martes, 28 de junio de 2016

El rojo emblema del valor: precisión introspectiva, intuición y objetivismo, elementos de un texto fundante

   
Stephen Crane fue escritor y cronista de guerra. Nació en Newark, Nueva Jersey el 1 de noviembre de 1871 y sólo vivió 28 años. Ese breve lapso de una vida difícil le bastó para escribir dos obras fundacionales: Maggie, a girl of the streets (“Maggie, una chica de la calle”, 1893), que está considerada como la primera novela naturalista norteamericana; y The red badge of courage (An episode of the American Civil War) (“El rojo emblema del valor -Un episodio de la Guerra Civil Americana)”, 1895- que inaugura la especie de narrativa bélica pero que a la vez es una honda novela introspectiva, innovadora en varios aspectos y que contribuiría a abrir nuevos caminos en la narrativa del siglo XX.

Un país violentamente dividido y un cambio de filosofía
La guerra de secesión norteamericana (1861-1865) fue el conflicto brutal entre dos modelos de país: el industrial del norte y el feudalista y agricultor del sur que encarnaban no sólo lo moderno y lo tradicional sino también un choque de filosofías que terminaría por imponer el darwinismo social (la supervivencia de los más aptos) como credo del nuevo capitalismo financiero que surgiría después de la Guerra de Secesión. El hombre que triunfa lo logra por estar mejor dotado. El resto, formaría parte de un creciente proletariado urbano.
Esta ideología, heredera de conceptos biológicos, desplazaría al trascendentalismo norteamericano y la literatura simbolista de escritores como Hawthorne y Melville. El país del espacio inacabable donde había lugar para empezar siempre una nueva vida se industrializaba. Este nuevo fenómeno social marcaría el surgimiento de un naturalismo, inspirado en las nuevas condiciones de vida, pero, a diferencia del francés, menos desesperanzado. Quizás lo fuera por originarse en un país nuevo (Mateo, Leopoldo, Apéndice a “El rojo emblema del valor”, Colección Mis Libros, Hyspamérica, 1981).
Es en este contexto político, social y cultural donde El rojo emblema del valor se inscribe.

La escritura de la intuición
Hijo de un predicador metodista que murió cuando el escritor tenía ocho años, Stephen Crane se vio obligado, desde muy temprana edad, a ganarse la vida plasmando sus vivencias en el suburbio neoyorkino de Bowery y formándose como escritor en las crónicas urbanas de una nueva conformación social y tratando de venderlas a los diarios.
Sus años de infancia transcurrieron  en pueblos de la costa atlántica de los Estados Unidos. Esa infancia sin sobresaltos concluiría con la muerte de su padre. A partir de entonces el escritor no se sentiría arraigado a ninguna parte, llegando a morir en un sanatorio de Badenweiler, Alemania, un país absolutamente extraño, el 5 de junio de 1900.
Con dinero prestado por sus hermanos costeó la edición de Maggie, a girl of the streets, que fue ignorada por la crítica. Sin embargo, amigos escritores (Hamlin Garland y William Dean Howells) fueron conscientes del valor de la novela y lo animaron a seguir escribiendo. Debieron ser muy duras aquellas alternativas para alguien para quien la escritura era su razón y medio de vida.
La formación cultural de Stephen Crane fue incompleta y accidentada. No era un estudiante aplicado y sólo le interesaba la literatura. La escritura no es una simple preferencia sino una elección de vida y su ejercicio algo intuitivo, preciso, capaz de buscar y captar, y elaborada en una concisión que no se demora en retórica alguna. 
Encarna de ese modo al escritor “romántico”, exiliado en todas partes, extranjero en el mundo y cuya vida es la propia escritura.
La guerra civil era un acontecimiento del cual había oído hablar desde la infancia pero no sólo muy pocas novelas la habían abordado como asunto literario sino que, además, lo habían hecho desde el heroísmo, el sentimentalismo y la acción. El contacto con varios testimonios, su innata intuición para percibir y eludir las convenciones literarias, y el propósito de lograr no un registro general sino la propia vivencia de la guerra en un joven soldado dieron por resultado un texto directo, realista, introspectivo, que es a la vez una obra abierta.

La obra, sus planos del saber y núcleos narrativos
Inscripta en el realismo, con elementos de una novela de iniciación, concebida dentro de un elaborado e inspirado equilibrio estilístico que alterna el objetivismo, la metáfora y lo interior con la exploración de todas las posibilidades del narrador (impresiones; reflexiones; descripciones), es esencialmente una narración introspectiva que concluye como una obra abierta, con un fuerte elemento simbólico que expande sus posibilidades más allá del puro realismo y que vuelve relativas a todas las categorías que pretendan clasificarla.
Alterna registros del más puro lirismo  y acciones vívidas y cruentas. Son muchos los recursos que utiliza para ello y el narrador no se estaciona en ninguno de ellos sino que el modo en que los alterna constituye una de las mayores muestras de su maestría narrativa.
La guerra es asumida como algo autónomo, ilógico, independiente de toda deliberación que discurre por sí mismo: ninguna voluntad individual ni colectiva parece incidir en ese mecanismo y todo sucede de manera impredecible, como si se tratara de un fenómeno climático, algo que discurre antojadiza y ciegamente por fuera de todo propósito y de toda virtud.
Henry Fleming, un joven campesino que vive con su madre se ha enrolado pese a la negativa de ella.
No hay un argumento en sí mismo sino una sucesión de escenas que podemos dividir en cinco núcleos: 1) la recapitulación inicial sobre la vida anterior del personaje y las dudas y temores antes del combate; 2) el primer enfrentamiento; 3) el alejamiento del combate, con el consiguiente vagabundeo por el bosque, que se cierra cuando se encuentra con heridos y se pretende uno de ellos; 4) la guía de alguien misterioso que lo conduce nuevamente a su escuadrón y 5) la batalla siguiente, momento en el cual Henry se destaca por su heroísmo,  que conduce al ambiguo final.

La narración comienza en vísperas de una movilización de las tropas, presente que se abre a la instancia del comienzo: un extenso racconto que abarca todo el primer capítulo que se retrotrae  la vida rural y la incorporación al ejército y a los hechos sucedidos antes del primer combate.
El narrador nos instala en un presente acerca del cual la información sobre lo que habrá de suceder es incompleta. También el pasado en la granja es mostrado desde una evocación que es a la vez clausura: los hechos que transcurren en ese pasado parecen tan inaccesibles como toda racionalidad acerca de lo que sucede, a la vez que el  futuro es una incógnita.
1 Surge planteado uno de los elementos más propios de la especie: el escenario bélico al que asiste el lector y la falta de certezas que viven los  personajes: el saber del rumor, de los indicios son elementos que hacen a la independencia de la guerra como absurdo –que no conoce razones- y de la posición de los personajes. A ellos nada les es revelado de ese saber que detentan quienes hacen la guerra (como genialmente se encuentra planteado el Variación del perro, de Marco Denevi).

“En un momento dado, uno de los soldados, de elevada estatura, se sintió virtuoso y fue decididamente a lavarse la camisa. Volvió corriendo del arroyo, agitando la ropa como una bandera. Llegaba rebosante de noticias, transmitidas por un amigo de confianza, que las había recibido de un soldado de caballería incapaz de mentir, el cual las había recibido de su leal hermano, uno de los oficiales del servicio general del cuartel” (Cap. 1, pág. 7)

El saber surge circunstancialmente, no puede ser rastreado y para adquirir su estatuto depende de que el portador del rumor decida sobre la confiabilidad de la fuente, algo que sólo revela que esa confiabilidad es una experiencia propia –el personaje decide creer- pero no algo que existe por sí mismo.
No hay una revelación propiamente dicha sino la creencia en una revelación que eventualmente conducirá a algo que también será una parte de un todo en el que cada parte puede significar la muerte.

Existe un fuerte contraste entre este “saber” –de la introducción y del escenario bélico- y el de la madre del personaje, en el racconto. Se trata del saber directo, independiente de la lógica de la guerra que entraña, precisamente el “saber-no saber”, la desinformación, el encontrarse librado a algo cuya esencia es no poder ser aprehendido porque es en sí mismo absurdo. El absurdo de la guerra.

“Pero su madre le había desanimado. Le había dado la impresión de que, en cierto modo, despreciaba la calidad de su ardor guerrero y de su patriotismo. Podría sentarse serenamente y, sin ninguna dificultad aparente, darle centenares de razones explicándole por qué él era de muchísima más importancia en la granja que en el campo de batalla. Había usado ciertas expresiones, además, que le habían dado a entender que sus palabras sobre aquel tema surgían de una profunda convicción. Y a favor de su madre estaba también su propia creencia de que las razones éticas que ella tenía para su demostración eran irrefutables “Cap.1, pág. 12)

Situado fuera de la lógica de la guerra, este saber es irrefutable y la entrada al absurdo bélico sólo se produce ignorándolo.
A diferencia del anterior, entraña un contenido ético, de la convicción y de aquello no sólo destinado a permanecer sino que también es inmutable.
En tal sentido, existe un paralelismo entre el saber y el escenario:

1.2 El escenario es dividido en el bélico de las acciones y la naturaleza, siempre (como en el Hyperion, de Hölderlin) ajena e indiferente: ello es así en el propio final tanto como en el comienzo:

“El frío se iba alejando paulatinamente de la tierra y la niebla, al retirarse, iba descubriendo un ejército extendido sobre las colinas, que descansaba. Cuando el paisaje cambió de pardo a verde el ejército despertó y comenzó a estremecerse” (Cap.1, pag,7)

2 También el saber es dividido entre aquel imprevisto y no comprobable –la esencia de la lógica de la guerra- y el de la realidad inmediata y las convicciones éticas, tan ajenas e inmutables como la naturaleza.
El de la madre es un saber de la convicción ética: distanciado de la guerra puede advertir su absurdo, pero es ignorado.
El saber más inmediato ofrece un dato concreto, el de lo más inmediato: dónde está el enemigo, qué hace y que se debe hacer.
Los generales y oficiales, sin padecer los rigores del frente y, en consecuencia, desconociendo la experiencia bélica, conciben a la tropa como algo que se puede sacrificar y no necesitan razones para justificar sus acciones.
El saber es una disposición jerárquica: quien manda impone su saber, como si fuera una verdad y los subordinados sólo reconocen aquello más inmediato. Si estas líneas se cruzan el resultado sería llegar a saber algo que no se debería saber porque su conocimiento es una prerrogativa de los que tienen poder.

Henry y un camarada circunstancialmente, al separarse de su grupo, oyen un diálogo entre un oficial y un general acerca de que el regimiento iba a ser sacrificado porque podía prescindirse de él:

“El muchacho, volviéndose, lanzó una mirada rápida e inquisitiva hacia su amigo. Éste le devolvió otra de la misma clase. Ellos dos eran los únicos que poseían un conocimiento íntimo y especial de la situación” (Cap. 18, pag.160) 

El saber prohibido aísla a quienes lo tienen y saben que sucederá algo que los otros temen pero cuya posibilidad ignoran.

3. Otra de las acepciones del saber es el de la presencia que, finalmente, conduce al personaje de regreso, capaz de ver el terreno aun en la noche y que sin embargo no es mostrada:

“En un momento dado oyó una voz que le hablaba cerca de su hombro: -pareces estar bastante mal…-Bueno –dijo con risa sonora- yo voy en tu mista dirección…y creo que puedo llevarte…” (cap. 12, pág. 114)

Para concluir, luego de una extensa marcha:

“-Ah, aquí estamos! Ves aquella hoguera?...Bueno, es ahí donde está tu regimiento…Y cuando el que así le había amparado iba desapareciendo de su vida, se le ocurrió al muchacho que ni una vez le había visto la cara” (cap.12, pág.117).

Como la madre, la presencia conductora está situada fuera del sistema de sentido[1] de la guerra y la falta de corporeidad –sólo parece reducirse a una voz y a una marcha- nos interroga acerca de su estatuto en el texto: cumple una función pero no es, en sentido estricto, un personaje. [2]
No existe la posibilidad de una remisión al origen: no se sabe quién es ni de dónde viene; no parece un hombre sino una voz y su discurso es diferente al de las órdenes y al de la madre –ya que no hay referencia a la convicción- pero, a diferencia del saber interno de la guerra, es confiable.


4. El texto establece, de este modo, dos partes:
En la primera (capitulo 1) el narrador presenta el mundo narrado y en un momento al personaje; se abre un proceso de reflexión (referida a la inminente entrada en combate) y una digresión hacia lo rural, el trabajo en el campo, la representación de lo que debía ser la guerra y las experiencias posteriores, que incluye el elemento introspectivo central a la novela.
En la segunda son enumeradas acciones: los desplazamientos en el campo y las sensaciones que la experiencia límite depara.
Esta instancia de la pura acción-sensación es desarrollada dentro de un proceso reflexivo y de impresiones.
El narrador desde afuera hace este proceso más objetivo y realista pero dicho proceso sufre una suerte de torsión: la realidad así mostrada surge como algo fantástico e “irreal” y aparece dada en un marco de extrañamiento de la subjetividad. Toda percepción aparece distorsionada por la extraña lente de la guerra.

Si bien no existe una referencia directa, la novela narra aspectos de la batalla de  Chancellorsville, Virginia, que tuvo lugar entre el 1 y 3 de mayo de 1863. El acontecimiento es constituido en una visión arquetípica de la guerra.

5. El emblema al que alude el título no simboliza el desenlace heroico,  no es uno que le sea dado por su valentía, sino que se refiere a una herida:

 “A veces miraba a los soldados heridos con envidia…Deseaba que él también hubiera podido ostentar una herida, un rojo emblema del valor” (obra citada, Capítulo 9, pág. 87).
El propio símbolo del título es lo contrario al heroísmo, con lo cual, el final no puede referirse al triunfo del valor sino a algo diferente.

La historia y sus elementos estilísticos
El virtuosismo narrativo de este escritor de 24 años reside en que sus recursos estilísticos, que refieren distintos hechos e instala diferentes climas, da por resultado un texto intenso y ágil (que fácilmente puede engañar o desviar la lectura) que se expande según las necesidades de la narración.
Tales recursos se encuentran desplegados en la necesidad del narrador de ser preciso y seguir una línea de impresiones en lo que constituye la característica más singular de la novela.
De este modo, los aspectos formales no valen sólo por sí mismos sino que trabajan para lograr el propósito del autor de hacer que las vivencias del personaje, su confusión, sus dudas, su modo distorsionado de percibir tanto la lucha como el propio espacio o su propia vida sean el centro de la narrativa.
Ello importa una función nueva: la novela no exalta; no ennoblece ni sirve a ninguna finalidad que no sea la de desarrollar el texto y la manera más efectiva es la sinceridad e intensidad y la puesta de la imaginación y de la escritura en función de la exactitud.
La novela simplemente muestra y lo hace de la manera más fiel a (1) las vivencias del personaje (2) las observaciones de la instancia objetiva del narrador que permiten formular un juicio ético sobre la guerra, basado en tales impresiones.

           
1 Lo real y los planos del conocimiento
1.1 El texto es planteado como un discurso realista. A partir de esta propuesta que hace esperable la realidad de las impresiones que dicho texto habrá de presentar se produce sin embargo esa torsión en donde lo que es se torna irreal. El efecto consiste en establecer la duda acerca de si se trata de una distorsión o si, por el contrario, esa irrealidad termina siendo lo más real de todo, con lo cual asistimos a un mundo sin posibilidades, gobernado por lo arbitrario y el absurdo.
La realidad surge como algo formado por capas: 1) está el plano de los hechos objetivos, marcados por el principio de la falta de certeza (el combate; los desplazamientos en el campo de batalla; la muerte: nunca se sabe cómo y de qué modo sucederán); 2) el de los otros personajes (lo que dicen, lo que el personaje espera leer de ellos, las acciones que llevan a cabo) y (3) la experiencia interna del personaje, la manera en que tales elementos dan por resultado aquello que es real para él.
Si hay algo que el texto trabaja permanentemente es la lectura de las impresiones que suscitan los otros y las conjeturas que suscita esa impresión:

“Lanzando ojeadas a su alrededor y reflexionando en la mística penumbra, empezó a creer que de un momento a otro la amenazadora distancia podría estallar en llamas y los estampidos arrolladores de un ataque llegar a sus oídos” (cap. 2, pág.27).

            Una novela “realista” donde la realidad es indiscernible, no existe otra posibilidad para el conocimiento que la de reconocer lo más inmediato sin poder franquear un límite, haciendo que el realismo se circunscriba a dos instancias: la experiencia de la conciencia y los hechos más inmediatos.

            1.2 En Variación del perro, Marco Denevi concibe el conocimiento como una serie de círculos o barreras, elemento que resulta esencial a una narrativa bélica: las claves que unos tienen y de la cual otros carecen y que ello obedece a una disposición espiritual y social.

            De este modo:

“…el caballero piensa que así como a él se le escapan las verdaderas claves de la guerra (cuya posesión estará en mano de los Papas y los Emperadores, y que los reyezuelos codiciarán, a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra, y que los reyezuelos codiciarán), a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra que él en cambio ha sobrellevado durante tanto tiempo…” (Marco Denevi, Variación del perro en “Antología de la literatura fantástica argentina. Narradores del siglo XX”, Alberto Manguel, compilador y comentarista. Edit. Kapelusz, Bs.As, 1973)

            No obstante, existe un orden inverso en el cual el perro (el eslabón inferior en algo que parece una cadena pero que es en realidad un círculo) sabe lo que el caballero desconoce: en el plano de lo más inmediato se encuentra aquello que no perciben quienes tienen la visión total de la guerra.
           
             Esta clave, que funciona asimismo para el escenario, donde la visión del soldado es circunscripta y necesariamente parcial, es distintiva de la narrativa bélica: un absurdo autónomo donde quienes deciden desconocen el rigor del combate pero ven todo su escenario del mismo modo que el soldado que conoce la faena de la guerra no puede decidir sobre ella ni descifrar todo su escenario.
            La tensión esencial de la especie está en este sistema estanco, sin comunicación posible (si la hubiera no existiría esa tensión y el esquema de mando se quebraría: la injusticia de este esquema es el carácter distintivo de la especie) donde unos deciden sobre otros a quienes toman no como personas sino como vectores de la guerra, auxiliares que contribuyen a que ese organismo tan autónomo como absurdo sigua desarrollándose en su fuerza destructora y cuya pérdida no significa nada.

            Es posible apreciar este principio en varios planos, uno es el del conocimiento que se traduce en órdenes y otro el del espacio:

“Más tarde llegó junto a un general de división montado en un caballo que erguía las orejas de modo interesado hacia la batalla…A veces el general se hallaba completamente solo; parecía estar muy preocupado. Tenía el aspecto de un hombre cuyas acciones no cesan de subir y bajar.
El muchacho pasó escabulléndose. Pasó tan cerca como se atrevió tratando de oír palabras. Quizá el general, incapaz de comprender  el caos, le llamaría para pedirle información. Y él podía dársela. Él lo sabía todo. Era innegable  que el ejército se hallaba en una situación difícil…” ( cap. 6,pág.71)

La incomunicación, establecida por la jerarquía, es central en la falta de acceso al saber: unos son dueños de los instrumentos de la acción y conciben a los otros no como a seres humanos mientras que los otros se viven como seres humanos que padecen lo más inmediato pero carecen de los instrumentos para dirigir la guerra que sí tienen los generales, cuyas acciones acaban por provocar desastres.

De este modo:

“Los dos soldados de infantería no pudieron enterarse de nada mas hasta que él preguntó finalmente:
-¿De que tropas puede prescindir?
El oficial que cabalgaba como un vaquero reflexionó un momento.
-Bueno –dijo- , tuve que mandar al 12 para ayudar al 76, y, realmente, no tengo a nadie. Pero el 304. Luchan como conductores de mulas. Creo que puedo prescindir de ellos más que de ningún otro cuerpo del ejército” (Cap. 18, pág. 157)

Para los soldados la experiencia es total[3]: librados a sus propios medios deben enfrentar la extrema violencia, la muerte, la acción pero para los mandos los soldados son “conductores de mulas” y se puede prescindir de ellos, lo que entraña la indiferencia más absoluta sobre la posibilidad de su muerte.
Hay así dos enemigos: uno físico, el oponente y otro superior, aquel que dispone: la guerra es destructiva por todas sus aristas.


2 El Espacio
2.1 Otra distorsión es la del espacio. Opera de dos maneras: 1) la de la perspectiva que reproduce las diferencias sociales y jerárquicas: los soldados ven desde el llano sólo humo y confusión y los jefes, a salvo del ataque enemigo, observan y juzgan desde una perspectiva más general y a la vez irreal. 2) la distorsión de los espacios que son presentados con referencias imprecisas y que parecen agrandarse y achicarse según el frenesí del combate.
Son recurrentes las referencias al mundo griego, sus arquetipos y un modelo de confrontación que contrasta con la linealidad de los soldados que como personajes resultan esquemáticos, visualmente desagradables y carentes de individualidad. Ello se vincula a una concepción del espacio.
El bosque es un escenario doble: connota la idea de naturaleza y libertad; de exuberancia; de espacios abiertos e inmutables donde sucede algo ajeno a ese espacio y por otro lado genera una sensación opresiva ya que no hay escapatoria de la situación que transcurre en ese escenario.
El espacio refuerza la diferencia jerárquica: unos pueden atravesarlo y dominarlo desde la altura. Los otros se encuentran atrapados entre el humo y los accidentes del terreno.
Tiempo y espacio se alteran durante la batalla, operándose la distorsión en la que permanentemente trabaja el texto: una narración bélica concebida no desde la acción sino introspectivamente, narrada sin embargo desde afuera donde las armas parecen seres vivos y éstos son presentados como muertos. Así, la única disposición posible es la de un espacio a la medida de la necesidad narrativa que, como ella, es mutable, que se expande y se contrae, dado en la presencia de sensaciones auditivas y visuales (siempre parciales).
Como todo, es un espacio subjetivo en el que la visión (o la falta de ella) está atravesada por la presencia de un auxiliar permanente: el humo de los fusiles y de la artillería.

           
“Desde su posición, otra vez de cara al campo de batalla, podían, naturalmente, abarcar una extensión mucho mayor de la escena de la lucha que la que habían visto antes, cuando el humo, que salía a chorros de la línea, había empañado su vista. Podían verse líneas oscuras enrollándose en la superficie, y en un espacio limpio una hilera de cañones que producían constantemente nubes grises, llenas de amplios destellos de llameante color naranja” (Cap.18, pág. 155) 
           
El escenario está asociado a sensaciones: el temblor por el fuego de artillería, el humo, la sed. El haberse desplazado en busca de un curso de agua que no existía los lleva a otra altura del terreno donde escuchan la conversación entre un general y un oficial que se refiere al regimiento como algo a lo que se puede sacrificar.
El desplazarse de un lugar asignado implica una revelación: que el sentimiento de haber luchado valientemente desde un lugar donde las distancias engañan es destruido por quienes encontrándose en un punto de vista más amplio sin embargo carecen de la perspectiva que permita apreciar las cosas con justicia.
En el lugar más alto los hombres están libres de humo y pueden desplazarse con libertad. En el llano hay humo, sed y fragor. Los hombres allí sólo pueden controlar las acciones más inmediatas, aquellas de las que no tienen mucha conciencia.
Nadie puede ver objetivamente: unos por creer que su punto de vista (jerárquico y geográfico) está más allá, y otros por estar inmersos en esa dinámica ciega.

El paisaje indiferente sin embargo se humaniza:

“El bosque seguía soportando su carga de estruendos. Desde una parte alejada, situada bajo los árboles, llegó rodando el estallido de los fusiles. Cada uno de los lejanos matorrales parecía un erizo con púas de llamas. Una nube de humo oscuro, como surgiendo de ruinas ardientes, subió hacia el sol, que ahora aparecía brillante y alegre, en un cielo esmaltado de azul” (cap.17, pág. 152)

A la vez que el bosque se personifica el cielo es visto como algo lejano e indiferente.

“El muchacho miró fijamente el terreno que tenía ante sí. Le parecía que el follaje cubría horrores y ocultos poderes” (cap. 19, pag. 161).

El bosque tiembla, soporta y encubre, también se convierte en un obstáculo capaz de imponer una férrea oposición.
Otras veces, el punto de vista se parcializa y hace foco en un detalle más allá del cual nada es posible apreciar.
En la percepción urgente y subjetiva del espacio el personaje siente que ha corrido a lo largo de kilómetros, mientras el paisaje estalla, se ramifica en ruidos atronadores o lenguas de fuego, pero el espacio resulta ser pequeño.

“El camino parecía eterno. En medio de la niebla que los envolvía, los hombres se vieron atacados por el pánico al pensar que el regimiento había perdido el camino…El terreno era desigual, con muchas partes destrozadas. Los hombres se encogían en depresiones…” (Cap. 20, pág. 173).

“Cuando de nuevo habían llegado a su antigua posición, dieron la vuelta para observar desde allí la extensión de territorio sobre la cual se había efectuado la descarga.
Y al hacer este examen, el muchacho se sintió aplastado por un enorme asombro. Descubrió que las distancias reales, al compararlas con las brillantes medidas imaginadas mentalmente eran en verdad triviales e insignificantes” (Cap- 21, pág. 181).

            De este modo, la percepción del espacio y, por consiguiente, del tiempo aparece asociada y transformada en la medida de la intensidad subjetiva. 
            Nada es objetivo ni estable y todo cambia en la medida de esa intensidad, aun el modo en que los sujetos se viven a sí mismos y son vistos por los “superiores”. Ellos se sienten valientes porque han podido superar el pánico y cuando esperan haber logrado “redimirse” son nuevamente denostados.
            El de la guerra es un caos que  se presenta como un orden. Nada es justo y todas las impresiones que pretenden ordenar ese caos son tan distorsionadas como ese espacio que se erige en un símbolo de la guerra, ámbito en el cual nada todo desaparece, estalla, irrumpe, destruye al mismo tiempo y estigmatiza a aquellos de cuya muerte se alimenta. 

2.2 Las sensaciones visuales y auditivas
La distorsión del espacio opera por vectores que impiden toda percepción real. De este modo niegan a los personajes la ubicación y el cálculo preciso del espacio en el que deben forzosamente desplazarse. Al hacerlo los niega pues de esa percepción depende su vida.
Esos vectores son la propia “alteración” del espacio que parece crecer, plegarse, ramificarse en accidentes pero más que nada del humo.
Otros elementos son el propio bosque y su follaje.
El humo constituye una suerte de personaje incorpóreo que discurre, se instala, se disipa, como si tuviera vida y un propósito. Su aparición se produce cuando tener una visión es decisivo para percibir el terreno y llevar a cabo una acción en la batalla y, por consiguiente, sobrevivir.
De este modo, es uno de los mayores auxiliares de la negación que establece el texto sobre la humanidad de los hombres pues, al igual que los oficiales superiores,  es el símbolo de lo que se interpone, niega y descubre el escenario cuando ya el trance pasó.
Parece inherente a la naturaleza de los soldados el descubrir las cosas cuando ya la suerte está echada y los hechos centrales ya sucedieron.
Así, los hechos son guiados por esta suerte de “casualidad” y no por una “causalidad”. De pronto es posible apreciar una escena y entender lo que sucedió sólo cuando ya sucedió, llevarse la sorpresa de que el resultado es positivo o de que es negativo: la deliberación no incide en esta mecánica y el humo es un indicador de ello.

“Un momento después el regimiento rugió una súbita y valerosa respuesta. Una densa muralla de humo fue descendiendo, posándose lentamente. Era sin cesar desgarrada y abierta furiosamente por las cuchilladas de fuego de los fusiles” (cap. 17, pág. 148)

“…todos los caminos de avanzada  se hallaban cerrados por delgadas lenguas movedizas…El humo últimamente producido formaba nubes confusas que dificultaban un avance inteligente por parte del regimiento…” (cap. 19, pág. 165)
  
            El humo es impenetrable a las miradas. Sólo el propio fuego de los fusiles puede rasgarlo.

            El ruido de la batalla es otro de los elementos que de algún modo se apropian del espacio y hacen que éste sea percibido a partir de una violencia acústica que invade tanto el espacio como la subjetividad. Por momentos se corporiza, a veces cesa y otras se expande violenta e inesperadamente:

“El ruido del tiroteo iba pegado a sus pisadas. A veces parecía alejarse un poco, pero siempre volvía con creciente insolencia…
Este ruido siguiéndoles a la manera de gritos de perros cazadores ansiosos y metálicos, aumentó hasta un elevado y gozoso estallido, y luego, mientras el sol se elevaba serenamente en el cielo, lanzando rayos de luz sobre los oscuros matorrales, resonó en tañidos prolongados. Los bosques empezaron a crujir, como si estuvieran en llamas.” (cap.16, pag. 143)
             
            En un solo fragmento el ruido muestra atributos de vida: es insolente, semeja gritos de perros y a la vez el narrador lo relativiza al hacerlo contrastar con la imagen recurrente del cielo inmutable y lo prolonga en el bosque: la naturaleza es bivalente, por un lado refleja la indiferencia de lo que se encuentra en otro plano y por otro es parte del caos y se anima igual que las armas.

            El fragor es una presencia continua e impregna tiempo y espacio

“La maltratada línea pudo descansar durante unos minutos, pero mientras duraba esta pausa la lucha en el bosque fue aumentando hasta que los árboles parecían temblar por los disparos, y el suelo parecía estremecerse bajo los pasos precipitados de los hombres. Las voces de los cañones se mezclaban en una larga e interminable disputa. Los pechos de los hombres se esforzaban tratando de hallar aire fresco, y sus gargantas deseaban ávidamente agua” (cap.18, pág. 154)  

En un fragmento muy significativo asistimos a una gradación en la cual el ruido parece posesionarse del espacio y luego convertirse en voces para acabar teniendo un correlato en la falta de aire y la sed de los hombres.

El ruido encierra a los hombres  y al paisaje y constituye uno de los símbolos más fuertes de que el mundo de la guerra es un absurdo de destrucción del cual no hay salida.

3 Personajes y auxiliares
La concepción de los personajes en El rojo emblema del valor aparece expuesta en una trama de elementos: 1) los soldados son mostrados como (a) trazos esquemáticos o (b) colectivamente; 2) los objetos son “humanizados” [4], adjudicándoles voces o actitudes en (3) un escenario donde la naturaleza cumple una función doble: (a) también se humaniza o (b) sigue un transcurso indiferente al acontecer humano.
Se trata de elementos que funcionan unos en relación a otros produciendo una distorsión en la percepción de la realidad: en efecto, tal percepción parece realista pero trabaja poniendo en primer plano a dichos elementos antes que al conjunto de la realidad. Tales elementos operan a partir de estados internos del personaje.
La experiencia de Henry Flemming es la de su soledad, una en la que nada puede comunicar. 
Parece haber dos modos de mostrar la inhumanidad de la guerra. La soledad y la camaradería.
De este modo, en Sin novedad en el frente, de Erich María Remarke, la guerra es mostrada a partir de un núcleo definido de personajes. Sus alternativas y el indeclinable estrechamiento del círculo hasta su desaparición final son (junto con el lirismo y la descripción descarnada de las acciones bélicas) el mecanismo elegido para plantear el poder ciego y destructivo de la guerra.

“Poco hablamos, pero nos guardamos mutuamente delicadezas  que podrían tener, creo, dos amantes. Somos dos hombres, dos minúsculos destellos de vida. Afuera está la noche y el círculo de la muerte. Estamos sentados al margen, en el peligro y la seguridad; corre la grasa por nuestras manos; nuestros corazones están muy juntos, y el momento es como este cobertizo, alumbrado por un tenue resplandor” (Erich Maria Remarque, Sin novedad en el frente, Cap.IV, pág,68, Edit. Dedalo, Buenos Aires, 1965).

            A la extensión de la guerra se oponen ámbitos y momentos privados, sustraídos al espacio común, ocultos, robados, vividos en refugios y lugares abandonados convertidos en los únicos espacios donde se puede ser humano. Afirmar la humanidad en un escondite muy tenue y provisional, pero el único posible y ello es así en el acto de reconocer a otro como algo que nos hace ser lo que somos y darle sentido al momento y al vínculo.

La camaradería es un modo de resistencia y supervivencia, núcleo destinado a la dispersión por una maquinaria despiadada que no reconoce límite alguno y para la cual la individualidad no existe. Conocemos a los personajes vívida y estrechamente: ellos se encuentran expuestos en las alternativas de supervivencia y en las anécdotas de ese núcleo  y a medida que mueren el círculo se empequeñece y la narración se convierte en lo que es: una pesadilla sin salidas ni posibilidades.
Las referencias al mundo anterior a la guerra y a los oficios que los personajes (de uno y otro bando) desempeñaban antes del conflicto armado es un indicador de su absurdo. Un maestro de escuela convertido en enemigo y asesinado en un hoyo es de por demostrativo de la arbitrariedad de esta barrera de antes y después.
Hay así una visión humanizada de los personajes cuyas historias son aniquiladas en contra de su naturaleza y voluntad. Los personajes son individualidades autónomas violentamente negadas y suprimidas: el efecto de la narración descansa en gran medida en este proceso.

Por el contrario, en El rojo emblema del valor, el único personaje autónomo que el narrador revela es el de Henry Fleming, los restantes son trazos sin una historia previa que se funden en un colectivo. De ellos sólo conocemos apelativos (el soldado jactancioso; el soldado alto) y cuando son nombrados (como Jim Conklin) ese nombre no remite a una historia anterior.
Sin historia,  profundidad ni genuina convivencia los personajes son (1) auxiliares de la acción, que necesita de ellos para avanzar en el examen introspectivo que el narrador lleva a cabo e (2) indicadores de la deshumanización de la guerra: ante ella sólo surgen trazos esquemáticos –los personajes son meros esbozos de personas- y efectos del proceso destructor:
   
“Al muchacho le hubiera gustado descubrir a otro que desconfiara de sí mismo…A veces trataba de sondear a un camarada con frases insinuantes…Fracasaron todos los intentos de provocar una declaración que, de algún modo, se pareciera a una confesión de las dudas que en su interior reconocía de sí mismo” (cap. 2, pág. 24).

            No hay ninguna relación de alteridad. Las dudas más íntimas no pueden ser compartidas con nadie. No hay otro que me permita ser yo o me ayude sino un conjunto de presencias sin espesor humano.

            Si en Sin novedad en el frente las identidades son siempre lo que confiere la carga destructora a la guerra que en cualquier momento puede aniquilar a algo que es único y se perderá, en El rojo emblema del valor los soldados son lo contrario:

“Al correr, se mezcló con otros. Borrosamente veía hombres a su derecha y a su izquierda y oía pasos tras de sí y creyó que todo el regimiento huía perseguido por choques siniestros” (cap. 6, pág. 67).
           
            Al mismo tiempo en que lo humano es desinvestido de espesor y se encuentra ausente los objetos de destrucción son mostrados en actitudes “humanas” :

“Mientras marchaba a la cabeza, cruzó un pequeño campo y se halló en una región azotada  por las granadas. Se lanzaban por encima de su cabeza con gritos prolongados y salvajes. Al oírlos imaginó que tenían hileras de crueles dientes que le sonreían. Una vez una de ellas cayó ante él y el relámpago lívido de la explosión le cerró con efectividad el camino de la dirección escogida” (cap.6, pág.69)

            Las granadas se independizan de la fuerza que las utiliza, cobran “vida”, parecen lanzarse a sí mismas en lugar de ser lanzadas por un brazo y esa animación es feroz, cruel y desbocada.

            El recurso también funciona por su opuesto:

“Las granadas, que habían dejado de molestar al regimiento durante un tiempo, llegaron de nuevo en torbellino y explotaban en la hierba o entre las hojas de los árboles. Parecían extrañas flores de guerra estallando en fiera floración” (cap.6, pág.65)

Asimismo, funciona adjudicando cualidades humanas a las tropas ya convertidas en un conjunto diferente al de las presencias humanas que la componen:

“La batería se hallaba argumentando con un lejano antagonista y los tiradores parecían envueltos en admiración ante sus propios disparos. Se inclinaban continuamente en actitudes alentadoras  sobre los cañones y parecían felicitarlos con unos golpecitos en la espalda y animarlos con palabras. Los cañones, impasibles
y sin miedo, hablaban con insistente valentía” (cap.6, pág.69)

En un mismo párrafo se produce una doble inversión: (1) por un lado al nombrar a la batería  como un todo y desinvestirla de la presencia humana se refiere a ella como argumentando con un antagonista en un contexto como la guerra en que no existen argumentos ni diálogo, lo cual es una ironía. Asimismo (2) los hombres llevan a cabo acciones mecánicas sirviendo a los cañones que son mostrados como seres vivos y a los cuales, también irónicamente, se les adjudica la valentía de la que parecen carecer los hombres, siendo que al no ser humanos no corre riesgo su vida porque no la tienen. Es el narrador, siguiendo a la conciencia del personaje, el que se la adjudica.

“Sintió también piedad por los cañones, que permanecían en atrevida línea, como seis buenos camaradas” (cap.6, pág.70)

            Ello se contrapone con el modo en que el personaje (a través del narrador) concibe a las personas:

“La brigada se apresuraba enérgicamente para ser devorada por las bocas infernales del dios de la guerra. ¿Qué clase de hombres eran aquellos entonces? ¡Eran una raza asombrosa! O bien, no comprendían nada, los imbéciles” (cap.6, pag.70)

Pareciera que el personaje pensara la situación primero dentro de la lógica militar, al atribuir arrojo y valentía a la batería (que ya no argumenta sino que se entrega) y a una visión distanciada y objetiva que lo hace tratar a los hombres como imbéciles por no advertir los riesgos.
Son comunes estas inversiones que el narrador hace en la última línea de un párrafo, lo que vuelve más relativa la apreciación que hace antes. Ello sucede en general luego de una enumeración de impresiones o de acciones.
El objetivismo del  texto, al basarse en descripciones de cosas y procesos, es una de sus marcas más originales que hace a la anticipación estilística que llevó a cabo el autor.

Los personajes no parecen independientes a la muerte. Están vistos a partir de su cristal deformante.

Los vivos parecen muertos pero súbitamente surge un muerto que parece vivo:

            “Cerca del umbral se detuvo, paralizado de horror a la vista de ´algo´.
            Le estaba mirando un hombre muerto, sentado, con la espalda apoyada contra un árbol a modo de columna. El cadáver llevaba un uniforme que fue azul…Los ojos, clavados en el muchacho, habían tomado el tono apagado que se ve en los costados de un pescado muerto. Tenía la boca abierta. En ella, el rojo se había transformado en horroroso amarillo. Sobre la piel gris de la cara corrían pequeñas hormigas” (pág. 76, cap. 7)

El narrador da cuenta de los detalles objetivamente en una descripción que se hace fantástica a fuerza de rigor y que refuerza la idea de un universo gobernado por la muerte en medio de la indiferencia de la naturaleza.

El mundo de los personajes es uno condenado. Mueran o no en combate, su presencia es espectral, porque están librados a sí mismos y condenados:

           
“…Los rasgos afilados, macilentos, y las figuras polvorientas eran evidentes en esa extraña luz del amanecer, pero ésta teñía también la piel de los hombres con tonalidades de cadáver y hacía que las mezcladas extremidades aparecieran sin pulso y muertas. El muchacho se sobresaltó con una sorda exclamación cuando sus ojos se posaron por primera vez sobre esta masa inmóvil de hombres, apretadamente esparcidos sobre el terreno, pálidos y con extrañas posturas. Creyó por un instante que se hallaba en la casa de los muertos, y no se atrevió a moverse por miedo a que estos cadáveres se irguieran, graznando y chillando” (Cap. 14, pág. 126).

Del mismo modo que el narrador repara en acciones parciales antes que en los personajes que las llevan a cabo también muestra a la experiencia de los hombres como algo no sujeto a su voluntad.
Es la muerte la que rige todas las acciones y a ella se oponen gestos puntuales de vida. En un mundo así los hombres no pueden ser humanos debido a que de algún modo ya están muertos porque obedecen a esa lógica.
Los soldados marchan, no saben hacia dónde ni para qué ni hasta cuándo. Simplemente continúan como espectros.
En la legalidad de este mundo donde ha operado una inversión sólo las armas parecen tener vida:

“Los cañones rugían sin dejar siquiera un momento de descanso para respirar” (Cap. 16, pág. 139).
También el bosque se personifica


Sin identidad, más allá a veces del nombre, los personajes están guiados por algo que no pueden percibir ni descifrar.
La muerte de Jim Conklin es la expresión más absoluta de ello:

“El soldado alto dio la vuelta y, tambaleándose peligrosamente, continuó adelante. El muchacho y el soldado andrajoso le siguieron, cabizbajos, como si les hubieran apaleado, sintiéndose incapaces de encararse con el herido…Empezaron a pensar  que se hallaban ante una solemne ceremonia…Al fin lo vieron detenerse y permanecer inmóvil. Apresurándose, se dieron cuenta de que tenía en la cara una expresión que les decía que, por fin, había hallado el lugar por el cual se había esforzado. Su figura delgada estaba erguida; sus manos ensangrentadas permanecían inmóviles en su costado. Esperaba con paciencia algo con lo cual había venido a encontrarse” (cap. 9, pag. 92)

Antes de morir lleva a cabo movimientos convulsos y extraños. Más que nadie, ya no está en el mundo, pero tampoco lo están los demás.
La diferencia entre vivos y muertos es la inmovilidad: tienen el mismo semblante, el mismo color y los personajes vivos tienen un carácter precario, provisorio. Sabemos que su vida puede desaparecer de uno en otro segundo, por factores nimios e inesperados.

“Ante ellos había unas cuantas figuras espantosas  e inmóviles. Tenían los brazos doblados y las cabezas torcidas de modo increíble. Parecía que los hombres muertos habían tenido que ser lanzados de grandes alturas para alcanzar tales posiciones, como si desde el cielo los hubiesen dejado caer sobre la tierra” (cap.5, pág. 60)

            La función de la metáfora es siempre precisa en la captación de los personajes: termina de definir una impresión visual (como si los hubieran arrojado desde el cielo) que es también indicador de que los hombres están sujetos a un doble designio que primero los deshumaniza por su sola entrada en el mundo de la guerra y luego los mata.

Hay otra inversión: el bosque también se personifica y actúa (1) subrayando lo inaprensible del espacio, sus grandes extensiones, la sensación de encontrarse siempre perdido, a la deriva. En otras secuencias (2) parece significar cosas o actuar contra el personaje. O el bosque efectivamente se personifica o lo personifican las sensaciones del personaje:

“El panorama le dio seguridad. Era un campo dorado que poseía vida. Era la religión de la paz” (cap. 7, pág. 75)

“A veces las zarzas formaban cadenas y trataban de retenerlo. Los árboles, enfrentándose, alargaban los brazos y le prohibían el paso. Después de la hostilidad que anteriormente le habían mostrado, esta nueva resistencia del bosque le llenó de amargura. Le parecía que la naturaleza no podía estar nunca completamente dispuesta a ayudarle” (cap. 8, pág. 80).

            Al postulado realista y objetivista se opone esta vacilación: o bien la naturaleza se personifica y se vuelve auxiliar del mundo de negación de la guerra y, en ese cometido, trata de detener al personaje; o bien se trata de la connotación que el bosque adquiere para aquel: ambos términos ponen en duda este objetivismo y realismo y convierten al texto en otra cosa diferente a lo real.

Deshumanización de las personas, personificación de los objetos que causan muerte y destrucción, los personajes se deslizan como sombras en un contexto que los niega como sujetos: ellos piensan que pelean valientemente y quienes los dirigen no parecen percatarse de su existencia y cuando lo hacen es para denostarlos.
No hay una humanidad posible y ello es mostrado no sólo en las acciones sino en la propia concepción de los personajes.  


El narrador
El narrador es la primera convención de la novela, la voz que presenta la historia, la que enfatiza sobre distintos aspectos y en la cual trabajan los elementos que constituyen el lenguaje. Doble convención que, fingiéndose una persona, muestra algo sin decir qué o quién es, como un médium allí presente y que percibe, omite o descubre. Es una voz que parece humana pero que no es, necesariamente, la de un personaje aunque pueda mostrarlo internamente.
Stephen Crane opta por un narrador “por detrás” para plasmar (1) los hechos e impresiones que atraviesa el personaje de Henry Fleming y (2) la visión del escenario que no necesariamente coincide con la del personaje. El texto en todo momento trabaja en esta ambigüedad: no podemos distinguir si las visiones pertenecen íntegramente al personaje o si es el narrador quien las abarca por detrás, igual que lo hace con el personaje.
El autor expande y explota a este narrador en todas sus posibilidades e interviene para ello de muy diversas maneras, unas manifiestas y otras más sutiles.
Está investido de omnisciencia pero sólo en lo que respecta al personaje de Henry Fleming. Desde este punto de vista, el de Henry y el de su madre son los únicos personajes con vivencias autónomas a la guerra, desarrollo de una elaboración de ideas y percepciones genuinamente humanas (retomaremos esta distinción al abordar el estudio de los personajes)


La dimensión simbólica
Una de las características de la novela es que elementos como el espacio, o auxiliares (el humo; la sed; el fragor; la percepción distorsionada) cumplen una función en el texto que vas allá de la de servir de soporte a las acciones y plantear o subrayar un clima.
Nuevamente, lo que es presentado como realista no se enfoca en el conjunto de elementos que constituyen la realidad sino en aspectos puestos en un primer plano que más bien subrayan lo contrario: la realidad está más allá de cualquier posibilidad de acción o de comprensión y dichos elementos cumplen la función de hacerla más confusa, cruel o brutal.
Luego de una nueva batalla en la que enarbola la bandera del regimiento y se destaca por su valor sobreviene el final:

“Y ahora se volvía, con el ansia y la sed del enamorado, hacia imágenes de cielos tranquilos y sonrientes, de frescos prados y de fríos arroyos…una existencia de paz, dulce y eterna. A lo lejos, desde el otro lado del río, avanzaba la flecha dorada del rayo de sol a través de las huestes de nubes plomizas, cargadas de lluvia” (cap. 24, pág.210).

Henry pudo haber completado un aprendizaje y aprendido el valor que inculca a guerra o haberse engañado y creer en los valores de la guerra que le exigen sacrificarse sólo como un modo de sobrevivir en ella.
Luego de un lenguaje tan descarnado y realista la alternativa del valor como resolución de la novela se convierte en una suerte de ironía. La naturaleza, indiferente del dolor y la destrucción de la guerra sigue inmutable y Henry se encuentra solo frente a la desesperación y a la guerra.
Nada es simple, nada es esquemático y los finales no pueden ser convencionales en un escritor que supo romper con todas las convenciones y crear una obra abierta donde nada es definitivo.   
Stephen Crane encarna el ideal de un escritor desterrado de todo salvo del mundo de la literatura, al cual se consagró. Fiel a ello, la novela indaga en algo que siempre queda más lejos, a lo cual es difícil o imposible llegar y también nos dice que la propia meta es la de la escritura que testimonia ese eterno destierro.

   

 








[1] Ewing Goffman, en su estudio sobre internados, refiere que las instituciones cerradas generan un sistema que internamente tiene un sentido propio. Lo mismo se puede decir de la guerra, modo por excelencia de expansión del “sentido” de la institución militar
[2] “El profesor Stallman cita como base de este episodio el encuentro de Crane con un desconocido y jovial campesino que le ayudó una noche oscura en la carretera. Hart sugiere relacionar el hecho de que Henry no ´había visto la cara de su salvador´ …” (Cap. 12, pág. 117, nota al pie)
[3] “Son dos maneras de asumir la guerra: la de los soldados y la del jefe. Los soldados la inscriben en un marco que la excede y el jefe la asume como una guerra total” (Nota del Autor, Marco Denevi, Variación del perro en “Antología de la Literatura Fantástica Argentina- Narradores del siglo XX”, Alberto Manguel, comentarista y compilador, Edit. Kapelusz, Bs.As., 1973). Es total para el jefe en tanto que no reconoce otra realidad; no obstante, es total para los soldados que no pueden huir de ella ni decidir sobre sus acciones. A uno la guerra le pertenece y los otros pertenecen a la guerra.
[4] Si es que cabe la palabra porque en el contexto de la inhumanidad de la guerra les son dados, como atributos humanos, sonidos (como aullidos y gritos) o gestos propios de las personas pero que las cosas evocan

domingo, 26 de junio de 2016

La memoria, un cuaderno extraviado (a sesenta años de Zama, de Antonio Di Benedetto)

       En 1956, un joven periodista y escritor mendocino escribió en una casa vacía, aprovechando una licencia en el diario donde trabajaba, una novela que significó –formal y temáticamente- una dirección absolutamente nueva para el género en Argentina y Latinoamérica.
    Zama,  que no muestra en absoluto las huellas de esa urgencia de la escritura, es la novela de la postergación y la espera de un funcionario americano de la corona española pero es mucho más. La novela argentina rompe en ella con el pintoresquismo regionalista y adopta otro regionalismo que no se circunscribe a un solo espacio geográfico y, casi coetáneamente con Pedro Páramo y El llano en llamas, ingresa en un territorio nuevo.
     Don Diego de Zama espera en una Asunción del Paraguay casi tan fantasmal como Luvina de Rulfo, un  lugar del cual no hay mención ni referencias precisas y cuya ubicación sólo puede ser inferida a partir de determinadas circunstancias, a ser trasladado a un destino mejor: Buenos Aires, donde lo espera su familia o la apetecida Madrid.
      Un texto inaprehensible
     Organizada en tres partes que son marcas de tiempo (Año 1790; Año 1794 y  Año 1799) propone ser leída como una novela histórica, propuesta que el texto deja atrás al no dar referencias de hechos políticos ni localizaciones precisas, inaugurando un discurso intemporal al que pueden dársele muchos significados.
      Don Diego de Zama no sólo espera noticias de su familia; el traslado a un puesto mejor; su paga –que cada vez recibe con menos frecuencia- sino que va hundiéndose en una progresiva negación: todo lo que hace es inútil (para conseguir ese traslado; ganar el favor del gobernador o simplemente acercarse a una mujer). La espera es algo más que una circunstancia: es una dimensión existencial.
      Es en este punto en que la novela deja de ser histórica para convertirse en una alegoría que introduce la temática existencialista en la literatura argentina.
      Zama es en el pasado, uno en el cual tuvo una familia y una importancia pero que cada vez se desdibuja más. Marta, su esposa que quedó en Buenos Aires, es una ausencia. Todo vínculo lo es y la soledad emerge y va consolidándose como una valla infranqueable. El brillo de su cargo es algo que sólo él recuerda mientras que la realidad es una degradación  progresiva y va hundiéndose más y más en la ajenidad y la miseria (moral y material).
     La administración colonial (como nuestras instituciones mismas) es una gigantesca y negra profundidad insondable donde aquello que nos parece legítimo y esperado cae en un abismo sin fin que todo parece negarlo: por empezar lo que es propio de la persona, a la que corroe y diluye por eternas e inescrutables razones.
     Pese a las enormes diferencias estilísticas recuerda a textos como Ante la ley, o El proceso, de Kafka, donde todo es oscuro, inabordable y queda situado en el movimiento de los círculos inaccesibles donde las cosas suceden.       
     Un lenguaje sin realidad ni tiempos
     No hay una reconstrucción lingüística del pasado. El habla y, más que nada el discurso interior del personaje, es clara, detallada y con giros inesperados.
     Un lenguaje intemporal nos evoca el pasado pero a la vez nos ubica en el presente: la metáfora es siempre precisa; una de las más fuertes es la de los peces a los que el agua rechaza y cuyas energías son empleadas no en avanzar sino simplemente en poder mantenerse en “su medio” frente a ese rechazo y que mueren cuando la energía que producen es menor que aquella que el agua les demanda sólo para permanecer.
      La urgencia por escribir y por terminar quizás haya sido uno de los elementos que más contribuyó a producir un lenguaje sólido y conciso, de una metáfora tan imaginativa como justa. Tal claridad y  precisión nos hace suponer que el lenguaje da cuenta de algo también claro y preciso. Sin embargo, el mundo que muestra es inexplicable como un sueño y todo parece la irradiación de algo que sucede en otro lugar, algo de lo cual sólo podemos apreciar lo que está por fuera.
      Acuciado por la falta de dinero busca alojamiento en una casa derruida que parece cambiar y adoptar una disposición incomprensible. No se sabe bien quienes viven en habitaciones que se abren a sitios insospechados.
      En la dimensión de la espera –lo único real- discurre algo que se hace cada vez más irreal.
      Con un futuro condicionado por esa espera, que no existe como posibilidad cierta, y un presente vacío queda la memoria de lo que fue y se perdió haciendo del pasado “un cuaderno extraviado”.
      Al comienzo el personaje ve en el embarcadero un mono muerto que se agita al ritmo de las olas, como si estuviera por emprender un viaje imposible que recién en esa instancia se había decidido a hacer “y ahí estaba él, por irse y no y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no”. Tanto el cumplir con un propósito como la partida son imposibles y sobreviene la muerte esperando, o bien la vida consiste en permanecer en un limbo aguardando algo que nunca sucederá.
     Pasado y presente                       
    Privado de su libertad y torturado por la dictadura durante un año de cautiverio  Antonio Di Benedetto debió exiliarse en España. Murió en gran parte a consecuencia de aquellas torturas en 1986, poco después luego de regresar al país.
    También él habrá sentido –como Zama- la terrible dimensión de una espera que nunca se sabe cuánto durara, que entraña la duda acerca de si aquello que esperamos finalmente habrá de producirse o no.
   Sylvia Saítta, citando a Italo Calvino, señaló que un texto es clásico cuando nunca termina de decir lo que tiene que decir porque tiene sentidos múltiples y cada lector descubre en él cosas nuevas.
    Zama es una novela experimental, inclasificable, y al mismo tiempo un texto clásico  capaz de serlo por expresar algo de la condición humana en lo que podemos reconocernos

domingo, 24 de enero de 2016

La tristeza de la noche romana


El 19 de enero falleció en Roma el guionista y director de cine Ettore Scola. Había nacido en Trevico, Italia, el 10 de mayo de 1931.
“La noche romana es pura tristeza” tituló el diario la Nación la noticia sobre la muerte de un cineasta que lega una obra tan cuidada como original. Pocos artistas pueden dejarnos la impresión de que cada creación constituye un mundo autónomo y profundo; que es distinta a las demás y que logra el punto expresivo más alto.
Una formulación propia
La comedia; la ironía; la mirada aguda e  implacable son elementos de una estética que nunca se cristalizó en una sola manera de captar y mostrar. La sensibilidad, el cuidado formal, el lenguaje gestual u oral son elementos comunes en su obra pero ésta adopta distintas formas.
Trabajos como Nos habíamos amado tanto (1974); Feos, sucios y malos (1976); Un día muy particular (1977);  La noche de Varennes (1982) o El baile (1983), son ejemplos de ello.
En el primer caso, se trata de la relación de un grupo de amigos a través de varias décadas: La vida los hace alejarse, de a poco, imperceptiblemente, de sus ideales de juventud y termina –en la época del renacimiento económico de Italia, en los sesenta- distanciándolos. “Íbamos a cambiar al mundo pero el mundo nos cambió a nosotros”, dice Gianni (Vittorio Gassman), en una afirmación que todo lo resume.
En Feos, sucios y malos  inaugura una (anti) estética violenta, que toma rasgos de la commedia all´ italiana pero los lleva mucho más allá, en una combinación de grotesco que se vale de la fealdad, lo esperpéntico  y de todos los rasgos negativos de una familia lumpen, contracara de la opulencia del milagro económico italiano. El protagonista, Giaccinto Mazzatella, soberbiamente interpretado por Nino Manfredi, ha cobrado una indemnización obtenida en un juicio por la pérdida de un ojo y tiene esa suma escondida en la vivienda que comparte con una extensa familia que se propone matarlo para apoderarse del dinero. No hay unión ni solidaridad alguna entre ellos más que la de ese propósito.
Si en el neorrealismo había un ideal humanista por encima de la pobreza económica y la fractura social, en Feos, sucios y malos no nada que salvar.
Como propuesta “antiestética” es una obra única que se apropia de los elementos de la comedia y los utiliza en algo sin salida.
La asfixia
También sin salida es el universo de uno de sus trabajos más profundos: Un día muy particular.
Scola vivió el fascismo en su niñez, en una familia extensa (vivencias que también se reflejan en La familia, 1987).
No hace una película colectiva ni de denuncia, opta por un registro intimista e introspectivo: es el 6 de mayo de 1938, día en que Hitler visita a Mussolini en Roma. El escenario se circunscribe a los edificios donde vive una gran cantidad de personas que se dirigen al acto, dejando el lugar prácticamente desierto: sólo quedan Antonietta (Sofía Loren) y Gabriele (Marcello Mastroianni) que se encuentran casualmente: el pájaro de Antonietta escapa de su jaula y  vuela hasta el departamento de enfrente, donde vive Gabriele. Todo un símbolo de búsqueda de libertad.
Resultan opresivas primero la ausencia de los habitantes del complejo, capaz de aludir a un modo de vida colectivo, sin intimidad; luego lo es su regreso, cuando ya se ha producido el desenlace, y más que nada, lo es la transmisión del acto por los altavoces que fuerzan a no poder sustraerse de ese acto aunque no se participe de él. Esta cortina sonora invade toda la película con su altisonante e insufrible discurso.
De este modo, se alude a un sistema totalitario sin mostrarlo. No es necesario porque, aunque sólo sean escuchados sus ecos, es evidente que no se puede huir de él: todo lo abarca y, como se ve con el propio destino de Gabriele, quien es arrestado para ser enviado  a un centro de internamiento para homosexuales, no hay posibilidad de salida.
En una concepción dramática, en el sentido de que aunque pocos hechos exteriores sucedan hay una indetenible acción interna en cada uno de los personajes, Antonietta, que al comienzo es un ama de casa convencida, que concibe al fascismo y el sometimiento como un modo natural de vida, adquiere conciencia de la soledad y de que, igual que el de Gabriele, su mundo tampoco tiene salida.
Sin acción, diálogo ni personajes
En El baile el verdadero personaje es el salón bailable donde, en distintas épocas, desfilan presencias que son como esbozos o caricaturas.
No hay diálogos, la música de las distintas épocas es la que sostiene a las escenas de baile, que son las que verdaderamente cuentan.
Y qué cuentan. En rigor, nada: sólo muestran escenas danzantes que suceden durante el triunfo del Frente Popular, en 1936; la ocupación y liberación de Francia, 1940-44; la inmediata posguerra, 1946; el triunfo del modo americano de vida, 1956; el mayo francés, 1968; el triunfo del individualismo, 1983.
Cada parte es capaz no sólo de plasmar una época sino de mostrarnos lo que cada una dejó en la cultura y la vida social.
Nada es explícito, nada es verbal: una película puede renunciar a todo lo que no sea la propia imagen y la música.
La visión de la modernidad
En la que quisiera detenerme es en La noche de Varennes .
La familia real francesa intentó huir de París la noche del 20 de julio de 1791. El Rey buscaba llegar a la frontera y, con la ayuda de aliados, regresar para aplastar la revolución; pero fue aprendida en Varennes, el 21 de julio.
Este acontecimiento histórico sirvió a Catherine Rihoit para situar la acción de su novela en el viaje imaginario de una diligencia que reúne a distintos personajes.
La acción comienza cuando el escritor Nicolás Edmé Restif de la Bretonne (Jean Louis Barrault) sospecha que algo inusual sucede en el palacio real y, de un modo casual, se topa con la Condesa Sofía de la Borde (Hanna Schygulla) y decide seguir a su carruaje.
Autor de libros eróticos, hombre de vida disoluta, sumergido en una pobreza crónica que lo obligaba frecuentemente a huir de los lugares en que vivía, fue sin embargo un escritor inteligente y lúcido.
La diligencia se convierte en un muestrario de la sociedad y de las viejas y las nuevas ideas. En ella viaja el decadente Giacomo Casanova, quien huye de la corte de un noble alemán que lo tiene como bufón; la Condesa de la Borde, ayuda de cámara de la reina María Antonieta, que lleva un misterioso paquete y viaja de incógnito pare reunirse con la reina; Restif de la Bretonne, como testigo de un acontecimiento cuya importancia intuye; Thomas Paine, el filósofo y teórico de la Revolución Norteamericana; una dama; un rico comerciante; un magistrado y su amante: una cantante. En el techo de la diligencia viajan sus sirvientes.
En las alternativas de la jornada; en el choque entre los campos donde la revolución parece no existir y las alternativas de una nueva política cruel e intolerante; en  la riqueza de sus diálogos, tan agudos como contradictorios surge plasmado el choque de ideas y las situaciones que revelan que un mundo desaparece y que algo nuevo toma su lugar.
 Scola enmarca este escenario de diálogos en un imaginativo marco formal: la película comienza y termina con Il mondo nuovo; una especie de teatrillo de figuras y un pequeño dispositivo, la maqueta de un escenario donde las escenas cambian. Es el modo en que cuenta, someramente, los acontecimientos históricos.
En otros momentos, el discurso visual se interrumpe y el narrador y los propios personajes, por fuera de los hechos narrados, hacen comentarios: sucede, entre otras circunstancias,  cuando se habla de las profecías de Restif de la Bretonne sobre la crueldad de la revolución; sobre Casanova, que habla después de su muerte.
La ayuda de cámara de María Antonieta viaja con el traje que el Rey vestiría cuando entrara victorioso en París y la monarquía fuera restaurada y que cierra el filme en esa última escena en que el traje es puesto en un maniquí. “Si hubiera llevado esas ropas quizás no lo hubieran detenido” señala Casanova.
Escenas como la partida de la diligencia o el momento en que ésta se detiene para que sus personajes desciendan y el vehículo pueda subir una cuesta se encuentran planteadas en una riqueza visual y en una carga significativa: son en ellas que surgen esos diálogos: el pueblo no necesita que el Rey les reconozca derechos, ellos existen por el sólo hecho de ser hombres; la insolencia de un sirvientes que, en el viejo orden, no osaría contestar a Casanova como lo hace. O el propio Casanova, que de un aventurero seductor ha devenido en un hombre acabado pero que mantiene el don de la profecía, la lucidez y el refinamiento que hizo de él lo que fue. Es el fin si un rey es prisionero de un fabricante de velas (el que lo mantiene Varennes donde permanece al ser descubierta la familia real).
La noche romana no pudo sino estar llena de tristeza ante la desaparición de un artista único que supo conjugar distintas fuentes en un modo de ver y de mostrar absolutamente propio.
.







Eduardo Balestena

martes, 5 de enero de 2016

El rojo emblema del valor: una novela más allá del realismo

Stephen Crane fue escritor y cronista de guerra. Nació en Newark, Nueva Jersey el 1 de noviembre de 1871 y sólo vivió 28 años, durante los cuales se sintió un desterrado en todas partes, al extremo de morir en un sanatorio de Badenweiler, Alemania, el 5 de junio de 1900, por complicaciones de la tuberculosis que había contraído a raíz del estado de debilidad que le sobrevino luego de un naufragio.  Sin embargo, ese corto lapso de una vida difícil le bastó para escribir dos obras fundacionales: Maggie, a girl of the streets (“Maggie, una chica de la calle”, 1893), que está considerada como la primera novela naturalista norteamericana; y The red badge of courage (“El rojo emblema del valor”, 1895) que inaugura la especie de narrativa bélica pero que a la vez es una honda novela introspectiva, innovadora en varios aspectos y que contribuiría a abrir nuevos caminos en la narrativa del siglo XX.
Un país violentamente dividido y un cambio de filosofía
La guerra de secesión norteamericana (1861-1865) fue el conflicto brutal entre dos modelos de país: el industrial del norte y el feudalista y agricultor del sur que encarnaban no sólo lo moderno y lo tradicional sino también un choque de filosofías que terminaría por imponer el darwinismo social (la supervivencia de los más aptos) como credo del nuevo capitalismo financiero que surgiría después de la Guerra de Secesión. El hombre que triunfa lo logra por estar mejor dotado. El resto, formaría parte de un creciente proletariado urbano.
Esta ideología, heredera de conceptos biológicos, desplazaría al trascendentalismo norteamericano y la literatura simbolista de escritores como Hawthorne y Melville. El país del espacio inacabable donde había lugar para empezar siempre una nueva vida se industrializaba. Este nuevo fenómeno social marcaría el surgimiento de un naturalismo, inspirado en las nuevas condiciones de vida, pero, a diferencia del francés, menos desesperanzado. Quizás lo fuera por originarse en un país nuevo (Mateo, Leopoldo, Apéndice a “El rojo emblema del valor”, Colección Mis Libros, Hyspamérica, 1981).
Es en este contexto político, social y cultural donde El rojo emblema del valor se inscribe.
El autor y la obra
Hijo de un predicador que murió cuando el escritor tenía ocho años, Stephen Crane se vio obligado, desde muy temprana edad, a ganarse la vida plasmando sus vivencias en el suburbio neoyorkino de Bowery y formándose como escritor en las crónicas urbanas de una nueva conformación social y tratando de venderlas a los diarios.
Con dinero prestado por sus hermanos costeó la edición de Maggie, a girl of the streets, que fue ignorada por la crítica. Sin embargo, amigos escritores (Hamlin Garland y William Dean Howells) fueron conscientes del valor de la novela y lo animaron a seguir escribiendo. Debieron ser muy duras aquellas alternativas para alguien para quien su escritura era su razón y medio de vida.
La guerra civil era un acontecimiento del cual había oído hablar desde la infancia pero no sólo muy pocas novelas la habían abordado como asunto literario sino que, además, lo habían hecho desde el heroísmo, el sentimentalismo y la acción. El contacto con varios testimonios, su innata intuición para percibir y eludir las convenciones literarias, y el propósito de lograr no un registro general sino la propia vivencia de la guerra en un joven soldado dieron por resultado un texto directo, realista, introspectivo, que es a la vez una obra abierta. Más allá de los hechos salientes de la historia existen muchas interpretaciones posibles sobre su significado. Apoya este efecto en gran parte en el distanciamiento del narrador “por detrás” del personaje, es decir que lo ve en sus acciones y en sus pensamientos, y el propio personaje. Los juicios de ambos suelen ser coincidentes, pero existe una distancia entre ellos: a veces, como en el final, el narrador parece ver más allá del personaje y proponer un final no realista a una historia realista.
La obra alterna registros del más puro lirismo  y acciones vívidas y cruentas. Son muchos los recursos que utiliza para ello.
Henry Fleming, un joven campesino que vive con su madre se ha enrolado pese a la negativa de ella. Si bien no existe una referencia directa, la novela narra aspectos de la batalla de  Chancellorsville, Virginia, que tuvo lugar entre el 1 y 3 de mayo de 1863. El acontecimiento es constituido en una visión arquetípica de la guerra.
No hay un argumento en sí mismo sino una sucesión de escenas que podemos dividir en cinco núcleos: 1) la recapitulación inicial sobre la vida anterior del personaje y las dudas y temores antes del combate; 2) el primer enfrentamiento; 3) el alejamiento del combate, con el consiguiente vagabundeo por el bosque, que se cierra cuando se encuentra con heridos y se pretende uno de ellos; 4) la guía de alguien misterioso que lo conduce nuevamente a su escuadrón y 5) la batalla siguiente, momento en el cual Henry se destaca por su heroísmo,  que conduce al ambiguo final.
No obstante, el emblema al que alude el título no simboliza el desenlace heroico,  no es uno que le sea dado por su valentía, sino que se refiere a una herida: “A veces miraba a los soldados heridos con envidia…Deseaba que él también hubiera podido ostentar una herida, un rojo emblema del valor” (obra citada, Capítulo 9, pág. 87).
El propio símbolo del título es lo contrario al heroísmo, con lo cual, el final no puede referirse al triunfo del valor sino a algo diferente.
La historia y sus elementos estilísticos
El virtuosismo narrativo de este escritor de 24 años reside en que sus recursos estilísticos, pulidos y balanceados, que establecen distintos climas y hechos, dan por resultado un texto ágil; imaginativo; incisivo; preciso y siempre cambiante. Los aspectos formales no valen sólo por sí mismos sino que trabajan para lograr el propósito del autor de hacer que las vivencias del personaje, su confusión, sus dudas, su modo distorsionado de percibir tanto la lucha como el propio espacio o su propia vida, sean el centro de la narrativa.
En una descripción detallada, a la vez que los objetos son vistos como algo vivo, los soldados y oficiales lo son cómo máquinas o seres desposeídos de humanidad que se mueven mecánicamente.
Uno de los elementos salientes es el trabajo con las sensaciones visuales y auditivas. El escenario de la batalla es imposible de ser visto: por las espesas nubes de humo producidas por los rifes al disparar; por el punto de vista siempre parcial de los soldados y por la distorsión espacial donde el terreno siempre parece cambiar. Así: “Levantó ligeramente el fusil y, dando un vistazo al ajetreado campo, disparó contra un grupo que avanzaba a pasos largos. Luego se detuvo e intentó ver cuánto pudiera a través del humo” (cap. 6, pág.66).
Otro es el retrato de los cuerpos, las posiciones insólitas en las que quedan luego de una explosión, destruidos y modelados por una maquinaria despiadada en la cual ellos no cuentan para los superiores que los mandan a una misión riesgosa por considerarlos inútiles: “Ante ellos había unas cuantas figuras espantosas e inmóviles. Tenían los brazos doblados y las cabezas torcidas de modo increíble. Parecía que los hombres muertos habían tenido que ser lanzados de grandes alturas para alcanzar tales posiciones, como si desde el cielo se los hubiera dejado caer sobre la tierra” (cap. 5, pág.60).
Acciones descriptas desde su pura objetividad; el aturdimiento; las metáforas inusuales son elementos de una narrativa completamente nueva.
Realismo, simbolismo
En medio de las peripecias de Henry para volver al regimiento aparece una figura misteriosa cuya cara nunca llega a ver: “le parecía al joven que el hombre de la voz cordial poseía una varita mágica” (cap. 12, pág. 116). Lo real se abre hacia lo fantástico y misterioso.
Luego de una nueva batalla en la que enarbola la bandera del regimiento y se destaca por su valor sobreviene el final: “Y ahora se volvía, con el ansia y la sed del enamorado, hacia imágenes de cielos tranquilos y sonrientes, de frescos prados y de fríos arroyos…una existencia de paz, dulce y eterna. A lo lejos, desde el otro lado del río, avanzaba la flecha dorada del rayo de sol a través de las huestes de nubes plomizas, cargadas de lluvia” (cap. 24, pág.210).
Henry pudo haber completado un aprendizaje y aprendido el valor que inculca a guerra o haberse engañado y creer en los valores de la guerra que le exigen sacrificarse sólo como un modo de sobrevivir en ella.
Luego de un lenguaje tan descarnado y realista cuesta creer en un final feliz. La naturaleza, indiferente del dolor y la destrucción de la guerra sigue inmutable y Henry se encuentra solo frente a la desesperación y a la guerra.
Nada es simple, nada es esquemático y los finales no pueden ser felices en un escritor que supo romper con todas las convenciones y crear una obra abierta donde nada es definitivo.    

   

 

Eduardo Balestena




sábado, 24 de octubre de 2015

Otra vuelta de tuerca: la literatura como centro


Henry James publicó la que acaso sea la más famosa de sus obras en 1898. La exhaustiva edición crítica de Deborah Esch y Jonathan Warren (The turn of the screw, Norton Critical Edition, 1999; New York- London) detalla tanto las posibles fuentes de la nouvelle como los textos que dan cuenta de cómo fue recibida y estudios críticos posteriores que han buscado interpretarla. De todo ello surge que nunca habrá una última palabra ante esta obra maestra de la ambigüedad.
Lo fantástico puro
Lo central de la historia está dado por  la narración de una institutriz que llega a una gran casa en Essex a hacerse cargo de dos niños (Flora y Miles). Ha sido contratada por el desaprensivo tío de los huérfanos, con la condición de que nunca lo moleste, para guiar su educación y, a poco de hacerse cargo de esa tarea,  advierte la presencia de dos fantasmas: el de la anterior institutriz (Miss Jessel)  y el del valet del dueño de la casa (Quint). Concluye que el propósito de ambas presencias es el de apropiarse de Flora y Miles.
La esencia del texto es la vacilación; ésta radica en que no hay nada que permita sostener o negar que los fantasmas existan; la protagonista esté loca o los niños sean una suerte de demonios. La obra discurre en esta ambigüedad y al hacerlo cumple el propósito de aludir a algo que nunca revela. Según Tzvetan Todorov (The fantastic, ob. Cit., pág. 193), la vacilación es esencial a lo fantástico ya que los elementos que el texto ofrece proveen una explicación que nos resulta plausible y a la vez insuficiente y, permanente e indirectamente, alude a aquello que no explica. En ello reside el verdadero interés y los hilos invisibles que mueven a los personajes.
Un texto centrado en sí mismo
Han sido numerosas las versiones fílmicas de la historia y al abrirla a la imagen la han tergiversado, convirtiéndola en el relato de fantasmas que está muy lejos de ser, ya que la duda sobre la existencia de los espectros (y no su aparición explícita) es lo esencial de una obra apoyada, ella misma, en la incertidumbre sobre sus origen. Éste pasa por un elemento secundario, el lector puede no reparar mucho en él, pero resulta central.
En efecto: en un grupo de amigos reunido en una casa de campo inglesa alguien relata la historia de una aparición que surge ante una madre y su hijo. Douglas, el anfitrión agrega que si dos apariciones surgieran ante dos niños se estaría dando una vuelta de tuerca a esa historia. Más tarde, sembrada ya la intriga, refiere tener en su poder un manuscrito escrito por una institutriz que ha hecho transcribir. El texto da luego un salto en el tiempo y sitúa a dicho manuscrito –después de la muerte de Douglas- en poder de uno de los invitados –el propio narrador inicial- , quien a su vez lo transcribió.
Este hecho, que solemos olvidar una vez comenzada la lectura, es un primer marco o, (como señala Eduardo Jordá en su análisis, La vuelta de tuerca, “Fronterad”, revista digital) una caja china de una serie (la primera es el primer narrador desconocido; la segunda Douglas y la tercera la institutriz). Así, surge la primera duda: es real la institutriz que habrá de ofrecernos la narración, o se trata de una versión o una revisión de la historia escrita por Douglas o por el primer narrador.
De este modo, se nos pide creer en algo cuya autenticidad ignoramos. Leemos pensando en la centralidad de los hechos pero la centralidad es la del propio texto, uno que oculta las claves que permitan interpretarlo de una sola manera; un texto al cual la propia historia sirve.
Un narrador fantasma
La duda sobre el diario encubre otra: la duda sobre la institutriz. Personaje central, voz de la narración, carece sin embargo de nombre, ninguna persona la llama de ningún modo, no parece tener a nadie, no es objeto de ningún afecto, no recibe ni escribe cartas y las referencias a su vida anterior son vagas y sólo permiten establecer su origen humilde como hija de un predicador. De algún modo, su presencia también es fantasmal: en una de las apariciones de Miss Jessel, su predecesora (ob. Cit. cap. XV, pag. 57) le parece estar viéndose a sí misma.
La institutriz “fantasma” establece la narración y transcribe diálogos con sus interlocutores: Mrs. Grose, el ama de llaves (una mujer sencilla y analfabeta), y los niños (inocentes al principio, talentosos siempre y diabólicos en un punto del relato). Asistimos a lo que ve, interpreta o provoca, todo ello en un proceso doble enunciado en: 1) el tiempo cronológico –el relato comienza en el verano y termina en pleno invierno, meses más tarde- que corre paralelamente a la densidad que adquiere el relato en un crescendo en el cual a mayor tensión  se corresponde un clima más severo y hostil; 2) la tensión creciente del “yo narrador”, que primeramente ve a la casa en toda su belleza y luego la convierte en una especie de cárcel. Un yo tan vulnerable como exaltado que, al par que narrar los hechos externos que ve se narra a sí mismo, en sus crispadas sensaciones, en sus reacciones y en el permanente insomnio es algo que por momentos parece una novela psicológica.
En busca de las fuentes
Las claves de lectura surgen en gran medida de fuentes que vinculan al texto con discursos de la época, como el de los estudios sobre la histeria, de Freud y las asociaciones científicas, con sus enumeraciones de casos de histeria, nombre que recibían ciertos trastornos de personalidad. Sabemos –porque James lo señaló- que la anécdota inicial fue provista por el Arzobispo Benson: la mención de dos niños a los que se aparecían los fantasmas de los criados de la casa. Sin embargo no es la única fuente posible. Si damos otra vuelta de tuerca, podemos asumirla como la explicación oficial, provista por el autor que puede encubrir a otra, como lo propone el trabajo de Oscar Cargill (“The turn of the Screw and Alice James”, pás. 138). De este modo, hay dos historias: una basada en la propia hermana del autor (Alice James) y The case of Miss Lucy R.”, de Sigmund Freud, que describe el caso de una institutriz que sufre determinados trastornos. De este modo la ambigüedad llega hasta las propias fuentes. Cargill propone que esta primera historia constituye el verdadero eje y no los fantasmas, pero que éstos terminaron por apropiarse de esta historia. Nada permite sin embargo confirmar la hipótesis sino darle un grado de probabilidad, ciertamente importante, que no hace más que confirmar la ambigüedad.
Un enigma no revelado
Todos éstos, terminaron por convertirse en elementos que utilizó el escritor para concebir una obra que contara algo sin contarlo: en efecto, se apropia del mecanismo de intriga como si el texto estuviera en función de revelar un enigma, sin embargo, a medida que avanza instala una mayor incertidumbre y mientras conduce hacia un necesario desenlace no nos revela nada. Nada sucede más que las interpretaciones de la institutriz, aunque no sabemos si tienen un viso de realidad o no. Es decir que se trata de una pura producción de discurso, con un mínimo de hechos, casi nunca fiables.
La muerte de Miles cierra el mundo narrado. Produce un cierre pero no una explicación, y lo hace porque es el único modo posible del texto de lograr un desenlace que no revele ni resuelva nada y haga que el misterio perdure.
No sabemos si, finalmente, Quint se apropió del niño o su muerte obedece a alguna otra causa. No es necesario que lo sepamos porque el texto sigue sus propias reglas y no  las de la realidad. El texto usa de la historia, como usa del misterio y de la locura, con un solo propósito, el de desarrollarse a sí mismo. No son los fantasmas, no es el amor fallido (de la institutriz por el amo; de Douglas por ella o de ella por Miles), no es lo sobrenatural sino la propia escritura, una que pueda utilizar todas esas categorías para reivindicar su propio poder de invención sin agotarse en ninguna de ellas.
En eso reside la maestría de Otra vuelta de tuerca: podemos girar y girar, una y otra vez sin encontrar una explicación y volveremos al texto con la esperanza de encontrarla  algún día, pero sabiendo que su misterio será siempre inagotable, que siempre podremos dar otra vuelta que nos conducirá nada más ni nada menos que a nuevas preguntas sin respuesta.
 
 


Eduardo Balestena

Las muchas huellas de un enigma

Vivian Maier nació en Nueva York en 1926 y murió en Chicago en 2009. Hoy, es famosa, pero su vida transcurrió en un anonimato que nunca se propuso romper.
Durante más de cuarenta años trabajó como niñera, dejando en aquellos a quienes cuidaba y en sus familias experiencias contradictorias que hablan de un costado de amor y otro oscuro, de mal trato. En interminables caminatas por sitios muchas veces sórdidos esos niños eran testigos –y protagonistas- de su infatigable empeño por registrarlo todo con su cámara Rolleiflex que nunca abandonaba. Con la misma curiosidad retrataba el amor; la piedad; el horror; la sorpresa y esa organización de las cosas que sólo un fotógrafo consumado puede percibir y transmitir; una que nos muestra que todo puede ser otra cosa y armarse en una belleza que la mirada común no advierte pero que está allí, esperando ser descubierta.
Sólo reveló muy pocos rollos de película con las cien mil escenas que registró a lo largo de una vida que seguramente no se propuso consagrar al arte: nunca difundió su trabajo y su existencia transcurrió en la soledad más absoluta. Ella se abrió a la visión de un mundo que nunca mostró a los demás: o estaba muy segura del valor de su obra y supo que alguien, alguna vez la descubriría, ocupada como estaba en registrarlo todo; o simplemente no le preocupó. Puede que su imperativo haya sido sólo ese: estar allí y captar lo que la vida ofrecía a una sensibilidad capaz de plasmar el costado más impactante y expresivo, tanto de la belleza como de la fealdad, tanto de la inocencia como de la crueldad más absoluta.
Cómo se formó. Qué sentía al tomar esas fotos. Qué fuerza la llevaba a cumplir con esa misión invisible de registrar aquello que nadie vería: son todas preguntas sin respuesta. No dejó escritos, no dejó cartas a nadie, nadie parece haberla esperado ni amado nunca. Sin embargo le sobrevivió –casi azarosamente- una obra que nadie que no fuera ella hubiera podido llevar adelante porque requería esa entrega, ese rescate de lo anónimo y esa mirada al mismo tiempo asombrada, precisa y solitaria, incapaz de sorprenderse demasiado ante nada.
Si sus fotos urbanas, tomadas con la cámara a la altura de la mitad del cuerpo en ese límite donde casi se invade el ámbito de lo mostrado, que hacen que las figuras aparezcan enfáticas, prácticamente invadiendo el cuadro con esa historia secreta de la cual la imagen muestra sólo algo que su lente –su mirada- percibe con sorpresa y al mismo tiempo ternura y asombro, lo más inquietante está en sus autorretratos.
En ellos aparece reflejada en la taza de un auto, en una bandeja de metal que difumina su rostro, en vidrieras donde su silueta  es  un reflejo que se une y a la vez se separa del resto de la escena, o en espejos que multiplican una imagen y con ella un enigma, o en sombras que se cuelan en la precisa organización de una imagen que se arma sola, a partir de su simple mirada. Es como si ella se encontrara unida y a la vez separada de las cosas: no termina de estar adentro de nada. Siempre hay una soledad y una distancia. Un paso leve y sin embargo gigantesco que la une a todo y que la separa –irremediablemente- de todo. El mundo es un lugar que ella es capaz de registrar pero en el cual no termina de estar. No termina de unirse, siempre queda afuera, siempre es esa sombra que se cuela desde un borde que contiene a esa mirada que todo lo ve, precisamente la que organiza la visión donde las cosas aparecen y ella surge, tímidamente, en un costado.
Ser lo que no se ve
Su vida es un interrogante, muy poco es lo que se sabe de ella. Llegó a Nueva York y trabajó primero como operaria, pero luego buscó otra tarea, una que le permitiera andar por las calles y a la vez reivindicar el ámbito de un cuarto que asumía como inexpugnable. Nadie entraba en esas habitaciones que cerraba con un candado y en las cuales guardaba pilas de diarios y papeles, como buscando testimoniar y preservar algo que era en sí mismo un secreto: su propia y solitaria vida y aquello que era su finalidad más íntima y a la vez pública: captarlo todo, salvarlo de un anonimato y destinarlo a otro.
A la inversa de los demás, no quiso mostrar nada sino ser algo que sólo se originaba y finalizaba en ella, produciendo una obra que terminó en esos depósitos de cosas donde van a parar las vidas anónimas pero que, por una extraña, providencial casualidad, fue también la plataforma desde la cual su arte fue lanzado a un mundo que lo desconocía.
Si unas vidas muestran más de lo que son la suya estaba consagrada a algo que ella no necesitaba mostrar porque su propósito se agotaba en la sola y absorbente empresa de llevarlo a cabo. El arte y la vida a veces comparten un mismo cuerpo que se consagra a ese arte y que termina por relegar a la vida, una dedicada a ese arte y no a las metas de cualquier vida.
Hoy su obra está en los museos, en el mercado del arte, es objeto de un litigio entre su descubridor y remotos familiares, pero ella vivió absolutamente sola y murió en la pobreza más grande de la cual sólo fue rescatada por algunos de aquellos niños a los que una vez “cuidó”.
Quizás eso sea un indicador de que el arte más desinteresado y más absoluto tiene más poder que la propia vida, que puede absorberla, valerse de ella y cumplir su propia, egoísta –y a la vez generosa- finalidad.



Eduardo Balestena

martes, 15 de septiembre de 2015

Crónicas de un lector, narrativa argentina contemporánea. Espacios entre la memoria y la crítica, de Sebastián Jorgi



Editado por el Instituto Literario y Cultural Hispánico y publicado por Prosa Amerian con un completo prólogo de Bertha Bilbao Richter Crónicas de un lector, de Sebastian Jorgi, es un conjunto de trabajos que abordan un amplio arco de narradores y obras.
Lo hace proponiéndose dar cuenta de “la extraordinaria explosión narrativa en el último cuarto del siglo, sobre todo a partir de 1980/82” (pág. 15) y estableciendo los modelos de narración que –desde el siglo XIX y la primera mitad del XX- sirven de base a las temáticas contemporáneas. Luego aborda el panorama de narraciones relevantes de la década del 80 y las “Narrativas de transición de los 60 y los 90”, con un apartado que dedica a la mujer, a partir del surgimiento de un grupo de escritoras, para iniciar un extenso recorrido por un largo número de narradores.
Un lector y una propuesta de lectura
            “En general, los escritores suelen vivir en un continuo presente –el de sus enunciaciones- un ahora que consume sus existencias y que les impide ver el antes y el después; muy pocos advierten la herencia de la tradición en que se insertan ni vislumbran la influencia que tendrán sus obras en las nuevas generaciones” señala el prólogo (pág. 5).
            Varios son los aspectos que resultan de este postulado: el lector que escribe las crónicas las hace formar parte de sus propios recorridos, los del periodismo literario que une la tertulia, la experiencia personal, la fascinación por una lectura permanente que a la vez que abrir a lo nuevo lo enlaza con lo anterior. Es un lector, es decir, está despojado de toda superioridad y de todo preconcepto y sólo se propone ir al encuentro de los libros, de todo lo que tienen para revelar. Es una relación de horizontalidad (el lector) y no de superioridad (el crítico).
Nos propone que no hay una literatura de la soledad. Cada obra conecta con una tendencia, otras obras o se diferencia de ellas. Nada es aisladamente. Todo brota y discurre, todo llega a otras orillas y es alcanzado por alguna corriente. La literatura circula, afirmando o borrando sus filiaciones.
            Se trata de un punto de vista –como señala el prólogo- coloquial al que sin embargo, en la permanente referencia bibliográfica, nada se le escapa. De este modo, al par que se diferencia de la crítica “científica”, de sus cánones, de sus discursos, instaura una actitud de descubrimiento a partir de recorridos: la cita de gran parte de los autores está jalonada de referencias a presentaciones de libros,  diálogos con escritores, y finalmente a sus trabajos. Una espontaneidad a la que el enorme bagaje de lecturas hace, sin embargo, aguda y rigurosa.
            La dimensión del presente reside en que todo está sucediendo, todo está vivo y ha dejado algo que nos resulta válido.
            La literatura en sí
            Explícita o implícitamente, la intención es hacer una referencia a autores y obras que no han tenido, o que han perdido, un lugar destacado en el espacio público y crítico. Así, “Su intención subyacente, es entonces, ´poner las cosas en su lugar´” (Prólogo, pág.5).
            De este modo, el criterio de lectura está en los valores de las obras y en lo que los autores tienen para decir, lo que hace absolutamente cuestionables las circunstancias por las cuales obras y autores ocupan o no un lugar de privilegio en las preferencias tanto del aparato editorial como de la crítica especializada, fiel a sus propios mecanismos de consagración y a sus propios y antojadizos cánones. No existe un canon a respetar en Crónicas de un lector; no existen espacios de poder que deban ser divinizados y defendidos, ni se trata de justificar la notoriedad y “trascendencia” de determinadas obras: se nos depara (nada más ni nada menos) un viaje a través de ellas, uno que nos permita apreciar que el éxito, la consagración o la difusión no son en sí mismos valores literarios, como tampoco el fracaso lo es. Éxito o fracaso: con respecto a qué, por parte de quiénes. Debemos preguntarnos si puede una obra  fracasar siendo verdaderamente artística, ya que el arte es lo que, de un modo o de otro, perdura.
            El recorrido que surge a partir de esta premisa es inmenso –comienza con la valoración de obras importantes –formal y temáticamente- de la década del 80, como Manuel de Historia de Marco Denevi, y permite apreciar a numerosos narradores a partir del esquema que proponen sus capítulos como (para citar a algunos): “Los cuentistas argentinos: famas y contraolvidos”: Humberto Costantini; Lubrano Zas; Juan José Manauta, entre otros; “La dimensión latinoamericana de boom: Maria Granata; Enrique David Borthiry; Héctor Tizón” o “Visitantes, caballos, llanuras y aparecidos: los cuentistas argentinos: Jorge Calvetti: Federico Peltzer; Rodolfo Modern, entre otros.
             Crónicas de un lector es un relevamiento de la literatura argentina del último cuarto del siglo XX pero es además una actitud, la de experimentar a la literatura como algo permanentemente en movimiento, un proceso que debe ser vivido y gozado desde el placer de la lectura y desde aquello en que una obra es algo único, revelador y espiritualmente duradero. Una verdadera obra, una vez llegada, estará siempre con nosotros, formará parte de nuestra sensibilidad y de nuestra vida y allí es donde reside lo perdurable.



 

Eduardo Balestena