Al volver al texto de Ocurre al otro lado de la noche pensé en la relatividad del concepto de “madurez escritural”, o en sus alcances. Puede que la escritura haya madurado como significado, interiormente, y surja ya madura pero con intuiciones vinculadas a ese modo de sentir primordial frente a un texto. Con el tiempo, se agrega oficio a partir de hábitos y una necesidad de producción, a la vez que se mantienen los estímulos originarios que hicieron que la escritura surgiera como proceso. Otra cosa que pensé es que hay dos clases de novelas: las que un escritor elige escribir y las que se le imponen. Dicho así surge la propia relatividad de la categorización, ya que hay obras inclasificables desde ese criterio (como Pedro Páramo, de Juan Rulfo). No obstante, en otros casos es muy válida: Por ejemplo, seguramente Marco Denevi eligió escribir Ceremonia Secreta o los cuentos de Hierba del cielo, o Variación del perro del modo en que lo hizo. Este último lo escribió por encargo de Alberto Manguel, en un día: ¿hay diferencia entre una obra hecha por encargo y otra profundamente meditada? ¿El espacio de libertad está en el origen de la escritura o es la propia escritura? Tampoco tengo dudas de que novelas como Memorias de Adriano, Viaje al fin de la noche o El juguete rabioso, se impusieron a Marguerite Yourcenar, Lois Ferdinand Cèline o Roberto Arlt y las escribieron a pesar de ellos y con lo mejor de ellos. Esas novelas se abrieron paso a través de sus vidas para instalarse en ellas. Quizás así se pueda explicar como alguien como Cèline, un antisemita, colaboracionista de los nazis, hubiera podido escribir una novela como Viaje al fin de la noche. Fue de esta obra de donde tomé el título, del epígrafe que dice “Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario, de ahí su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginación. Se trata de una novela, nada más que una historia ficticia. Littré, que nunca se engaña, lo dice. Y además todos pueden hacer lo mismo. Basta con cerrar los ojos. Ocurre al otro lado de la vida” Es curioso que hable de un viaje enteramente imaginario cuando escribe una novela autobiográfica, y lo que ocurre al otro lado de la vida sucede o en la muerte o en algo que está más allá de la vida conocida, algo que nos diga que la vida puede ser peor de lo que conocemos. Lo que Ocurre al otro lado de la noche es algo que sucede en el día o bien, en una noche más profunda. A diferencia de las otras dos, es una novela que elegí escribir de este modo: con tres capítulos a los que corresponderían tres técnicas narrativas diferentes: el discurso indirecto libre, un personaje en primera persona y un narrador por detrás.
I. Para hacer la arqueología del texto debería remontarme a una tarde de 1983 en que el escritor y crítico Helén Ferro entrevistaba a Oscar Hermes Villordo, de quien acababa de ser publicada la novela La brasa en la mano Era la época de la dictadura. Villordo dijo entonces que la obra trataba de “las amistades apasionadas”. Cuando la leí descubrí dos cosas: Que era de la mejor prosa que había leído, y que “las amistades apasionadas” eran en realidad el mundillo gay de un Buenos Aires intemporal. Era algo nuevo: la mejor prosa al servicio de un tema prohibido y los dos términos parecían potenciarse mutuamente. No hay temas ocultos o menores para una buena prosa. No hay nada que ella no pueda narrar sin dejar de ser la mejor prosa. El serlo es lo que ilumina al asunto narrado y lo hace ser digno de la literatura. Los asuntos novelísticos presentan un desgaste. El concepto de buena prosa no implica una ruptura. La ruptura está en la función de la buena prosa, desplazada de lo no tradicional, que busca algo más para narrar. El efecto será mayor con algo “prohibido”. Había hecho dos años de taller literario con Federico Peltzer y desde entonces me pareció central el concepto de una buena prosa. Sin una buena prosa no hay nada y una buena prosa puede dar cuenta de todo. Obras como Redención de la mujer caníbal, o Hierba del cielo, de Denevi, son ejemplos de eso: la palabra vale por sí misma, puede abrir mundos. La palabra es en si misma una experiencia, una de las más poderosas de la literatura y cuando el lenguaje debe ser objeto de un trabajo, es para deconstruir es buena prosa y convertirla en otros discursos.
II. Otro de los textos fundantes fue La motocicleta (1962) de Henry Pieyre de Mandiargues (1909-1992), prototipo de la novela lírica. Narra el viaje entre Haguenau y Heidelberg de Rèbbeca Nul, quien va al encentro de su amante, Daniel Lionhart, en su motocicleta Harley Davidson. Ese viaje es una recapitulación sobre todos los viajes y la historia involucrada en ellos. El presente del movimiento se funde en el recuerdo como el sueño en la vigilia y la metáfora trabaja permanentemente en ese itinerario. No es una novela de personajes. Ellos son una fuerza que necesita la narración, un pretexto para la metáfora: “…había abierto de par en par el gas en cuanto hubo vuelto la esquina del pilar blanco en que se apoyaba la valla. Había retumbado el trueno de costumbre, y se encontró proyectada hacia delante sobre el asfalto sombreado por los pinos. Con un pequeño movimiento del pie, mientras con la mano reducía…la admisión y luego la volvía a abrir del todo, puso la segunda, e instantáneamente (parecía) la aguja del contador había rebasado la cifra 80. Entonces la motorista había puesto la tercera, y luego había cortado el gas, porque a más de ciento diez kilómetros por hora estaba llegando a las primeras casas de Haguenau. A menos que se hubiera tapado las orejas con cera, Raymond tenía que haber oído algo, se había dicho al alejarse del pabellón, mientras a su espalda los pinos superpuestos por la velocidad se acercaban en el espejo retrovisor como los muros de agua del mar Rojo tras el pueblo de Israel. Habiéndose desembarazado del imaginario faraón que, si hubiera querido perseguirla, habría sido tragado por la oscura ola” (Biblioteca breve de Bolsillo, Alianza Eitorial, 1963, pág. 17) La difusa idea de Raymond se equipara al imaginario faraón que de tratar de perseguirla se toparía con el mar de pinos cerrándole el paso. Sólo que la imagen de los pinos como un mar que se cierra viene de la pura velocidad y la de Raymond de la quietud. “Entonces pensó que estaba soñando, dentro de su sueño, y olvidándose de que no podía moverse se volvió hacia la pared. Al principio se maravilló de haber recobrado el dominio de su cuerpo, pero se encontraba entre las sábanas, bajo un pesado edredón y no sobre el felpudo sofá de la librería…¿Estaba soñando? Se dijo que había soñado, pero que ya no soñaba. ¿Y cuándo había dejado de soñar? (pág. 80)
Así también: “…tiene un aroma lejano a perfume y otro, más próximo, a sudor, pero es un sudor destilado suavemente, de a poco y que se mezcla con ese sedimento de olores que va dejando el día a lo largo de las horas en una piel que así, parece un jeroglífico, como uno de esos palimpsestos borrados y escritos de nuevo; el mensaje es intraducible y aun así se lo traduce, es un acertijo y no sabemos qué significa, por eso el cuerpo es un símbolo que nunca se agota, ni aun después de destruido…duerme ahora, respira un aire denso y arterial que, como las calles de la noche, se hunde en la penumbra y me acerco…” (Ocurre al otro lado de la noche, “Ella”, pág. 98, Corregidor, Bs.As., 2010) Se entra y se sale del sueño y en la vigilia se recupera algo que está en ese sueño, inaccesible. En ese último viaje ha habido símbolos de muerte: un auto cuya cola tiene forma de ataúd, una fantasmal estación de servicio; luego aparece un camión de cerveza con una esfinge de Baco y esa aparición se reitera hasta la escena final en la cual Rèbecca, que intenta eludir al camión que ha cambiado de carril, se desliza en una mancha de aceite: “El muro verde parece precipitarse a casi ciento treinta kilómetros por hora, y el Baco coronado de espinas llena por completo el campo visual de Rèbecca. ‘El universo es dionisiaco, piensa con profunda persuasión, mientras miles de puñales se precipitan sobre ella y le parece que sólo le producen una única herida, por la que su amante se expande en ella. Un rostro desmesuradamente sonriente va a engullirla (y la contempla con infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites), un rostro humano o sobrehumano, el último y tal vez el auténtico rostro del universo” (pág. 187) El rostro final es el único y verdadero rostro del universo, condensa y cierra una historia. Aquello que es llevado al infinito se convierte en su opuesto: “infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites”.
Del mismo modo: “Han de ser las dos de la tarde…El timbre no vuelve a sonar. Michel levanta las persianas. La luz lo enceguece un momento, como si la vida que había quedado sin transcurso se hubiera amontonado ante su ventana para caer de golpe…pero es temprano. Para lo que sea es temprano. Es temprano para todo. Abre la ventana de par en par y ruidos profanos invaden su santuario. Es temprano…pero hay que apurarse igual porque la vida consiste precisamente en eso, en una emboscada en que de pronto es temprano y cuando uno se detiene a descansar, cuando uno simplemente se descuida, ya es demasiado tarde…” (Ocurre…”Michael”, pág. 123) La marca es, al principio, meramente temporal: las dos de la tarde. A partir de ahí comienza una variación sobre el primer tema (es temprano), primero por lo temprano de la hora, luego por lo temprano en todo, pues aún se pueden hacer muchas cosas, hasta que “hay que apurarse” introduce el segundo tema: que en cualquier momento puede ser demasiado tarde. Es un modo de asumir ese sentido de los opuestos. Personajes sin nombre, uno, con un nombre que no lo es, que es un apelativo y de ese personaje, del cual se puede atisbar una designación a la manera de nombre, es mostrado por un narrador que no lo descifra.
III. Son los capítulos de Ella y de Michael los más poeticos. La función de lo poético en la prosa recorre toda la obra de Luís Alberto Ballester, un escritor que había nacido en 1929, a quien conocimos por sus programas en Radio Municipal. “Aletea la ropa solitaria con el viento/es el paraíso invernal de mi cuerpo/que danza en los días que aún son míos” (de Brilla la cercana luz Torres Agüero, 1992) Ballester fue un gran erudito cuyo lenguaje oral quizás superara al escrito. Hay muchas de sus metáforas en la novela. La ciudad, lo alto, los mensajes cifrados, el exilio: estos tropos la atraviesan. “Salimos del bar. Ahora el viento soplaba del oeste, del inmovilizado mar de la pampa. Caminamos bajo la recova de Leandro N. Alem, doblamos en una perdida calle. Y todo empezó a hablarnos. Se levantaban de pronto paredes, quebradas por cicatrices, hundidas a trechos en pequeños hoyos habitados por la magia. El color lo habían formado las repetidas lluvias, el lento girar del sol sobre su superficie, el roce del tiempo, también la pisada leve de los insectos y el crecimiento del musgo; pero algo como la memoria de la vida de los hombres surgía de ese muro, estaba tejido pos sus dolores y alegrías, por el amor que lucha contra la muerte. Y también, más adelante, escuchamos el caer del agua pura y embriagadora. Todo nos hablaba; se abría a mitad de cuadra una ventana, de ondeantes cortinados, plena de un idioma silencioso pero sutilmente expresivo. Y esa ventana, y el muro y el agua que compasivamente nos otorgaba la merced de entreabrir su misterio” (Luís Alberto Ballester “Oscuridad resplandeciente”, de Las oscuras hazañas. Ediciones Buenos Aires Secreto, 1973) Así: “La noche transcurre de a poco, como un misterio, enervada en las calles, cobijada en los interiores. Va primero consolidándose a sí misma en ese aire descreído que respira y bajo el cual vagan sus seres, distintos a los de la mañana y de la tarde. El mundo de la noche es entonces vedado y melancólico y otra cosa reina en él. Luego la noche de a poco va diluyéndose y lo otro se insinúa, lo diurno se pone en marcha de a poco, con su aire que parece nuevo donde late una inminencia. Entonces la cara prosaica se perfila y se instaura y las calles ya se vuelven un hervidero” (Ocurre…”Michael”, pág. 115)
En Techos de Buenos Aires Ballester reedita uno de sus leimotivs: la ciudad despunta una magia y un idioma que expresa en sus edificaciones, que enlazan las zonas de la tierra y lo alto:
"En los techos, las jaulas rompen todos sus barrotes y enloquecen. La libertad los recorre...Gestos impensados se recortan en los atardeceres. De golpe, una mujer eleva un brazo y el cielo lo aprieta, tan azul como el dios Rama o Paul Eluard. Lo humano es más abiertamente humano, se manifiesta con más intensidad: algunos viejos dormidos, dorados por el sol, tal vez tratando de escapar de la muerte, o esperando ser cazados por un ángel; sobre sus cabezas penden a veces pequeñas jaulas sin puertas, donde la luz pasea" ( Techos de Buenos Aires. Torres Agüero, editor, 1985)
Lo alto es el espacio de la libertad: no es que una mujer recorta su brazo contra el cielo, sino es que el cielo lo aprieta azul como un dios: lo otro se humaniza.
"...la ciudad da la sensación de un inmenso cuerpo, desteñido y solitario; las calles son venas y las paredes, son palabras y diálogos dichos por la gente que se han cristalizado, que se han fijado en las fachadas de las casas, es como si hubiera allí palabras esculpidas, es tan evidente que sólo haría falta detenerse a leerlas pero si nos detenemos, ante eso tan evidente, comprenderemos que las señales, a pesar de lo visible, están ocultas bajo un alfabeto extraño, bajo signos que no entendemos y debemos continuar, sabiendo que existe el mensaje pero sin poder leerlo...las plazas son como ojos...uno tiene la sensación de que, igual que la vista, nos conectan con algo que está más allá, que eternamente evocan y lo pienso ahora que caminamos entre pinos que se alzan hacia un cielo de incipiente complejidad..." (Ocurre "Ella", pág. 103)
Hay un mudo idioma que es evidente pero que al mismo tiempo se pierde y un ámbito sagrado que es la noche, cargada de llamados y símbolos. La luz la hace profana. Las cosas están animadas, tienen una vida propia. Son esa vida y a la vez un símbolo. Ese animismo fue tomado por Ballester de Guillermo Enrique Hudson, escritor al que admiraba. Ocurre al otro lado de la noche sigue siendo una novela del lenguaje puro, en el momento de descubrir que se podía tener un manejo de ese elemento nuevo del lenguaje, manejarlo estéticamente y a la vez ser llevado por él.
Eduardo Balestena
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