miércoles, 31 de marzo de 2010

El viejo y mi vida

Por Carlos Elbert

Es legítimo preguntarse por qué tuvo que ser justamente él quien dispusiera de mis momentos, tomara las decisiones finales y me enmarcara en una especie de cuadro sinóptico, una simplificación que ignora los detalles de gran intensidad , porque los consideró superfluos.
En mi infancia, cuando mamá falleció y me mandaron al internado, sufrí tanto, evocando entre lágrimas la casa, los amigos del barrio, y mis cosas, que me propuse no olvidar esos momentos, soldarlos en mi memoria, para poder disfrutar luego más aún de la libertad que me llegaría, tarde o temprano. Admiraba, desde las ventanas enrejadas del internado, a aquellos adolescentes airosos y petulantes, engominados de terciopelo, que se paseaban, seguidos por la estela perfumada de sus cigarrillos. Era la expresión máxima de transgresión adolescente en aquél tiempo, cuando sólo los adultos detentaban autoridad, carácter, derechos y los más jóvenes trataban, apenas, de parecérseles, sobreactuando el machismo con un escaso repertorio de desaires al orden vigente. El viejo me borró esos recuerdos, reducidos hoy a vaga nebulosa. Poco quedó de aquél contraste entre libertad y encierro, pretendido leit -motiv de mi esforzada transición a adulto.
Cuando, finalmente, tuve la adolescencia en mis manos, cometí todas las ansiadas locuras imaginables que, por supuesto, el viejo reprueba, pretendiendo que me causen culpa y arrepentimiento. Todo lo que viví y todas aquellas ideas con que me había embanderado ardientemente han sido - sin excepción - menospreciadas. Sin embargo, creo que lo más duro es su negación de mi vida sentimental. Un ejemplo fue aquella pasión por Gabriela, de quien me enamoré como Werther, hasta hacerme barajar seriamente la posibilidad de suicidarme. Pese a mis efluvios hormonales adolescentes, no me atreví - ni por un instante - a admitir nuestra atracción física, a imaginar en ella una criatura de sangre caliente, poseedora de ese espacio de pecado y envilecimiento llamado sexo. Mi idealización llegó tan lejos que, tras perderla, jamás supe si realmente me quiso; simplemente porque nunca me atreví a besarla, para no mancillarla. Aquella búsqueda confusa, dolorosa, de mi identidad y autoestima quedó descalificada, ya que, más tarde, él juzgó mi proceder como masoquismo, amor enfermo o desperdicio solitario de la afectividad. También se permite recordarme, cruelmente, la imagen de "lo que quedó de ella hoy"; claro, él no puede imaginar lo que podríamos haber compartido, durante nuestra fresca juventud, si hubiese tenido el coraje de cruzar los límites de lo espiritual, simplemente abrazándola. Aquellos, mis sentimientos fantásticos e irrepetibles, fueron degradados a la categoría de un amor fou , condenados como mera circunstancia coyuntural de mi evolución hacia el adulto, como experiencias de segunda clase. Sin embargo, las sensaciones de aquella noche, en la que me enamoré, bailando al compás de un delicioso clarinete, entregándome más tarde a la contemplación de la luna durante horas, ocultándola apenas con la niebla del humo que le soplaba, fumando gozosamente, acostado sobre el techo de chapas del garaje, resultaron únicas. ¿ Qué podría ser comparable, en materia de intensidad en los goces de la vida, con esos minutos fuera del tiempo, paladeando mi enamoramiento, frente a la pantalla gigantesca y perfecta del firmamento, como un navegante solitario del espacio? ¿ Cuántos momentos tiene la vida que permitan sentir la posibilidad de trascenderla, flotando sobre sensaciones comparables a volar en una alfombra mágica?
¿ Cómo es posible que aquello sea una tontería para el viejo escéptico? Claro, como ya no tiene acceso a lo romántico, ni la esperanza de tenerlo, ridiculiza mis vivencias... ¡ reduciéndolas a desperdicio de tiempo, a riesgo de afecciones pulmonares o a falta del sentido de la realidad...!.
Un buen día me recibí y obtuve el diploma. No importa de qué me recibí, porque lo interesante era la medida en que aquél diploma me atormentaba. Completé esos estudios por la exigencia paterna de que una descendencia digna de él, poseyera galones universitarios. El hecho es que lo conseguí y la alegría de mi viejo por “haberle cumplido” logró irritarme hasta el desprecio. Pero ni siquiera en aquello que fui capaz de abominar, respetó mis sentimientos originales. En las tertulias con los de su edad sostiene , muy suelto de cuerpo que, después de todo, el diploma me pertenece en buena ley. No le importa mi repudio visceral. ¿No podría acaso reivindicarlo como mero gesto rebelde? No señor. Lo ignora.
Es verdad que comparto su aversión por las experiencias que todavía me avergüenzan y que hubiera evitado, de haber poseído esta madurez actual. Pero, ¿ no es acaso un derecho legítimo de cada ser humano el de crecer mediante los errores? ¿ Qué valor tiene la sabiduría del que ya no va a errar? ¿ Dónde está la sal de la vida de quien ya completó su círculo? Tal vez pudo tener interés cuando los ancianos eran consejeros de la tribu, pero hoy...
¿ Quién presta atención a un viejo como él ?
Resulta que ahora tampoco le interesan mis esfuerzos para hacerme un lugar en la carrera profesional. Aquellos años de luchar solo, de pelear duro, compitiendo, sometido a angustias y privaciones que se fueron multiplicando, inevitablemente, con los llamados compromisos de la vida: Familia, hijos, instituciones sociales, créditos bancarios difíciles de pagar... Por cierto que hoy todo aquello es casi anécdota, comparado con la muerte de Valeria. Fue la reproducción de lo vivido en mi infancia, el pánico de la soledad en la vida y los hijos sin madre, que temía no poder educar como era debido. Allí empezó lo del alcoholismo, que, reconozco, dañó tanto la crianza de mis chicos. Sin embargo, quiero recordar que, finalmente, me sometí a la espantosa terapia de noches infernales de delirios, vómitos y horror en aquél instituto, hasta sentir el rechazo visceral de mi organismo de hoy, incapaz de desear más que agua para la sed. ¿No es esto un mérito? ¿Cuántos lo logran? Como no fuera en el alcohol, ¿ donde podría haber encontrado fortaleza y consuelo, en medio de tanta miseria interior? Nadie tiene la obligación de nacer fuerte y templado frente a las dependencias. Unos beben, otros se inyectan, algunos fuman, otros se entregan a los excesos de cualquier tipo. Yo me limité a beber ; sé que fue lamentable, pero pasó. Incluso, creo que ya fue olvidado, porque nadie volvió a enrostrármelo. Salvo él, claro, sosteniendo, tan suelto de cuerpo, que mi vida pudo tomar rumbos mucho más positivos, de no haber quedado tanto tiempo revolcándome en la pena, la culpa y la autocompasión. El cree que somos mecanismos de relojería, capaces de programar nuestras reacciones para un determinado efecto, como si lo anímico fuese un susurro del viento, que pasara de largo sin afectarnos. Precisamente, haber eliminado la causa no eliminó el efecto: perdí el trabajo y todas las oportunidades , a medida que se nos fue dando de baja como trastos, radios a galena o ventiladores de paletas rotas, que traspusieron el límite de sus servicios aprovechables .
Mis años sin esperanza, sin sueldo, sin alcohol y sin fuerzas resultaron un infierno peor que la cura antialcohólica. Se acabaron los amigos, los vecinos, la posibilidad de conseguir afectos sinceros. Los hijos se marcharon a cuidar sus propios hijos y a luchar por la llamada subsistencia. No le deseo a nadie el tránsito por este agujero negro de la vida, de la jubilación simbólica, ridícula, que me fue alejando del cine, el teatro y hasta de derrochar agua afeitándome, en medio de una vida mediocre, totalmente gris.
Ahora contemplo mi álbum de fotos, matando las horas en la interminable espera de este asilo, donde mi presencia es ( nada menos que ) un favor, arrancado por mi hijo a sus amigos, los políticos.
No debe haber algo más deprimente que mirar un álbum con las fotos de toda nuestra vida. Ahí nos vemos, en la clásica de la cola al aire, o en los brazos maternos o exhibiendo el rostro angelical de la primera comunión; luego los primeros amigos, el cumpleaños del gordito aquél que, quien diría, iba a morir tan joven. El último grado de la primaria, cuando los maestros eran señores respetables que vestían guardapolvos bañados en almidón. Luego vienen las de la secundaria, los primeros bailes, alguna novia, la fiesta de graduación, el viaje de estudios, el servicio militar, excursiones, matrimonio, hijos, nuevas graduaciones, nietos, y los familiares que fueron muriendo a lo largo de nuestra vida. Apoyando el álbum sobre una mesita para que no tiemble en mis manos, paso horas recreando las situaciones que están encerradas en esas escenas, bien llamadas instantáneas. Ahora pude comprender cabalmente que la vida es, apenas, una sucesión de esos instantes a los que, ingenuamente, pretendemos atrapar cuando apretamos el disparador. Ahora, con tanto tiempo disponible, dedico días enteros a la contemplación de una única fotografía. Con la ayuda de una lupa, estudio los detalles más minúsculos que se esconden en los rincones, en las sombras o en los personajes anónimos; esos que desfilaron casualmente por detrás de los centros de atención de la imagen. Claro, ya conozco casi todas las fotos de memoria y por eso, para no aburrirme, decidí poner las imágenes en movimiento, permitiendo que cada uno de los protagonistas que integraron mi vida pudiera defenderse y expresar sus sentimientos, sus dolores, sus esperanzas, tal como fueron, con la intensidad exacta de las vivencias de entonces, de esa escena detenida, a partir de la que vuelven a actuar. Por supuesto, ellos no tienen el debilitado pesimismo de este viejo que soy y que ya no puede protagonizar cada eslabón de su propia cadena.
Siempre creí que el ocaso de la vida era el momento de la sabiduría, el instante en el cual la contemplación de lo realmente ocurrido permitiría dar el veredicto final. Ahora comprendo que me equivoqué, que cada eslabón se cierra en sí mismo y que la posterior unión de todos es una mera circunstancia biológica. Por eso me entretengo así, dejando opinar a mis seres diversos y contradictorios, que protagonizaron las secuencias de mi vida. Dejo que me enjuicien, reivindiquen sus gozos o revivan sus penas, más allá de los prejuicios y aprehensiones sociales que este viejo sin valor fue asimilando, hasta detentar lo que es, apenas, el residuo de una vida. Al fin he comprendido que si hubiese muerto al final de cualquiera de esas secuencias; por ejemplo, cuando planeaba suicidarme por amor, mi yo de ese momento, habría decidido la eliminación de todos los eslabones subsiguientes. Aquél adolescente habría eliminado al viejo que hoy le dirige reproches y burlas, pero cuya vida fue construida gradualmente, por toda esa galería de personajes que ya no volveré a ser. Gracias a esos reproches – los de cada uno de quienes están hoy integrados en mí - he llegado a respetarlos, aceptando que, verdaderamente, sus momentos y circunstancias fueron otras, que se diluyeron en la historia, concentrándose, apenas, como representaciones visuales, incorporados a fotos, dibujos, objetos.
Tienen razón, queridos míos, este viejo no puede desconocer los méritos y dificultades de cada uno de ustedes y admito que me hicieron interpretar la felicidad de los instantes resecos que ya no siento. Créanme: a partir de ahora, no será este viejo quien los juzgue. Gracias por dejarme compartir sus vidas, cuando puse en movimiento los instantes en que sus imágenes quedaron atrapadas. Les pido que me lleven con ustedes a ese mundo petrificado en imágenes, porque el final es mucho más triste y vacío que esas secuencias que alguna vez protagonizaron. Mañana por la tarde abriré nuevamente el álbum, dejaré al viejo recostado en este sillón, y los convocaré, solidario con ustedes, comprensivo con todos los fracasos, gozoso de soñar como aquél adolescente ingenuo y romántico , volando en la alfombra que nos conducirá , ahora, a ese sitio inquietante, más allá de la luna, donde quedaremos definitivamente reunidos.

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