El conjunto de ensayos que componen el volumen De la letra a la imagen Narrativas posfranquistas en sus versiones fílmicas (Marta Ferrari, editora, EUDEM, 2007) instala una reflexión múltiple: acerca de la relación entre literatura y cine, entre la de novelas y filmes que abordan la Guerra Civil Española y la posguerra, en tercer lugar sobre los mecanismos de las narraciones en sí mismos, y en último sobre los modos de transitar o construir la memoria.
De este modo, los trabajos “‘Recordar olvidando’: cine y narrativa en la España posfranquista”, de Marta Ferrari; “Sujetos de la memoria: ¿Quién narra hoy el pasado bélico?, de Laura Scarano; “Volver del olvido. Sombras legendarias en Luna de lobos, de Julio Llamazares, de Gabriela Genovese; “Sobre éxitos y derrotas: El pianista, de Manuel Vázquez Montalbán”, de Marta Ferrari; “La lengua de las mariposas de Manuel Rivas y de José Luís Cuerda: dos formas de narrar el pasado”, de Diego Rubiolo, en primer lugar nos deparan una paradoja: el cine no es una expresión subalterna y la literatura no es el centro del mundo de las narraciones, pero entre un 80 y un 85 por ciento de los filmes provienen de obras literarias.
Una exploración de códigos
La relación letra-imagen es compleja y elusiva. No hay para ella una fórmula ni una sola respuesta. Un filme puede ser fiel a una lectura y a las posibilidades expresivas de un texto sin serlo a su literalidad, o tomar elementos de una novela y trabajar en un campo de significado propio; o por el contrario ser fiel a la letra y asumir todas las posibilidades de un texto desde un lenguaje visual autónomo capaz de valerse de ese texto para ser imagen.
Esta imagen es intraducible, tanto como el texto es múltiple. Una no puede ser reducida a las palabras y otro no puede renunciar a la ambivalencia entre el sonido y el sentido.
No obstante ser un medio autónomo, en general, cuando las películas se apartan del sentido de una novela, sufren esa pérdida aunque valgan como lenguaje visual en sí mismo.
Marta Ferrari cita las palabras de Jean Jaques Annaud, director de la película El nombre de la rosa, quien se refiere a la historia como a un palimpsesto en el cual sobre las huellas de una escritura anterior se superpone otra. Las primeras, raspadas y suprimidas, o bien de algún modo subsistentes, son el sostén de otro texto. Pareciera que la propia literatura es eso: escribir sobre huellas borradas por el tiempo y rescatadas por la memoria. Sin huellas previas no hay escritura. En el caso de letra e imagen, lo que queda de la letra son los significados que la letra dejó, que subsisten aunque ellas ya no estén, cuando se han convertido en diálogos, escenas y espacios concretos: “…cuando un lector lee un texto lo que hace es imaginar la historia que se le cuenta, lo que equivale a decir que ‘pone en imágenes’ el mundo ficcional narrado. Toda transposición resulta así una versión, una visualizacion y una interpretación posible entre muchas otras” (pág. 15). Un filme es una lectura, pero una capaz aportar su propia impronta.
La historia y la Historia que terminan mal
La transición española, que se volcó a subvencionar muchas producciones que implicaron llevar a la pantalla versiones de clásicos literarios, no dio cuenta del pasado violento ni de la represión. Este silencio parece haber suscitado distintos modos de pensar y resignificar ese pasado.
En Soldados de Salamina, de Javier Cercas son citados los versos de Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal”. Las historias, es decir las peripecias individuales que merecen ser contadas, son las de los que perdieron la guerra y ganaron el anonimato.
La narración trabaja en el cruce entre dos de los muchos relatos individuales y la guerra como hecho total, que involucra y suscita a todos.
Así, sin revisión del pasado, aunque pasen los años, aunque desfilen nuevas realidades sociales, no habrá un contenido de verdad. “Los felices ochenta transcurrieron sobre un suelo sembrado de cadáveres”, señalaba un antropólogo que participa de excavaciones de tumbas colectivas en España.
La novela –y la película a la que es transpuesta- se apoya en construir la memoria desde dos historias individuales que se oponen pero transcurren una en función de otra, y que, como la de España, también, a la larga terminan mal.
En el caso de Sanchez Mazas (cuya peripecia al sobrevivir a un fusilamiento da inicio a la obra) termina mal al ser confrontada al agotamiento de aquello en lo que se creyó, y la otra (la de Miralles, que pudo ser quien le salvó la vida) al llevar irremisiblemente unidos el heroísmo, la pérdida y el anonimato: el mundo por el que se luchó sólo depara el olvido y la pérdida de las ilusiones, entonces ¿por qué se luchó?
Laura Scarano señala que la narración bélica, vista como antagonismo de vencedores y vencidos, es una especie de código de la narración de la especie, pero en este caso, se trabaja desde las semejanzas que tienen esos opuestos.
El relato incluye entrevistas, testimonios, documentos, diálogos: todos los modos de excavar el pasado son a la vez medios legítimos para la narración y borran las fronteras formales de cómo narrar, o subsumen el narrar en el recodar y en el investigar. Al hacerlo, lo más mínimo se convierte en una gesta ignorada, verdadera épica del anonimato, la búsqueda de olvido y de sentido y el encuentro final con un interlocutor válido que es quien nos presenta la historia que de algún modo nos estaba destinada: mientras no la olvidemos, el sacrificio no habrá sido en vano.
Los registros de la narración también son distintos en cada espacio: primero es el relato de investigación por parte del narrador, de pronto inmerso en develar los pasos de un personaje oscuro –Sánchez Mazas- , fundador de la falange, cultor de la violencia, pero él mismo un cobarde. No obstante, es en la introducción del escritor chileno Roberto Bolaño (que en la película se pierde) cuando fluye una historia más inesperada, captada en un tono más emocional, uno que da cuenta de un relato que nunca había sido contado: la de aquellos que al retirarse de la España republicana terminaron peleando en la Segunda Guerra Mundial, y a quienes nadie recuerda. Dice Miralles, ilustre derrotado, verdadero protagonista inesperado de la novela de Cercas:”Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos…como yo; muy jóvenes, casi unos niños…Ninguno de ellos sobrevivió…¿Sabe? Desde que terminó la guerra no ha pasado un día sin que piense en ellos…Ninguno probó las cosas buenas de la vida: ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un hijo y de que su hijo, de tres o cuatro años de edad, se metiera en su cama, entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol” (Javier Cercas, Soldados de Salamina, pág. 197/198, Tusquets, 2009). Instalar la voz evocativa de quien no tuvo voz en la historia, de quien, a diferencia de Sánchez Mazas, ninguna calle llevará su nombre, además de abrir un capítulo de la historia oral (Miralles no escribe para la Historia, sólo habla con el narrador-periodista) que plasma su historia individual, olvidada, y hace que ese pasado sea visto como algo que, silenciosamente, está debajo del presente, uno en el que las personas ignoran la gesta de ex soldados como Miralles, victorioso y perdedor al mismo tiempo: victorioso porque sobrevivió y porque estuvo en el bando de los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, y perdedor en su patria y porque nadie lo reconoció a él ni a los que murieron. El punto de vista parte desde un presente que ignora al pasado, hasta la revelación del pasado que se impone como sentido de un presente que no volverá a ser el mismo.
El lápiz del carpintero y el sol de los muertos
La cuestión formal singulariza a las novelas y relatos elegidos, como La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas y su novela El lápiz del carpintero (Antón Reixa fue el director de la película). En este último caso, la formulación novelística está dada en que el vector de la narración es un lápiz que el carcelero Herbal toma del pintor a quien mata para que no sea mutilado por el grupo falangista que va a fusilarlo: “Propiedad original de un carpintero, Antonio Vidal, que llamó a la huelga por reclamar ocho horas de trabajo, fue regalado a otro carpintero, Pepe Villaverde, libertario y humanista, que a su vez se lo dio a un amigo sindicalista, el carpintero, Marcial Villamar, que se lo regaló al pintor.” (De la letra a la imagen, pág. 36). El pintor dibujó con ese lápiz el Pórtico de la Gloria, con los rostros de sus compañeros de cárcel.
La muerte resignifica a ese lápiz y lo convierte en una suerte de memoria que transita de uno en otro personaje: contiene ese paso y la presencia de aquellos a los que perteneció; ello coincide además con la aparición de la voz del pintor que le habla a Herbal y le revela la presencia del color, de las escenas y de algún modo le enseña a ver.
Como el lápiz (que termina en poder de una trabajadora del sexo indocumentada), como las leyendas orales, como los trazos de personajes plasmados por anécdotas, el tiempo también fluye. Avanza, retrocede, evoca y afirma la presencia de aquello que ya no está. En la novela, como en el relato La lengua de las mariposas, bajo la prosa despojada y lírica, queda constancia de la temprana represión que hubo en Galicia apenas producido el levantamiento de los rebeldes. Luna de Lobos, la novela de Julio Llamazares (quien, junto con Julio Sánchez Valdéz, su director, fue co-guionista de la película) propone una perspectiva diferente: rescatar la tradición oral de relatos de aquellos que, al final de la guerra, se ocultaron en la cordillera cantábrica y en la profundidad de sus bosques. A partir de allí, su identidad, como las marcas del tiempo, se diluye y pasan a ser (en una verdadera resonancia Rulfiana) una suerte de espectros que en las noches emergen de la profundidad de la mina donde se ocultan y visitan las que fueron sus casas. La supervivencia es una especie de limbo donde transitan como fantasmas, bajo esa luna que es el ·”sol de los muertos”. “Ahora, ahí arriba, debe estar anocheciendo. Quizá el sol retrocede lentamente ante el empuje de las nubes, hinchadas de noviembre. Quizá ahora mismo algún pastor está cruzando sobre el lomo inescrutable de la mina. Aquí abajo, sin embargo, siempre es noche. No hay sol ni nubes, ni viento ni horizontes. Dentro de la mina, no existe el tiempo. Se pierden la memoria y la consciencia, el relato interminable de las horas y de los días. Dentro de la mina, sólo existe la noche.” El relato bélico se reduce a los términos de una cacería y a un universal: el bien y el mal. El mal que reina, la inocencia acorralada y a la vez desplazada: de sus lugares, de su identidad, de su historia y de su proyecto.
Las palabras y las cosas
Los ensayos terminan siendo un modo de pensar un horror tan hondo que sólo caben para aprehenderlo distintos modos de narrar, en novelas muy diferentes entre sí, y en su transposición a imágenes, también muy diferentes entre sí y a veces con respecto a las novelas y relatos. Todo este conjunto nos hace pensar que los modos de acceder a las historias y a la Historia son siempre insuficientes.
También son el acto de asumir que la resignificación del pasado y su exploración (y explotación) editorial, son selectivos: valga para ello pensar que los mismos aparatos editoriales que consagraron y construyeron estos “éxitos” estuvieron cerrados para otras historias, como la del exilio infantil en la Guerra Civil Española, tal como lo narró César Payá Valera, un exiliado que escribió además series de artículos, en un libro editado por El Colegio de Jalisco, que varias editoriales españolas rechazaron. Como los personajes de Luna de Lobos, se les negó el lugar, el regreso, luego los beneficios sociales (reconocidos tras una larga lucha) y también la memoria
Quizás, después de todo, termine siendo la industria la que nos diga qué recordar, cuándo y cómo.
Eduardo Balestena
De este modo, los trabajos “‘Recordar olvidando’: cine y narrativa en la España posfranquista”, de Marta Ferrari; “Sujetos de la memoria: ¿Quién narra hoy el pasado bélico?, de Laura Scarano; “Volver del olvido. Sombras legendarias en Luna de lobos, de Julio Llamazares, de Gabriela Genovese; “Sobre éxitos y derrotas: El pianista, de Manuel Vázquez Montalbán”, de Marta Ferrari; “La lengua de las mariposas de Manuel Rivas y de José Luís Cuerda: dos formas de narrar el pasado”, de Diego Rubiolo, en primer lugar nos deparan una paradoja: el cine no es una expresión subalterna y la literatura no es el centro del mundo de las narraciones, pero entre un 80 y un 85 por ciento de los filmes provienen de obras literarias.
Una exploración de códigos
La relación letra-imagen es compleja y elusiva. No hay para ella una fórmula ni una sola respuesta. Un filme puede ser fiel a una lectura y a las posibilidades expresivas de un texto sin serlo a su literalidad, o tomar elementos de una novela y trabajar en un campo de significado propio; o por el contrario ser fiel a la letra y asumir todas las posibilidades de un texto desde un lenguaje visual autónomo capaz de valerse de ese texto para ser imagen.
Esta imagen es intraducible, tanto como el texto es múltiple. Una no puede ser reducida a las palabras y otro no puede renunciar a la ambivalencia entre el sonido y el sentido.
No obstante ser un medio autónomo, en general, cuando las películas se apartan del sentido de una novela, sufren esa pérdida aunque valgan como lenguaje visual en sí mismo.
Marta Ferrari cita las palabras de Jean Jaques Annaud, director de la película El nombre de la rosa, quien se refiere a la historia como a un palimpsesto en el cual sobre las huellas de una escritura anterior se superpone otra. Las primeras, raspadas y suprimidas, o bien de algún modo subsistentes, son el sostén de otro texto. Pareciera que la propia literatura es eso: escribir sobre huellas borradas por el tiempo y rescatadas por la memoria. Sin huellas previas no hay escritura. En el caso de letra e imagen, lo que queda de la letra son los significados que la letra dejó, que subsisten aunque ellas ya no estén, cuando se han convertido en diálogos, escenas y espacios concretos: “…cuando un lector lee un texto lo que hace es imaginar la historia que se le cuenta, lo que equivale a decir que ‘pone en imágenes’ el mundo ficcional narrado. Toda transposición resulta así una versión, una visualizacion y una interpretación posible entre muchas otras” (pág. 15). Un filme es una lectura, pero una capaz aportar su propia impronta.
La historia y la Historia que terminan mal
La transición española, que se volcó a subvencionar muchas producciones que implicaron llevar a la pantalla versiones de clásicos literarios, no dio cuenta del pasado violento ni de la represión. Este silencio parece haber suscitado distintos modos de pensar y resignificar ese pasado.
En Soldados de Salamina, de Javier Cercas son citados los versos de Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal”. Las historias, es decir las peripecias individuales que merecen ser contadas, son las de los que perdieron la guerra y ganaron el anonimato.
La narración trabaja en el cruce entre dos de los muchos relatos individuales y la guerra como hecho total, que involucra y suscita a todos.
Así, sin revisión del pasado, aunque pasen los años, aunque desfilen nuevas realidades sociales, no habrá un contenido de verdad. “Los felices ochenta transcurrieron sobre un suelo sembrado de cadáveres”, señalaba un antropólogo que participa de excavaciones de tumbas colectivas en España.
La novela –y la película a la que es transpuesta- se apoya en construir la memoria desde dos historias individuales que se oponen pero transcurren una en función de otra, y que, como la de España, también, a la larga terminan mal.
En el caso de Sanchez Mazas (cuya peripecia al sobrevivir a un fusilamiento da inicio a la obra) termina mal al ser confrontada al agotamiento de aquello en lo que se creyó, y la otra (la de Miralles, que pudo ser quien le salvó la vida) al llevar irremisiblemente unidos el heroísmo, la pérdida y el anonimato: el mundo por el que se luchó sólo depara el olvido y la pérdida de las ilusiones, entonces ¿por qué se luchó?
Laura Scarano señala que la narración bélica, vista como antagonismo de vencedores y vencidos, es una especie de código de la narración de la especie, pero en este caso, se trabaja desde las semejanzas que tienen esos opuestos.
El relato incluye entrevistas, testimonios, documentos, diálogos: todos los modos de excavar el pasado son a la vez medios legítimos para la narración y borran las fronteras formales de cómo narrar, o subsumen el narrar en el recodar y en el investigar. Al hacerlo, lo más mínimo se convierte en una gesta ignorada, verdadera épica del anonimato, la búsqueda de olvido y de sentido y el encuentro final con un interlocutor válido que es quien nos presenta la historia que de algún modo nos estaba destinada: mientras no la olvidemos, el sacrificio no habrá sido en vano.
Los registros de la narración también son distintos en cada espacio: primero es el relato de investigación por parte del narrador, de pronto inmerso en develar los pasos de un personaje oscuro –Sánchez Mazas- , fundador de la falange, cultor de la violencia, pero él mismo un cobarde. No obstante, es en la introducción del escritor chileno Roberto Bolaño (que en la película se pierde) cuando fluye una historia más inesperada, captada en un tono más emocional, uno que da cuenta de un relato que nunca había sido contado: la de aquellos que al retirarse de la España republicana terminaron peleando en la Segunda Guerra Mundial, y a quienes nadie recuerda. Dice Miralles, ilustre derrotado, verdadero protagonista inesperado de la novela de Cercas:”Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos…como yo; muy jóvenes, casi unos niños…Ninguno de ellos sobrevivió…¿Sabe? Desde que terminó la guerra no ha pasado un día sin que piense en ellos…Ninguno probó las cosas buenas de la vida: ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un hijo y de que su hijo, de tres o cuatro años de edad, se metiera en su cama, entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol” (Javier Cercas, Soldados de Salamina, pág. 197/198, Tusquets, 2009). Instalar la voz evocativa de quien no tuvo voz en la historia, de quien, a diferencia de Sánchez Mazas, ninguna calle llevará su nombre, además de abrir un capítulo de la historia oral (Miralles no escribe para la Historia, sólo habla con el narrador-periodista) que plasma su historia individual, olvidada, y hace que ese pasado sea visto como algo que, silenciosamente, está debajo del presente, uno en el que las personas ignoran la gesta de ex soldados como Miralles, victorioso y perdedor al mismo tiempo: victorioso porque sobrevivió y porque estuvo en el bando de los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, y perdedor en su patria y porque nadie lo reconoció a él ni a los que murieron. El punto de vista parte desde un presente que ignora al pasado, hasta la revelación del pasado que se impone como sentido de un presente que no volverá a ser el mismo.
El lápiz del carpintero y el sol de los muertos
La cuestión formal singulariza a las novelas y relatos elegidos, como La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas y su novela El lápiz del carpintero (Antón Reixa fue el director de la película). En este último caso, la formulación novelística está dada en que el vector de la narración es un lápiz que el carcelero Herbal toma del pintor a quien mata para que no sea mutilado por el grupo falangista que va a fusilarlo: “Propiedad original de un carpintero, Antonio Vidal, que llamó a la huelga por reclamar ocho horas de trabajo, fue regalado a otro carpintero, Pepe Villaverde, libertario y humanista, que a su vez se lo dio a un amigo sindicalista, el carpintero, Marcial Villamar, que se lo regaló al pintor.” (De la letra a la imagen, pág. 36). El pintor dibujó con ese lápiz el Pórtico de la Gloria, con los rostros de sus compañeros de cárcel.
La muerte resignifica a ese lápiz y lo convierte en una suerte de memoria que transita de uno en otro personaje: contiene ese paso y la presencia de aquellos a los que perteneció; ello coincide además con la aparición de la voz del pintor que le habla a Herbal y le revela la presencia del color, de las escenas y de algún modo le enseña a ver.
Como el lápiz (que termina en poder de una trabajadora del sexo indocumentada), como las leyendas orales, como los trazos de personajes plasmados por anécdotas, el tiempo también fluye. Avanza, retrocede, evoca y afirma la presencia de aquello que ya no está. En la novela, como en el relato La lengua de las mariposas, bajo la prosa despojada y lírica, queda constancia de la temprana represión que hubo en Galicia apenas producido el levantamiento de los rebeldes. Luna de Lobos, la novela de Julio Llamazares (quien, junto con Julio Sánchez Valdéz, su director, fue co-guionista de la película) propone una perspectiva diferente: rescatar la tradición oral de relatos de aquellos que, al final de la guerra, se ocultaron en la cordillera cantábrica y en la profundidad de sus bosques. A partir de allí, su identidad, como las marcas del tiempo, se diluye y pasan a ser (en una verdadera resonancia Rulfiana) una suerte de espectros que en las noches emergen de la profundidad de la mina donde se ocultan y visitan las que fueron sus casas. La supervivencia es una especie de limbo donde transitan como fantasmas, bajo esa luna que es el ·”sol de los muertos”. “Ahora, ahí arriba, debe estar anocheciendo. Quizá el sol retrocede lentamente ante el empuje de las nubes, hinchadas de noviembre. Quizá ahora mismo algún pastor está cruzando sobre el lomo inescrutable de la mina. Aquí abajo, sin embargo, siempre es noche. No hay sol ni nubes, ni viento ni horizontes. Dentro de la mina, no existe el tiempo. Se pierden la memoria y la consciencia, el relato interminable de las horas y de los días. Dentro de la mina, sólo existe la noche.” El relato bélico se reduce a los términos de una cacería y a un universal: el bien y el mal. El mal que reina, la inocencia acorralada y a la vez desplazada: de sus lugares, de su identidad, de su historia y de su proyecto.
Las palabras y las cosas
Los ensayos terminan siendo un modo de pensar un horror tan hondo que sólo caben para aprehenderlo distintos modos de narrar, en novelas muy diferentes entre sí, y en su transposición a imágenes, también muy diferentes entre sí y a veces con respecto a las novelas y relatos. Todo este conjunto nos hace pensar que los modos de acceder a las historias y a la Historia son siempre insuficientes.
También son el acto de asumir que la resignificación del pasado y su exploración (y explotación) editorial, son selectivos: valga para ello pensar que los mismos aparatos editoriales que consagraron y construyeron estos “éxitos” estuvieron cerrados para otras historias, como la del exilio infantil en la Guerra Civil Española, tal como lo narró César Payá Valera, un exiliado que escribió además series de artículos, en un libro editado por El Colegio de Jalisco, que varias editoriales españolas rechazaron. Como los personajes de Luna de Lobos, se les negó el lugar, el regreso, luego los beneficios sociales (reconocidos tras una larga lucha) y también la memoria
Quizás, después de todo, termine siendo la industria la que nos diga qué recordar, cuándo y cómo.
Eduardo Balestena
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