martes, 28 de junio de 2016

El rojo emblema del valor: precisión introspectiva, intuición y objetivismo, elementos de un texto fundante

   
Stephen Crane fue escritor y cronista de guerra. Nació en Newark, Nueva Jersey el 1 de noviembre de 1871 y sólo vivió 28 años. Ese breve lapso de una vida difícil le bastó para escribir dos obras fundacionales: Maggie, a girl of the streets (“Maggie, una chica de la calle”, 1893), que está considerada como la primera novela naturalista norteamericana; y The red badge of courage (An episode of the American Civil War) (“El rojo emblema del valor -Un episodio de la Guerra Civil Americana)”, 1895- que inaugura la especie de narrativa bélica pero que a la vez es una honda novela introspectiva, innovadora en varios aspectos y que contribuiría a abrir nuevos caminos en la narrativa del siglo XX.

Un país violentamente dividido y un cambio de filosofía
La guerra de secesión norteamericana (1861-1865) fue el conflicto brutal entre dos modelos de país: el industrial del norte y el feudalista y agricultor del sur que encarnaban no sólo lo moderno y lo tradicional sino también un choque de filosofías que terminaría por imponer el darwinismo social (la supervivencia de los más aptos) como credo del nuevo capitalismo financiero que surgiría después de la Guerra de Secesión. El hombre que triunfa lo logra por estar mejor dotado. El resto, formaría parte de un creciente proletariado urbano.
Esta ideología, heredera de conceptos biológicos, desplazaría al trascendentalismo norteamericano y la literatura simbolista de escritores como Hawthorne y Melville. El país del espacio inacabable donde había lugar para empezar siempre una nueva vida se industrializaba. Este nuevo fenómeno social marcaría el surgimiento de un naturalismo, inspirado en las nuevas condiciones de vida, pero, a diferencia del francés, menos desesperanzado. Quizás lo fuera por originarse en un país nuevo (Mateo, Leopoldo, Apéndice a “El rojo emblema del valor”, Colección Mis Libros, Hyspamérica, 1981).
Es en este contexto político, social y cultural donde El rojo emblema del valor se inscribe.

La escritura de la intuición
Hijo de un predicador metodista que murió cuando el escritor tenía ocho años, Stephen Crane se vio obligado, desde muy temprana edad, a ganarse la vida plasmando sus vivencias en el suburbio neoyorkino de Bowery y formándose como escritor en las crónicas urbanas de una nueva conformación social y tratando de venderlas a los diarios.
Sus años de infancia transcurrieron  en pueblos de la costa atlántica de los Estados Unidos. Esa infancia sin sobresaltos concluiría con la muerte de su padre. A partir de entonces el escritor no se sentiría arraigado a ninguna parte, llegando a morir en un sanatorio de Badenweiler, Alemania, un país absolutamente extraño, el 5 de junio de 1900.
Con dinero prestado por sus hermanos costeó la edición de Maggie, a girl of the streets, que fue ignorada por la crítica. Sin embargo, amigos escritores (Hamlin Garland y William Dean Howells) fueron conscientes del valor de la novela y lo animaron a seguir escribiendo. Debieron ser muy duras aquellas alternativas para alguien para quien la escritura era su razón y medio de vida.
La formación cultural de Stephen Crane fue incompleta y accidentada. No era un estudiante aplicado y sólo le interesaba la literatura. La escritura no es una simple preferencia sino una elección de vida y su ejercicio algo intuitivo, preciso, capaz de buscar y captar, y elaborada en una concisión que no se demora en retórica alguna. 
Encarna de ese modo al escritor “romántico”, exiliado en todas partes, extranjero en el mundo y cuya vida es la propia escritura.
La guerra civil era un acontecimiento del cual había oído hablar desde la infancia pero no sólo muy pocas novelas la habían abordado como asunto literario sino que, además, lo habían hecho desde el heroísmo, el sentimentalismo y la acción. El contacto con varios testimonios, su innata intuición para percibir y eludir las convenciones literarias, y el propósito de lograr no un registro general sino la propia vivencia de la guerra en un joven soldado dieron por resultado un texto directo, realista, introspectivo, que es a la vez una obra abierta.

La obra, sus planos del saber y núcleos narrativos
Inscripta en el realismo, con elementos de una novela de iniciación, concebida dentro de un elaborado e inspirado equilibrio estilístico que alterna el objetivismo, la metáfora y lo interior con la exploración de todas las posibilidades del narrador (impresiones; reflexiones; descripciones), es esencialmente una narración introspectiva que concluye como una obra abierta, con un fuerte elemento simbólico que expande sus posibilidades más allá del puro realismo y que vuelve relativas a todas las categorías que pretendan clasificarla.
Alterna registros del más puro lirismo  y acciones vívidas y cruentas. Son muchos los recursos que utiliza para ello y el narrador no se estaciona en ninguno de ellos sino que el modo en que los alterna constituye una de las mayores muestras de su maestría narrativa.
La guerra es asumida como algo autónomo, ilógico, independiente de toda deliberación que discurre por sí mismo: ninguna voluntad individual ni colectiva parece incidir en ese mecanismo y todo sucede de manera impredecible, como si se tratara de un fenómeno climático, algo que discurre antojadiza y ciegamente por fuera de todo propósito y de toda virtud.
Henry Fleming, un joven campesino que vive con su madre se ha enrolado pese a la negativa de ella.
No hay un argumento en sí mismo sino una sucesión de escenas que podemos dividir en cinco núcleos: 1) la recapitulación inicial sobre la vida anterior del personaje y las dudas y temores antes del combate; 2) el primer enfrentamiento; 3) el alejamiento del combate, con el consiguiente vagabundeo por el bosque, que se cierra cuando se encuentra con heridos y se pretende uno de ellos; 4) la guía de alguien misterioso que lo conduce nuevamente a su escuadrón y 5) la batalla siguiente, momento en el cual Henry se destaca por su heroísmo,  que conduce al ambiguo final.

La narración comienza en vísperas de una movilización de las tropas, presente que se abre a la instancia del comienzo: un extenso racconto que abarca todo el primer capítulo que se retrotrae  la vida rural y la incorporación al ejército y a los hechos sucedidos antes del primer combate.
El narrador nos instala en un presente acerca del cual la información sobre lo que habrá de suceder es incompleta. También el pasado en la granja es mostrado desde una evocación que es a la vez clausura: los hechos que transcurren en ese pasado parecen tan inaccesibles como toda racionalidad acerca de lo que sucede, a la vez que el  futuro es una incógnita.
1 Surge planteado uno de los elementos más propios de la especie: el escenario bélico al que asiste el lector y la falta de certezas que viven los  personajes: el saber del rumor, de los indicios son elementos que hacen a la independencia de la guerra como absurdo –que no conoce razones- y de la posición de los personajes. A ellos nada les es revelado de ese saber que detentan quienes hacen la guerra (como genialmente se encuentra planteado el Variación del perro, de Marco Denevi).

“En un momento dado, uno de los soldados, de elevada estatura, se sintió virtuoso y fue decididamente a lavarse la camisa. Volvió corriendo del arroyo, agitando la ropa como una bandera. Llegaba rebosante de noticias, transmitidas por un amigo de confianza, que las había recibido de un soldado de caballería incapaz de mentir, el cual las había recibido de su leal hermano, uno de los oficiales del servicio general del cuartel” (Cap. 1, pág. 7)

El saber surge circunstancialmente, no puede ser rastreado y para adquirir su estatuto depende de que el portador del rumor decida sobre la confiabilidad de la fuente, algo que sólo revela que esa confiabilidad es una experiencia propia –el personaje decide creer- pero no algo que existe por sí mismo.
No hay una revelación propiamente dicha sino la creencia en una revelación que eventualmente conducirá a algo que también será una parte de un todo en el que cada parte puede significar la muerte.

Existe un fuerte contraste entre este “saber” –de la introducción y del escenario bélico- y el de la madre del personaje, en el racconto. Se trata del saber directo, independiente de la lógica de la guerra que entraña, precisamente el “saber-no saber”, la desinformación, el encontrarse librado a algo cuya esencia es no poder ser aprehendido porque es en sí mismo absurdo. El absurdo de la guerra.

“Pero su madre le había desanimado. Le había dado la impresión de que, en cierto modo, despreciaba la calidad de su ardor guerrero y de su patriotismo. Podría sentarse serenamente y, sin ninguna dificultad aparente, darle centenares de razones explicándole por qué él era de muchísima más importancia en la granja que en el campo de batalla. Había usado ciertas expresiones, además, que le habían dado a entender que sus palabras sobre aquel tema surgían de una profunda convicción. Y a favor de su madre estaba también su propia creencia de que las razones éticas que ella tenía para su demostración eran irrefutables “Cap.1, pág. 12)

Situado fuera de la lógica de la guerra, este saber es irrefutable y la entrada al absurdo bélico sólo se produce ignorándolo.
A diferencia del anterior, entraña un contenido ético, de la convicción y de aquello no sólo destinado a permanecer sino que también es inmutable.
En tal sentido, existe un paralelismo entre el saber y el escenario:

1.2 El escenario es dividido en el bélico de las acciones y la naturaleza, siempre (como en el Hyperion, de Hölderlin) ajena e indiferente: ello es así en el propio final tanto como en el comienzo:

“El frío se iba alejando paulatinamente de la tierra y la niebla, al retirarse, iba descubriendo un ejército extendido sobre las colinas, que descansaba. Cuando el paisaje cambió de pardo a verde el ejército despertó y comenzó a estremecerse” (Cap.1, pag,7)

2 También el saber es dividido entre aquel imprevisto y no comprobable –la esencia de la lógica de la guerra- y el de la realidad inmediata y las convicciones éticas, tan ajenas e inmutables como la naturaleza.
El de la madre es un saber de la convicción ética: distanciado de la guerra puede advertir su absurdo, pero es ignorado.
El saber más inmediato ofrece un dato concreto, el de lo más inmediato: dónde está el enemigo, qué hace y que se debe hacer.
Los generales y oficiales, sin padecer los rigores del frente y, en consecuencia, desconociendo la experiencia bélica, conciben a la tropa como algo que se puede sacrificar y no necesitan razones para justificar sus acciones.
El saber es una disposición jerárquica: quien manda impone su saber, como si fuera una verdad y los subordinados sólo reconocen aquello más inmediato. Si estas líneas se cruzan el resultado sería llegar a saber algo que no se debería saber porque su conocimiento es una prerrogativa de los que tienen poder.

Henry y un camarada circunstancialmente, al separarse de su grupo, oyen un diálogo entre un oficial y un general acerca de que el regimiento iba a ser sacrificado porque podía prescindirse de él:

“El muchacho, volviéndose, lanzó una mirada rápida e inquisitiva hacia su amigo. Éste le devolvió otra de la misma clase. Ellos dos eran los únicos que poseían un conocimiento íntimo y especial de la situación” (Cap. 18, pag.160) 

El saber prohibido aísla a quienes lo tienen y saben que sucederá algo que los otros temen pero cuya posibilidad ignoran.

3. Otra de las acepciones del saber es el de la presencia que, finalmente, conduce al personaje de regreso, capaz de ver el terreno aun en la noche y que sin embargo no es mostrada:

“En un momento dado oyó una voz que le hablaba cerca de su hombro: -pareces estar bastante mal…-Bueno –dijo con risa sonora- yo voy en tu mista dirección…y creo que puedo llevarte…” (cap. 12, pág. 114)

Para concluir, luego de una extensa marcha:

“-Ah, aquí estamos! Ves aquella hoguera?...Bueno, es ahí donde está tu regimiento…Y cuando el que así le había amparado iba desapareciendo de su vida, se le ocurrió al muchacho que ni una vez le había visto la cara” (cap.12, pág.117).

Como la madre, la presencia conductora está situada fuera del sistema de sentido[1] de la guerra y la falta de corporeidad –sólo parece reducirse a una voz y a una marcha- nos interroga acerca de su estatuto en el texto: cumple una función pero no es, en sentido estricto, un personaje. [2]
No existe la posibilidad de una remisión al origen: no se sabe quién es ni de dónde viene; no parece un hombre sino una voz y su discurso es diferente al de las órdenes y al de la madre –ya que no hay referencia a la convicción- pero, a diferencia del saber interno de la guerra, es confiable.


4. El texto establece, de este modo, dos partes:
En la primera (capitulo 1) el narrador presenta el mundo narrado y en un momento al personaje; se abre un proceso de reflexión (referida a la inminente entrada en combate) y una digresión hacia lo rural, el trabajo en el campo, la representación de lo que debía ser la guerra y las experiencias posteriores, que incluye el elemento introspectivo central a la novela.
En la segunda son enumeradas acciones: los desplazamientos en el campo y las sensaciones que la experiencia límite depara.
Esta instancia de la pura acción-sensación es desarrollada dentro de un proceso reflexivo y de impresiones.
El narrador desde afuera hace este proceso más objetivo y realista pero dicho proceso sufre una suerte de torsión: la realidad así mostrada surge como algo fantástico e “irreal” y aparece dada en un marco de extrañamiento de la subjetividad. Toda percepción aparece distorsionada por la extraña lente de la guerra.

Si bien no existe una referencia directa, la novela narra aspectos de la batalla de  Chancellorsville, Virginia, que tuvo lugar entre el 1 y 3 de mayo de 1863. El acontecimiento es constituido en una visión arquetípica de la guerra.

5. El emblema al que alude el título no simboliza el desenlace heroico,  no es uno que le sea dado por su valentía, sino que se refiere a una herida:

 “A veces miraba a los soldados heridos con envidia…Deseaba que él también hubiera podido ostentar una herida, un rojo emblema del valor” (obra citada, Capítulo 9, pág. 87).
El propio símbolo del título es lo contrario al heroísmo, con lo cual, el final no puede referirse al triunfo del valor sino a algo diferente.

La historia y sus elementos estilísticos
El virtuosismo narrativo de este escritor de 24 años reside en que sus recursos estilísticos, que refieren distintos hechos e instala diferentes climas, da por resultado un texto intenso y ágil (que fácilmente puede engañar o desviar la lectura) que se expande según las necesidades de la narración.
Tales recursos se encuentran desplegados en la necesidad del narrador de ser preciso y seguir una línea de impresiones en lo que constituye la característica más singular de la novela.
De este modo, los aspectos formales no valen sólo por sí mismos sino que trabajan para lograr el propósito del autor de hacer que las vivencias del personaje, su confusión, sus dudas, su modo distorsionado de percibir tanto la lucha como el propio espacio o su propia vida sean el centro de la narrativa.
Ello importa una función nueva: la novela no exalta; no ennoblece ni sirve a ninguna finalidad que no sea la de desarrollar el texto y la manera más efectiva es la sinceridad e intensidad y la puesta de la imaginación y de la escritura en función de la exactitud.
La novela simplemente muestra y lo hace de la manera más fiel a (1) las vivencias del personaje (2) las observaciones de la instancia objetiva del narrador que permiten formular un juicio ético sobre la guerra, basado en tales impresiones.

           
1 Lo real y los planos del conocimiento
1.1 El texto es planteado como un discurso realista. A partir de esta propuesta que hace esperable la realidad de las impresiones que dicho texto habrá de presentar se produce sin embargo esa torsión en donde lo que es se torna irreal. El efecto consiste en establecer la duda acerca de si se trata de una distorsión o si, por el contrario, esa irrealidad termina siendo lo más real de todo, con lo cual asistimos a un mundo sin posibilidades, gobernado por lo arbitrario y el absurdo.
La realidad surge como algo formado por capas: 1) está el plano de los hechos objetivos, marcados por el principio de la falta de certeza (el combate; los desplazamientos en el campo de batalla; la muerte: nunca se sabe cómo y de qué modo sucederán); 2) el de los otros personajes (lo que dicen, lo que el personaje espera leer de ellos, las acciones que llevan a cabo) y (3) la experiencia interna del personaje, la manera en que tales elementos dan por resultado aquello que es real para él.
Si hay algo que el texto trabaja permanentemente es la lectura de las impresiones que suscitan los otros y las conjeturas que suscita esa impresión:

“Lanzando ojeadas a su alrededor y reflexionando en la mística penumbra, empezó a creer que de un momento a otro la amenazadora distancia podría estallar en llamas y los estampidos arrolladores de un ataque llegar a sus oídos” (cap. 2, pág.27).

            Una novela “realista” donde la realidad es indiscernible, no existe otra posibilidad para el conocimiento que la de reconocer lo más inmediato sin poder franquear un límite, haciendo que el realismo se circunscriba a dos instancias: la experiencia de la conciencia y los hechos más inmediatos.

            1.2 En Variación del perro, Marco Denevi concibe el conocimiento como una serie de círculos o barreras, elemento que resulta esencial a una narrativa bélica: las claves que unos tienen y de la cual otros carecen y que ello obedece a una disposición espiritual y social.

            De este modo:

“…el caballero piensa que así como a él se le escapan las verdaderas claves de la guerra (cuya posesión estará en mano de los Papas y los Emperadores, y que los reyezuelos codiciarán, a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra, y que los reyezuelos codiciarán), a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra que él en cambio ha sobrellevado durante tanto tiempo…” (Marco Denevi, Variación del perro en “Antología de la literatura fantástica argentina. Narradores del siglo XX”, Alberto Manguel, compilador y comentarista. Edit. Kapelusz, Bs.As, 1973)

            No obstante, existe un orden inverso en el cual el perro (el eslabón inferior en algo que parece una cadena pero que es en realidad un círculo) sabe lo que el caballero desconoce: en el plano de lo más inmediato se encuentra aquello que no perciben quienes tienen la visión total de la guerra.
           
             Esta clave, que funciona asimismo para el escenario, donde la visión del soldado es circunscripta y necesariamente parcial, es distintiva de la narrativa bélica: un absurdo autónomo donde quienes deciden desconocen el rigor del combate pero ven todo su escenario del mismo modo que el soldado que conoce la faena de la guerra no puede decidir sobre ella ni descifrar todo su escenario.
            La tensión esencial de la especie está en este sistema estanco, sin comunicación posible (si la hubiera no existiría esa tensión y el esquema de mando se quebraría: la injusticia de este esquema es el carácter distintivo de la especie) donde unos deciden sobre otros a quienes toman no como personas sino como vectores de la guerra, auxiliares que contribuyen a que ese organismo tan autónomo como absurdo sigua desarrollándose en su fuerza destructora y cuya pérdida no significa nada.

            Es posible apreciar este principio en varios planos, uno es el del conocimiento que se traduce en órdenes y otro el del espacio:

“Más tarde llegó junto a un general de división montado en un caballo que erguía las orejas de modo interesado hacia la batalla…A veces el general se hallaba completamente solo; parecía estar muy preocupado. Tenía el aspecto de un hombre cuyas acciones no cesan de subir y bajar.
El muchacho pasó escabulléndose. Pasó tan cerca como se atrevió tratando de oír palabras. Quizá el general, incapaz de comprender  el caos, le llamaría para pedirle información. Y él podía dársela. Él lo sabía todo. Era innegable  que el ejército se hallaba en una situación difícil…” ( cap. 6,pág.71)

La incomunicación, establecida por la jerarquía, es central en la falta de acceso al saber: unos son dueños de los instrumentos de la acción y conciben a los otros no como a seres humanos mientras que los otros se viven como seres humanos que padecen lo más inmediato pero carecen de los instrumentos para dirigir la guerra que sí tienen los generales, cuyas acciones acaban por provocar desastres.

De este modo:

“Los dos soldados de infantería no pudieron enterarse de nada mas hasta que él preguntó finalmente:
-¿De que tropas puede prescindir?
El oficial que cabalgaba como un vaquero reflexionó un momento.
-Bueno –dijo- , tuve que mandar al 12 para ayudar al 76, y, realmente, no tengo a nadie. Pero el 304. Luchan como conductores de mulas. Creo que puedo prescindir de ellos más que de ningún otro cuerpo del ejército” (Cap. 18, pág. 157)

Para los soldados la experiencia es total[3]: librados a sus propios medios deben enfrentar la extrema violencia, la muerte, la acción pero para los mandos los soldados son “conductores de mulas” y se puede prescindir de ellos, lo que entraña la indiferencia más absoluta sobre la posibilidad de su muerte.
Hay así dos enemigos: uno físico, el oponente y otro superior, aquel que dispone: la guerra es destructiva por todas sus aristas.


2 El Espacio
2.1 Otra distorsión es la del espacio. Opera de dos maneras: 1) la de la perspectiva que reproduce las diferencias sociales y jerárquicas: los soldados ven desde el llano sólo humo y confusión y los jefes, a salvo del ataque enemigo, observan y juzgan desde una perspectiva más general y a la vez irreal. 2) la distorsión de los espacios que son presentados con referencias imprecisas y que parecen agrandarse y achicarse según el frenesí del combate.
Son recurrentes las referencias al mundo griego, sus arquetipos y un modelo de confrontación que contrasta con la linealidad de los soldados que como personajes resultan esquemáticos, visualmente desagradables y carentes de individualidad. Ello se vincula a una concepción del espacio.
El bosque es un escenario doble: connota la idea de naturaleza y libertad; de exuberancia; de espacios abiertos e inmutables donde sucede algo ajeno a ese espacio y por otro lado genera una sensación opresiva ya que no hay escapatoria de la situación que transcurre en ese escenario.
El espacio refuerza la diferencia jerárquica: unos pueden atravesarlo y dominarlo desde la altura. Los otros se encuentran atrapados entre el humo y los accidentes del terreno.
Tiempo y espacio se alteran durante la batalla, operándose la distorsión en la que permanentemente trabaja el texto: una narración bélica concebida no desde la acción sino introspectivamente, narrada sin embargo desde afuera donde las armas parecen seres vivos y éstos son presentados como muertos. Así, la única disposición posible es la de un espacio a la medida de la necesidad narrativa que, como ella, es mutable, que se expande y se contrae, dado en la presencia de sensaciones auditivas y visuales (siempre parciales).
Como todo, es un espacio subjetivo en el que la visión (o la falta de ella) está atravesada por la presencia de un auxiliar permanente: el humo de los fusiles y de la artillería.

           
“Desde su posición, otra vez de cara al campo de batalla, podían, naturalmente, abarcar una extensión mucho mayor de la escena de la lucha que la que habían visto antes, cuando el humo, que salía a chorros de la línea, había empañado su vista. Podían verse líneas oscuras enrollándose en la superficie, y en un espacio limpio una hilera de cañones que producían constantemente nubes grises, llenas de amplios destellos de llameante color naranja” (Cap.18, pág. 155) 
           
El escenario está asociado a sensaciones: el temblor por el fuego de artillería, el humo, la sed. El haberse desplazado en busca de un curso de agua que no existía los lleva a otra altura del terreno donde escuchan la conversación entre un general y un oficial que se refiere al regimiento como algo a lo que se puede sacrificar.
El desplazarse de un lugar asignado implica una revelación: que el sentimiento de haber luchado valientemente desde un lugar donde las distancias engañan es destruido por quienes encontrándose en un punto de vista más amplio sin embargo carecen de la perspectiva que permita apreciar las cosas con justicia.
En el lugar más alto los hombres están libres de humo y pueden desplazarse con libertad. En el llano hay humo, sed y fragor. Los hombres allí sólo pueden controlar las acciones más inmediatas, aquellas de las que no tienen mucha conciencia.
Nadie puede ver objetivamente: unos por creer que su punto de vista (jerárquico y geográfico) está más allá, y otros por estar inmersos en esa dinámica ciega.

El paisaje indiferente sin embargo se humaniza:

“El bosque seguía soportando su carga de estruendos. Desde una parte alejada, situada bajo los árboles, llegó rodando el estallido de los fusiles. Cada uno de los lejanos matorrales parecía un erizo con púas de llamas. Una nube de humo oscuro, como surgiendo de ruinas ardientes, subió hacia el sol, que ahora aparecía brillante y alegre, en un cielo esmaltado de azul” (cap.17, pág. 152)

A la vez que el bosque se personifica el cielo es visto como algo lejano e indiferente.

“El muchacho miró fijamente el terreno que tenía ante sí. Le parecía que el follaje cubría horrores y ocultos poderes” (cap. 19, pag. 161).

El bosque tiembla, soporta y encubre, también se convierte en un obstáculo capaz de imponer una férrea oposición.
Otras veces, el punto de vista se parcializa y hace foco en un detalle más allá del cual nada es posible apreciar.
En la percepción urgente y subjetiva del espacio el personaje siente que ha corrido a lo largo de kilómetros, mientras el paisaje estalla, se ramifica en ruidos atronadores o lenguas de fuego, pero el espacio resulta ser pequeño.

“El camino parecía eterno. En medio de la niebla que los envolvía, los hombres se vieron atacados por el pánico al pensar que el regimiento había perdido el camino…El terreno era desigual, con muchas partes destrozadas. Los hombres se encogían en depresiones…” (Cap. 20, pág. 173).

“Cuando de nuevo habían llegado a su antigua posición, dieron la vuelta para observar desde allí la extensión de territorio sobre la cual se había efectuado la descarga.
Y al hacer este examen, el muchacho se sintió aplastado por un enorme asombro. Descubrió que las distancias reales, al compararlas con las brillantes medidas imaginadas mentalmente eran en verdad triviales e insignificantes” (Cap- 21, pág. 181).

            De este modo, la percepción del espacio y, por consiguiente, del tiempo aparece asociada y transformada en la medida de la intensidad subjetiva. 
            Nada es objetivo ni estable y todo cambia en la medida de esa intensidad, aun el modo en que los sujetos se viven a sí mismos y son vistos por los “superiores”. Ellos se sienten valientes porque han podido superar el pánico y cuando esperan haber logrado “redimirse” son nuevamente denostados.
            El de la guerra es un caos que  se presenta como un orden. Nada es justo y todas las impresiones que pretenden ordenar ese caos son tan distorsionadas como ese espacio que se erige en un símbolo de la guerra, ámbito en el cual nada todo desaparece, estalla, irrumpe, destruye al mismo tiempo y estigmatiza a aquellos de cuya muerte se alimenta. 

2.2 Las sensaciones visuales y auditivas
La distorsión del espacio opera por vectores que impiden toda percepción real. De este modo niegan a los personajes la ubicación y el cálculo preciso del espacio en el que deben forzosamente desplazarse. Al hacerlo los niega pues de esa percepción depende su vida.
Esos vectores son la propia “alteración” del espacio que parece crecer, plegarse, ramificarse en accidentes pero más que nada del humo.
Otros elementos son el propio bosque y su follaje.
El humo constituye una suerte de personaje incorpóreo que discurre, se instala, se disipa, como si tuviera vida y un propósito. Su aparición se produce cuando tener una visión es decisivo para percibir el terreno y llevar a cabo una acción en la batalla y, por consiguiente, sobrevivir.
De este modo, es uno de los mayores auxiliares de la negación que establece el texto sobre la humanidad de los hombres pues, al igual que los oficiales superiores,  es el símbolo de lo que se interpone, niega y descubre el escenario cuando ya el trance pasó.
Parece inherente a la naturaleza de los soldados el descubrir las cosas cuando ya la suerte está echada y los hechos centrales ya sucedieron.
Así, los hechos son guiados por esta suerte de “casualidad” y no por una “causalidad”. De pronto es posible apreciar una escena y entender lo que sucedió sólo cuando ya sucedió, llevarse la sorpresa de que el resultado es positivo o de que es negativo: la deliberación no incide en esta mecánica y el humo es un indicador de ello.

“Un momento después el regimiento rugió una súbita y valerosa respuesta. Una densa muralla de humo fue descendiendo, posándose lentamente. Era sin cesar desgarrada y abierta furiosamente por las cuchilladas de fuego de los fusiles” (cap. 17, pág. 148)

“…todos los caminos de avanzada  se hallaban cerrados por delgadas lenguas movedizas…El humo últimamente producido formaba nubes confusas que dificultaban un avance inteligente por parte del regimiento…” (cap. 19, pág. 165)
  
            El humo es impenetrable a las miradas. Sólo el propio fuego de los fusiles puede rasgarlo.

            El ruido de la batalla es otro de los elementos que de algún modo se apropian del espacio y hacen que éste sea percibido a partir de una violencia acústica que invade tanto el espacio como la subjetividad. Por momentos se corporiza, a veces cesa y otras se expande violenta e inesperadamente:

“El ruido del tiroteo iba pegado a sus pisadas. A veces parecía alejarse un poco, pero siempre volvía con creciente insolencia…
Este ruido siguiéndoles a la manera de gritos de perros cazadores ansiosos y metálicos, aumentó hasta un elevado y gozoso estallido, y luego, mientras el sol se elevaba serenamente en el cielo, lanzando rayos de luz sobre los oscuros matorrales, resonó en tañidos prolongados. Los bosques empezaron a crujir, como si estuvieran en llamas.” (cap.16, pag. 143)
             
            En un solo fragmento el ruido muestra atributos de vida: es insolente, semeja gritos de perros y a la vez el narrador lo relativiza al hacerlo contrastar con la imagen recurrente del cielo inmutable y lo prolonga en el bosque: la naturaleza es bivalente, por un lado refleja la indiferencia de lo que se encuentra en otro plano y por otro es parte del caos y se anima igual que las armas.

            El fragor es una presencia continua e impregna tiempo y espacio

“La maltratada línea pudo descansar durante unos minutos, pero mientras duraba esta pausa la lucha en el bosque fue aumentando hasta que los árboles parecían temblar por los disparos, y el suelo parecía estremecerse bajo los pasos precipitados de los hombres. Las voces de los cañones se mezclaban en una larga e interminable disputa. Los pechos de los hombres se esforzaban tratando de hallar aire fresco, y sus gargantas deseaban ávidamente agua” (cap.18, pág. 154)  

En un fragmento muy significativo asistimos a una gradación en la cual el ruido parece posesionarse del espacio y luego convertirse en voces para acabar teniendo un correlato en la falta de aire y la sed de los hombres.

El ruido encierra a los hombres  y al paisaje y constituye uno de los símbolos más fuertes de que el mundo de la guerra es un absurdo de destrucción del cual no hay salida.

3 Personajes y auxiliares
La concepción de los personajes en El rojo emblema del valor aparece expuesta en una trama de elementos: 1) los soldados son mostrados como (a) trazos esquemáticos o (b) colectivamente; 2) los objetos son “humanizados” [4], adjudicándoles voces o actitudes en (3) un escenario donde la naturaleza cumple una función doble: (a) también se humaniza o (b) sigue un transcurso indiferente al acontecer humano.
Se trata de elementos que funcionan unos en relación a otros produciendo una distorsión en la percepción de la realidad: en efecto, tal percepción parece realista pero trabaja poniendo en primer plano a dichos elementos antes que al conjunto de la realidad. Tales elementos operan a partir de estados internos del personaje.
La experiencia de Henry Flemming es la de su soledad, una en la que nada puede comunicar. 
Parece haber dos modos de mostrar la inhumanidad de la guerra. La soledad y la camaradería.
De este modo, en Sin novedad en el frente, de Erich María Remarke, la guerra es mostrada a partir de un núcleo definido de personajes. Sus alternativas y el indeclinable estrechamiento del círculo hasta su desaparición final son (junto con el lirismo y la descripción descarnada de las acciones bélicas) el mecanismo elegido para plantear el poder ciego y destructivo de la guerra.

“Poco hablamos, pero nos guardamos mutuamente delicadezas  que podrían tener, creo, dos amantes. Somos dos hombres, dos minúsculos destellos de vida. Afuera está la noche y el círculo de la muerte. Estamos sentados al margen, en el peligro y la seguridad; corre la grasa por nuestras manos; nuestros corazones están muy juntos, y el momento es como este cobertizo, alumbrado por un tenue resplandor” (Erich Maria Remarque, Sin novedad en el frente, Cap.IV, pág,68, Edit. Dedalo, Buenos Aires, 1965).

            A la extensión de la guerra se oponen ámbitos y momentos privados, sustraídos al espacio común, ocultos, robados, vividos en refugios y lugares abandonados convertidos en los únicos espacios donde se puede ser humano. Afirmar la humanidad en un escondite muy tenue y provisional, pero el único posible y ello es así en el acto de reconocer a otro como algo que nos hace ser lo que somos y darle sentido al momento y al vínculo.

La camaradería es un modo de resistencia y supervivencia, núcleo destinado a la dispersión por una maquinaria despiadada que no reconoce límite alguno y para la cual la individualidad no existe. Conocemos a los personajes vívida y estrechamente: ellos se encuentran expuestos en las alternativas de supervivencia y en las anécdotas de ese núcleo  y a medida que mueren el círculo se empequeñece y la narración se convierte en lo que es: una pesadilla sin salidas ni posibilidades.
Las referencias al mundo anterior a la guerra y a los oficios que los personajes (de uno y otro bando) desempeñaban antes del conflicto armado es un indicador de su absurdo. Un maestro de escuela convertido en enemigo y asesinado en un hoyo es de por demostrativo de la arbitrariedad de esta barrera de antes y después.
Hay así una visión humanizada de los personajes cuyas historias son aniquiladas en contra de su naturaleza y voluntad. Los personajes son individualidades autónomas violentamente negadas y suprimidas: el efecto de la narración descansa en gran medida en este proceso.

Por el contrario, en El rojo emblema del valor, el único personaje autónomo que el narrador revela es el de Henry Fleming, los restantes son trazos sin una historia previa que se funden en un colectivo. De ellos sólo conocemos apelativos (el soldado jactancioso; el soldado alto) y cuando son nombrados (como Jim Conklin) ese nombre no remite a una historia anterior.
Sin historia,  profundidad ni genuina convivencia los personajes son (1) auxiliares de la acción, que necesita de ellos para avanzar en el examen introspectivo que el narrador lleva a cabo e (2) indicadores de la deshumanización de la guerra: ante ella sólo surgen trazos esquemáticos –los personajes son meros esbozos de personas- y efectos del proceso destructor:
   
“Al muchacho le hubiera gustado descubrir a otro que desconfiara de sí mismo…A veces trataba de sondear a un camarada con frases insinuantes…Fracasaron todos los intentos de provocar una declaración que, de algún modo, se pareciera a una confesión de las dudas que en su interior reconocía de sí mismo” (cap. 2, pág. 24).

            No hay ninguna relación de alteridad. Las dudas más íntimas no pueden ser compartidas con nadie. No hay otro que me permita ser yo o me ayude sino un conjunto de presencias sin espesor humano.

            Si en Sin novedad en el frente las identidades son siempre lo que confiere la carga destructora a la guerra que en cualquier momento puede aniquilar a algo que es único y se perderá, en El rojo emblema del valor los soldados son lo contrario:

“Al correr, se mezcló con otros. Borrosamente veía hombres a su derecha y a su izquierda y oía pasos tras de sí y creyó que todo el regimiento huía perseguido por choques siniestros” (cap. 6, pág. 67).
           
            Al mismo tiempo en que lo humano es desinvestido de espesor y se encuentra ausente los objetos de destrucción son mostrados en actitudes “humanas” :

“Mientras marchaba a la cabeza, cruzó un pequeño campo y se halló en una región azotada  por las granadas. Se lanzaban por encima de su cabeza con gritos prolongados y salvajes. Al oírlos imaginó que tenían hileras de crueles dientes que le sonreían. Una vez una de ellas cayó ante él y el relámpago lívido de la explosión le cerró con efectividad el camino de la dirección escogida” (cap.6, pág.69)

            Las granadas se independizan de la fuerza que las utiliza, cobran “vida”, parecen lanzarse a sí mismas en lugar de ser lanzadas por un brazo y esa animación es feroz, cruel y desbocada.

            El recurso también funciona por su opuesto:

“Las granadas, que habían dejado de molestar al regimiento durante un tiempo, llegaron de nuevo en torbellino y explotaban en la hierba o entre las hojas de los árboles. Parecían extrañas flores de guerra estallando en fiera floración” (cap.6, pág.65)

Asimismo, funciona adjudicando cualidades humanas a las tropas ya convertidas en un conjunto diferente al de las presencias humanas que la componen:

“La batería se hallaba argumentando con un lejano antagonista y los tiradores parecían envueltos en admiración ante sus propios disparos. Se inclinaban continuamente en actitudes alentadoras  sobre los cañones y parecían felicitarlos con unos golpecitos en la espalda y animarlos con palabras. Los cañones, impasibles
y sin miedo, hablaban con insistente valentía” (cap.6, pág.69)

En un mismo párrafo se produce una doble inversión: (1) por un lado al nombrar a la batería  como un todo y desinvestirla de la presencia humana se refiere a ella como argumentando con un antagonista en un contexto como la guerra en que no existen argumentos ni diálogo, lo cual es una ironía. Asimismo (2) los hombres llevan a cabo acciones mecánicas sirviendo a los cañones que son mostrados como seres vivos y a los cuales, también irónicamente, se les adjudica la valentía de la que parecen carecer los hombres, siendo que al no ser humanos no corre riesgo su vida porque no la tienen. Es el narrador, siguiendo a la conciencia del personaje, el que se la adjudica.

“Sintió también piedad por los cañones, que permanecían en atrevida línea, como seis buenos camaradas” (cap.6, pág.70)

            Ello se contrapone con el modo en que el personaje (a través del narrador) concibe a las personas:

“La brigada se apresuraba enérgicamente para ser devorada por las bocas infernales del dios de la guerra. ¿Qué clase de hombres eran aquellos entonces? ¡Eran una raza asombrosa! O bien, no comprendían nada, los imbéciles” (cap.6, pag.70)

Pareciera que el personaje pensara la situación primero dentro de la lógica militar, al atribuir arrojo y valentía a la batería (que ya no argumenta sino que se entrega) y a una visión distanciada y objetiva que lo hace tratar a los hombres como imbéciles por no advertir los riesgos.
Son comunes estas inversiones que el narrador hace en la última línea de un párrafo, lo que vuelve más relativa la apreciación que hace antes. Ello sucede en general luego de una enumeración de impresiones o de acciones.
El objetivismo del  texto, al basarse en descripciones de cosas y procesos, es una de sus marcas más originales que hace a la anticipación estilística que llevó a cabo el autor.

Los personajes no parecen independientes a la muerte. Están vistos a partir de su cristal deformante.

Los vivos parecen muertos pero súbitamente surge un muerto que parece vivo:

            “Cerca del umbral se detuvo, paralizado de horror a la vista de ´algo´.
            Le estaba mirando un hombre muerto, sentado, con la espalda apoyada contra un árbol a modo de columna. El cadáver llevaba un uniforme que fue azul…Los ojos, clavados en el muchacho, habían tomado el tono apagado que se ve en los costados de un pescado muerto. Tenía la boca abierta. En ella, el rojo se había transformado en horroroso amarillo. Sobre la piel gris de la cara corrían pequeñas hormigas” (pág. 76, cap. 7)

El narrador da cuenta de los detalles objetivamente en una descripción que se hace fantástica a fuerza de rigor y que refuerza la idea de un universo gobernado por la muerte en medio de la indiferencia de la naturaleza.

El mundo de los personajes es uno condenado. Mueran o no en combate, su presencia es espectral, porque están librados a sí mismos y condenados:

           
“…Los rasgos afilados, macilentos, y las figuras polvorientas eran evidentes en esa extraña luz del amanecer, pero ésta teñía también la piel de los hombres con tonalidades de cadáver y hacía que las mezcladas extremidades aparecieran sin pulso y muertas. El muchacho se sobresaltó con una sorda exclamación cuando sus ojos se posaron por primera vez sobre esta masa inmóvil de hombres, apretadamente esparcidos sobre el terreno, pálidos y con extrañas posturas. Creyó por un instante que se hallaba en la casa de los muertos, y no se atrevió a moverse por miedo a que estos cadáveres se irguieran, graznando y chillando” (Cap. 14, pág. 126).

Del mismo modo que el narrador repara en acciones parciales antes que en los personajes que las llevan a cabo también muestra a la experiencia de los hombres como algo no sujeto a su voluntad.
Es la muerte la que rige todas las acciones y a ella se oponen gestos puntuales de vida. En un mundo así los hombres no pueden ser humanos debido a que de algún modo ya están muertos porque obedecen a esa lógica.
Los soldados marchan, no saben hacia dónde ni para qué ni hasta cuándo. Simplemente continúan como espectros.
En la legalidad de este mundo donde ha operado una inversión sólo las armas parecen tener vida:

“Los cañones rugían sin dejar siquiera un momento de descanso para respirar” (Cap. 16, pág. 139).
También el bosque se personifica


Sin identidad, más allá a veces del nombre, los personajes están guiados por algo que no pueden percibir ni descifrar.
La muerte de Jim Conklin es la expresión más absoluta de ello:

“El soldado alto dio la vuelta y, tambaleándose peligrosamente, continuó adelante. El muchacho y el soldado andrajoso le siguieron, cabizbajos, como si les hubieran apaleado, sintiéndose incapaces de encararse con el herido…Empezaron a pensar  que se hallaban ante una solemne ceremonia…Al fin lo vieron detenerse y permanecer inmóvil. Apresurándose, se dieron cuenta de que tenía en la cara una expresión que les decía que, por fin, había hallado el lugar por el cual se había esforzado. Su figura delgada estaba erguida; sus manos ensangrentadas permanecían inmóviles en su costado. Esperaba con paciencia algo con lo cual había venido a encontrarse” (cap. 9, pag. 92)

Antes de morir lleva a cabo movimientos convulsos y extraños. Más que nadie, ya no está en el mundo, pero tampoco lo están los demás.
La diferencia entre vivos y muertos es la inmovilidad: tienen el mismo semblante, el mismo color y los personajes vivos tienen un carácter precario, provisorio. Sabemos que su vida puede desaparecer de uno en otro segundo, por factores nimios e inesperados.

“Ante ellos había unas cuantas figuras espantosas  e inmóviles. Tenían los brazos doblados y las cabezas torcidas de modo increíble. Parecía que los hombres muertos habían tenido que ser lanzados de grandes alturas para alcanzar tales posiciones, como si desde el cielo los hubiesen dejado caer sobre la tierra” (cap.5, pág. 60)

            La función de la metáfora es siempre precisa en la captación de los personajes: termina de definir una impresión visual (como si los hubieran arrojado desde el cielo) que es también indicador de que los hombres están sujetos a un doble designio que primero los deshumaniza por su sola entrada en el mundo de la guerra y luego los mata.

Hay otra inversión: el bosque también se personifica y actúa (1) subrayando lo inaprensible del espacio, sus grandes extensiones, la sensación de encontrarse siempre perdido, a la deriva. En otras secuencias (2) parece significar cosas o actuar contra el personaje. O el bosque efectivamente se personifica o lo personifican las sensaciones del personaje:

“El panorama le dio seguridad. Era un campo dorado que poseía vida. Era la religión de la paz” (cap. 7, pág. 75)

“A veces las zarzas formaban cadenas y trataban de retenerlo. Los árboles, enfrentándose, alargaban los brazos y le prohibían el paso. Después de la hostilidad que anteriormente le habían mostrado, esta nueva resistencia del bosque le llenó de amargura. Le parecía que la naturaleza no podía estar nunca completamente dispuesta a ayudarle” (cap. 8, pág. 80).

            Al postulado realista y objetivista se opone esta vacilación: o bien la naturaleza se personifica y se vuelve auxiliar del mundo de negación de la guerra y, en ese cometido, trata de detener al personaje; o bien se trata de la connotación que el bosque adquiere para aquel: ambos términos ponen en duda este objetivismo y realismo y convierten al texto en otra cosa diferente a lo real.

Deshumanización de las personas, personificación de los objetos que causan muerte y destrucción, los personajes se deslizan como sombras en un contexto que los niega como sujetos: ellos piensan que pelean valientemente y quienes los dirigen no parecen percatarse de su existencia y cuando lo hacen es para denostarlos.
No hay una humanidad posible y ello es mostrado no sólo en las acciones sino en la propia concepción de los personajes.  


El narrador
El narrador es la primera convención de la novela, la voz que presenta la historia, la que enfatiza sobre distintos aspectos y en la cual trabajan los elementos que constituyen el lenguaje. Doble convención que, fingiéndose una persona, muestra algo sin decir qué o quién es, como un médium allí presente y que percibe, omite o descubre. Es una voz que parece humana pero que no es, necesariamente, la de un personaje aunque pueda mostrarlo internamente.
Stephen Crane opta por un narrador “por detrás” para plasmar (1) los hechos e impresiones que atraviesa el personaje de Henry Fleming y (2) la visión del escenario que no necesariamente coincide con la del personaje. El texto en todo momento trabaja en esta ambigüedad: no podemos distinguir si las visiones pertenecen íntegramente al personaje o si es el narrador quien las abarca por detrás, igual que lo hace con el personaje.
El autor expande y explota a este narrador en todas sus posibilidades e interviene para ello de muy diversas maneras, unas manifiestas y otras más sutiles.
Está investido de omnisciencia pero sólo en lo que respecta al personaje de Henry Fleming. Desde este punto de vista, el de Henry y el de su madre son los únicos personajes con vivencias autónomas a la guerra, desarrollo de una elaboración de ideas y percepciones genuinamente humanas (retomaremos esta distinción al abordar el estudio de los personajes)


La dimensión simbólica
Una de las características de la novela es que elementos como el espacio, o auxiliares (el humo; la sed; el fragor; la percepción distorsionada) cumplen una función en el texto que vas allá de la de servir de soporte a las acciones y plantear o subrayar un clima.
Nuevamente, lo que es presentado como realista no se enfoca en el conjunto de elementos que constituyen la realidad sino en aspectos puestos en un primer plano que más bien subrayan lo contrario: la realidad está más allá de cualquier posibilidad de acción o de comprensión y dichos elementos cumplen la función de hacerla más confusa, cruel o brutal.
Luego de una nueva batalla en la que enarbola la bandera del regimiento y se destaca por su valor sobreviene el final:

“Y ahora se volvía, con el ansia y la sed del enamorado, hacia imágenes de cielos tranquilos y sonrientes, de frescos prados y de fríos arroyos…una existencia de paz, dulce y eterna. A lo lejos, desde el otro lado del río, avanzaba la flecha dorada del rayo de sol a través de las huestes de nubes plomizas, cargadas de lluvia” (cap. 24, pág.210).

Henry pudo haber completado un aprendizaje y aprendido el valor que inculca a guerra o haberse engañado y creer en los valores de la guerra que le exigen sacrificarse sólo como un modo de sobrevivir en ella.
Luego de un lenguaje tan descarnado y realista la alternativa del valor como resolución de la novela se convierte en una suerte de ironía. La naturaleza, indiferente del dolor y la destrucción de la guerra sigue inmutable y Henry se encuentra solo frente a la desesperación y a la guerra.
Nada es simple, nada es esquemático y los finales no pueden ser convencionales en un escritor que supo romper con todas las convenciones y crear una obra abierta donde nada es definitivo.   
Stephen Crane encarna el ideal de un escritor desterrado de todo salvo del mundo de la literatura, al cual se consagró. Fiel a ello, la novela indaga en algo que siempre queda más lejos, a lo cual es difícil o imposible llegar y también nos dice que la propia meta es la de la escritura que testimonia ese eterno destierro.

   

 








[1] Ewing Goffman, en su estudio sobre internados, refiere que las instituciones cerradas generan un sistema que internamente tiene un sentido propio. Lo mismo se puede decir de la guerra, modo por excelencia de expansión del “sentido” de la institución militar
[2] “El profesor Stallman cita como base de este episodio el encuentro de Crane con un desconocido y jovial campesino que le ayudó una noche oscura en la carretera. Hart sugiere relacionar el hecho de que Henry no ´había visto la cara de su salvador´ …” (Cap. 12, pág. 117, nota al pie)
[3] “Son dos maneras de asumir la guerra: la de los soldados y la del jefe. Los soldados la inscriben en un marco que la excede y el jefe la asume como una guerra total” (Nota del Autor, Marco Denevi, Variación del perro en “Antología de la Literatura Fantástica Argentina- Narradores del siglo XX”, Alberto Manguel, comentarista y compilador, Edit. Kapelusz, Bs.As., 1973). Es total para el jefe en tanto que no reconoce otra realidad; no obstante, es total para los soldados que no pueden huir de ella ni decidir sobre sus acciones. A uno la guerra le pertenece y los otros pertenecen a la guerra.
[4] Si es que cabe la palabra porque en el contexto de la inhumanidad de la guerra les son dados, como atributos humanos, sonidos (como aullidos y gritos) o gestos propios de las personas pero que las cosas evocan

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