miércoles, 31 de marzo de 2010

Mi amigo Juan

Cómo lo quiero a Juan. Es el tipo más sensacional que he conocido. Haría cualquier cosa por él y jamás permitiría que nadie lo perjudique; más todavía: prefiero que me dañen a mí antes que a él. No puede esperarse otra cosa después de tantos años juntos, en la primaria y la secundaria, cuando compartimos el banco, los buenos momentos y las tristezas; el fútbol y las picardías de adolescentes. Pero lo que más nos unió - sin duda - fueron las andanzas con mujeres. Sí , hemos sido muy mujeriegos. Ahora ya tomamos la vida más formalmente. Total, ya las hicimos casi todas; creo que no nos quedó tugurio diurno o nocturno por conocer. Y siempre inseparables. Recuerdo que hasta lo hicimos en el mismo dormitorio con algunas amiguitas. Y que intercambiábamos los teléfonos de nuestras locas, para compartirlas: un fin de semana cada uno y después a contarnos todo, con lujo de detalles. Era como tener un confidente, un evaluador de las propias aventuras, un juez imparcial, inobjetable y fiel. Mediante nuestro sistema de cruces informativos aprendimos a conocer las malas artes de las putas con las que nos divertíamos. En fin, ahora, más allá de los treinta, sentamos cabeza. No sé si llegaremos a algo tan complicado como el
matrimonio, pero, por lo menos, mantenemos parejas estables. Por eso, y por nuestro pasado, debo advertir a Juan sobre lo que sé; le voy a contar todo, como en nuestros mejores tiempos. Este problema empezó con un encuentro casual, tras un largo tiempo sin vernos, a causa de mis viajes de negocios al interior. No lográbamos arreglar un encuentro, aunque mantuviéramos los contactos telefónicos. Así fue como nos informamos de nuestras nuevas parejas, y hasta proyectamos compartir alguna cena con ellas. Yo quería presentarle a Zulma y él a su Mónica, pero lo postergamos una y otra vez, hasta el día en que acompañé a mi novia hasta el banco donde trabaja y allí nos topamos con Juan y su compañera, ubicados en la larga fila , para ingresar cuando abrieran. Fue una situación incómoda, en el frío de esa mañana, estando todos escasos de tiempo y sobrados de ropa. Zulma saludó, apenas con unas palabras, se disculpó y entró a trabajar, mientras yo acompañé a mi amigo y a Mónica, (que en ese momento me fue presentada) por unos minutos, en la calle. La mayor parte del diálogo y la más eufórica, llena de códigos secretos, la mantuvimos Juan y yo. Ella quedó de lado, como una imagen fuera de foco. No pude estudiar bien su aspecto, tal vez porque el gorro y la bufanda le ocultaban un tanto las facciones. Sin embargo, mientras Juan me hablaba, yo sentía que ella irradiaba algo. Pese a las pocas secuencias en que pude contemplarla, percibía algo, instintivamente, como los perros que olfatean desde lejos a la hembra. La charla fue superficial, llena de generalidades corteses que renovaron el proyecto de un encuentro para cenar, o tomar algo en grupo. Pero la presencia de ella quedó circulando por mis venas como algo que tendría que digerir con más tiempo. Tras la despedida, el encuentro quedó en mi memoria como las secuencias simples de cada día, cuando la atención se centra en un punto - digamos - la ventanilla y el boletero, mientras lo que pasa por los costados se percibe como una nebulosa.
Tuve que pensar mucho. Recreaba constantemente el encuentro, abriendo más y más el angular para incorporarla a ella y dejar a Juan en segundo plano. Y ella se me hacía cada vez más familiar. Hasta su perfume me había quedado estampado en la memoria. ¿O sería que se trataba de un perfume que ya conocía? Entonces se me hizo la luz: ¡Si señor, la conozco! Y ahí, todo se hilvanó rápidamente: había sido en uno de mis viajes a Mendoza, un par de años atrás, cuando un colega de trabajo, con el que compartíamos la habitación del hotel, me arrastró a un cabaret de mala muerte, en el que algunas mujeres hacían streap – tease y convenían citas. Por no dejarlo solo accedí. En el local, mientras me aburría, mi acompañante se prendaba de una de las “artistas”; tanto, que la invitó a nuestra mesa, mozo y propina mediante. Al rato, la tipa estaba abrazada a su cuello, instalada sobre sus piernas y besuqueándolo. Me sonreían de tanto en tanto, logrando ponerme más y más incómodo. Yo conocía demasiado ese juego y - además - me sentía cansado, sin ánimo para aventuras (y menos ajenas). El generoso propósito de dejarlos solos fue el pretexto ideal para despedirme y regresar al hotel.
A la mañana siguiente, mi colega dormía como un tronco y la habitación apestaba a ese perfume que llevaba la mujer de Juan. ¡Ahora había superpuesto las fotografías! no cabía duda: ¡ Aquella alternadora del cabaret de Mendoza... era Mónica! Como si con lo fisonómico fuese poco, recordé, además, los espectaculares detalles de la aventura sexual con la tal Mara, que mi colega relató minuciosamente durante nuestro vuelo de regreso.
No tuve que dar muchas vueltas para decidir que Juan debía enterarse de todo. Sé que muchos me habrían aconsejado un piadoso silencio, pero yo considero que nuestra amistad está por encima de lo que, para el común de las gentes, es una conducta “normal” o “adecuada”. Por eso estoy aquí ahora, sentado en un bar, esperándolo, para darle la cruda novedad. Tal vez le duela, pero me lo agradecerá. Comprenderá que se trata de un gesto como los pactos de confidencia de nuestra juventud.
Lo veo llegar, agitado y pálido. Nos saludamos y pedimos café, para ir enseguida al grano. Le explico que lo cité de urgencia, porque el tema es importante, pero me interrumpe. Perdoname - justifica - pero lo que debo decirte yo, seguro que es más urgente. Y entonces me cuenta que, durante el encuentro en la cola del banco tuvo que disimular - y luego pensar mucho - hasta que, haciendo honor a nuestros viejos hábitos, se decidió a contarme todo. Toma aire y me zampa que ya conocía a Zulma, porque una vez, por un aviso en un diario, contrató sus servicios como “acompañante VIP”. Lo dijo todo de corrido, como quien vomita. Ahora, más calmado, revuelve un bolsillo y saca un papel plegado, al que desdobla con delicadeza. Lo ha copiado de Internet, y me lo alcanza. Allí está Zulma, sonriente, posando desnuda sobre un tapado de piel blanco.

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