En 1956, un joven periodista y escritor mendocino escribió en una casa
vacía, aprovechando una licencia en el diario donde trabajaba, una novela que
significó –formal y temáticamente- una dirección absolutamente nueva para el
género en Argentina y Latinoamérica.
Zama,
que no muestra en absoluto las huellas de
esa urgencia de la escritura, es la novela de la postergación y la espera de un
funcionario americano de la corona española pero es mucho más. La novela
argentina rompe en ella con el pintoresquismo regionalista y adopta otro
regionalismo que no se circunscribe a un solo espacio geográfico y, casi
coetáneamente con Pedro Páramo y El llano en llamas, ingresa en un territorio
nuevo.
Don Diego de Zama espera en una Asunción del Paraguay casi tan fantasmal
como Luvina de Rulfo, un lugar del cual
no hay mención ni referencias precisas y cuya ubicación sólo puede ser inferida
a partir de determinadas circunstancias, a ser trasladado a un destino mejor:
Buenos Aires, donde lo espera su familia o la apetecida Madrid.
Un texto inaprehensible
Organizada en tres partes que son marcas de tiempo (Año 1790; Año 1794 y Año
1799) propone ser leída como una novela histórica, propuesta que el texto deja
atrás al no dar referencias de hechos políticos ni localizaciones precisas,
inaugurando un discurso intemporal al que pueden dársele muchos significados.
Don Diego de Zama no sólo espera noticias de su familia; el traslado a
un puesto mejor; su paga –que cada vez recibe con menos frecuencia- sino que va
hundiéndose en una progresiva negación: todo lo que hace es inútil (para
conseguir ese traslado; ganar el favor del gobernador o simplemente acercarse a
una mujer). La espera es algo más que una circunstancia: es una dimensión
existencial.
Es en este punto en que la novela deja de ser histórica para convertirse
en una alegoría que introduce la temática existencialista en la literatura
argentina.
Zama es en el pasado, uno en el
cual tuvo una familia y una importancia pero que cada vez se desdibuja más.
Marta, su esposa que quedó en Buenos Aires, es una ausencia. Todo vínculo lo es
y la soledad emerge y va consolidándose como una valla infranqueable. El brillo
de su cargo es algo que sólo él recuerda mientras que la realidad es una
degradación progresiva y va hundiéndose
más y más en la ajenidad y la miseria (moral y material).
La administración colonial (como nuestras instituciones mismas) es una
gigantesca y negra profundidad insondable donde aquello que nos parece legítimo
y esperado cae en un abismo sin fin que todo parece negarlo: por empezar lo que
es propio de la persona, a la que corroe y diluye por eternas e inescrutables
razones.
Pese a las enormes diferencias estilísticas
recuerda a textos como Ante la ley, o
El proceso, de Kafka, donde todo es oscuro, inabordable y
queda situado en el movimiento de los círculos inaccesibles donde las cosas
suceden.
Un lenguaje sin realidad ni tiempos
No hay una reconstrucción lingüística del pasado. El habla y, más que
nada el discurso interior del personaje, es clara, detallada y con giros
inesperados.
Un lenguaje intemporal nos evoca el pasado pero a la vez nos ubica en el
presente: la metáfora es siempre precisa; una de las más fuertes es la de los
peces a los que el agua rechaza y cuyas energías son empleadas no en avanzar
sino simplemente en poder mantenerse en “su medio” frente a ese rechazo y que
mueren cuando la energía que producen es menor que aquella que el agua les
demanda sólo para permanecer.
La urgencia por escribir y por terminar quizás haya sido uno de los
elementos que más contribuyó a producir un lenguaje sólido y conciso, de una
metáfora tan imaginativa como justa. Tal claridad y precisión nos hace suponer que el lenguaje da
cuenta de algo también claro y preciso. Sin embargo, el mundo que muestra es
inexplicable como un sueño y todo parece la irradiación de algo que sucede en
otro lugar, algo de lo cual sólo podemos apreciar lo que está por fuera.
Acuciado por la falta de dinero busca alojamiento en una casa derruida
que parece cambiar y adoptar una disposición incomprensible. No se sabe bien
quienes viven en habitaciones que se abren a sitios insospechados.
En la dimensión de la espera –lo único real- discurre algo que se hace
cada vez más irreal.
Con un futuro condicionado por esa espera, que no existe como
posibilidad cierta, y un presente vacío queda la memoria de lo que fue y se
perdió haciendo del pasado “un cuaderno extraviado”.
Al comienzo el personaje ve en el embarcadero un mono muerto que se
agita al ritmo de las olas, como si estuviera por emprender un viaje imposible
que recién en esa instancia se había decidido a hacer “y ahí estaba él, por
irse y no y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no”. Tanto el cumplir con
un propósito como la partida son imposibles y sobreviene la muerte esperando, o
bien la vida consiste en permanecer en un limbo aguardando algo que nunca sucederá.
Pasado y presente
Privado de su libertad y torturado por la dictadura durante un año de
cautiverio Antonio Di Benedetto debió
exiliarse en España. Murió en gran parte a consecuencia de aquellas torturas en
1986, poco después luego de regresar al país.
También él habrá sentido –como Zama- la terrible dimensión de una espera
que nunca se sabe cuánto durara, que entraña la duda acerca de si aquello que
esperamos finalmente habrá de producirse o no.
Sylvia Saítta, citando a Italo Calvino, señaló que un texto es clásico
cuando nunca termina de decir lo que tiene que decir porque tiene sentidos
múltiples y cada lector descubre en él cosas nuevas.
Zama es una novela experimental,
inclasificable, y al mismo tiempo un texto clásico capaz de serlo por expresar algo de la
condición humana en lo que podemos reconocernos
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