La guerra de los inocentes
Explorar el tema del exilio infantil en la guerra significa percibirla desde el punto de vista no de la política ni de los acontecimientos sino de las vidas infantiles que atravesó con su cicatriz, cruel e imborrable.
En la Europa de los años 30, la Guerra Civil Española fue un conflicto que se internacionalizó rápidamente. Muchos de los niños a los que les tocó vivirla debieron atravesar luego los avatares de la Segunda Guerra Mundial (el caso por ejemplo de exiliados en Rusia, que vivieron los primeros meses del sitio de Leningrado durante el invierno de 1941-42).
Durante la contienda murieron 138.030 niños –sobre el total de 275.000 bajas de adultos por muertes violentas- y se produjo una caída de la natalidad de 557.185 nacimientos. Los hogares rápidamente se deshicieron al incorporarse los adultos a la guerra, haber sido prisioneros o fusilados, y al producirse súbitos desplazamientos de población por el rápido avance de las tropas franquistas. Hubo 564 colonias de niños en España, de las cuales 158 eran colectivas, que acogían a 45.248 niños arrancados de sus hogares. La velocidad del conflicto significó el hacinamiento y la pérdida del objetivo con el que habían sido creadas por el gobierno republicano (las cifras constan en la página web de la Fundación Largo Caballero).
Una película vasca (con Carlos Elorriaga) cuya acción transcurre inmediatamente después del ataque a Gernika –26 de abril de 1937- da cuenta de un embarque de niños vascos, en ese caso, a campamentos en Inglaterra (el primero de los contingentes de exiliados se embarcó el 20 de marzo de 1937 con destino a Francia), proceso que se acentuó tras la caída de Bilbao y del gobierno vasco. El exilio de un total de 30.000 niños se produjo a partir de ese año. Los países receptores fueron Inglaterra, Francia, Bélgica (que facilitaron luego el regreso) Rusia, que recibió un total de 3000 exiliados, y México, habían colaborado con el gobierno republicano y luego no tuvieron relaciones diplomáticas con el franquismo, con lo cual, el regreso sólo fue posible, en el caso de exiliados a Rusia, por mediación de la Cruz Roja Internacional en los años 50. Hubo grupos pequeños que fueron a Suiza, Holanda y Dinamarca.
Rusia puso una gran dedicación en educar a los exiliados, formándolos especialmente en carreras técnicas. Sin embargo, tras la victoria franquista, fueron vistos con recelo y menospreciados en su tierra y en muchos casos, optaron por volver a Rusia.
Los niños de Morelia
Morelia, fundada en 1524, antigua Capital del Virreynato de Nueva Sevilla, hoy, cabeza del Estado de Michoacán, es una ciudad bellísima; ha sido declarada patrimonio de la Humanidad por la UNESCO; un acueducto de piedra del siglo XVIII –que la abasteció de agua hasta los años 40- la cruza como una fantástica divinidad representando al tiempo que pretende reivindicar la ciudad para sí y que lo logra. Sus edificios, son de piedra rosada (su catedral Barroca, Gobernación, Palacio de Justicia y tantas otras muestras de su riqueza arquitectónica) y la restauración de su casco antiguo le ha devuelto un esplendor sencillo y plácido que invita a caminarla por la Avenida Madero sin detenerse nunca, a conocer sus mercados o a tomar un café en la primera casa de la ciudad, hoy centro de exposición y venta de artesanías, a comer tacos en los puestos y a hablar con la gente.
Hasta allí llegaron, durante la presidencia del General Lázaro Cárdenas, 264 niños y 162 niñas. Contaban entre cinco y catorce años. Habían salido de Burdeos en el vapor Mexique y arribado al puerto de Veracruz el 7 de junio de 1937, pasado por ciudad de México y llegado a Morelia el 10 de junio. Emeterio Payá Valera, uno de aquellos niños, en su libro Los niños españoles de Morelia, el exilio infantil así lo recuerda:”Una abigarrada muchedumbre esperaba la llegada de los niños españoles en la vieja estación moreliana: arribaban los huéspedes de la ciudad. Había allí representaciones obreras y campesinas; una pasarela humana, formada por policías y soldados, los niños de todas las escuelas citadinas y el pueblo…Desde la estación hasta la escuela y a lo largo de todo el recorrido por la Avenida Madero (antigua Calle Real) todo el mundo volcado en una actitud que ninguno de nosotros ha podido olvidar nunca”
Habían ido con una valija de cartón, pensando que estarían unos meses y que volverían luego de que se ganara la guerra.
Fueron alojados en dos antiguos seminarios, transformados en Colegios para niños y niñas. Una caricatura de la época muestra a Lázaro Cárdenas sosteniendo en sus brazos a un refugiado mientras otro niño mexicano, hambriento, tira de sus pantalones. En cierto sentido fue así: mientras los niños de Morelia recibían buena comida y ropa, había una gran pobreza en el México de los años 30. Se generó entonces un sentimiento doble hacia los refugiados: por una parte el pensar que venían de hogares deshechos por la guerra y por otra, que eran privilegiados. La disciplina cuartelaria, mezcla de internado e ideales comunistas, parece haber ayudado poco y aumentado la desconfianza con que los residentes españoles veían a estos hijos de la República, que blasfemaban, entonaban cánticos de barricada y odiaban a curas y monjas.
Los habían esperado con frutos que jamás habían visto y dado la mejor comida, platos que desconocían, a ellos, que venían hambreados y que ya habían visto a personas matando a personas, a hileras de fusilados en el suelo al salir de la escuela, y que huían aterrorizados cada vez que pasaba un avión. La muerte fue para los niños algo cotidiano ya desde el comienzo: en su libro de memorias, Maria Luisa Miaja, hija de un general republicano que enfrentó a los rebeldes en Jarama (febrero de 1937) y llevó a cabo una ofensiva, en Brunete, que penetró las líneas rebeldes (julio de 1937), encarcelada, a sus seis años con su familia en Melilla cuando comenzó la sublevación, veía desde su celda retirar prisioneros para su fusilamiento (una forma, además, de saldar deudas y resolver enconos).
No obstante, desvanecido el entusiasmo inicial, fue en el internado donde realmente comenzaron a extrañar a sus familias, padres, madres y hermanos a quienes, en la mayoría de los casos, nunca más volverían a ver.
La convivencia no fue fácil. En una serie de notas para la revista Claridades, de Michoacán, Emeterio Payá Valera recuerda vívidamente las peripecias de aquella vida puritana. El director del Colegio, Lamberto Moreno, fue destituido tras la muerte accidental de un niño. Terminado el sexenio de Lázaro Cárdenas, en 1940, la ayuda del gobierno mermó; en diciembre de 1943 la escuela cerró sus puertas y fueron repartidos en casas hogares, y conventos –algunas de las niñas- y quedaron librados a su suerte, crecieron como pudieron, trataron de regresar o se afincaron definitivamente en México.
No soy de aquí ni soy de allá
Llevaban grabada a fuego a una España que ya no existía y ese fue su mayor exilio, refranes, cantos, el recuerdo idealizado de sus familias.
Cuando finalmente algunos pudieron volver, no encontraron lo que tanto habían extrañado. Ellos eran hijos de la República y para los de allá, hijos de la derrota y en México, en muchos casos, seguían siendo exiliados (a quienes no adoptaron la ciudadanía en la presidencia de Lázaro Cárdenas, les fue muy difícil hacerlo después)
Dorotea Pascual, Dorita, maestra republicana, nacida en Asturias hace 98 años, era uno de los pocos adultos que viajaban en el Mexique. Tenía entonces 29 años y se había ofrecido, junto con su novio, como voluntaria para acompañar el contingente. Una vez desembarcados, las presiones del sindicato de docentes morelianos, no les permitieron ejercer: recién casados, estaban sin trabajo en un país desconocido pero lograron unas clases en la Universidad Obrera y ella, un trabajo en una escuela en Tepito. Sólo volvió a España en los años 50. Hoy, aún porta un llavero con la bandera tricolor de la República
Aurora Correa tenía 11 años cuando fue embarcada con los demás niños, con quienes, más allá de las diferencias de orígenes y de regiones, construyeron una suerte de pequeña España, más unida y solidaria y más española que la que habían dejado. Cuando el resto de su familia pudo huir del franquismo, en 1947, el reencuentro fue también el quiebre de esas ilusiones, ya que, luego de extrañarlos por once años, descubrió que eran incompatibles en todo. Lo mismo le sucedió a Antonio Aranda, de 10 años en 1937, que luego de haber vivido como mendigo en las calles de Morelia, y trabajado en una panadería de Coyoacán, donde muchos pequeños exiliados iban a ganarse duramente unas monedas diarias, pudo regresar a una España gris y desconocida. Aun en la casa de su madre, estaba fuera de lugar. Optó entonces por salir clandestinamente hacia Francia, y volver a México en un carguero, por cinco dólares diarios (de Marcados con fuego, nota de Jacobo García en la Revista Día Siete, nro. 197, México).
Sorprenden sus rostros, marcados tanto por la adversidad como por la fuerza. En ellos se lee lo que pasaron pero se lo lee desde la fuerza que necesitaron para pasarlo.
Mágicos escombros
El cineasta Juan Pablo Villaseñor (Morelia, 1956), ha hecho, sin apoyo oficial y sin presupuesto, un documental tomando la vida de los refugiados que aún viven en Morelia
Busca entender la experiencia de aquellos que han sufrido una guerra que ha fracturado brutalmente y para siempre la vida y creado un estado de destrucción perpetua habitando el alma, y la sensación pavorosa de que vivir es sobrevivir a partir de lo que queda: Escombros, mágicos escombros capaces de dar otra vida posible, de poner distancia, de construir un refugio y crear otra estirpe que viva más allá, en un espacio nuevo y libre.
Como si semejante fractura fuera poco, debieron seguir su lucha y sobrevivir a todo, transitar la vida, el olvido, la indiferencia –en España, por ejemplo, nunca se los reconoció.
Se dio la paradoja –señala- de que mientras el gobierno republicano, y los subsiguientes gobiernos mexicanos, se desentendieron de ellos y los dejaron a la deriva, aquella sociedad, de clara filiación franquista que primero los vio con recelo, fue la que más terminó ayudándolos.
La historia es inabarcable: no hay modo ya de dejar testimonio de lo que en verdad fue, porque, como estrellas en la enorme noche del tiempo, esas luces transitaron la vida muchas veces para perderse: eran hijos de pescadores, campesinos y carpinteros devenidos en combatientes y pasados los primeros años debieron librar otra guerra, dura, silenciosa y quizás inacabable.
Nada que no sea el tiempo, parece capaz de detener a las injusticias cuando se encadenan, indeclinablemente, unas tras otras hasta que ya no es posible volver a lo que había antes de ellas y entonces sólo queda lo que esté por delante. La ruptura de un estilo de vida, la destrucción de un sistema de significados y la irrupción del odio inmanejable, la separación, el sentir que sin que hayan hecho nada, les ha pasado todo.
Pero el tiempo también se detiene en el olvido y en la indeferencia y es ahí donde debemos luchar otra guerra más, igual de silenciosa, esta vez por la memoria y así dar un sentido a sus vidas.
(Un especial agradecimiento a la gente de Morelia que aportó este material: César Payá, Luz María Morales Salazar; el columnista Tocamal, del Diario La Voz, de Michoacán; Alejandro Páez, subdirector de la Revista Día Siete, de México, Jacobo García, Jacqueline Pisano y María Luisa Miaja Isaac)
Explorar el tema del exilio infantil en la guerra significa percibirla desde el punto de vista no de la política ni de los acontecimientos sino de las vidas infantiles que atravesó con su cicatriz, cruel e imborrable.
En la Europa de los años 30, la Guerra Civil Española fue un conflicto que se internacionalizó rápidamente. Muchos de los niños a los que les tocó vivirla debieron atravesar luego los avatares de la Segunda Guerra Mundial (el caso por ejemplo de exiliados en Rusia, que vivieron los primeros meses del sitio de Leningrado durante el invierno de 1941-42).
Durante la contienda murieron 138.030 niños –sobre el total de 275.000 bajas de adultos por muertes violentas- y se produjo una caída de la natalidad de 557.185 nacimientos. Los hogares rápidamente se deshicieron al incorporarse los adultos a la guerra, haber sido prisioneros o fusilados, y al producirse súbitos desplazamientos de población por el rápido avance de las tropas franquistas. Hubo 564 colonias de niños en España, de las cuales 158 eran colectivas, que acogían a 45.248 niños arrancados de sus hogares. La velocidad del conflicto significó el hacinamiento y la pérdida del objetivo con el que habían sido creadas por el gobierno republicano (las cifras constan en la página web de la Fundación Largo Caballero).
Una película vasca (con Carlos Elorriaga) cuya acción transcurre inmediatamente después del ataque a Gernika –26 de abril de 1937- da cuenta de un embarque de niños vascos, en ese caso, a campamentos en Inglaterra (el primero de los contingentes de exiliados se embarcó el 20 de marzo de 1937 con destino a Francia), proceso que se acentuó tras la caída de Bilbao y del gobierno vasco. El exilio de un total de 30.000 niños se produjo a partir de ese año. Los países receptores fueron Inglaterra, Francia, Bélgica (que facilitaron luego el regreso) Rusia, que recibió un total de 3000 exiliados, y México, habían colaborado con el gobierno republicano y luego no tuvieron relaciones diplomáticas con el franquismo, con lo cual, el regreso sólo fue posible, en el caso de exiliados a Rusia, por mediación de la Cruz Roja Internacional en los años 50. Hubo grupos pequeños que fueron a Suiza, Holanda y Dinamarca.
Rusia puso una gran dedicación en educar a los exiliados, formándolos especialmente en carreras técnicas. Sin embargo, tras la victoria franquista, fueron vistos con recelo y menospreciados en su tierra y en muchos casos, optaron por volver a Rusia.
Los niños de Morelia
Morelia, fundada en 1524, antigua Capital del Virreynato de Nueva Sevilla, hoy, cabeza del Estado de Michoacán, es una ciudad bellísima; ha sido declarada patrimonio de la Humanidad por la UNESCO; un acueducto de piedra del siglo XVIII –que la abasteció de agua hasta los años 40- la cruza como una fantástica divinidad representando al tiempo que pretende reivindicar la ciudad para sí y que lo logra. Sus edificios, son de piedra rosada (su catedral Barroca, Gobernación, Palacio de Justicia y tantas otras muestras de su riqueza arquitectónica) y la restauración de su casco antiguo le ha devuelto un esplendor sencillo y plácido que invita a caminarla por la Avenida Madero sin detenerse nunca, a conocer sus mercados o a tomar un café en la primera casa de la ciudad, hoy centro de exposición y venta de artesanías, a comer tacos en los puestos y a hablar con la gente.
Hasta allí llegaron, durante la presidencia del General Lázaro Cárdenas, 264 niños y 162 niñas. Contaban entre cinco y catorce años. Habían salido de Burdeos en el vapor Mexique y arribado al puerto de Veracruz el 7 de junio de 1937, pasado por ciudad de México y llegado a Morelia el 10 de junio. Emeterio Payá Valera, uno de aquellos niños, en su libro Los niños españoles de Morelia, el exilio infantil así lo recuerda:”Una abigarrada muchedumbre esperaba la llegada de los niños españoles en la vieja estación moreliana: arribaban los huéspedes de la ciudad. Había allí representaciones obreras y campesinas; una pasarela humana, formada por policías y soldados, los niños de todas las escuelas citadinas y el pueblo…Desde la estación hasta la escuela y a lo largo de todo el recorrido por la Avenida Madero (antigua Calle Real) todo el mundo volcado en una actitud que ninguno de nosotros ha podido olvidar nunca”
Habían ido con una valija de cartón, pensando que estarían unos meses y que volverían luego de que se ganara la guerra.
Fueron alojados en dos antiguos seminarios, transformados en Colegios para niños y niñas. Una caricatura de la época muestra a Lázaro Cárdenas sosteniendo en sus brazos a un refugiado mientras otro niño mexicano, hambriento, tira de sus pantalones. En cierto sentido fue así: mientras los niños de Morelia recibían buena comida y ropa, había una gran pobreza en el México de los años 30. Se generó entonces un sentimiento doble hacia los refugiados: por una parte el pensar que venían de hogares deshechos por la guerra y por otra, que eran privilegiados. La disciplina cuartelaria, mezcla de internado e ideales comunistas, parece haber ayudado poco y aumentado la desconfianza con que los residentes españoles veían a estos hijos de la República, que blasfemaban, entonaban cánticos de barricada y odiaban a curas y monjas.
Los habían esperado con frutos que jamás habían visto y dado la mejor comida, platos que desconocían, a ellos, que venían hambreados y que ya habían visto a personas matando a personas, a hileras de fusilados en el suelo al salir de la escuela, y que huían aterrorizados cada vez que pasaba un avión. La muerte fue para los niños algo cotidiano ya desde el comienzo: en su libro de memorias, Maria Luisa Miaja, hija de un general republicano que enfrentó a los rebeldes en Jarama (febrero de 1937) y llevó a cabo una ofensiva, en Brunete, que penetró las líneas rebeldes (julio de 1937), encarcelada, a sus seis años con su familia en Melilla cuando comenzó la sublevación, veía desde su celda retirar prisioneros para su fusilamiento (una forma, además, de saldar deudas y resolver enconos).
No obstante, desvanecido el entusiasmo inicial, fue en el internado donde realmente comenzaron a extrañar a sus familias, padres, madres y hermanos a quienes, en la mayoría de los casos, nunca más volverían a ver.
La convivencia no fue fácil. En una serie de notas para la revista Claridades, de Michoacán, Emeterio Payá Valera recuerda vívidamente las peripecias de aquella vida puritana. El director del Colegio, Lamberto Moreno, fue destituido tras la muerte accidental de un niño. Terminado el sexenio de Lázaro Cárdenas, en 1940, la ayuda del gobierno mermó; en diciembre de 1943 la escuela cerró sus puertas y fueron repartidos en casas hogares, y conventos –algunas de las niñas- y quedaron librados a su suerte, crecieron como pudieron, trataron de regresar o se afincaron definitivamente en México.
No soy de aquí ni soy de allá
Llevaban grabada a fuego a una España que ya no existía y ese fue su mayor exilio, refranes, cantos, el recuerdo idealizado de sus familias.
Cuando finalmente algunos pudieron volver, no encontraron lo que tanto habían extrañado. Ellos eran hijos de la República y para los de allá, hijos de la derrota y en México, en muchos casos, seguían siendo exiliados (a quienes no adoptaron la ciudadanía en la presidencia de Lázaro Cárdenas, les fue muy difícil hacerlo después)
Dorotea Pascual, Dorita, maestra republicana, nacida en Asturias hace 98 años, era uno de los pocos adultos que viajaban en el Mexique. Tenía entonces 29 años y se había ofrecido, junto con su novio, como voluntaria para acompañar el contingente. Una vez desembarcados, las presiones del sindicato de docentes morelianos, no les permitieron ejercer: recién casados, estaban sin trabajo en un país desconocido pero lograron unas clases en la Universidad Obrera y ella, un trabajo en una escuela en Tepito. Sólo volvió a España en los años 50. Hoy, aún porta un llavero con la bandera tricolor de la República
Aurora Correa tenía 11 años cuando fue embarcada con los demás niños, con quienes, más allá de las diferencias de orígenes y de regiones, construyeron una suerte de pequeña España, más unida y solidaria y más española que la que habían dejado. Cuando el resto de su familia pudo huir del franquismo, en 1947, el reencuentro fue también el quiebre de esas ilusiones, ya que, luego de extrañarlos por once años, descubrió que eran incompatibles en todo. Lo mismo le sucedió a Antonio Aranda, de 10 años en 1937, que luego de haber vivido como mendigo en las calles de Morelia, y trabajado en una panadería de Coyoacán, donde muchos pequeños exiliados iban a ganarse duramente unas monedas diarias, pudo regresar a una España gris y desconocida. Aun en la casa de su madre, estaba fuera de lugar. Optó entonces por salir clandestinamente hacia Francia, y volver a México en un carguero, por cinco dólares diarios (de Marcados con fuego, nota de Jacobo García en la Revista Día Siete, nro. 197, México).
Sorprenden sus rostros, marcados tanto por la adversidad como por la fuerza. En ellos se lee lo que pasaron pero se lo lee desde la fuerza que necesitaron para pasarlo.
Mágicos escombros
El cineasta Juan Pablo Villaseñor (Morelia, 1956), ha hecho, sin apoyo oficial y sin presupuesto, un documental tomando la vida de los refugiados que aún viven en Morelia
Busca entender la experiencia de aquellos que han sufrido una guerra que ha fracturado brutalmente y para siempre la vida y creado un estado de destrucción perpetua habitando el alma, y la sensación pavorosa de que vivir es sobrevivir a partir de lo que queda: Escombros, mágicos escombros capaces de dar otra vida posible, de poner distancia, de construir un refugio y crear otra estirpe que viva más allá, en un espacio nuevo y libre.
Como si semejante fractura fuera poco, debieron seguir su lucha y sobrevivir a todo, transitar la vida, el olvido, la indiferencia –en España, por ejemplo, nunca se los reconoció.
Se dio la paradoja –señala- de que mientras el gobierno republicano, y los subsiguientes gobiernos mexicanos, se desentendieron de ellos y los dejaron a la deriva, aquella sociedad, de clara filiación franquista que primero los vio con recelo, fue la que más terminó ayudándolos.
La historia es inabarcable: no hay modo ya de dejar testimonio de lo que en verdad fue, porque, como estrellas en la enorme noche del tiempo, esas luces transitaron la vida muchas veces para perderse: eran hijos de pescadores, campesinos y carpinteros devenidos en combatientes y pasados los primeros años debieron librar otra guerra, dura, silenciosa y quizás inacabable.
Nada que no sea el tiempo, parece capaz de detener a las injusticias cuando se encadenan, indeclinablemente, unas tras otras hasta que ya no es posible volver a lo que había antes de ellas y entonces sólo queda lo que esté por delante. La ruptura de un estilo de vida, la destrucción de un sistema de significados y la irrupción del odio inmanejable, la separación, el sentir que sin que hayan hecho nada, les ha pasado todo.
Pero el tiempo también se detiene en el olvido y en la indeferencia y es ahí donde debemos luchar otra guerra más, igual de silenciosa, esta vez por la memoria y así dar un sentido a sus vidas.
(Un especial agradecimiento a la gente de Morelia que aportó este material: César Payá, Luz María Morales Salazar; el columnista Tocamal, del Diario La Voz, de Michoacán; Alejandro Páez, subdirector de la Revista Día Siete, de México, Jacobo García, Jacqueline Pisano y María Luisa Miaja Isaac)
2004
Eduardo Balestena
Eduardo Balestena
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