La editorial Corregidor reedita la novela Ocurre al otro lado de la noche de Eduardo Balestena
Nota del autor
Esta novela fue escrita hacia septiembre/ octubre de 1986, es decir, sólo un par de años después del advenimiento de la democracia, y obtuvo el primer premio en un concurso nacional en cuyo jurado estaba Oscar Hermes Villordo.
Fue mi primer libro.
El texto no ha sufrido mayores correcciones. Opté por respetar el estilo de entonces, y la ubicación temporal de la narración. Marco Denevi pensaba que debería haberse titulado Al otro lado de la noche. En otros aspectos seguí sus consejos. Para Villordo la narración tenía una fuerte impronta proustiana. Cuando la escribí sólo tenía en claro que deseaba un distinto narrador para cada personaje.
Mi Tía Ada, un ser entrañable, había vivido en el lugar donde yo vivía al escribir la novela. En ese entonces era notificador en los juzgados federales, el trabajo me resultaba detestable, y había debido sobrellevar circunstancias familiares muy adversas (la mejor madre rápidamente sucedida por la peor madrastra). Vivir ahí fue, a partir de 1984, una experiencia de libertad.
Luego de haber hecho dos años de taller literario con Federico Peltzer (a quien siempre consideré mi maestro) en la Facultad de Humanidades, que me significaron comenzar a escribir sistemáticamente, pude hacer de la experiencia de la escritura algo que no tuviera absolutamente nada que ver con todo aquello con lo que debía lidiar en mi vida.
El texto inspirador fue la novela La motocicleta, de Andrè Pieyre de Mandiargues, que me deparó el hallazgo del lenguaje lírico como modo de narrar un amor clandestino, y decidí dar una vuelta de tuerca y hacer del amor narrado uno aun más clandestino que el de La Motocicleta.
Otras influencias fueron las de la literatura de Luís Alberto Ballester; de él provienen imágenes como lo profano, lo ascencional, lo efímero, lo abarcador, o la idea revelación, jeroglífico, lo enigmático, el poema de Basho…; y el relato Variación del perro, de Marco Denevi, que tomé como modelo de estilo en la puntuación.
Me sorprendí de que Henry Billard, un investigador de la Sorbona, y los estudiantes Mieszko A. Kardyni y Pawel Rogozinski, de Szczecin, Polonia, la hubieran incluido en sus trabajos.
En diciembre de ese mismo año -1986- me casé y ya no viví más en aquel refugio al que llegaba en la noche y donde, luego de encender el fuego de la salamandra, escribía en mi máquina Remington sobre una mesa blanca un texto que seguía los pulsos de la música que escuchaba.
Fueron entonces para mí un ámbito y una escritura de descubrimiento.
Aquella guarida, el barrio como lo conocí, aquel mundo y aquella escritura ya no existen.
Finalmente, además de a Ballester, a cuya amistad, erudición y actitud ante la literatura rindo este mínimo homenaje, no puedo dejar de recordar ahora a Natalio Kisnerman, sin cuya amistad la vida nunca volvió a ser la misma; a él le hubiera gustado mucho volver a leer esta novela hoy.
Mar del Plata, junio de 2010
A Silvina Fernández Acevedo
Porque está de este lado de la noche
“Esta novela, 1º, irritará a los burgueses, es decir, a todo el mundo; 2º, dejará nerviosas, asqueadas, a las personas sensibles; 3º, fastidiará a los (psicólogos) ; 4º, parecerá ininteligible a las damas; 5º, me hará pasar por (pervertido) y antropófago...Baudelaire quedará contento...Seamos feroces”
Gustave Flaubert refiriéndose a Salambó (1862).
“Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. De ahí su fuerza...Se trata de una novela, nada más que de una historia ficticia...Y además todos pueden hacer lo mismo. Basta con cerrar los ojos. Ocurre al otro lado de la vida...Por dentro todo está permitido...Decididamente, lo más interesante pasa siempre en la sombra. Nada se sabe de la verdadera historia de los hombres.”
Louis Ferdinand Céline Viaje al fin de la noche.
-No sé, lo que pasa es que lo noto tan raro...
-...
-...Raro.
-...
- Y bien ¿qué?
- ...
- No asocio, lo único que digo es que lo noto medio raro.
- El anda un poco raro.
- ...
- Sí.
- ...
- Y, no sé, si usted me interrumpe y me interrumpe...
- ...
- Y, la imagen de un terapeuta que interrumpe...
- ...
- Sí, puede ser porque anda medio raro.
- ...
- Y, si no se calla, va a tener todas las ramificaciones de la rareza de él pero no la rareza, así es que por favor...
- ...
- ...En un momento, cuando recién nos pusimos de novios lo único que pensábamos era en cuotas. Cuotas y cuotas: de todos los tamaños, de todos los colores, para todas las cosas, para el departamento, para una heladera, para el diafragma...la vida era una cuota prometedora. Creo que fue mi etapa rosa, como Picasso, je je...
- ...
- No, con Picasso no asocio nada. Luego, el casamiento se nos vino encima como una avalancha, los regalos, los preparativos de los preparativos...hasta que llegó el día en que todas las cuotas culminaban y en que todas las cuotas del porvenir empezaban, y el traspaso fue en el atrio de una iglesia, porque aunque a mí me daba lo mismo, me dio un no sé qué por él, porque había tomado la comunión y la confirmación y todo eso. Así que nos casamos por iglesia. Vimos personas que habíamos visto sólo en velatorios y casamientos anteriores, y que se habían emperifollado y trajeado con ropas estrambóticas con olor a naftalina. Las mujeres llevaban turbantes enormes o redecillas o peinados que parecían la torre de Pisa. Y los hombres, trajes celestes con corbatas marrones o trajes marrones con botas negras o corbatas enormes de anchas o enormemente angostas o chalecos color salmón. A medida que bailaban y comían y tomaban, iban despojándose de sus atuendos, y era como si fuesen más pequeños y enclenques sin ellos y a la vez, más auténticos. Yo estaba aterrorizada, me reía y me reía. Cuando alguien se acercaba para decirme “ay bonita, qué hermosa estás” y a él le decían “y vos cuídala, cuídala mucho” mirando con ojillos picarones, yo me reía abrazándolo; me reía con mi mejor cara de felicidad en cuotas, pero por dentro, los músculos se me estiraban y hubiese dicho tierra trágame.
Aquella noche él caminaba por la calle a tomar el ómnibus y de golpe se detuvo ante un kiosco. Su matrimonio entonces se le presentó claro y definido, pleno de amor y de obligaciones. Recordaba la iglesia que parecía una especie de colectivo al más allá, había que tomarlo o ir a pie. Y luego de ver aquella tapa llena de colores y aquel rostro de un cuerpo semidesnudo que le sonreía se dio cuenta de que la vida era como un juego de cartas en que por atender a una mano que viene planteada de una manera, se impide jugar otras manos, otras combinaciones extrañas y uno estará toda la vida pensando “y si hubiera jugado así o asá en lugar de jugar como lo hice”. Pero, estaba visto, la vida obligaba a hacer trampa.
El ómnibus no venía. Si ese que viene ahí no es el mío, compro la revista, se dijo. No era. Compró la revista. Trató de esconder la cara en las penumbras del kiosco y tomándola de un anaquel señaló el valor, tratando de ocultar el título. Ahora tenía que esconderla, lo cual era difícil. La metió entre los papeles de una carpeta, pero un borde sobresalía, y una revista dentro de un polietileno es algo sospechoso. La dobló, pero había algo en él que se resistía a doblar papeles, y la estiró nuevamente, alisándola. Se acercó gente a la parada y tuvo que ponerla de prepo entre unas inocentes hojas. Cuando llegó al departamento, la cara de ella le pareció salida de la tapa de la revista y su voz que narraba las vicisitudes del día pareció encubrir otras palabras y otras letras, las realmente importantes, las que armaban el rompecabezas que significaba una sola palabra: revista, revista.
Ella se fue a mirar televisión al cuarto, pero apagó el televisor y dejó una luz mortecina. Era la señal.
Mucho más tarde (ella dormía), él, extenuado, salió como una exhalación para el living desde donde desenterró la revista, que estaba en una carpeta a su vez sepultada por el diario de ese día. Se encerró en el baño. La revista era un placer pobre y un poco humillante. Pero algo oscuro, no sabía qué, lo instigaba a mirar y a mirar. Supo entonces que algo iba a suceder en su vida.
Eran cerca de las dos de la tarde cuando Michael encontró la carta. Por suerte venía de la misma ciudad. Alguien que prometía ser interesante. Se dispuso a contestarle con miedo. Buscó la Lettera para ser más prolijo. Estaba debajo de los papeles y de los discos. Terminó la carta, una mera abstracción, y cruzó al correo y entró en Piazza a tomar un cortado con palmeritas.
Sonó el despertador. Ella dormía. Subrepticiamente él se deslizó a lavarse los dientes y a ponerse la ropa de la oficina. Quedaba poco dentífrico. Había poca leche. No quedaba café. Se hacía tarde. El micro no venía. Hacía frío. El micro vino lleno. Apretujado como una vaca dentro de un camión jaula, sólo pensó en la carta prohibida.
Michael se levantó a las once menos veinte y luego de ducharse tomó jugo de naranjas rezumantes recién exprimidas. Luego leyó la revista. Siempre lo mismo. Pensó en un negocio de la Galería y en la novela de Humberto Eco. Con el cabello mojado salió al balcón. No hacía frío ni calor. Estaba bien para un pantalón de franela azul, el sweater rojo y el saco espigado gris, que además era nuevo. Esperó a que se le pasara esa ronquera que uno siempre tiene por las mañanas y comenzó a vestirse. Antes de ir a la librería tomó un cortado mientras los bancarios almorzaban. Miró para ver si pasaba alguien conocido. Pero esa era la hora de las diligencias apuradas. Se sintió solo. Pero no pudo olvidar su carta. Como si un puma del zoológico se pusiera a jugar con un animalito haciéndole creer que es su amigo y terminara por comérselo. Pero no era eso, tuvo que reconocer que deseaba gente distinta, gente aburrida pero de otro aburrimiento y por primea vez pensó que en su forma de actuar había algo de consideración para con otra persona, como si fuese capaz de algo nuevo con alguien nuevo.
La novela se había agotado.
Esta novela fue escrita hacia septiembre/ octubre de 1986, es decir, sólo un par de años después del advenimiento de la democracia, y obtuvo el primer premio en un concurso nacional en cuyo jurado estaba Oscar Hermes Villordo.
Fue mi primer libro.
El texto no ha sufrido mayores correcciones. Opté por respetar el estilo de entonces, y la ubicación temporal de la narración. Marco Denevi pensaba que debería haberse titulado Al otro lado de la noche. En otros aspectos seguí sus consejos. Para Villordo la narración tenía una fuerte impronta proustiana. Cuando la escribí sólo tenía en claro que deseaba un distinto narrador para cada personaje.
Mi Tía Ada, un ser entrañable, había vivido en el lugar donde yo vivía al escribir la novela. En ese entonces era notificador en los juzgados federales, el trabajo me resultaba detestable, y había debido sobrellevar circunstancias familiares muy adversas (la mejor madre rápidamente sucedida por la peor madrastra). Vivir ahí fue, a partir de 1984, una experiencia de libertad.
Luego de haber hecho dos años de taller literario con Federico Peltzer (a quien siempre consideré mi maestro) en la Facultad de Humanidades, que me significaron comenzar a escribir sistemáticamente, pude hacer de la experiencia de la escritura algo que no tuviera absolutamente nada que ver con todo aquello con lo que debía lidiar en mi vida.
El texto inspirador fue la novela La motocicleta, de Andrè Pieyre de Mandiargues, que me deparó el hallazgo del lenguaje lírico como modo de narrar un amor clandestino, y decidí dar una vuelta de tuerca y hacer del amor narrado uno aun más clandestino que el de La Motocicleta.
Otras influencias fueron las de la literatura de Luís Alberto Ballester; de él provienen imágenes como lo profano, lo ascencional, lo efímero, lo abarcador, o la idea revelación, jeroglífico, lo enigmático, el poema de Basho…; y el relato Variación del perro, de Marco Denevi, que tomé como modelo de estilo en la puntuación.
Me sorprendí de que Henry Billard, un investigador de la Sorbona, y los estudiantes Mieszko A. Kardyni y Pawel Rogozinski, de Szczecin, Polonia, la hubieran incluido en sus trabajos.
En diciembre de ese mismo año -1986- me casé y ya no viví más en aquel refugio al que llegaba en la noche y donde, luego de encender el fuego de la salamandra, escribía en mi máquina Remington sobre una mesa blanca un texto que seguía los pulsos de la música que escuchaba.
Fueron entonces para mí un ámbito y una escritura de descubrimiento.
Aquella guarida, el barrio como lo conocí, aquel mundo y aquella escritura ya no existen.
Finalmente, además de a Ballester, a cuya amistad, erudición y actitud ante la literatura rindo este mínimo homenaje, no puedo dejar de recordar ahora a Natalio Kisnerman, sin cuya amistad la vida nunca volvió a ser la misma; a él le hubiera gustado mucho volver a leer esta novela hoy.
Mar del Plata, junio de 2010
A Silvina Fernández Acevedo
Porque está de este lado de la noche
“Esta novela, 1º, irritará a los burgueses, es decir, a todo el mundo; 2º, dejará nerviosas, asqueadas, a las personas sensibles; 3º, fastidiará a los (psicólogos) ; 4º, parecerá ininteligible a las damas; 5º, me hará pasar por (pervertido) y antropófago...Baudelaire quedará contento...Seamos feroces”
Gustave Flaubert refiriéndose a Salambó (1862).
“Viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. De ahí su fuerza...Se trata de una novela, nada más que de una historia ficticia...Y además todos pueden hacer lo mismo. Basta con cerrar los ojos. Ocurre al otro lado de la vida...Por dentro todo está permitido...Decididamente, lo más interesante pasa siempre en la sombra. Nada se sabe de la verdadera historia de los hombres.”
Louis Ferdinand Céline Viaje al fin de la noche.
-No sé, lo que pasa es que lo noto tan raro...
-...
-...Raro.
-...
- Y bien ¿qué?
- ...
- No asocio, lo único que digo es que lo noto medio raro.
- El anda un poco raro.
- ...
- Sí.
- ...
- Y, no sé, si usted me interrumpe y me interrumpe...
- ...
- Y, la imagen de un terapeuta que interrumpe...
- ...
- Sí, puede ser porque anda medio raro.
- ...
- Y, si no se calla, va a tener todas las ramificaciones de la rareza de él pero no la rareza, así es que por favor...
- ...
- ...En un momento, cuando recién nos pusimos de novios lo único que pensábamos era en cuotas. Cuotas y cuotas: de todos los tamaños, de todos los colores, para todas las cosas, para el departamento, para una heladera, para el diafragma...la vida era una cuota prometedora. Creo que fue mi etapa rosa, como Picasso, je je...
- ...
- No, con Picasso no asocio nada. Luego, el casamiento se nos vino encima como una avalancha, los regalos, los preparativos de los preparativos...hasta que llegó el día en que todas las cuotas culminaban y en que todas las cuotas del porvenir empezaban, y el traspaso fue en el atrio de una iglesia, porque aunque a mí me daba lo mismo, me dio un no sé qué por él, porque había tomado la comunión y la confirmación y todo eso. Así que nos casamos por iglesia. Vimos personas que habíamos visto sólo en velatorios y casamientos anteriores, y que se habían emperifollado y trajeado con ropas estrambóticas con olor a naftalina. Las mujeres llevaban turbantes enormes o redecillas o peinados que parecían la torre de Pisa. Y los hombres, trajes celestes con corbatas marrones o trajes marrones con botas negras o corbatas enormes de anchas o enormemente angostas o chalecos color salmón. A medida que bailaban y comían y tomaban, iban despojándose de sus atuendos, y era como si fuesen más pequeños y enclenques sin ellos y a la vez, más auténticos. Yo estaba aterrorizada, me reía y me reía. Cuando alguien se acercaba para decirme “ay bonita, qué hermosa estás” y a él le decían “y vos cuídala, cuídala mucho” mirando con ojillos picarones, yo me reía abrazándolo; me reía con mi mejor cara de felicidad en cuotas, pero por dentro, los músculos se me estiraban y hubiese dicho tierra trágame.
Aquella noche él caminaba por la calle a tomar el ómnibus y de golpe se detuvo ante un kiosco. Su matrimonio entonces se le presentó claro y definido, pleno de amor y de obligaciones. Recordaba la iglesia que parecía una especie de colectivo al más allá, había que tomarlo o ir a pie. Y luego de ver aquella tapa llena de colores y aquel rostro de un cuerpo semidesnudo que le sonreía se dio cuenta de que la vida era como un juego de cartas en que por atender a una mano que viene planteada de una manera, se impide jugar otras manos, otras combinaciones extrañas y uno estará toda la vida pensando “y si hubiera jugado así o asá en lugar de jugar como lo hice”. Pero, estaba visto, la vida obligaba a hacer trampa.
El ómnibus no venía. Si ese que viene ahí no es el mío, compro la revista, se dijo. No era. Compró la revista. Trató de esconder la cara en las penumbras del kiosco y tomándola de un anaquel señaló el valor, tratando de ocultar el título. Ahora tenía que esconderla, lo cual era difícil. La metió entre los papeles de una carpeta, pero un borde sobresalía, y una revista dentro de un polietileno es algo sospechoso. La dobló, pero había algo en él que se resistía a doblar papeles, y la estiró nuevamente, alisándola. Se acercó gente a la parada y tuvo que ponerla de prepo entre unas inocentes hojas. Cuando llegó al departamento, la cara de ella le pareció salida de la tapa de la revista y su voz que narraba las vicisitudes del día pareció encubrir otras palabras y otras letras, las realmente importantes, las que armaban el rompecabezas que significaba una sola palabra: revista, revista.
Ella se fue a mirar televisión al cuarto, pero apagó el televisor y dejó una luz mortecina. Era la señal.
Mucho más tarde (ella dormía), él, extenuado, salió como una exhalación para el living desde donde desenterró la revista, que estaba en una carpeta a su vez sepultada por el diario de ese día. Se encerró en el baño. La revista era un placer pobre y un poco humillante. Pero algo oscuro, no sabía qué, lo instigaba a mirar y a mirar. Supo entonces que algo iba a suceder en su vida.
Eran cerca de las dos de la tarde cuando Michael encontró la carta. Por suerte venía de la misma ciudad. Alguien que prometía ser interesante. Se dispuso a contestarle con miedo. Buscó la Lettera para ser más prolijo. Estaba debajo de los papeles y de los discos. Terminó la carta, una mera abstracción, y cruzó al correo y entró en Piazza a tomar un cortado con palmeritas.
Sonó el despertador. Ella dormía. Subrepticiamente él se deslizó a lavarse los dientes y a ponerse la ropa de la oficina. Quedaba poco dentífrico. Había poca leche. No quedaba café. Se hacía tarde. El micro no venía. Hacía frío. El micro vino lleno. Apretujado como una vaca dentro de un camión jaula, sólo pensó en la carta prohibida.
Michael se levantó a las once menos veinte y luego de ducharse tomó jugo de naranjas rezumantes recién exprimidas. Luego leyó la revista. Siempre lo mismo. Pensó en un negocio de la Galería y en la novela de Humberto Eco. Con el cabello mojado salió al balcón. No hacía frío ni calor. Estaba bien para un pantalón de franela azul, el sweater rojo y el saco espigado gris, que además era nuevo. Esperó a que se le pasara esa ronquera que uno siempre tiene por las mañanas y comenzó a vestirse. Antes de ir a la librería tomó un cortado mientras los bancarios almorzaban. Miró para ver si pasaba alguien conocido. Pero esa era la hora de las diligencias apuradas. Se sintió solo. Pero no pudo olvidar su carta. Como si un puma del zoológico se pusiera a jugar con un animalito haciéndole creer que es su amigo y terminara por comérselo. Pero no era eso, tuvo que reconocer que deseaba gente distinta, gente aburrida pero de otro aburrimiento y por primea vez pensó que en su forma de actuar había algo de consideración para con otra persona, como si fuese capaz de algo nuevo con alguien nuevo.
La novela se había agotado.
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