La literatura, como cuestión en sí misma, parece un concepto plural: podemos abordarla desde los ejes tradicionales de la relación autor, época y obra; o como un proceso abierto cuya reescritura puede intentarse con nuevos puntos de vista.
El libro
Panorama de la Literatura Argentina Contemporánea, de Silvina Marsimian (directora de las series Historia de la Literatura Argentina y Grandes Escritores Latinoamericanos, que publicó Página 12) y Marcela Grosso (Santiago Arcos, editor, 2009) se adopta como criterio el de las lecturas de la producción literaria llevadas a cabo por revistas culturales de difusión masiva dirigidas al lector medio. En un segundo recorte, son tomadas revistas que se ocuparon del campo literario. Se busca con ello una alternativa distinta a la de la propuesta descriptiva del siglo XIX: “Y en la cadena de enunciados que conforman la literatura, tomamos en préstamo las palabras de Saer que, dice, son de Borges quien cita a la vez a Valèry: ‘Una verdadera historia de la literatura debería ser una historia del espíritu como productor o consumidor de literatura, historia que podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor’ ” (pág.7).
Ejes y discusionesEn las revistas culturales se reflejan por una parte las alternativas de una sociedad y por otra se llevan a cabo relecturas, se discute un canon vigente o se instituye a uno distinto. Ellas, en sí mismas, marcan la sucesión de criterios y modos de lectura e interpretación. Así, publicaciones como Sur, Contorno, Crisis, Primera Plana o Punto de vista, o suplementos como los de Clarín, La Nación, La Opinión, o Página 12, son barómetros que permiten establecer la disposición del campo cultural en un momento determinado.
El desarrollo del libro está arbitrariamente dividido por décadas. Todo corte en el fluir literario implica una arbitrariedad: muchas obras fueron escritas en una década y publicadas en otra, o su relectura se produjo en un momento distinto y rescató una producción postergada hasta entonces.
Lo que es posible distinguir son los distintos debates, líneas que van marcando fuertemente las preocupaciones que predominan en la producción escrita.
Las décadas como medida de las discusiones <
Las décadas son una medida determinada para referirse a las discusiones que se abren en el proceso de lo literario. Están desarrolladas las obras y autores más significativos, hayan sido o no los más conocidos.
En los años cincuenta, las cuestiones pasan por la elección del idioma espontáneo y coloquial del Adán Buenosayres, en el cual Marechal entierra simbólicamente una época, el surgimiento de Contorno (y la relectura de Arlt por Masotta), la aparición de novelas como el Adán Buenosayres, El Túnel de Sábato, y El examen, de Cortázar.
Los años sesenta están marcados por el sentido lúdico y experimental durante buena parte de la década, y por la aparición de obras de no ficción, de investigación de la realidad y de compromiso político.
En los años setenta la opción gira hacia la alternativa de un arte revolucionario, la participación política y la aparición de voces propias, como las de Héctor Tizón, Antonio Di Benedetto o Justo Ortiz, que desde un lugar primero ignorado, formulan una propuesta genuinamente literaria y perdurable. La década finaliza con un saldo de represión y un holocausto bibliográfico en el que fueron destruidos más de un millón y medio de ejemplares del Centro Editor de América Latina y la desaparición, tortura y exilio de muchos escritores.
Los ochenta están signados por publicaciones como la revista Punto de Vista, fundada por Carlos Altamirano, Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo, y escritores como Di Benedetto, Piglia y Juan José Saer o David Viñas, quien cita las palabras del General Saint Jean: “Primero vamos a matar a todos los subversivos, después, a sus colaboradores, después a los indiferentes. Y, por último a los tímidos”.
Los noventa aparecen marcados –en el escenario global que condiciona el mercado editorial- por la narrativa sobre las Malvinas, con libros como Los Pichiciegos, de Fogwill, y por direcciones que van desde lo experimental, a lo objetivista, y que en parte dejan la impresión de grupos con acceso a la industria cultural que ocupan un espacio en el cual debería emerger una literatura nueva.
Un discurrir Dentro de este brevísimo esquema discurren marcas muy fuertes, como la violencia: la del Estado, la de grupos de poder, el exilio, el holocausto bibliográfico, la muerte. Actitudes: el compromiso, la puesta de la escritura al servicio de la revolución. Planteos: el idioma nacional, el cruce entre lo nacional y lo universal, que aparece tanto en Borges como en Saer.
Lo más interesante, además de la propia idea de que la literatura es un proceso abierto, multivalente, que no aparece inmerso en lo real y en lo político sino que es un modo de ser de lo real y lo político, son propuestas de escritores que al margen de las exigencias del mercado produjeron una escritura original e irrepetible, que no son un testimonio, sino que son su tiempo, ya que aunque universales, obras como Nadie, nada, nunca, o Zama, no habrían podido originarse dentro de otras coordenadas.
De este modo, parece cierto que existe un espíritu que produce literatura y que la historia de esta literatura quizás pueda ser escrita sin mencionar ningún nombre, que, en todo caso, los nombres se superponen, se suceden, se reflejan y que lo importante son los hechos literarios que los autores producen y la lectura que podemos hacer de ellos. Probablemente los textos de Bourdieu permitirían sostener esta idea.
Pero también es cierto que cada escritor es un universo, y que ese camino del espíritu produciendo literatura, como en las obras de Tizón, Di Benedetto o Saer, se abra en muchos microrrelatos y que cada uno sea el irrepetible nombre de un escritor.
Pero quizás lo más cierto sea el poder de la propia literatura de generar preguntas acerca de ella misma, de su sustancia: si son los escritores, si es ese espíritu que vive dentro de ellos pero que va más allá de ellos, de si es la época la que les impone su escritura o ellos los que pueden imponer su escritura en una época, aunque sean perseguidos, ignorados o quemados sus libros.
Los caminos de estos libros son independientes de los de sus autores, e inescrutables: ellos perviven en el tiempo, siguen siempre diciendo algo, incluso aunque no estén en las mesas de las librerías a las que llega tanta y tanta mercadería desechable.
Quizás esa secreta vida de los libros sea, después de todo, otra manifestación más del espíritu productor de literatura y que, en ese sentido, no sean necesarios nombres sino sensaciones.
Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar
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