martes, 20 de abril de 2010

El exilio como raíz


Los Niños de Morelia, el exilio infantil en la Guerra Civil Española. (II)
En el artículo interior hicimos una aproximación a la cronología del exilio infantil a Morelia, que sirve como breve marco de algo que, en la pluralidad de historias de vida documentadas en Un Capítulo de la memoria oral del exilio, los Niños de Morelia (Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo-Comunidad de Madrid), es muy profundo, y tiene tantas resonancias como actores.
Una cosa es narrar esa cronología y otra muy distinta detenerse, aun someramente en lo que significó la experiencia en quienes la vivieron.
Significados
Es difícil poner en palabras algo en lo cual sentimos que todo lo que pueda ser dicho es incompleto y relativo. Intentaremos, en ese camino, tratar de establecer una tópica del exilio y dividirlo en varios “tropos”, o motivos, que lo atraviesan.
Basta, por ejemplo, entrar en la página altavozdelfrente, que Juan Laguarda, uno de los exiliados, residente hoy en Estados Unidos, me indicó, para darse cuenta de que el exilio es la pérdida de un mundo y una utopía, que aquella España republicana, idealizada y añorada, es muy distinta a la actual, y a la real, y que la experiencia del exilio se origina precisamente en el derrumbe violento de ese mundo, que la película Morir en Madrid tan claramente plasma.
La propia experiencia, la identidad, la nacionalidad, el regreso, son otros de los motivos, y todos tienen que ver con esa pérdida primordial, y con los lazos que pudieron ser constituidos a partir de ella.
La experiencia
Emeterio Payá Valera viajó con sus otros tres hermanos. Fue el destino de muchos a quienes bajo la consigna “o todos o ninguno” sus padres buscaban proteger de la guerra, esperando reencontrarse con ellos tras un exilio de un año, o hasta que la guerra terminara. Cuesta pensar en esa posibilidad en una contienda ya por entonces tan adversa a la causa republicana. En Los Niños españoles de Morelia. El exilio infantil en México (El Colegio de Jalisco, tercera edición, 2002) Emeterio Payá Valera recuerda la despedida en Barcelona: “un chiquitín de escasos cinco años se aferraba a las piernas de su padre, hombre humilde. Transido de dolor y con el rostro angustiado; húmedos los ojos por la impotencia, era incapaz de convencer a su hijito de la necesidad de una separación que él mismo no alcanzaba a comprender…Arrancado de las piernas de su padre por manos piadosas, se aferró entonces a un pilar, asiéndose desesperado a su casa, a la patria, al amor paterno…’¡Que no se vayan mis hijos…que no se vayan’ Mi padre, que se había mantenido estoico, estalló finalmente en sollozos” (pág.33). Los hermanos Payá Valera jamás volverían a ver a su padre, muerto de pulmonía en un campo de concentración alemán en 1941.
Quizás no pueda pensarse una ruptura más absoluta y violenta que separarse de los hijos. Seguramente, si algo dio sentido a esas vidas fue la posibilidad de un reencuentro que no siempre se produjo o que al producirse significó una desilusión.
El internado
La escuela fue el hogar de los niños durante más de seis años el escenario que los mantuvo cohesionados, y un ámbito significativo en su identidad. Sin embargo la experiencia distó mucho de la formulación teórica con la que había sido concebida.
Eran dos viejos edificios, en uno de los cuales había habido un cementerio que debió ser pavimentado para transformarlo en patio de juegos, ya que era frecuente encontrar huesos en tumbas ruinosas. Emeterio Payá Valera recuerda los grandes dormitorios colectivos, con ventanales sin vidrios en sus extremos, por donde entraban murciélagos, las plagas –pulgas, piojos, ratas- y la desatención sistemática del personal, que tenía mejores sueldos que el del resto de las escuelas públicas.
Ellos poco hicieron ante el trauma de la guerra, que sufrían niños que habían visto asesinatos, o cómo eran extraídos cadáveres de las cloacas, y para quienes el paso de un avión era algo terrorífico. En muchos, este trauma se evidenció en agresividad, en otros, en enuresis, lo cual los convirtió más que en objeto de ayuda, en blanco de castigos medievales y escarnio.
Quizás lo más desafortunado hayan sido los directores. En el caso de Lamberto Moreno, por su hispanofobia y por la desatención en cuestiones básicas, y en el de Reyes Pérez por el autoritarismo que lo llevó a poner en práctica la idea de que los alumnos más conflictivos pueden ser neutralizados dándoles poder.
Generalmente se menciona una muerte, la primera, la de Luís Dáder García, de 5 años, que costó su cargo a Lamberto Moreno. Sin embargo, Emeterio Payá Valera, hace una cronología de todas las muertes de niños entre cinco y trece años, que fueron unas ocho, debido a la negligencia de las autoridades, tanto por enfermedades como por accidentes evitables. Ello es tan terrible como el hecho de los secuestros, las separaciones y la acción de pandilleros sin ningún control, pese a la disciplina militar. Sin embargo, tanto Rosa Laguarda como Emeterio Payá Valera, recuerdan los cuidados que recibieron en la enfermería del internado cuando estuvieron enfermos de fiebre tifoidea.
Payá Valera, que enumera el listado completo de los exiliados, su origen, sus ocupaciones y destinos posteriores, señala que si bien la convocatoria fue para niños de entre seis y doce años, había menores y mayores de esa edad. En el segundo caso, por lo que sucedió en el internado, daba la impresión de que los padres de estos últimos, habían aprovechado el llamado para sacarse a los hijos problemáticos de encima (Los niños Españoles de Morelia… pág.81). Los más pequeños debían soportar a los mayores que robaban, mantenían aterrorizados al resto, y los agredían, a veces con navajas.
Si bien la aceptación de la colonia hispana fue difícil en un principio, por el apedreamiento de iglesias y los cánticos hostiles al clero, los niños fueron luego aceptados y cuidados incluso por hogares franquistas. En muchos casos, esta acción fue más allá, porque parte de esta colonia buscó redimir a los “rojos”, por ejemplo secuestrando a las niñas para internarlas en conventos. De este modo, al 23 de septiembre de 1938 hubo: 4 niñas perdidas, 21 niños entregados a familiares, 16 al cónsul de España, 42 enviados a la Escuela España-México nro.2, 7 fugados que se refugiaron en esta escuela, 3 entregados a particulares en Morelia, una alumna casada y 4 muertos. (Los niños españoles de Morelia… pág.110). Es decir que había niños que eran entregados, contra la oposición de sus familias, a quienes eran enemigos de ellas. De ese modo, muchas veces los hermanos, confiados unos al cuidado de otros, eran separados.
Había una suerte de organización para sustraer niñas que, escondidas en casas de familias españolas reaccionarias, terminaban luego en conventos en Puebla y el Distrito Federal. Hubo la adopción de una niña sin el consentimiento de sus padres, y un grupo fue enviado a un convento por haber ido a bailar a la casa de una familia.
En otros casos las condiciones de vida en la escuela eran tan duras que los niños escapaban para buscar refugio en cualquier casa que los recibiera (ob.cit. pág.114).
Rosa Laguarda, no obstante, tiene un registro distinto, tanto del internado como posteriormente de la Casa-Hogar en la que vivió (Experiencias, 2003).
El vínculo con nativos mexicanos, ya fuera en las vacaciones, o en épocas de clase, fue profundo e imborrable, favorecido ello con la afluencia a la escuela de niños mexicanos. También lo fue el establecido con los maestros de taller, obreros como la mayoría de los padres de los niños.
Un punto de inflexión
El fin de la guerra significó que aquel exilio “por un tiempo” sería más extenso, o acaso definitivo. Se produjo entonces el pedido de repatriación por el franquismo, y la negativa por parte de sectores de la sociedad mexicana, que llegaron a medidas de resistencia activa, ya que niños refugiados en Francia, habían terminado en asilos y seminarios españoles tras su envío a España por los nazis.
Esto es marcado por otra experiencia: el envío a las Casas-Hogar, en el DF, manejadas por autoridades del gobierno republicano en el exilio, con una disciplina diferente, con muchas privaciones, pese a que contaban por ejemplo con agua caliente y otras comodidades de las que carecían en el internado. Sin embargo, era muy fácil ser expulsado de ellas, de las cuales salían para trabajar, las más de las veces, en condiciones de explotación.
No todos tienen el mismo recuerdo de las Casas Hogar, que fueron repentinamente cerradas a los tres años por el gobierno republicano en el exilio, dejándolos en la calle. Emeterio Payá Valera señala que algunos niños mexicanos fueron con ellos a las Casas Hogar, y que ante la extrañeza de un director, por su tez morena y el acento, le dijeron que eran marroquíes. Ello evidencia que no hubo siempre una posibilidad efectiva de control.
Los niños tienen de algunos directores, como Adolfo Sánchez Vázquez o Martín Navarro Flores, un recuerdo imborrable. En otros casos cristalizan en ellos el descontento de su abandono por parte de las autoridades republicanas.
Las niñas tienen un mejor recuerdo de las Casas Hogar, no hablan de la indisciplina sino de la familiaridad y del sentido de hogar.
Todos viven como terrible el hecho de que, con una anticipación de sólo días, hayan quedado en la calle con la suma de cincuenta pesos cuando el gobierno republicano en el exilio decidió cerrarlas. Funcionaron desde mediados de 1943, a mediados de 1945.
“No vinimos, nos trajeron"
El internado España-México no sólo fue un ámbito físico, sino también simbólico, que unió lo individual, lo colectivo, el acervo común, y “los referentes de hogar, amigos, escuela” (Un capítulo de la memoria oral…pág. 62).
Los Niños de Morelia fueron los primeros exiliados, pero dejaron de serlo cuando llegaron quienes huían del franquismo, al fin de la guerra, período en el cual el internado se encaminaba hacia su cierre. Existe una línea divisoria entre unos y otros exiliados. Los primeros fueron utilizados, primero por la República, y luego por el franquismo, y por profesores y políticos, que buscaron acceder a los fondos republicanos. Los segundos, llegaron como defensores de la democracia, luchadores que aun en la derrota conservaban la sensación de una victoria moral.
“Este sentimiento de haber sido utilizados y abandonados por todos se extiende a casi todos los niños de Morelia” (“Un capítulo…”, pág. 76)
Un ochenta por ciento del total de exiliados tenía menos de catorce años (ob.cit., pág.79). Es decir que para esta población, de aproximadamente diecisiete mil personas, el exilio se produjo en un momento de formación de la identidad y de su mundo circundante. En el caso de Los Niños de Morelia, ello se agrava por varias razones: ellos debieron separarse de sus padres, fueron puestos bajo cuidados ineficientes en los cuales naufragaron las buenas intenciones con las que se los llevó a México, para terminar por ser librados a su suerte.
Ello, unido a un proyecto educativo en el cual no les fue posible ni dar importancia al papel del saber en la determinación de su proyecto de vida, ni a su formación integral, los confinó a la dimensión de un eterno presente.
En efecto, cuándo volverían, qué encontrarían si efectivamente pudieran volver, qué harían si no pudieran volver. Llegaron por un período breve, que se prolongó irremediablemente. Sujetos a esta dimensión del tiempo, su única certeza fue el puro presente, la peripecia cotidiana, la supervivencia, más allá hay un marco invencible de incertidumbre. A la posibilidad incierta del eterno retorno, se contraponía un ir quedándose.
Por detrás, el naufragio de un proyecto, el de la República, la pérdida de contención, afecto y cuidado. Por delante la incertidumbre, dada en parte por el hecho concreto de que nadie se había preocupado seriamente por ellos. Emeterio Payá Valera, pese al recuerdo agradecido a Lázaro Cárdenas, que tanto hizo por los más postergados, y su esposa, señala el lugar lateral que el tema ocupó en sus memorias al ser publicadas luego de su muerte, en 1970.
Ellos vivieron la dimensión de la pérdida: la de lo conocido y la de lo posible. No es así uno, sino varios exilios: del hogar, de un sistema de sentido, y de uno de cuidados.
“Una de las frases que suelen repetir mucho para que se les entienda es la de: ‘No vinimos, nos trajeron.’ “ (ob.cit., pág.79).
El regreso
El regreso es otro de los nudos discursivos y está implícito en la idea de exilio: la ilusión siempre presente de volver a aquello que violentamente se había dejado, y reencontrarse con un contexto, familiar y social, que se había perdido. Sin embargo, pocas veces el regreso implicó esta recuperación.
En muchos casos se produjo por repatriación, por medio de las autoridades portuguesas, que representaban al gobierno franquista en México. Varios niños regresaron en la década de 1940. Otros no regresaron, en gran parte aconsejados por sus propios familiares, dado que en algunos casos estaban presos o exiliados, y que las condiciones de vida de la posguerra eran muy duras.
A diferencia de los otros exiliados, los niños no dependían de amnistías, no habían tenido un papel activo en la guerra y sólo habían sido víctimas. No obstante, fueron objeto de distintas represalias, como persecución policial y hacerles hacer el servicio militar. En otros, encontraron un país distinto al que habían dejado, sus padres habían tenido otros hijos, y ellos se convertían en extraños en su propio hogar y en su propio país, con lo cual, algunos optaron por regresar a México. En otros casos, fueron familiares quienes emigraron de España para vivir en México con sus hijos.
No obstante, quienes pudieron regresar, aquellos de los cuales no existen ya registros, pudieron recuperar el sentimiento de su nacionalidad española, que permaneció dividido en el resto, aquellos que mantienen la idea de España no como central, sino como un origen remoto, y parte de aquello que también son, ya que lo nodal lo tienen en México.
Emeterio Payá Valera relata en su libro (pág. 253) el llanto incontenible que se apoderó de él al sentir, en 1976, el anuncio de que el avión en que viajaba aterrizaría en instantes en Barcelona, y lo que le significó la recuperación de los lugares de su primera infancia. No obstante, por su propio derrotero y por razones ideológicas, había hecho su vida en México.
Soy del exilio como de un país”
Mario Ruzzo, un querido profesor de Sociología en Servicio Social, decía, refiriéndose precisamente a los exiliados de la guerra civil española, que “habían salvado, como dice el criollo, sólo el pellejo”. Lo decía al hablar de cultura, aquello que, en la clásica definición de Ralph Linton, es lo que queda cuando todo lo demás ha desaparecido. Esos exiliados no tenían nada más que a sí mismos, a su bagaje, a sus valores.
En los Niños de Morelia hay una especie de segundo exilio (“Un capítulo…”, pág.81) por ser privados del país, y por estar en una etapa de formación, donde no existen referentes poderosos para mantener la identidad: “Los Niños de Morelia, por su parte, tuvieron que cargar con sus pocos y raquíticos recuerdos y enfrentarlos en un medio hostil, sin la ayuda, experiencia y consejos de nadie. España es un deseo que atrae porque significa no sólo patria y origen colectivo sino las raíces individuales, los padres, el hogar. Sin embargo España suscita al mismo tiempo un cierto rechazo”, el del abandono, el de la destrucción que se dejó atrás. Es allí donde a la dimensión colectiva se suma la dimensión individual. Es allí donde se han desplazado las raíces, donde el sujeto ha pasado a ser él mismo pero dentro de un grupo de pertenencia producido por el propio exilio.
Ellos no habían podido formar ese “pellejo” que fue lo que muchos exiliados sólo pudieron salvar. Su “pellejo” fue el propio exilio, el que los definió como grupo.
El lenguaje los revelaba como españoles y a la vez como mexicanos, por ser reconocibles los modismos de uno y otro idioma, fijándolos en un territorio limítrofe del cual es un indicador la documentación. Llegaron con una ficha, muchas veces con errores, y muy pocos tramitaron documentación mexicana, con lo cual, transitaron la vida en una suerte de limbo.
Es desolador sentir que aquello que a nosotros nos ha atravesado, marcado y cambiado la vida, aquello que se ha llevado muchos de los mejores momentos; que ese tiempo que la adversidad nos ha robado (como aquella exiliada que dijo a Emeterio Payá “me han robado cuarenta años de mi vida”) no signifique nada para los demás. Es lo que sucede en una España que no tiene casi ningún registro de los Niños de Morelia. Aquella patria que los exilió, luego los abandonó y más tarde los ignoró.
Ello hace que la historia no haya podido cerrarse, que hayan vivido fijados a un pasado al cual evocan como una verdadera dimensión existencial, y que quienes los vemos desde afuera, los veamos más que por lo que son como personas, por aquello que les sucedió. Se los ha conceptualizado no como sujetos de su historia, sino como objetos de la historia. No obstante, pese a todo eso, siguieron sus vidas y dejaron algo que va más allá de la circunstancia que los llevó a México.
“Nos decía José de la Colina: ‘Me acuerdo de unas líneas de Saint Exupèry: ‘Yo soy de mi infancia como se es de un país’ y las he hecho mías parafraseándolas: Soy del exilio como se es de un país’ “ (“Un capítulo de la memoria”…pág.89)
El exilio es no sólo ser apartado, sino saber que aquello de donde antes éramos puede seguir sin nosotros, sin percatarse siquiera de que nos hemos ido, o sin que le importe. Pero también es no rendirse y afirmarse en la adversidad de esa carencia de referentes, apoyarse en las acciones propias, y sostenerse en ellas.
Esa es la dimensión vital de un exilio donde se vive como en un país, pero valga, al mismo tiempo la enseñanza de otros que nos han demostrado que se puede vivir pese a ello.


(Agradecimiento: a Luz María Morales Salazar, César Payá, y Rosa y Juan Laguarda)

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

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