domingo, 11 de septiembre de 2011

Tierra de nadie








Siempre imaginé que la noche menos pensada el Chacho lo iba a matar pero la tarde en que tocó el timbre de mi casa para decirme que había encontrado al tontito muerto me sorprendió.




Esa vez la policía vino cuando se la llamó.

A esta hora toda la cuadra lo debe saber.

Cuando sentimos los gritos aquella noche y llamé no vino la policía. “No, dejáme”, gritaba el tontito y se escuchaban los golpes que le daba el otro. Al día siguiente vimos al tontito con la cara –roja y alcohólica- toda lastimada.


Pensar que anteanoche mismo yo pensaba “que tranquilos están” y como a las dos y media nos despertó el tontito, cantando a los gritos –valga la contradicción. Que contento parecía. A las seis menos cuarto, cuando nos levantamos sin poder dormir, ya se había callado.



Después de aquella paliza no lo vimos durante bastante tiempo y aparecieron otros, el Beto, el Tío Cosa –le decíamos así porque era una maraña de pelos que emitía un sonido gutural, a medias entre la voz de un borracho y un graznido. Apareció en un Taunus Ghía viejo que dejaba en la vereda. La señora de al lado no podía ni salir, porque le ocupaban la entrada o le hacían de todo. Nadie podía pasar y en las noches se emborrachaban y gritaban. Fue cuando pusimos la membrana acústica, el doble vidrio y los burletes...


No sé cuantos meses o años duró eso, pero fue peor cuando apareció el mula, el que habían echado del prostíbulo y que empezó a vender droga ahí. Pasaba con esa maraña de pelo de virulana en la bicicleta y además de vender marihuana la fumaba en la vereda, cuando con otros dos o tres se ponían a decirles cosas a las chicas. A alguna le hicieron algo más porque un día apareció la policía. Una menor, dijo el señor Anselmo, que vive enfrente. Ellos se ponían en la vereda y se mamaban ahí. Pasaban horas y horas de la noche en la vereda a los gritos y nosotros no hacíamos nada por miedo ¿Quién nos iba a proteger? Después entraban y se sentían las risotadas y los gritos toda la noche. Pensábamos en cuántas casas viejas están llenas de tipos así, y que a muchos otros estoicos vecinos les estaba reservada la misma suerte que a nosotros.


Parece que hubo un tiempo en que los padres del tontito habían hecho esa casa. Luego algo pasó. Los padres se peleaban. La madre se volvió loca. Se separaron. Se fueron y quedó el tontito que empezó a desarmar la casa y a vender los materiales hasta convertirla en esta ruina. Luego él desapareció y más tarde volvió. Ese es el ciclo que hacen todos: están, se los padece, desaparecen pero vuelven, siempre vuelven, ellos u otros que son como ellos, por eso parece que cambian y a la vez son los mismos.


Cuando fuimos a vivir al barrio, hace cinco años, esa “casa” ya era una ruina; había desaparecido casi todo el techo, por eso la humedad del agua de lluvia nos viene a nosotros, la parte de arriba no tenía escalera ni ventada; pero vivían ahí un hombre, unas chicas y unos nenes chiquitos; sin luz, sin gas, sin agua. Todo lo habían cortado hacía años (nosotros no podemos dejar impago ni un bimestre, enseguida nos intiman, pero en lugares así nadie intima, nadie ejecuta y

todo vale). Nos llevábamos bien con ellos. Les comprábamos cosas en el supermercado, les dábamos ropa. Eso hasta que los sacaron los del prostíbulo y vino a vivir el mula.


Pensar que tiran casas buenas para hacer dúplex y edificios y este aguantadero subsiste, desafiando fideicomisos, políticas de inversión y la paz de todo el barrio.


Luego supimos que “la casa” estaba en juicio –desde hacía unos once años- Movimos cielo y tierra hasta dar con el paradero del juicio, en el juzgado 10. Era cierto. Una ejecución hipotecaria. Estuvimos felices cuando supimos que la “casa” estaba por ser rematada. Años y años de espera finalmente quedarían atrás. Casi festejamos entre todos los vecinos y, felices, esperábamos el día de la subasta. Sería el fin del Chacho, del tontito, del mula que vendía drogas, del Tío Cosa, del Beto y de todos los que, meticulosamente, nos habían arruinado la vida durante tantos años.


Pero el mismo día del remate la curadora interpuso una nulidad y quedamos todos en el punto de partida. De pronto, habíamos retrocedido otros diez años, hasta cuando la ejecución fue iniciada, en el año 2000. Aparentemente, la subasta había violentado las “posibilidades defensivas de su pupila”, la madre del tontito. Resultado: todos se quedaron. Se perdió otro año. Siguieron con las borracheras, las drogas, las peleas, los gritos. Seguimos con miedo: al mula, a los amigos del mula, a sus clientes, al regreso a casa de nuestros hijos, a las palabrotas.

A la pupila, al Chacho, al mula, los protege la ley –es decir su inoperancia, que es lo mismo- pero a nosotros no. Somos nosotros los que estamos ahí, al lado, pared por medio, sin que nadie vaya a venir ni cuando se emborrachan, ni cuando se drogan, ni cuando se pelean ni cuando les dicen cosas a las chicas que pasan.



En la época del mula, antes de que le hicieran los dos allanamientos por lo de las drogas, subían al primer piso, borrachos y drogados. Sin escalera y sin luz, igual subían y hacían fuego. Quemaban un viejo ropero de roble, tomaban vino de caja y hacían hamburguesas. Las chispas volaban en la noche, ellos gritaban pero nadie venía entonces.


No recuerdo cómo llegó el Chacho, con su apariencia feroz. Seguramente como todos. Parecía siempre a punto de explotar y el tontito, cuando yo le compraba remeras que vendía por la calle, me confesó que le tenía miedo.


El señor Anselmo le dijo a la policía que la hermana había escuchado que anoche lo habían traído tan borracho que no se podía tener en pie; que se había tomado una botella de whisky a la noche y otra a la mañana, según dijo el Chacho. Cierto o no, apareció muerto.


¿Y ahora qué?


Vendrá alguien más: puede ser, y también que haya más muertos. Que vendan más drogas…que vuelva el Tío Cosa…todo puede ser porque nosotros y nuestra vecindad no le importamos a nadie. Nosotros seguimos siendo los olvidados porque en otras partes, todo el tiempo, pasan cosas mucho peores a que alguien venda drogas, mate a otro o se muera ahogado en alcohol o fume marihuana o viole a una nena.


Podríamos pensar que el tontito dio su vida para demostrar la inutilidad de la justicia. Pero no era necesario, eso ya se sabe.


Nosotros sólo queríamos sacárnoslos de encima. Pero no se puede. Nunca se puede. Siempre pasa algo o deja de pasar. Los intereses de la pupila o la nulidad por la nulidad misma o la ebriedad o el crimen o la muerte. Todo menos lo que debería pasar.


Qué más da si lo mató o se murió. No importa porque en esta jungla puede pasar cualquier cosa y sólo debemos refugiarnos, cerrar las puertas, soportar y esperar que, por mero azar, nada nos pase porque seguiremos siendo los olvidados en una tierra de nadie.











Eduardo Balestena




ebalestena@yahoo.com.ar

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