta. Signos inequívocos de que se ha vuelto melancólica o de que espera reunir la justa constelación de astros para conjurar el milagro y que le sea posible hallar a Matthew a la vuelta de la esquina.
Ha puesto su cinta para estas ocasiones. Ella, que no es culta ni mucho menos –lo cual la haga probablemente uno de los seres más cultos de todos-, sucumbe a una cosa, a “giusto cielo rispondete” –el final de Lucía de Lamermoor- cantada por Giuseppe Di Stefano. La voz tiene la curiosa propiedad de elevarla a ella y tenerla suspendida hasta la nota final. Le fascina que la voz sea bella y a la vez un poco rabiosa e imperativa y pensaba esto: si a alguien triste o indiferente lo ponen a escuchar a Giuseppe Di Stefano cantando giusto cielo rispondete mientras toma mate, por fuerza, su tristeza o su indiferencia tienen que desaparecer. Si no desaparecen, se trata de alguien sin salvación y mejor matarse porque un mundo donde Giuseppe Di Stefano ha cantado giusto cielo rispondete no puede ser, después de todo, malo hasta el fin, algo, algo, debe haber en alguna parte.
Con la última nota ascendente ha dado un frenético chupón a la bombilla, mientras cierra los ojos.
Ahora el circo se ha vestido para la noche de gala, esa gala perimida y vieja, como la de los funebreros, siempre con el mismo ridículo smoking queriendo convencernos de que se lo han puesto por primera vez y para un difunto especial. Sin embargo pareciera que hoy el circo de veras se ha vestido con sus mejores galas. El vestido, de un negro satén, con encajes y un gran vuelo, le confiere el carácter de una extraña dignataria erótica. Es como el Papa de esa religión del pecado. Una religión que conoce de oficiantes, practicantes, plañideras y simples acólitos que sólo saben de la silenciosa plegaria. Necesitan creer pero en el fondo no están del todo convencidos y se suman al culto para no pasar inadvertidos. Los brazos relucen portentosos: atraparán a cualquier incauto para convertirlo a la religión, parece corroborar el gesto que asoma en su rostro. Pero su rostro es a la vez una de aquellas pinturas sobre las que se ha pintado otra. Basta rasgar la superficie para adivinar la fragilidad que las inmensas vigas no alcanzan a disimular.
Un collar con una especie de ristra de soles de bisutería refulge igual que los tesoros de los incas, albergando mil misterios inconfesados. El pelo adquirió un extraño cuerpo bajo aquellas manos prestidigitadoras capaces de restaurar –a veces chapuceramente- esos desastres que hace el tiempo, incapaz nunca de hacer la vista gorda y que del mismo modo que si se tratara de antiguas cuentas pendientes, siempre está dispuesto a cobrarnos cada año, cada día, cada hora. Sólo si el anciano pudiera distraerse de cuando en cuando –dice para sus adentros- y esperar a que yo pueda...pero menor no, mejor ver la vida con ojos de pájaro que vuela.
Mientras ella acaba de vestirse he pensado que nada me costaría terminar la historia diciendo que su ruego fue escuchado, que el cielo le respondió y que en una de aquellas desconocidas mesas de alguno de aquellos ignotos bares de neblinas suburbanas encontró esperando a alguno de los infinitos jóvenes como Matthew que deben vagar por el mundo.
Es cierto, nada me costaría pero es más sincero dejar las cosas así. La veo ahora. Se ha puesto aquella colonia y ostenta una especie de erotismo gastado y a la vez añejo, donde mil placeres se acumulan invitando a la transgresión. Por momentos me parece un ser patético pero por momentos, me parece un ser exquisitamente sabio. De pie, mirándose al espejo, tal vez esté esperando que yo le depare esa felicidad merecida. Se lo debería. Debería hacerlo pero es que la vida no es así de sencilla ni así de buena –es como dice ella, un animal que muerde- ni admite los finales felices. La vida es obstinada sólo en la fealdad y la crueldad, pese a que la hermosa gorda ingenua parezca proclamar lo contrario.
Quizá, después de todo, ella sea capaz de encontrar por sí misma a su ángel transgresor sin necesidad de mi ayuda.
Parece haberlo comprendido porque primero agacha la cabeza. Luego mira levantando la frente. Mira con una mirada tan altiva, tan segura y sus ojos adquieren una tonalidad tan colmada y alegre que entiendo que ella no se arredrará jamás ante nada.
Abre la ventana y el aroma de los tilos en el mes de diciembre se precipita sobre ella en toda su firme delicadeza y lo aspira también delicadamente, como quien devuelve un gesto inesperado de cortesía que, de pronto, no es un gesto de cortesía sino un mensaje, cifrado, breve y profundo.
Ha dicho algo al mirarse. Ha puesto las manos en la cintura y meneando las caderas, en un tono firme dice: “ya pueden venir los tigres con sus garras”. Cierra la ventana y sale.
Deja un aura de colonia dulzona, un aura cautivante que contiene la añeja sabiduría de su sexo y cierra la puerta del cuarto, que queda en silencio, impregnado de su presencia.
Un instante después, se oye la puerta de calle.
La gorda ha salido. Ha salido a la noche.
Dic.89

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