A Rafael de Diego y los suyos, vecinos históricos
Hasta que no emprendemos la aventura de una mudanza no somos concientes de la experiencia que nos aguarda. En cuestión de horas, nuestro orden doméstico conocido se disgrega en cajas y canastos. Cuánto tiempo ha pasado, después de todo, a juzgar por todo lo que acumulamos.
Bruscamente arrebatada de su estante o su cajón, cada cosa parece descolorida, como si la aquejara una vejez de la que no nos habíamos percatado. Si ellas son viejas, es que nosotros también lo somos.
Lo que hasta ayer habíamos tenido a la mano, ha desaparecido pero aquello otro cuya existencia no recordábamos ha llegado vaya a saber de dónde. Está el boletín de tercer grado pero no la última boleta del inmobiliario.
Depositadas bruscamente en ese caos, las cosas parecen tristes, como si nos pidieran regresar a ese lugar en el cual se veían jóvenes y sin tierra. Y nosotros también queremos regresar, si fuera posible al vientre materno; abandonarlo es la primera y más drástica de las mudanzas.
Y los papeles: un repertorio de viejas cartas, notas o formularios de proyectos truncos y olvidados. Nuestra vida desfila ante nosotros bajo la forma de ese caos polvoriento. Habremos de deshacernos de objetos, conservados por si algún día los necesitáramos, pero no de los juguetes del primer baño de nuestros hijos, que bruscamente nos marcan que el que primero los usó ya es adolescente. ¿Cuándo transcurrió todo ese tiempo?
La memoria de otros lugares donde hemos vivido también aflora, como los trastos viejos. De cada uno de ellos hubiéramos querido salir de una mejor manera, y algo de nosotros busca volver para ajustar aquellas cuentas siempre pendientes, igual que el fantasma de Canterville, para poder descansar en paz. Pero no es así. No se vuelve. Aquellos sitios no son lo que la memoria ha rescatado de ellos. Ya no están, o son peores.
Los nuevos vecinos, por otra parte, no parecen verdaderos, sino actores que se hacen pasar por aquellos otros; que todo es una trama destinada a que, como en “Trampa para un hombre solo”, nos hagan confesar dónde ocultamos un cadáver. Nuestros verdaderos vecinos ya no están ahí. Otros han usurpado su lugar. Pero nuestros verdaderos vecinos ya no lo son. Estos no tienen historia, y por eso no parecen verdaderos. Los otros tienen historia pero ya no son verdaderos. Quizás, después de todo, sea nuestra historia la que no es verdadera.
Inocentemente, habíamos quitado a las cosas de ese estante con la idea de devolverlas a un lugar que nos parecía obvio, pero que aún no tenemos para ellas. Pensamos que, al colocarlas en la caja, recordaríamos la caja, y de donde provenían; pero las cajas, como la memoria, esos siglos de viejas batallas y olvidadas derrotas, se mezclan.
Sin embargo, poco a poco, las cosas van retomando un orden, que aunque diferente, es orden al fin, sus rasgos de juventud vuelven a aparecer cuando encontramos otro sitio para ellas, y casi todo parece volver a ser prácticamente lo mismo, aunque una profundidad se haya abierto para decirnos aquello que pudimos haber vivido y que no vivimos. Las mismas cosas, históricas, que parecieron viejas y llenas de tierra, son quienes terminan por encaminarnos. Mudamente nos dicen que mañana será otro día, que ellas seguirán con nosotros, y que aún nos quedan muchas páginas para escribir, porque los lugares, como los perros, terminan por parecerse al dueño.
Eduardo Balestena
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