Vivian Maier nació en Nueva York en 1926
y murió en Chicago en 2009. Hoy, es famosa, pero su vida transcurrió en un
anonimato que nunca se propuso romper.
Durante más de cuarenta años trabajó
como niñera, dejando en aquellos a quienes cuidaba y en sus familias
experiencias contradictorias que hablan de un costado de amor y otro oscuro, de
mal trato. En interminables caminatas por sitios muchas veces sórdidos esos
niños eran testigos –y protagonistas- de su infatigable empeño por registrarlo todo
con su cámara Rolleiflex que nunca abandonaba. Con la misma curiosidad
retrataba el amor; la piedad; el horror; la sorpresa y esa organización de las
cosas que sólo un fotógrafo consumado puede percibir y transmitir; una que nos
muestra que todo puede ser otra cosa y armarse en una belleza que la mirada
común no advierte pero que está allí, esperando ser descubierta.
Sólo reveló muy pocos rollos de película
con las cien mil escenas que registró a lo largo de una vida que seguramente no
se propuso consagrar al arte: nunca difundió su trabajo y su existencia
transcurrió en la soledad más absoluta. Ella se abrió a la visión de un mundo
que nunca mostró a los demás: o estaba muy segura del valor de su obra y supo
que alguien, alguna vez la descubriría, ocupada como estaba en registrarlo todo;
o simplemente no le preocupó. Puede que su imperativo haya sido sólo ese: estar
allí y captar lo que la vida ofrecía a una sensibilidad capaz de plasmar el
costado más impactante y expresivo, tanto de la belleza como de la fealdad,
tanto de la inocencia como de la crueldad más absoluta.
Cómo se formó. Qué sentía al tomar esas
fotos. Qué fuerza la llevaba a cumplir con esa misión invisible de registrar
aquello que nadie vería: son todas preguntas sin respuesta. No dejó escritos, no
dejó cartas a nadie, nadie parece haberla esperado ni amado nunca. Sin embargo le
sobrevivió –casi azarosamente- una obra que nadie que no fuera ella hubiera
podido llevar adelante porque requería esa entrega, ese rescate de lo anónimo y
esa mirada al mismo tiempo asombrada, precisa y solitaria, incapaz de sorprenderse
demasiado ante nada.
Si sus fotos urbanas, tomadas con la
cámara a la altura de la mitad del cuerpo en ese límite donde casi se invade el
ámbito de lo mostrado, que hacen que las figuras aparezcan enfáticas, prácticamente
invadiendo el cuadro con esa historia secreta de la cual la imagen muestra sólo
algo que su lente –su mirada- percibe con sorpresa y al mismo tiempo ternura y
asombro, lo más inquietante está en sus autorretratos.
En ellos aparece reflejada en la taza de
un auto, en una bandeja de metal que difumina su rostro, en vidrieras donde su
silueta es un reflejo que se une y a la vez se separa
del resto de la escena, o en espejos que multiplican una imagen y con ella un
enigma, o en sombras que se cuelan en la precisa organización de una imagen que
se arma sola, a partir de su simple mirada. Es como si ella se encontrara unida
y a la vez separada de las cosas: no termina de estar adentro de nada. Siempre
hay una soledad y una distancia. Un paso leve y sin embargo gigantesco que la
une a todo y que la separa –irremediablemente- de todo. El mundo es un lugar
que ella es capaz de registrar pero en el cual no termina de estar. No termina
de unirse, siempre queda afuera, siempre es esa sombra que se cuela desde un
borde que contiene a esa mirada que todo lo ve, precisamente la que organiza la
visión donde las cosas aparecen y ella surge, tímidamente, en un costado.
Ser
lo que no se ve
Su vida es un interrogante, muy poco es
lo que se sabe de ella. Llegó a Nueva York y trabajó primero como operaria,
pero luego buscó otra tarea, una que le permitiera andar por las calles y a la
vez reivindicar el ámbito de un cuarto que asumía como inexpugnable. Nadie
entraba en esas habitaciones que cerraba con un candado y en las cuales
guardaba pilas de diarios y papeles, como buscando testimoniar y preservar algo
que era en sí mismo un secreto: su propia y solitaria vida y aquello que era su
finalidad más íntima y a la vez pública: captarlo todo, salvarlo de un
anonimato y destinarlo a otro.
A la inversa de los demás, no quiso
mostrar nada sino ser algo que sólo se originaba y finalizaba en ella,
produciendo una obra que terminó en esos depósitos de cosas donde van a parar
las vidas anónimas pero que, por una extraña, providencial casualidad, fue
también la plataforma desde la cual su arte fue lanzado a un mundo que lo
desconocía.
Si unas vidas muestran más de lo que son
la suya estaba consagrada a algo que ella no necesitaba mostrar porque su
propósito se agotaba en la sola y absorbente empresa de llevarlo a cabo. El
arte y la vida a veces comparten un mismo cuerpo que se consagra a ese arte y
que termina por relegar a la vida, una dedicada a ese arte y no a las metas de
cualquier vida.
Hoy su obra está en los museos, en el
mercado del arte, es objeto de un litigio entre su descubridor y remotos
familiares, pero ella vivió absolutamente sola y murió en la pobreza más grande
de la cual sólo fue rescatada por algunos de aquellos niños a los que una vez “cuidó”.
Quizás eso sea un indicador de que el
arte más desinteresado y más absoluto tiene más poder que la propia vida, que
puede absorberla, valerse de ella y cumplir su propia, egoísta –y a la vez
generosa- finalidad.
Eduardo Balestena
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