Siempre me fascinó el autorretrato de Norman Rockwell (1894-1978), el gran pintor e ilustrador de The Saturday Evening Post, con esa, su mirada hecha de gracia y precisión, capaz de focalizar al mismo tiempo en una idea y una historia. Es la propia claridad lo que guía a esa mirada, la que, al mismo tiempo, aísla y vincula a su objeto. Lo aísla como objeto y lo vincula a una historia que cada uno debe descubrir.
Su famoso autorretrato (1960) es el acto de plasmarse a sí mismo en un acto creador. Es incisivo no el acto creador, sino el de plasmarse a sí mismo desde todos los planos posibles: desde sus maestros inspiradores, como Durero, al oficio vivido como si el dibujante fuera un guerrero. Capta una imagen idealizada de sí mismo, al tiempo que la desinviste de todo ideal para mostrarla, en el espejo, como en realidad se vive al momento de dibujar: fatigado, pero listo para reflejar ese ideal, inspirado en la realidad pero más fuerte que ella. Sus ojos, sin embargo, aquello donde todo empieza, no aparecen en el Norman que se dibuja sino en el que es dibujado con esa, su mirada invicta.
Puesto en el contexto de sus ilustraciones, el autorretrato borra esas marcas hiperrrealistas para convertirse en una especie de canto a un tiempo anhelado, soñado y perdido. Hay en él una historia: la del modo en que se sueña, se vive y la del modo en que es. Esta última imagen, la del espejo, es íntima, como si la hubiera dibujado un desdoblamiento de él y no él. Un pintor desdoblado que nos cuenta la verdad y no lo que queremos ver o lo que la otra parte nos quiere mostrar.
Norman Rockwell es su precisión, su agudeza, pero también algo más: la idea de que la vida es el acto de captar un momento eterno , hacerlo profundo en esa eternidad y decirnos con eso que todo es profundo si sabemos verlo.
Es ese instante sustraído al transcurso y fijado para siempre, investido de una mágica inmovilidad móvil. Y en esa cualidad milagrosa, por sobre esa transparencia de su mirada, nos muestra que esa mirada, pese a lo que refleje, siempre termina siendo feliz.
Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar
Su famoso autorretrato (1960) es el acto de plasmarse a sí mismo en un acto creador. Es incisivo no el acto creador, sino el de plasmarse a sí mismo desde todos los planos posibles: desde sus maestros inspiradores, como Durero, al oficio vivido como si el dibujante fuera un guerrero. Capta una imagen idealizada de sí mismo, al tiempo que la desinviste de todo ideal para mostrarla, en el espejo, como en realidad se vive al momento de dibujar: fatigado, pero listo para reflejar ese ideal, inspirado en la realidad pero más fuerte que ella. Sus ojos, sin embargo, aquello donde todo empieza, no aparecen en el Norman que se dibuja sino en el que es dibujado con esa, su mirada invicta.
Puesto en el contexto de sus ilustraciones, el autorretrato borra esas marcas hiperrrealistas para convertirse en una especie de canto a un tiempo anhelado, soñado y perdido. Hay en él una historia: la del modo en que se sueña, se vive y la del modo en que es. Esta última imagen, la del espejo, es íntima, como si la hubiera dibujado un desdoblamiento de él y no él. Un pintor desdoblado que nos cuenta la verdad y no lo que queremos ver o lo que la otra parte nos quiere mostrar.
Norman Rockwell es su precisión, su agudeza, pero también algo más: la idea de que la vida es el acto de captar un momento eterno , hacerlo profundo en esa eternidad y decirnos con eso que todo es profundo si sabemos verlo.
Es ese instante sustraído al transcurso y fijado para siempre, investido de una mágica inmovilidad móvil. Y en esa cualidad milagrosa, por sobre esa transparencia de su mirada, nos muestra que esa mirada, pese a lo que refleje, siempre termina siendo feliz.
Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar
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