Stephen Crane fue
escritor y cronista de guerra. Nació en Newark, Nueva Jersey el 1 de noviembre
de 1871 y sólo vivió 28 años. Ese breve lapso de una vida difícil
le bastó para escribir dos obras fundacionales: Maggie, a girl of the streets (“Maggie, una chica de la calle”,
1893), que está considerada como la primera novela naturalista norteamericana;
y The red badge of courage (An episode of
the American Civil War) (“El rojo emblema del valor -Un episodio de la Guerra Civil
Americana)”, 1895- que inaugura la especie de narrativa bélica pero que a la
vez es una honda novela introspectiva, innovadora en varios aspectos y que
contribuiría a abrir nuevos caminos en la narrativa del siglo XX.
Un país violentamente dividido y un
cambio de filosofía
La
guerra de secesión norteamericana (1861-1865) fue el conflicto brutal entre dos
modelos de país: el industrial del norte y el feudalista y agricultor del sur
que encarnaban no sólo lo moderno y lo tradicional sino también un choque de
filosofías que terminaría por imponer el darwinismo social (la supervivencia de
los más aptos) como credo del nuevo capitalismo financiero que surgiría después
de la Guerra
de Secesión. El hombre que triunfa lo logra por estar mejor dotado. El resto,
formaría parte de un creciente proletariado urbano.
Esta
ideología, heredera de conceptos biológicos, desplazaría al trascendentalismo
norteamericano y la literatura simbolista de escritores como Hawthorne y
Melville. El país del espacio inacabable donde había lugar para empezar siempre
una nueva vida se industrializaba. Este nuevo fenómeno social marcaría el
surgimiento de un naturalismo, inspirado en las nuevas condiciones de vida,
pero, a diferencia del francés, menos desesperanzado. Quizás lo fuera por
originarse en un país nuevo (Mateo, Leopoldo, Apéndice a “El rojo emblema del valor”, Colección Mis Libros,
Hyspamérica, 1981).
Es
en este contexto político, social y cultural donde El rojo emblema del valor se inscribe.
La escritura de la intuición
Hijo
de un predicador metodista que murió cuando el escritor tenía ocho años,
Stephen Crane se vio obligado, desde muy temprana edad, a ganarse la vida
plasmando sus vivencias en el suburbio neoyorkino de Bowery y formándose como
escritor en las crónicas urbanas de una nueva conformación social y tratando de
venderlas a los diarios.
Sus
años de infancia transcurrieron en
pueblos de la costa atlántica de los Estados Unidos. Esa infancia sin
sobresaltos concluiría con la muerte de su padre. A partir de entonces el
escritor no se sentiría arraigado a ninguna parte, llegando a morir en un
sanatorio de Badenweiler, Alemania, un país absolutamente extraño, el 5 de
junio de 1900.
Con
dinero prestado por sus hermanos costeó la edición de Maggie, a girl of the streets, que fue ignorada por la crítica. Sin
embargo, amigos escritores (Hamlin Garland y William Dean Howells) fueron
conscientes del valor de la novela y lo animaron a seguir escribiendo. Debieron
ser muy duras aquellas alternativas para alguien para quien la escritura era su
razón y medio de vida.
La
formación cultural de Stephen Crane fue incompleta y accidentada. No era un
estudiante aplicado y sólo le interesaba la literatura. La escritura no es una
simple preferencia sino una elección de vida y su ejercicio algo intuitivo,
preciso, capaz de buscar y captar, y elaborada en una concisión que no se
demora en retórica alguna.
Encarna
de ese modo al escritor “romántico”, exiliado en todas partes, extranjero en el
mundo y cuya vida es la propia escritura.
La
guerra civil era un acontecimiento del cual había oído hablar desde la infancia
pero no sólo muy pocas novelas la habían abordado como asunto literario sino
que, además, lo habían hecho desde el heroísmo, el sentimentalismo y la acción.
El contacto con varios testimonios, su innata intuición para percibir y eludir
las convenciones literarias, y el propósito de lograr no un registro general
sino la propia vivencia de la guerra en un joven soldado dieron por resultado
un texto directo, realista, introspectivo, que es a la vez una obra abierta.
La obra, sus planos del saber y
núcleos narrativos
Inscripta
en el realismo, con elementos de una novela de iniciación, concebida dentro de
un elaborado e inspirado equilibrio estilístico que alterna el objetivismo, la
metáfora y lo interior con la exploración de todas las posibilidades del
narrador (impresiones; reflexiones; descripciones), es esencialmente una
narración introspectiva que concluye como una obra abierta, con un fuerte
elemento simbólico que expande sus posibilidades más allá del puro realismo y
que vuelve relativas a todas las categorías que pretendan clasificarla.
Alterna
registros del más puro lirismo y
acciones vívidas y cruentas. Son muchos los recursos que utiliza para ello y el
narrador no se estaciona en ninguno de ellos sino que el modo en que los
alterna constituye una de las mayores muestras de su maestría narrativa.
La
guerra es asumida como algo autónomo, ilógico, independiente de toda
deliberación que discurre por sí mismo: ninguna voluntad individual ni
colectiva parece incidir en ese mecanismo y todo sucede de manera impredecible,
como si se tratara de un fenómeno climático, algo que discurre antojadiza y
ciegamente por fuera de todo propósito y de toda virtud.
Henry
Fleming, un joven campesino que vive con su madre se ha enrolado pese a la
negativa de ella.
No
hay un argumento en sí mismo sino una sucesión de escenas que podemos dividir
en cinco núcleos: 1) la recapitulación inicial sobre la vida anterior del
personaje y las dudas y temores antes del combate; 2) el primer enfrentamiento;
3) el alejamiento del combate, con el consiguiente vagabundeo por el bosque,
que se cierra cuando se encuentra con heridos y se pretende uno de ellos; 4) la
guía de alguien misterioso que lo conduce nuevamente a su escuadrón y 5) la
batalla siguiente, momento en el cual Henry se destaca por su heroísmo, que conduce al ambiguo final.
La
narración comienza en vísperas de una movilización de las tropas, presente que
se abre a la instancia del comienzo: un extenso racconto que abarca todo el
primer capítulo que se retrotrae la vida
rural y la incorporación al ejército y a los hechos sucedidos antes del primer
combate.
El
narrador nos instala en un presente acerca del cual la información sobre lo que
habrá de suceder es incompleta. También el pasado en la granja es mostrado
desde una evocación que es a la vez clausura: los hechos que transcurren en ese
pasado parecen tan inaccesibles como toda racionalidad acerca de lo que sucede,
a la vez que el futuro es una incógnita.
1
Surge planteado uno de los elementos más propios de la especie: el escenario
bélico al que asiste el lector y la falta de certezas que viven los personajes: el saber del rumor, de los
indicios son elementos que hacen a la independencia de la guerra como absurdo
–que no conoce razones- y de la posición de los personajes. A ellos nada les es
revelado de ese saber que detentan quienes hacen la guerra (como genialmente se
encuentra planteado el Variación del
perro, de Marco Denevi).
“En un momento dado, uno de los soldados, de elevada
estatura, se sintió virtuoso y fue decididamente a lavarse la camisa. Volvió
corriendo del arroyo, agitando la ropa como una bandera. Llegaba rebosante de
noticias, transmitidas por un amigo de confianza, que las había recibido de un
soldado de caballería incapaz de mentir, el cual las había recibido de su leal
hermano, uno de los oficiales del servicio general del cuartel” (Cap. 1, pág.
7)
El
saber surge circunstancialmente, no puede ser rastreado y para adquirir su
estatuto depende de que el portador del rumor decida sobre la confiabilidad de
la fuente, algo que sólo revela que esa confiabilidad es una experiencia propia
–el personaje decide creer- pero no algo que existe por sí mismo.
No
hay una revelación propiamente dicha sino la creencia en una revelación que
eventualmente conducirá a algo que también será una parte de un todo en el que
cada parte puede significar la muerte.
Existe
un fuerte contraste entre este “saber” –de la introducción y del escenario
bélico- y el de la madre del personaje, en el racconto. Se trata del saber
directo, independiente de la lógica de la guerra que entraña, precisamente el
“saber-no saber”, la desinformación, el encontrarse librado a algo cuya esencia
es no poder ser aprehendido porque es en sí mismo absurdo. El absurdo de la
guerra.
“Pero su madre le había desanimado. Le había dado la
impresión de que, en cierto modo, despreciaba la calidad de su ardor guerrero y
de su patriotismo. Podría sentarse serenamente y, sin ninguna dificultad
aparente, darle centenares de razones explicándole por qué él era de muchísima
más importancia en la granja que en el campo de batalla. Había usado ciertas expresiones,
además, que le habían dado a entender que sus palabras sobre aquel tema surgían
de una profunda convicción. Y a favor de su madre estaba también su propia
creencia de que las razones éticas que ella tenía para su demostración eran
irrefutables “Cap.1, pág. 12)
Situado
fuera de la lógica de la guerra, este saber es irrefutable y la entrada al
absurdo bélico sólo se produce ignorándolo.
A
diferencia del anterior, entraña un contenido ético, de la convicción y de
aquello no sólo destinado a permanecer sino que también es inmutable.
En
tal sentido, existe un paralelismo entre el saber y el escenario:
1.2
El escenario es dividido en el bélico de las acciones y la naturaleza, siempre
(como en el Hyperion, de Hölderlin) ajena e indiferente: ello es así en el
propio final tanto como en el comienzo:
“El frío se iba alejando paulatinamente de la tierra y
la niebla, al retirarse, iba descubriendo un ejército extendido sobre las
colinas, que descansaba. Cuando el paisaje cambió de pardo a verde el ejército
despertó y comenzó a estremecerse” (Cap.1, pag,7)
2
También el saber es dividido entre aquel imprevisto y no comprobable –la
esencia de la lógica de la guerra- y el de la realidad inmediata y las
convicciones éticas, tan ajenas e inmutables como la naturaleza.
El
de la madre es un saber de la convicción ética: distanciado de la guerra puede
advertir su absurdo, pero es ignorado.
El
saber más inmediato ofrece un dato concreto, el de lo más inmediato: dónde está
el enemigo, qué hace y que se debe hacer.
Los
generales y oficiales, sin padecer los rigores del frente y, en consecuencia,
desconociendo la experiencia bélica, conciben a la tropa como algo que se puede
sacrificar y no necesitan razones para justificar sus acciones.
El
saber es una disposición jerárquica: quien manda impone su saber, como si fuera
una verdad y los subordinados sólo reconocen aquello más inmediato. Si estas
líneas se cruzan el resultado sería llegar a saber algo que no se debería saber
porque su conocimiento es una prerrogativa de los que tienen poder.
Henry
y un camarada circunstancialmente, al separarse de su grupo, oyen un diálogo
entre un oficial y un general acerca de que el regimiento iba a ser sacrificado
porque podía prescindirse de él:
“El muchacho, volviéndose, lanzó una mirada rápida e
inquisitiva hacia su amigo. Éste le devolvió otra de la misma clase. Ellos dos
eran los únicos que poseían un conocimiento íntimo y especial de la situación”
(Cap. 18, pag.160)
El
saber prohibido aísla a quienes lo tienen y saben que sucederá algo que los
otros temen pero cuya posibilidad ignoran.
3.
Otra de las acepciones del saber es el de la presencia que, finalmente, conduce
al personaje de regreso, capaz de ver el terreno aun en la noche y que sin
embargo no es mostrada:
“En un momento dado oyó una voz que le hablaba cerca
de su hombro: -pareces estar bastante mal…-Bueno –dijo con risa sonora- yo voy
en tu mista dirección…y creo que puedo llevarte…” (cap. 12, pág. 114)
Para
concluir, luego de una extensa marcha:
“-Ah, aquí estamos! Ves aquella hoguera?...Bueno, es
ahí donde está tu regimiento…Y cuando el que así le había amparado iba
desapareciendo de su vida, se le ocurrió al muchacho que ni una vez le había
visto la cara” (cap.12, pág.117).
Como
la madre, la presencia conductora está situada fuera del sistema de sentido[1]
de la guerra y la falta de corporeidad –sólo parece reducirse a una voz y a una
marcha- nos interroga acerca de su estatuto en el texto: cumple una función
pero no es, en sentido estricto, un personaje. [2]
No
existe la posibilidad de una remisión al origen: no se sabe quién es ni de
dónde viene; no parece un hombre sino una voz y su discurso es diferente al de
las órdenes y al de la madre –ya que no hay referencia a la convicción- pero, a
diferencia del saber interno de la guerra, es confiable.
4.
El texto establece, de este modo, dos partes:
En
la primera (capitulo 1) el narrador presenta el mundo narrado y en un momento
al personaje; se abre un proceso de reflexión (referida a la inminente entrada
en combate) y una digresión hacia lo rural, el trabajo en el campo, la
representación de lo que debía ser la guerra y las experiencias posteriores,
que incluye el elemento introspectivo central a la novela.
En
la segunda son enumeradas acciones: los desplazamientos en el campo y las
sensaciones que la experiencia límite depara.
Esta
instancia de la pura acción-sensación es desarrollada dentro de un proceso
reflexivo y de impresiones.
El
narrador desde afuera hace este proceso más objetivo y realista pero dicho
proceso sufre una suerte de torsión: la realidad así mostrada surge como algo
fantástico e “irreal” y aparece dada en un marco de extrañamiento de la
subjetividad. Toda percepción aparece distorsionada por la extraña lente de la
guerra.
Si
bien no existe una referencia directa, la novela narra aspectos de la batalla
de Chancellorsville, Virginia, que tuvo
lugar entre el 1 y 3 de mayo de 1863. El acontecimiento es constituido en una
visión arquetípica de la guerra.
5.
El emblema al que alude el título no simboliza el desenlace heroico, no es uno que le sea dado por su valentía,
sino que se refiere a una herida:
“A veces miraba
a los soldados heridos con envidia…Deseaba que él también hubiera podido
ostentar una herida, un rojo emblema del valor” (obra citada, Capítulo 9, pág.
87).
El
propio símbolo del título es lo contrario al heroísmo, con lo cual, el final no
puede referirse al triunfo del valor sino a algo diferente.
La historia y sus elementos
estilísticos
El
virtuosismo narrativo de este escritor de 24 años reside en que sus recursos
estilísticos, que refieren distintos hechos e instala diferentes climas, da por
resultado un texto intenso y ágil (que fácilmente puede engañar o desviar la
lectura) que se expande según las necesidades de la narración.
Tales
recursos se encuentran desplegados en la necesidad del narrador de ser preciso
y seguir una línea de impresiones en lo que constituye la característica más
singular de la novela.
De
este modo, los aspectos formales no valen sólo por sí mismos sino que trabajan
para lograr el propósito del autor de hacer que las vivencias del personaje, su
confusión, sus dudas, su modo distorsionado de percibir tanto la lucha como el
propio espacio o su propia vida sean el centro de la narrativa.
Ello
importa una función nueva: la novela no exalta; no ennoblece ni sirve a ninguna
finalidad que no sea la de desarrollar el texto y la manera más efectiva es la
sinceridad e intensidad y la puesta de la imaginación y de la escritura en
función de la exactitud.
La
novela simplemente muestra y lo hace de la manera más fiel a (1) las vivencias
del personaje (2) las observaciones de la instancia objetiva del narrador que
permiten formular un juicio ético sobre la guerra, basado en tales impresiones.
1 Lo real y los planos del conocimiento
1.1
El texto es planteado como un discurso realista. A partir de esta propuesta que
hace esperable la realidad de las impresiones que dicho texto habrá de
presentar se produce sin embargo esa torsión en donde lo que es se torna
irreal. El efecto consiste en establecer la duda acerca de si se trata de una
distorsión o si, por el contrario, esa irrealidad termina siendo lo más real de
todo, con lo cual asistimos a un mundo sin posibilidades, gobernado por lo
arbitrario y el absurdo.
La
realidad surge como algo formado por capas: 1) está el plano de los hechos
objetivos, marcados por el principio de la falta de certeza (el combate; los
desplazamientos en el campo de batalla; la muerte: nunca se sabe cómo y de qué
modo sucederán); 2) el de los otros personajes (lo que dicen, lo que el
personaje espera leer de ellos, las acciones que llevan a cabo) y (3) la
experiencia interna del personaje, la manera en que tales elementos dan por
resultado aquello que es real para él.
Si
hay algo que el texto trabaja permanentemente es la lectura de las impresiones
que suscitan los otros y las conjeturas que suscita esa impresión:
“Lanzando ojeadas a su alrededor y reflexionando en la
mística penumbra, empezó a creer que de un momento a otro la amenazadora
distancia podría estallar en llamas y los estampidos arrolladores de un ataque
llegar a sus oídos” (cap. 2, pág.27).
Una novela “realista” donde la realidad es indiscernible,
no existe otra posibilidad para el conocimiento que la de reconocer lo más
inmediato sin poder franquear un límite, haciendo que el realismo se
circunscriba a dos instancias: la experiencia de la conciencia y los hechos más
inmediatos.
1.2 En Variación
del perro, Marco Denevi concibe el conocimiento como una serie de círculos
o barreras, elemento que resulta esencial a una narrativa bélica: las claves
que unos tienen y de la cual otros carecen y que ello obedece a una disposición
espiritual y social.
De este modo:
“…el caballero piensa que así como a él se le escapan
las verdaderas claves de la guerra (cuya posesión estará en mano de los Papas y
los Emperadores, y que los reyezuelos codiciarán, a estos campesinos inclinados
sobre sus hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra, y
que los reyezuelos codiciarán), a estos campesinos inclinados sobre sus
hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra que él en
cambio ha sobrellevado durante tanto tiempo…” (Marco Denevi, Variación del perro en “Antología de la
literatura fantástica argentina. Narradores del siglo XX”, Alberto Manguel,
compilador y comentarista. Edit. Kapelusz, Bs.As, 1973)
No
obstante, existe un orden inverso en el cual el perro (el eslabón inferior en
algo que parece una cadena pero que es en realidad un círculo) sabe lo que el
caballero desconoce: en el plano de lo más inmediato se encuentra aquello que
no perciben quienes tienen la visión total de la guerra.
Esta clave, que
funciona asimismo para el escenario, donde la visión del soldado es
circunscripta y necesariamente parcial, es distintiva de la narrativa bélica:
un absurdo autónomo donde quienes deciden desconocen el rigor del combate pero
ven todo su escenario del mismo modo que el soldado que conoce la faena de la
guerra no puede decidir sobre ella ni descifrar todo su escenario.
La tensión esencial de la especie está en este sistema
estanco, sin comunicación posible (si la hubiera no existiría esa tensión y el
esquema de mando se quebraría: la injusticia de este esquema es el carácter
distintivo de la especie) donde unos deciden sobre otros a quienes toman no
como personas sino como vectores de la guerra, auxiliares que contribuyen a que
ese organismo tan autónomo como absurdo sigua desarrollándose en su fuerza
destructora y cuya pérdida no significa nada.
Es posible apreciar este principio en varios planos, uno
es el del conocimiento que se traduce en órdenes y otro el del espacio:
“Más tarde llegó junto a un general de división
montado en un caballo que erguía las orejas de modo interesado hacia la
batalla…A veces el general se hallaba completamente solo; parecía estar muy
preocupado. Tenía el aspecto de un hombre cuyas acciones no cesan de subir y
bajar.
El muchacho pasó escabulléndose. Pasó tan cerca como
se atrevió tratando de oír palabras. Quizá el general, incapaz de
comprender el caos, le llamaría para
pedirle información. Y él podía dársela. Él lo sabía todo. Era innegable que el ejército se hallaba en una situación
difícil…” ( cap. 6,pág.71)
La
incomunicación, establecida por la jerarquía, es central en la falta de acceso
al saber: unos son dueños de los instrumentos de la acción y conciben a los
otros no como a seres humanos mientras que los otros se viven como seres
humanos que padecen lo más inmediato pero carecen de los instrumentos para
dirigir la guerra que sí tienen los generales, cuyas acciones acaban por
provocar desastres.
De
este modo:
“Los
dos soldados de infantería no pudieron enterarse de nada mas hasta que él
preguntó finalmente:
-¿De que tropas puede prescindir?
El oficial que cabalgaba como un vaquero reflexionó un
momento.
-Bueno –dijo- , tuve que mandar al 12 para ayudar al
76, y, realmente, no tengo a nadie. Pero el 304. Luchan como conductores de
mulas. Creo que puedo prescindir de ellos más que de ningún otro cuerpo del
ejército” (Cap. 18, pág. 157)
Para
los soldados la experiencia es total[3]:
librados a sus propios medios deben enfrentar la extrema violencia, la muerte,
la acción pero para los mandos los soldados son “conductores de mulas” y se
puede prescindir de ellos, lo que entraña la indiferencia más absoluta sobre la
posibilidad de su muerte.
Hay
así dos enemigos: uno físico, el oponente y otro superior, aquel que dispone:
la guerra es destructiva por todas sus aristas.
2 El Espacio
2.1
Otra distorsión es la del espacio. Opera de dos maneras: 1) la de la
perspectiva que reproduce las diferencias sociales y jerárquicas: los soldados
ven desde el llano sólo humo y confusión y los jefes, a salvo del ataque
enemigo, observan y juzgan desde una perspectiva más general y a la vez irreal.
2) la distorsión de los espacios que son presentados con referencias imprecisas
y que parecen agrandarse y achicarse según el frenesí del combate.
Son
recurrentes las referencias al mundo griego, sus arquetipos y un modelo de
confrontación que contrasta con la linealidad de los soldados que como
personajes resultan esquemáticos, visualmente desagradables y carentes de
individualidad. Ello se vincula a una concepción del espacio.
El
bosque es un escenario doble: connota la idea de naturaleza y libertad; de
exuberancia; de espacios abiertos e inmutables donde sucede algo ajeno a ese
espacio y por otro lado genera una sensación opresiva ya que no hay escapatoria
de la situación que transcurre en ese escenario.
El
espacio refuerza la diferencia jerárquica: unos pueden atravesarlo y dominarlo
desde la altura. Los otros se encuentran atrapados entre el humo y los
accidentes del terreno.
Tiempo
y espacio se alteran durante la batalla, operándose la distorsión en la que
permanentemente trabaja el texto: una narración bélica concebida no desde la
acción sino introspectivamente, narrada sin embargo desde afuera donde las
armas parecen seres vivos y éstos son presentados como muertos. Así, la única
disposición posible es la de un espacio a la medida de la necesidad narrativa
que, como ella, es mutable, que se expande y se contrae, dado en la presencia
de sensaciones auditivas y visuales (siempre parciales).
Como
todo, es un espacio subjetivo en el que la visión (o la falta de ella) está
atravesada por la presencia de un auxiliar permanente: el humo de los fusiles y
de la artillería.
“Desde su posición, otra vez de cara al campo de
batalla, podían, naturalmente, abarcar una extensión mucho mayor de la escena
de la lucha que la que habían visto antes, cuando el humo, que salía a chorros
de la línea, había empañado su vista. Podían verse líneas oscuras enrollándose
en la superficie, y en un espacio limpio una hilera de cañones que producían
constantemente nubes grises, llenas de amplios destellos de llameante color
naranja” (Cap.18, pág. 155)
El
escenario está asociado a sensaciones: el temblor por el fuego de artillería,
el humo, la sed. El haberse desplazado en busca de un curso de agua que no
existía los lleva a otra altura del terreno donde escuchan la conversación
entre un general y un oficial que se refiere al regimiento como algo a lo que
se puede sacrificar.
El
desplazarse de un lugar asignado implica una revelación: que el sentimiento de
haber luchado valientemente desde un lugar donde las distancias engañan es
destruido por quienes encontrándose en un punto de vista más amplio sin embargo
carecen de la perspectiva que permita apreciar las cosas con justicia.
En
el lugar más alto los hombres están libres de humo y pueden desplazarse con
libertad. En el llano hay humo, sed y fragor. Los hombres allí sólo pueden
controlar las acciones más inmediatas, aquellas de las que no tienen mucha
conciencia.
Nadie
puede ver objetivamente: unos por creer que su punto de vista (jerárquico y
geográfico) está más allá, y otros por estar inmersos en esa dinámica ciega.
El
paisaje indiferente sin embargo se humaniza:
“El bosque seguía soportando su carga de estruendos.
Desde una parte alejada, situada bajo los árboles, llegó rodando el estallido
de los fusiles. Cada uno de los lejanos matorrales parecía un erizo con púas de
llamas. Una nube de humo oscuro, como surgiendo de ruinas ardientes, subió
hacia el sol, que ahora aparecía brillante y alegre, en un cielo esmaltado de
azul” (cap.17, pág. 152)
A
la vez que el bosque se personifica el cielo es visto como algo lejano e
indiferente.
“El muchacho miró fijamente el terreno que tenía ante
sí. Le parecía que el follaje cubría horrores y ocultos poderes” (cap. 19, pag.
161).
El
bosque tiembla, soporta y encubre, también se convierte en un obstáculo capaz
de imponer una férrea oposición.
Otras
veces, el punto de vista se parcializa y hace foco en un detalle más allá del
cual nada es posible apreciar.
En
la percepción urgente y subjetiva del espacio el personaje siente que ha
corrido a lo largo de kilómetros, mientras el paisaje estalla, se ramifica en
ruidos atronadores o lenguas de fuego, pero el espacio resulta ser pequeño.
“El camino parecía eterno. En medio de la niebla que
los envolvía, los hombres se vieron atacados por el pánico al pensar que el
regimiento había perdido el camino…El terreno era desigual, con muchas partes
destrozadas. Los hombres se encogían en depresiones…” (Cap. 20, pág. 173).
“Cuando de nuevo habían llegado a su antigua posición,
dieron la vuelta para observar desde allí la extensión de territorio sobre la
cual se había efectuado la descarga.
Y al hacer este examen, el muchacho se sintió
aplastado por un enorme asombro. Descubrió que las distancias reales, al
compararlas con las brillantes medidas imaginadas mentalmente eran en verdad
triviales e insignificantes” (Cap- 21, pág. 181).
De este modo, la percepción del espacio y, por
consiguiente, del tiempo aparece asociada y transformada en la medida de la
intensidad subjetiva.
Nada es objetivo ni estable y todo cambia en la medida de
esa intensidad, aun el modo en que los sujetos se viven a sí mismos y son
vistos por los “superiores”. Ellos se sienten valientes porque han podido
superar el pánico y cuando esperan haber logrado “redimirse” son nuevamente
denostados.
El de la guerra es un caos que se presenta como un orden. Nada es justo y
todas las impresiones que pretenden ordenar ese caos son tan distorsionadas
como ese espacio que se erige en un símbolo de la guerra, ámbito en el cual
nada todo desaparece, estalla, irrumpe, destruye al mismo tiempo y estigmatiza
a aquellos de cuya muerte se alimenta.
2.2
Las sensaciones visuales y auditivas
La
distorsión del espacio opera por vectores que impiden toda percepción real. De
este modo niegan a los personajes la ubicación y el cálculo preciso del espacio
en el que deben forzosamente desplazarse. Al hacerlo los niega pues de esa
percepción depende su vida.
Esos
vectores son la propia “alteración” del espacio que parece crecer, plegarse,
ramificarse en accidentes pero más que nada del humo.
Otros
elementos son el propio bosque y su follaje.
El
humo constituye una suerte de personaje incorpóreo que discurre, se instala, se
disipa, como si tuviera vida y un propósito. Su aparición se produce cuando
tener una visión es decisivo para percibir el terreno y llevar a cabo una
acción en la batalla y, por consiguiente, sobrevivir.
De
este modo, es uno de los mayores auxiliares de la negación que establece el
texto sobre la humanidad de los hombres pues, al igual que los oficiales
superiores, es el símbolo de lo que se
interpone, niega y descubre el escenario cuando ya el trance pasó.
Parece
inherente a la naturaleza de los soldados el descubrir las cosas cuando ya la
suerte está echada y los hechos centrales ya sucedieron.
Así,
los hechos son guiados por esta suerte de “casualidad” y no por una
“causalidad”. De pronto es posible apreciar una escena y entender lo que
sucedió sólo cuando ya sucedió, llevarse la sorpresa de que el resultado es
positivo o de que es negativo: la deliberación no incide en esta mecánica y el
humo es un indicador de ello.
“Un momento después el regimiento rugió una súbita y
valerosa respuesta. Una densa muralla de humo fue descendiendo, posándose
lentamente. Era sin cesar desgarrada y abierta furiosamente por las cuchilladas
de fuego de los fusiles” (cap. 17, pág. 148)
“…todos los caminos de avanzada se hallaban cerrados por delgadas lenguas
movedizas…El humo últimamente producido formaba nubes confusas que dificultaban
un avance inteligente por parte del regimiento…” (cap. 19, pág. 165)
El humo es impenetrable a las miradas. Sólo el propio
fuego de los fusiles puede rasgarlo.
El ruido de la batalla es otro de los elementos que de
algún modo se apropian del espacio y hacen que éste sea percibido a partir de
una violencia acústica que invade tanto el espacio como la subjetividad. Por
momentos se corporiza, a veces cesa y otras se expande violenta e
inesperadamente:
“El ruido del tiroteo iba pegado a sus pisadas. A
veces parecía alejarse un poco, pero siempre volvía con creciente insolencia…
Este ruido siguiéndoles a la manera de gritos de
perros cazadores ansiosos y metálicos, aumentó hasta un elevado y gozoso
estallido, y luego, mientras el sol se elevaba serenamente en el cielo,
lanzando rayos de luz sobre los oscuros matorrales, resonó en tañidos
prolongados. Los bosques empezaron a crujir, como si estuvieran en llamas.”
(cap.16, pag. 143)
En un solo fragmento el ruido muestra atributos de vida:
es insolente, semeja gritos de perros y a la vez el narrador lo relativiza al
hacerlo contrastar con la imagen recurrente del cielo inmutable y lo prolonga
en el bosque: la naturaleza es bivalente, por un lado refleja la indiferencia
de lo que se encuentra en otro plano y por otro es parte del caos y se anima
igual que las armas.
El fragor es una presencia continua e impregna tiempo y
espacio
“La maltratada línea pudo descansar durante unos
minutos, pero mientras duraba esta pausa la lucha en el bosque fue aumentando
hasta que los árboles parecían temblar por los disparos, y el suelo parecía
estremecerse bajo los pasos precipitados de los hombres. Las voces de los
cañones se mezclaban en una larga e interminable disputa. Los pechos de los
hombres se esforzaban tratando de hallar aire fresco, y sus gargantas deseaban
ávidamente agua” (cap.18, pág. 154)
En
un fragmento muy significativo asistimos a una gradación en la cual el ruido
parece posesionarse del espacio y luego convertirse en voces para acabar
teniendo un correlato en la falta de aire y la sed de los hombres.
El
ruido encierra a los hombres y al
paisaje y constituye uno de los símbolos más fuertes de que el mundo de la
guerra es un absurdo de destrucción del cual no hay salida.
3 Personajes y auxiliares
La
concepción de los personajes en El rojo
emblema del valor aparece expuesta en una trama de elementos: 1) los
soldados son mostrados como (a) trazos esquemáticos o (b) colectivamente; 2)
los objetos son “humanizados” [4],
adjudicándoles voces o actitudes en (3) un escenario donde la naturaleza cumple
una función doble: (a) también se humaniza o (b) sigue un transcurso
indiferente al acontecer humano.
Se
trata de elementos que funcionan unos en relación a otros produciendo una
distorsión en la percepción de la realidad: en efecto, tal percepción parece
realista pero trabaja poniendo en primer plano a dichos elementos antes que al
conjunto de la realidad. Tales elementos operan a partir de estados internos
del personaje.
La
experiencia de Henry Flemming es la de su soledad, una en la que nada puede
comunicar.
Parece
haber dos modos de mostrar la inhumanidad de la guerra. La soledad y la
camaradería.
De
este modo, en Sin novedad en el frente,
de Erich María Remarke, la guerra es mostrada a partir de un núcleo definido de
personajes. Sus alternativas y el indeclinable estrechamiento del círculo hasta
su desaparición final son (junto con el lirismo y la descripción descarnada de
las acciones bélicas) el mecanismo elegido para plantear el poder ciego y
destructivo de la guerra.
“Poco hablamos, pero nos guardamos mutuamente
delicadezas que podrían tener, creo, dos
amantes. Somos dos hombres, dos minúsculos destellos de vida. Afuera está la
noche y el círculo de la muerte. Estamos sentados al margen, en el peligro y la
seguridad; corre la grasa por nuestras manos; nuestros corazones están muy
juntos, y el momento es como este cobertizo, alumbrado por un tenue resplandor”
(Erich Maria Remarque, Sin novedad en el
frente, Cap.IV, pág,68, Edit. Dedalo, Buenos Aires, 1965).
A la extensión de la guerra se oponen ámbitos y momentos
privados, sustraídos al espacio común, ocultos, robados, vividos en refugios y
lugares abandonados convertidos en los únicos espacios donde se puede ser
humano. Afirmar la humanidad en un escondite muy tenue y provisional, pero el
único posible y ello es así en el acto de reconocer a otro como algo que nos
hace ser lo que somos y darle sentido al momento y al vínculo.
La
camaradería es un modo de resistencia y supervivencia, núcleo destinado a la
dispersión por una maquinaria despiadada que no reconoce límite alguno y para
la cual la individualidad no existe. Conocemos a los personajes vívida y
estrechamente: ellos se encuentran expuestos en las alternativas de
supervivencia y en las anécdotas de ese núcleo
y a medida que mueren el círculo se empequeñece y la narración se
convierte en lo que es: una pesadilla sin salidas ni posibilidades.
Las
referencias al mundo anterior a la guerra y a los oficios que los personajes
(de uno y otro bando) desempeñaban antes del conflicto armado es un indicador
de su absurdo. Un maestro de escuela convertido en enemigo y asesinado en un
hoyo es de por demostrativo de la arbitrariedad de esta barrera de antes y
después.
Hay
así una visión humanizada de los personajes cuyas historias son aniquiladas en
contra de su naturaleza y voluntad. Los personajes son individualidades
autónomas violentamente negadas y suprimidas: el efecto de la narración
descansa en gran medida en este proceso.
Por
el contrario, en El rojo emblema del
valor, el único personaje autónomo que el narrador revela es el de Henry
Fleming, los restantes son trazos sin una historia previa que se funden en un
colectivo. De ellos sólo conocemos apelativos (el soldado jactancioso; el
soldado alto) y cuando son nombrados (como Jim Conklin) ese nombre no remite a
una historia anterior.
Sin
historia, profundidad ni genuina
convivencia los personajes son (1) auxiliares de la acción, que necesita de
ellos para avanzar en el examen introspectivo que el narrador lleva a cabo e
(2) indicadores de la deshumanización de la guerra: ante ella sólo surgen
trazos esquemáticos –los personajes son meros esbozos de personas- y efectos
del proceso destructor:
“Al muchacho le hubiera gustado descubrir a otro que
desconfiara de sí mismo…A veces trataba de sondear a un camarada con frases
insinuantes…Fracasaron todos los intentos de provocar una declaración que, de
algún modo, se pareciera a una confesión de las dudas que en su interior
reconocía de sí mismo” (cap. 2, pág. 24).
No hay ninguna relación de alteridad. Las dudas más
íntimas no pueden ser compartidas con nadie. No hay otro que me permita ser yo
o me ayude sino un conjunto de presencias sin espesor humano.
Si en Sin novedad
en el frente las identidades son siempre lo que confiere la carga
destructora a la guerra que en cualquier momento puede aniquilar a algo que es
único y se perderá, en El rojo emblema
del valor los soldados son lo contrario:
“Al correr, se mezcló con otros. Borrosamente veía
hombres a su derecha y a su izquierda y oía pasos tras de sí y creyó que todo
el regimiento huía perseguido por choques siniestros” (cap. 6, pág. 67).
Al mismo tiempo en que lo humano es desinvestido de
espesor y se encuentra ausente los objetos de destrucción son mostrados en
actitudes “humanas” :
“Mientras marchaba a la cabeza, cruzó un pequeño campo
y se halló en una región azotada por las
granadas. Se lanzaban por encima de su cabeza con gritos prolongados y
salvajes. Al oírlos imaginó que tenían hileras de crueles dientes que le
sonreían. Una vez una de ellas cayó ante él y el relámpago lívido de la
explosión le cerró con efectividad el camino de la dirección escogida” (cap.6,
pág.69)
Las granadas se independizan de la fuerza que las
utiliza, cobran “vida”, parecen lanzarse a sí mismas en lugar de ser lanzadas
por un brazo y esa animación es feroz, cruel y desbocada.
El recurso también funciona por su opuesto:
“Las granadas, que habían dejado de molestar al
regimiento durante un tiempo, llegaron de nuevo en torbellino y explotaban en
la hierba o entre las hojas de los árboles. Parecían extrañas flores de guerra
estallando en fiera floración” (cap.6, pág.65)
Asimismo,
funciona adjudicando cualidades humanas a las tropas ya convertidas en un
conjunto diferente al de las presencias humanas que la componen:
“La batería se hallaba argumentando con un lejano
antagonista y los tiradores parecían envueltos en admiración ante sus propios
disparos. Se inclinaban continuamente en actitudes alentadoras sobre los cañones y parecían felicitarlos con
unos golpecitos en la espalda y animarlos con palabras. Los cañones, impasibles
y
sin miedo, hablaban con insistente valentía” (cap.6, pág.69)
En
un mismo párrafo se produce una doble inversión: (1) por un lado al nombrar a
la batería como un todo y desinvestirla
de la presencia humana se refiere a ella como argumentando con un antagonista
en un contexto como la guerra en que no existen argumentos ni diálogo, lo cual
es una ironía. Asimismo (2) los hombres llevan a cabo acciones mecánicas
sirviendo a los cañones que son mostrados como seres vivos y a los cuales,
también irónicamente, se les adjudica la valentía de la que parecen carecer los
hombres, siendo que al no ser humanos no corre riesgo su vida porque no la
tienen. Es el narrador, siguiendo a la conciencia del personaje, el que se la
adjudica.
“Sintió también piedad por los cañones, que
permanecían en atrevida línea, como seis buenos camaradas” (cap.6, pág.70)
Ello se contrapone con el modo en que el personaje (a
través del narrador) concibe a las personas:
“La brigada se apresuraba enérgicamente para ser
devorada por las bocas infernales del dios de la guerra. ¿Qué clase de hombres
eran aquellos entonces? ¡Eran una raza asombrosa! O bien, no comprendían nada,
los imbéciles” (cap.6, pag.70)
Pareciera
que el personaje pensara la situación primero dentro de la lógica militar, al
atribuir arrojo y valentía a la batería (que ya no argumenta sino que se
entrega) y a una visión distanciada y objetiva que lo hace tratar a los hombres
como imbéciles por no advertir los riesgos.
Son
comunes estas inversiones que el narrador hace en la última línea de un
párrafo, lo que vuelve más relativa la apreciación que hace antes. Ello sucede
en general luego de una enumeración de impresiones o de acciones.
El
objetivismo del texto, al basarse en
descripciones de cosas y procesos, es una de sus marcas más originales que hace
a la anticipación estilística que llevó a cabo el autor.
Los
personajes no parecen independientes a la muerte. Están vistos a partir de su
cristal deformante.
Los
vivos parecen muertos pero súbitamente surge un muerto que parece vivo:
“Cerca del umbral se detuvo,
paralizado de horror a la vista de ´algo´.
Le estaba mirando un hombre muerto,
sentado, con la espalda apoyada contra un árbol a modo de columna. El cadáver
llevaba un uniforme que fue azul…Los ojos, clavados en el muchacho, habían
tomado el tono apagado que se ve en los costados de un pescado muerto. Tenía la
boca abierta. En ella, el rojo se había transformado en horroroso amarillo.
Sobre la piel gris de la cara corrían pequeñas hormigas” (pág. 76, cap. 7)
El
narrador da cuenta de los detalles objetivamente en una descripción que se hace
fantástica a fuerza de rigor y que refuerza la idea de un universo gobernado
por la muerte en medio de la indiferencia de la naturaleza.
El
mundo de los personajes es uno condenado. Mueran o no en combate, su presencia
es espectral, porque están librados a sí mismos y condenados:
“…Los rasgos afilados, macilentos, y las figuras
polvorientas eran evidentes en esa extraña luz del amanecer, pero ésta teñía
también la piel de los hombres con tonalidades de cadáver y hacía que las
mezcladas extremidades aparecieran sin pulso y muertas. El muchacho se
sobresaltó con una sorda exclamación cuando sus ojos se posaron por primera vez
sobre esta masa inmóvil de hombres, apretadamente esparcidos sobre el terreno,
pálidos y con extrañas posturas. Creyó por un instante que se hallaba en la
casa de los muertos, y no se atrevió a moverse por miedo a que estos cadáveres
se irguieran, graznando y chillando” (Cap. 14, pág. 126).
Del
mismo modo que el narrador repara en acciones parciales antes que en los
personajes que las llevan a cabo también muestra a la experiencia de los
hombres como algo no sujeto a su voluntad.
Es
la muerte la que rige todas las acciones y a ella se oponen gestos puntuales de
vida. En un mundo así los hombres no pueden ser humanos debido a que de algún
modo ya están muertos porque obedecen a esa lógica.
Los
soldados marchan, no saben hacia dónde ni para qué ni hasta cuándo. Simplemente
continúan como espectros.
En
la legalidad de este mundo donde ha operado una inversión sólo las armas
parecen tener vida:
“Los
cañones rugían sin dejar siquiera un momento de descanso para respirar” (Cap.
16, pág. 139).
También
el bosque se personifica
Sin
identidad, más allá a veces del nombre, los personajes están guiados por algo
que no pueden percibir ni descifrar.
La
muerte de Jim Conklin es la expresión más absoluta de ello:
“El soldado alto dio la vuelta y, tambaleándose peligrosamente,
continuó adelante. El muchacho y el soldado andrajoso le siguieron, cabizbajos,
como si les hubieran apaleado, sintiéndose incapaces de encararse con el
herido…Empezaron a pensar que se
hallaban ante una solemne ceremonia…Al fin lo vieron detenerse y permanecer
inmóvil. Apresurándose, se dieron cuenta de que tenía en la cara una expresión
que les decía que, por fin, había hallado el lugar por el cual se había
esforzado. Su figura delgada estaba erguida; sus manos ensangrentadas
permanecían inmóviles en su costado. Esperaba con paciencia algo con lo cual
había venido a encontrarse” (cap. 9, pag. 92)
Antes
de morir lleva a cabo movimientos convulsos y extraños. Más que nadie, ya no
está en el mundo, pero tampoco lo están los demás.
La
diferencia entre vivos y muertos es la inmovilidad: tienen el mismo semblante,
el mismo color y los personajes vivos tienen un carácter precario, provisorio.
Sabemos que su vida puede desaparecer de uno en otro segundo, por factores
nimios e inesperados.
“Ante ellos había unas cuantas figuras espantosas e inmóviles. Tenían los brazos doblados y las
cabezas torcidas de modo increíble. Parecía que los hombres muertos habían
tenido que ser lanzados de grandes alturas para alcanzar tales posiciones, como
si desde el cielo los hubiesen dejado caer sobre la tierra” (cap.5, pág. 60)
La función de la metáfora es siempre precisa en la
captación de los personajes: termina de definir una impresión visual (como si
los hubieran arrojado desde el cielo) que es también indicador de que los
hombres están sujetos a un doble designio que primero los deshumaniza por su
sola entrada en el mundo de la guerra y luego los mata.
Hay
otra inversión: el bosque también se personifica y actúa (1) subrayando lo
inaprensible del espacio, sus grandes extensiones, la sensación de encontrarse
siempre perdido, a la deriva. En otras secuencias (2) parece significar cosas o
actuar contra el personaje. O el bosque efectivamente se personifica o lo
personifican las sensaciones del personaje:
“El panorama le dio seguridad. Era un campo dorado que
poseía vida. Era la religión de la paz” (cap. 7, pág. 75)
“A veces las zarzas formaban cadenas y trataban de
retenerlo. Los árboles, enfrentándose, alargaban los brazos y le prohibían el
paso. Después de la hostilidad que anteriormente le habían mostrado, esta nueva
resistencia del bosque le llenó de amargura. Le parecía que la naturaleza no
podía estar nunca completamente dispuesta a ayudarle” (cap. 8, pág. 80).
Al postulado realista y objetivista se opone esta
vacilación: o bien la naturaleza se personifica y se vuelve auxiliar del mundo
de negación de la guerra y, en ese cometido, trata de detener al personaje; o
bien se trata de la connotación que el bosque adquiere para aquel: ambos
términos ponen en duda este objetivismo y realismo y convierten al texto en
otra cosa diferente a lo real.
Deshumanización
de las personas, personificación de los objetos que causan muerte y
destrucción, los personajes se deslizan como sombras en un contexto que los
niega como sujetos: ellos piensan que pelean valientemente y quienes los
dirigen no parecen percatarse de su existencia y cuando lo hacen es para
denostarlos.
No
hay una humanidad posible y ello es mostrado no sólo en las acciones sino en la
propia concepción de los personajes.
El narrador
El
narrador es la primera convención de la novela, la voz que presenta la
historia, la que enfatiza sobre distintos aspectos y en la cual trabajan los
elementos que constituyen el lenguaje. Doble convención que, fingiéndose una
persona, muestra algo sin decir qué o quién es, como un médium allí presente y
que percibe, omite o descubre. Es una voz que parece humana pero que no es,
necesariamente, la de un personaje aunque pueda mostrarlo internamente.
Stephen
Crane opta por un narrador “por detrás” para plasmar (1) los hechos e
impresiones que atraviesa el personaje de Henry Fleming y (2) la visión del
escenario que no necesariamente coincide con la del personaje. El texto en todo
momento trabaja en esta ambigüedad: no podemos distinguir si las visiones
pertenecen íntegramente al personaje o si es el narrador quien las abarca por
detrás, igual que lo hace con el personaje.
El
autor expande y explota a este narrador en todas sus posibilidades e interviene
para ello de muy diversas maneras, unas manifiestas y otras más sutiles.
Está
investido de omnisciencia pero sólo en lo que respecta al personaje de Henry
Fleming. Desde este punto de vista, el de Henry y el de su madre son los únicos
personajes con vivencias autónomas a la guerra, desarrollo de una elaboración
de ideas y percepciones genuinamente humanas (retomaremos esta distinción al
abordar el estudio de los personajes)
La dimensión simbólica
Una
de las características de la novela es que elementos como el espacio, o auxiliares
(el humo; la sed; el fragor; la percepción distorsionada) cumplen una función
en el texto que vas allá de la de servir de soporte a las acciones y plantear o
subrayar un clima.
Nuevamente,
lo que es presentado como realista no se enfoca en el conjunto de elementos que
constituyen la realidad sino en aspectos puestos en un primer plano que más
bien subrayan lo contrario: la realidad está más allá de cualquier posibilidad
de acción o de comprensión y dichos elementos cumplen la función de hacerla más
confusa, cruel o brutal.
Luego
de una nueva batalla en la que enarbola la bandera del regimiento y se destaca
por su valor sobreviene el final:
“Y ahora se volvía, con el ansia y la sed del
enamorado, hacia imágenes de cielos tranquilos y sonrientes, de frescos prados
y de fríos arroyos…una existencia de paz, dulce y eterna. A lo lejos, desde el
otro lado del río, avanzaba la flecha dorada del rayo de sol a través de las
huestes de nubes plomizas, cargadas de lluvia” (cap. 24, pág.210).
Henry
pudo haber completado un aprendizaje y aprendido el valor que inculca a guerra
o haberse engañado y creer en los valores de la guerra que le exigen
sacrificarse sólo como un modo de sobrevivir en ella.
Luego
de un lenguaje tan descarnado y realista la alternativa del valor como
resolución de la novela se convierte en una suerte de ironía. La naturaleza,
indiferente del dolor y la destrucción de la guerra sigue inmutable y Henry se
encuentra solo frente a la desesperación y a la guerra.
Nada
es simple, nada es esquemático y los finales no pueden ser convencionales en un
escritor que supo romper con todas las convenciones y crear una obra abierta
donde nada es definitivo.
Stephen
Crane encarna el ideal de un escritor desterrado de todo salvo del mundo de la
literatura, al cual se consagró. Fiel a ello, la novela indaga en algo que
siempre queda más lejos, a lo cual es difícil o imposible llegar y también nos
dice que la propia meta es la de la escritura que testimonia ese eterno
destierro.
[1] Ewing Goffman, en su estudio sobre internados, refiere que las
instituciones cerradas generan un sistema que internamente tiene un sentido
propio. Lo mismo se puede decir de la guerra, modo por excelencia de expansión
del “sentido” de la institución militar
[2] “El profesor Stallman
cita como base de este episodio el encuentro de Crane con un desconocido y
jovial campesino que le ayudó una noche oscura en la carretera. Hart sugiere relacionar
el hecho de que Henry no ´había visto la cara de su salvador´ …” (Cap. 12, pág.
117, nota al pie)
[3] “Son dos maneras de
asumir la guerra: la de los soldados y la del jefe. Los soldados la inscriben
en un marco que la excede y el jefe la asume como una guerra total” (Nota del
Autor, Marco Denevi, Variación del perro en
“Antología de la
Literatura Fantástica Argentina- Narradores del siglo XX”,
Alberto Manguel, comentarista y compilador, Edit. Kapelusz, Bs.As., 1973). Es
total para el jefe en tanto que no reconoce otra realidad; no obstante, es
total para los soldados que no pueden huir de ella ni decidir sobre sus
acciones. A uno la guerra le pertenece y los otros pertenecen a la guerra.
[4] Si es que cabe la palabra
porque en el contexto de la inhumanidad de la guerra les son dados, como
atributos humanos, sonidos (como aullidos y gritos) o gestos propios de las
personas pero que las cosas evocan
No hay comentarios:
Publicar un comentario