sábado, 24 de octubre de 2015

Las muchas huellas de un enigma

Vivian Maier nació en Nueva York en 1926 y murió en Chicago en 2009. Hoy, es famosa, pero su vida transcurrió en un anonimato que nunca se propuso romper.
Durante más de cuarenta años trabajó como niñera, dejando en aquellos a quienes cuidaba y en sus familias experiencias contradictorias que hablan de un costado de amor y otro oscuro, de mal trato. En interminables caminatas por sitios muchas veces sórdidos esos niños eran testigos –y protagonistas- de su infatigable empeño por registrarlo todo con su cámara Rolleiflex que nunca abandonaba. Con la misma curiosidad retrataba el amor; la piedad; el horror; la sorpresa y esa organización de las cosas que sólo un fotógrafo consumado puede percibir y transmitir; una que nos muestra que todo puede ser otra cosa y armarse en una belleza que la mirada común no advierte pero que está allí, esperando ser descubierta.
Sólo reveló muy pocos rollos de película con las cien mil escenas que registró a lo largo de una vida que seguramente no se propuso consagrar al arte: nunca difundió su trabajo y su existencia transcurrió en la soledad más absoluta. Ella se abrió a la visión de un mundo que nunca mostró a los demás: o estaba muy segura del valor de su obra y supo que alguien, alguna vez la descubriría, ocupada como estaba en registrarlo todo; o simplemente no le preocupó. Puede que su imperativo haya sido sólo ese: estar allí y captar lo que la vida ofrecía a una sensibilidad capaz de plasmar el costado más impactante y expresivo, tanto de la belleza como de la fealdad, tanto de la inocencia como de la crueldad más absoluta.
Cómo se formó. Qué sentía al tomar esas fotos. Qué fuerza la llevaba a cumplir con esa misión invisible de registrar aquello que nadie vería: son todas preguntas sin respuesta. No dejó escritos, no dejó cartas a nadie, nadie parece haberla esperado ni amado nunca. Sin embargo le sobrevivió –casi azarosamente- una obra que nadie que no fuera ella hubiera podido llevar adelante porque requería esa entrega, ese rescate de lo anónimo y esa mirada al mismo tiempo asombrada, precisa y solitaria, incapaz de sorprenderse demasiado ante nada.
Si sus fotos urbanas, tomadas con la cámara a la altura de la mitad del cuerpo en ese límite donde casi se invade el ámbito de lo mostrado, que hacen que las figuras aparezcan enfáticas, prácticamente invadiendo el cuadro con esa historia secreta de la cual la imagen muestra sólo algo que su lente –su mirada- percibe con sorpresa y al mismo tiempo ternura y asombro, lo más inquietante está en sus autorretratos.
En ellos aparece reflejada en la taza de un auto, en una bandeja de metal que difumina su rostro, en vidrieras donde su silueta  es  un reflejo que se une y a la vez se separa del resto de la escena, o en espejos que multiplican una imagen y con ella un enigma, o en sombras que se cuelan en la precisa organización de una imagen que se arma sola, a partir de su simple mirada. Es como si ella se encontrara unida y a la vez separada de las cosas: no termina de estar adentro de nada. Siempre hay una soledad y una distancia. Un paso leve y sin embargo gigantesco que la une a todo y que la separa –irremediablemente- de todo. El mundo es un lugar que ella es capaz de registrar pero en el cual no termina de estar. No termina de unirse, siempre queda afuera, siempre es esa sombra que se cuela desde un borde que contiene a esa mirada que todo lo ve, precisamente la que organiza la visión donde las cosas aparecen y ella surge, tímidamente, en un costado.
Ser lo que no se ve
Su vida es un interrogante, muy poco es lo que se sabe de ella. Llegó a Nueva York y trabajó primero como operaria, pero luego buscó otra tarea, una que le permitiera andar por las calles y a la vez reivindicar el ámbito de un cuarto que asumía como inexpugnable. Nadie entraba en esas habitaciones que cerraba con un candado y en las cuales guardaba pilas de diarios y papeles, como buscando testimoniar y preservar algo que era en sí mismo un secreto: su propia y solitaria vida y aquello que era su finalidad más íntima y a la vez pública: captarlo todo, salvarlo de un anonimato y destinarlo a otro.
A la inversa de los demás, no quiso mostrar nada sino ser algo que sólo se originaba y finalizaba en ella, produciendo una obra que terminó en esos depósitos de cosas donde van a parar las vidas anónimas pero que, por una extraña, providencial casualidad, fue también la plataforma desde la cual su arte fue lanzado a un mundo que lo desconocía.
Si unas vidas muestran más de lo que son la suya estaba consagrada a algo que ella no necesitaba mostrar porque su propósito se agotaba en la sola y absorbente empresa de llevarlo a cabo. El arte y la vida a veces comparten un mismo cuerpo que se consagra a ese arte y que termina por relegar a la vida, una dedicada a ese arte y no a las metas de cualquier vida.
Hoy su obra está en los museos, en el mercado del arte, es objeto de un litigio entre su descubridor y remotos familiares, pero ella vivió absolutamente sola y murió en la pobreza más grande de la cual sólo fue rescatada por algunos de aquellos niños a los que una vez “cuidó”.
Quizás eso sea un indicador de que el arte más desinteresado y más absoluto tiene más poder que la propia vida, que puede absorberla, valerse de ella y cumplir su propia, egoísta –y a la vez generosa- finalidad.



Eduardo Balestena

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